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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Libertad (10 page)

BOOK: Libertad
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—¡Esto es absurdo! ¡Apenas nos vemos!

—Te veo más que a nadie, prácticamente. Me encanta verte.

—¿Por qué no te quedas este verano, pues? ¿No te fías de mí?

—¿Por qué no iba a fiarme?

—No lo sé. Es que no entiendo por qué prefieres trabajar para tu padre. El no te cuidó, no te protegió, y yo sí lo haré. El no piensa en lo que es mejor para ti, y yo sí.

Era cierto que el ánimo de Patty decaía ante la idea de volver a casa, pero le parecía necesario castigarse por comer brownies de hachís.

Además, su padre venía haciendo un esfuerzo con ella, enviándole cartas nada menos que de su puño y letra («Te echamos de menos en la pista de tenis») y ofreciéndole el viejo coche de lo abuela, que, en su opinión, la abuela ya no debía conducir.

Después de una ausencia de un año, Patty sentía remordimientos de conciencia por tratarlo con tanta frialdad, ¿Acaso había cometido un error? Así que volvió a casa en verano y descubrió que nada había cambiado y que no había cometido ningún error. Veía la tele hasta medianoche, se levantaba a las siete cada mañana y corría ocho kilómetros y dedicaba el día entero a subrayar nombres en documentos jurídicos y a esperar con impaciencia el correo diario, que las más de las veces contenía una larga carta mecanografiada de Eliza, diciendo lo mucho que la añoraba y contando anécdotas sobre su jefe «libidinoso» en el cine de reestreno donde trabajaba de taquillera, e instándola a contestar de inmediato, cosa que Patty hacía en la medida de sus posibilidades en el bufete con olor a naftalina de su padre, usando la Selectric y el papel de carta viejo con membrete del despacho.

En una carta Eliza escribió: «Creo que nos conviene imponernos reglas mutuamente para nuestra protección y autosuperación.» Patty se lo tomó con escepticismo, pero en la respuesta incluyó tres reglas para su amiga. «No fumar antes de la cena», «Hacer ejercicio a diario y desarrollar aptitudes atléticas» y «Asistir a todas las clases y hacer todas las tareas de todas las asignaturas (y no sólo de literatura inglesa)». Sin duda debería haberla alarmado lo distintas que fueron las reglas de Eliza para ella —«Beber sólo los sábados por la noche y sólo en presencia de Eliza», «No ir a fiestas mixtas salvo en compañía de Eliza» y «Contárselo todo a Eliza»—, pero carecía de criterio y, en lugar de inquietarse, se sintió emocionada por disfrutar de una amistad íntima tan intensa con ella. Entre otras cosas, tener a dicha amiga le proporcionaba a Patty blindaje y munición contra su hermana mediana.

—¿Y qué? ¿Cómo va la vida en Minne-soooo-ta? —empezaba habitualmente un encuentro con su hermana—. ¿Has comido mucho maíz? ¿Has visto a
Babe
, el buey azul? ¿Has estado en Brainerd?

Cabría esperar que Patty, una deportista adiestrada para la competición y tres años y medio mayor que su hermana (aunque sólo iba dos cursos por delante de ella), hubiese desarrollado métodos para lidiar con su denigrante estupidez. Pero en el corazón de Patty anidaba cierta vulnerabilidad congénita: la nula actitud fraternal de su hermana nunca dejaba de asombrarla. Además, era una persona realmente Creativa y por lo tanto tenía especial habilidad para encontrar maneras inesperadas con que dejar a Patty sin saber qué decir.

—¿Por qué siempre me hablas con esa voz tan rara? —era por entonces la mejor defensa de Patty.

—Yo sólo te preguntaba por la vida en la gloriosa Minne-soooo-ta.

—Cacareas, eso es lo que haces. Es como un cacareo.

Esto era acogido con un silencio y un destello en la mirada. A continuación: Pero ¡si es la Tierra de los Diez Mil Lagos!

—Anda, vete, por favor.

—¿Tienes novio allí?

—No.

—¿Y novia?

—No. Aunque sí he encontrado una gran amiga.

—¿La que te manda todas esas cartas, quieres decir? ¿También es atleta?

—No. Es poeta.

—Vaya. —La hermana pareció interesarse un ápice—. ¿Cómo se llama?

—Eliza.

—Eliza Doolittle. Desde luego escribe muchas cartas. ¿Seguro que no es tu novia?

—Es escritora, ¿vale? Una escritora de lo más interesante.

—Llegan ciertos rumores del vestuario, sólo eso: el hongo que no se atreve a pronunciar su nombre.

—Das asco —dijo Patty—. Tiene al menos tres novios, y es muy guay.

—Brainerd, Minne-soooo-ta —fue la respuesta de la hermana—. Tienes que enviarme desde Brainerd una postal de
Babe
, el buey azul.

Se marchó cantando «me caso mañana por la mañana» con un marcado vibrato.

El otoño siguiente, ya de vuelta a la universidad, Patty conoció a un chico llamado Carter, que se convertiría, a falta de una palabra mejor, en su primer novio. A la autobiográfa le parece ahora cualquier cosa menos casual que lo conociera inmediatamente después de obedecer la tercera regla de Eliza y contarle que un tío del gimnasio, un estudiante de segundo del equipo de lucha, la había invitado a cenar.

