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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

Libertad (51 page)

BOOK: Libertad
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Y la televisión: la televisión era como la radio, sólo que diez veces peor. Para Walter, un país que seguía minuto a minuto cada falso giro de
American Idol
mientras el mundo se incendiaba merecía plenamente la pesadilla que le deparase el futuro, fuera cual fuese.

Naturalmente, se daba cuenta de que no estaba bien sentirse así: aunque sólo fuera porque en Saint Paul, durante casi veinte años, eso no le había pasado. Era consciente de la estrecha conexión entre la ira y la depresión, consciente de que era malsano desde el punto de vista mental obsesionarse exclusivamente con situaciones apocalípticas, consciente de que, en su caso, la obsesión se alimentaba de la frustración con su mujer y la decepción con su hijo. Probablemente, si hubiese estado de verdad solo en su ira, no lo habría soportado.

Pero Lalitha lo acompañaba en cada paso del camino. Ella corroboraba su visión del mundo y compartía su sensación de apremio. En su primera entrevista, le había hablado de su viaje en familia a Bengala Occidental a los catorce años. Tenía la edad idónea para no sólo entristecerse y horrorizarse, sino sentir además repugnancia por la densidad y la miseria de la vida humana en Calcuta. Su repugnancia la había llevado, a su regreso a Estados Unidos, al vegetarianismo y los estudios del medio ambiente, con especial atención, ya en la universidad, a los problemas de la mujer en los países en vías de desarrollo. Pese a que casualmente había conseguido un buen empleo en Natural Conservancy al acabar la carrera, su verdadero interés había sido siempre —como el del propio Walter en su juventud— los problemas de la demografía y la sostenibilidad.

Sin lugar a dudas, Lalitha tenía otra faceta muy distinta, una faceta sensible a los hombres fuertes y tradicionales. Su novio, Jairam, era de constitución recia y bastante feo, pero arrogante y resuelto, un cirujano cardiovascular residente, y Lalitha no era ni mucho menos la primera joven atractiva a quien Walter había visto conceder sus favores a alguien como Jairam a fin de evitar que le tiraran los tejos allí adonde fuera. Pero después de aguantar los seis años de crecientes disparates de Jairam parecía empezar por fin a curarse de él. Para Walter, lo único verdaderamente sorprendente sobre su pregunta de esa noche, la pregunta acerca de la esterilización, era que ella hubiese sentido siquiera la necesidad de plantearla.

¿Por qué, a fin de cuentas, se la había planteado a él?

Apagó el televisor y se paseó por la habitación para reflexionar más detenidamente al respecto, y de inmediato encontró la respuesta: le había preguntado si tal vez él querría tener un hijo con ella algún día. O quizá, más exactamente, le había advertido que aunque él quisiera, tal vez ella no.

Y lo repugnante —si era sincero consigo mismo— era que sí deseaba tener un hijo con ella. No es que no adorase a Jessica ni que, de un modo más abstracto, no amara a Joey. Pero de pronto sentía muy lejos a la madre de los dos. Patty era una persona que seguramente ni siquiera había sentido un gran deseo de casarse con él, una persona de la que había oído hablar por primera vez a Richard, que una noche de verano en Minneapolis, hacía mucho tiempo, le había mencionado que la tía con quien se acostaba vivía con una estrella del baloncesto que desbarataba sus prejuicios sobre las mujeres deportistas. Patty había estado a punto de irse con Richard, y a partir del gratificante hecho de que no lo hubiese hecho —de que hubiera sucumbido en cambio al amor de Walter— se había desarrollado toda su vida juntos, su matrimonio y su casa y sus hijos. Siempre habían formado buena pareja, pero una pareja extraña; ahora daba cada vez más la impresión de que sencillamente estaban mal emparejados. En cambio, Lalitha era un auténtico espíritu afín, un alma gemela que lo adoraba sinceramente. Si alguna vez tenían un hijo, ese hijo se parecería a él.

Siguió paseándose por la habitación, muy agitado. Mientras el alcohol y los pueblerinos lo tenían distraído, el abismo abierto a sus pies se había ensanchado más y más. ¡Ahora pensaba en tener hijos con su ayudante! ¡Y ni siquiera fingía lo contrario! Y todo era una novedad de esa última hora. Sabía que era una novedad porque, al desaconsejarle la ligadura trompas, era verdad que no pensaba en sí mismo.

—¿Walter? —dijo Lalitha desde la cama.

—Sí, ¿cómo te encuentras? —respondió él, y acudió a su lado.

—Pensaba que iba a vomitar, pero ahora creo que se me ha pasado.

—¡Mejor así!

Ella lo miró con un rápido parpadeo y una tierna sonrisa. —Gracias por quedarte conmigo.

—Ah, de nada.

—¿Cómo llevas tú la cerveza?

—Ni siquiera lo sé.

Los labios de Lalitha estaban allí mismo, su boca estaba allí mismo, y a Walter le palpitaba el corazón de tal modo que tenía la sensación de que iba a rompérsele la caja