Eliza quiso conocer antes al luchador, pero incluso la complacencia de Patty tenía sus límites.

—Parece muy buen tío —dijo.

—Lo siento, pero en lo que se refiere a los tíos sigues en libertad vigilada —contestó Eliza—. También creías que la persona que te violó era buen tío.

—No estoy del todo segura de haber llegado a tener esa idea en concreto. Sencillamente me atrajo su interés por mí.

—Pues ahora también hay alguien que se interesa por ti.

—Sí, pero no he bebido.

Al final acordaron que Patty iría a la habitación que Eliza tenía fuera del campus (el premio de sus padres por haber trabajado en verano) justo después de la cena, y que si a las diez no estaba allí, Eliza iría en su busca. Cuando llegó a la casa, a eso de las nueve y media, después de una cena no especialmente brillante con el luchador, encontró a Eliza en su habitación del piso superior con el tal Carter.

Estaban sentados cada uno en un extremo del sofá, descalzos pero con calcetines, los pies apoyados en el cojín central planta con planta, empujándoselos mutuamente en una especie de pedaleo que podía interpretarse o no como un comportamiento propio de hermanos. En el equipo de música de Eliza sonaba el nuevo álbum de DEVO.

Patty vaciló en el umbral de la puerta.

—Mejor os dejo solos.

—¡Uy!, por Dios, no no no no no, ¡te queremos aquí! —exclamó Eliza—. Carter y yo somos historia pasada, ¿no es verdad?

—Muy pasada —confirmó Carter con dignidad y, pensó Patty después, con cierta irritación. Bajó los pies al suelo.

—Un volcán extinto —añadió Eliza mientras se ponía en pie de un salto para presentarlos.

Patty nunca había visto a su amiga con un chico, y le chocó lo mucho que se alteraba su personalidad: estaba ruborizada, se trababa la lengua y dejaba escapar una risita intermitente muy poco natural.

Parecía haber olvidado que Patty había ido allí a darle el parte después de la cena. Todo se centró en Carter, un amigo suyo de uno de sus antiguos colegios, que se había tomado un descanso en sus estudios universitarios y trabajaba en una librería e iba a conciertos.

Carter tenía un pelo en extremo lacio y de una interesante coloración oscura (
henna
, resultó) y unos preciosos ojos de largas pestañas (rímel, resultó), y carecía de defectos físicos destacados salvo por los dientes, curiosamente pequeños y puntiagudos, cada uno por su lado (un gasto infantil como la ortodoncia, tan elemental en las clases medias, había escapado entre las grietas del agrio divorcio de sus padres, resultó). A Patty le gustó de inmediato el hecho de que no se sintiera cohibido por sus dientes. Se disponía a causarle una buena impresión, a intentar demostrarle que era digna de la amistad de Eliza, cuando ésta le plantó una copa de vino llena ante las narices.

—No, gracias —contestó Patty.

—Pero si es sábado por la noche —objetó Eliza.

Patty quiso señalar que las reglas no la obligaban a beber en sábado, pero en presencia de Carter percibió un atisbo objetivo de lo raras que eran las reglas de Eliza, y de lo raro que era, ya puestos, que ella tuviese que informar a Eliza de su cena con el luchador. Y por consiguiente cambió de idea y se bebió el vino, y después otra copa llena más, y se sintió a gusto y espléndidamente. La autobiógrafa es consciente de lo aburrido que es leer acerca de las experiencias con la bebida de una persona, pero a veces guardan relación con la historia.

Cuando Carter se levantó para marcharse, a eso de la medianoche, se ofreció a llevar a Patty en coche a su residencia, y ante la puerta del edificio le preguntó si podía darle un beso de despedida. («No pasa nada —pensó ella—, es amigo de Eliza»); y después de morrearse un rato, de pie en el aire frío de octubre, él le preguntó si podían volver a verse al día siguiente, y ella pensó: «Vaya, éste no pierde el tiempo.»

Para reconocer lo que es justo reconocer: ese invierno fue la mejor temporada deportiva de su vida. No tuvo problemas de salud, y la entrenadora Treadwell, después de sermonearla severamente sobre la necesidad de ser menos desinteresada y más líder, la sacó como titular en la posición de escolta en todos los partidos. La propia Patty se asombró al ver que de pronto las jugadoras rivales más corpulentas que ella se movían como a cámara lenta, al descubrir la facilidad con que alargaba el brazo y les robaba la pelota y cuántos tiros en suspensión le entraban, partido tras partido. Incluso cuando le aplicaban una doble defensa, cosa que ocurría cada vez más a menudo, sentía una relación íntima especial con la canasta, sabiendo siempre exactamente dónde estaba y confiando siempre en ser su jugadora preferida en la cancha, la que mejor alimentaba su boca circular. Incluso fuera de la pista se sentía en la zona de ataque, lo que se traducía en una especie de presión reconcentrada detrás de las cejas, un sopor alerta o un aturdimiento polarizado que persistía hiciera lo que hiciera. Ese invierno durmió de maravilla y en ningún momento llegó a despertar del todo. Ni siquiera cuando le daban un codazo en la cabeza o las compañeras de su equipo, contentas, se apiñaban en torno a ella al sonar el pitido final.

Y lo suyo con Carter formó parte de eso. Carter mostraba una absoluta falta de interés por el deporte y no parecía importarle que, en las semanas críticas, Patty no dispusiera más que de unas horas para él, a veces lo justo para hacer el amor en su apartamento y volver corriendo al campus. En cierto sentido, incluso ahora, la autobiógrafa considera
eso
una relación ideal, aunque no tan ideal, debe reconocer, cuando se permite un cálculo realista del número de chicas con que se acostó Carter durante los seis meses que Patty lo vio como su novio.

Esos seis meses constituyeron el primero de los dos períodos indiscutiblemente felices en la vida de Patty, momentos en que todas las piezas encajaban. Le encantaban los dientes sin arreglar de Carter, su sincera modestia, sus expertos magreos, su paciencia con ella.

Poseía sin duda excelentes cualidades, ese Carter. Lo mismo cuando le daba una indicación técnica en materia de sexo con embarazosa delicadeza que cuando le confesaba que no tenía absolutamente ningún plan de futuro («Probablemente para lo que estoy más capacitado es para ser algo así como un chantajista discreto»), hablaba siempre con voz suave y contenida y autodespectiva... el pobre Carter, tan corrupto él, no tenía muy buen concepto de sí mismo como miembro de la especie humana.

Por su parte, Patty siguió teniendo un buen concepto de él, peligrosamente bueno, hasta la noche de un sábado de abril, cuando regresó antes de lo previsto de Chicago, adonde la entrenadora Treadwell y ella habían ido en avión para el banquete y la ceremonia de entrega de premios de la selección nacional (a Patty la habían nombrado segunda opción como escolta), para presentarle por sorpresa en la fiesta que Carter había organizado por su cumpleaños.

Desde la calle, vio encendidas las luces de su apartamento, pero tuvo que llamar al timbre cuatro veces, y finalmente la voz que sonó por el portero automático fue la de Eliza.

—¿Patty? ¿No estabas en Chicago?

—He vuelto antes. Ábreme.

Se oyó crepitar el portero, y después un silencio tan largo que Patty volvió a llamar dos veces. Finalmente Eliza, con sus Keds y su pelliza, bajó corriendo la escalera y cruzó la puerta.

—¡Hola, hola, hola, hola! —dijo—. ¡No me puedo creer que estés aquí!

—¿Por qué no me has abierto desde arriba? —preguntó Patty.

—No lo sé, se me ha ocurrido bajar a verte. Eso de ahí arriba es un desmadre, y he pensado que era mejor bajar y así podemos hablar. —Tenía los ojos brillantes y se retorcía las manos con desesperación—. Ahí arriba corre mucha droga, ¿y si vamos a otro sitio? Me alegro mucho de verte, en serio. Eh, ¡hola! ¿Cómo estás? ¿Cómo ha ido en Chicago? ¿Cómo ha ido el banquete?

Patty fruncía el cejo.

—¿Estás diciéndome que no puedo subir a ver a mi novio?

—Bueno, no, pero, no, pero... ¿novio? Ésa es una palabra un poco inerte, ¿no te parece? Pensaba que era
sólo Carter
. Es decir, ya sé que te gusta, pero...

—¿Quién más hay arriba?

—Ah, bueno, otra gente, ya sabes.

—¿Quién?

—Nadie que tú conozcas. Oye, vamos a otro sitio, ¿vale?

—Pero ¿quién, por ejemplo?

—El pensaba que no volvías hasta mañana. Habéis quedado para cenar mañana, ¿no?

—He vuelto antes para verlo.

—Vamos, no irás a decirme que estás enamorada de él... Tenemos que hablar en serio de la necesidad de protegerte mejor; yo creía que para vosotros era una diversión, o sea, tú nunca habías empleado literalmente la palabra «novio», o yo me habría enterado, ¿no? Y si no me lo cuentas todo, no puedo protegerte. Puede decirse que has incumplido una regla, ¿no te parece?

—Tú tampoco has obedecido mis reglas —dijo Patty.

—Esto no es lo que crees, te lo juro. Yo soy tu amiga. Pero aquí hay otra persona que desde luego no es amiga tuya.

—¿Una chica?

—Oye, le diré que se marche. Nos libraremos de ella y luego podemos montar una fiesta nosotros tres. —Eliza dejó escapar una risita—. Carter ha conseguido una coca muy, muy, muy buena para celebrar su cumpleaños.

—Un momento. ¿Sólo estáis vosotros tres? ¿Eso es la fiesta?

—Es tan fantástica, pero tan fantástica, que tienes que probarla. Ya ha terminado la temporada, ¿no? Nos libraremos de ella y podrás subir y sumarte a la fiesta. O podemos ir a mi casa, tú y yo solas. Si esperas un momento, voy por un poco de droga y nos vamos a mi casa. Tienes que probarla. No lo entenderás si no la pruebas.

BOOK: Libertad
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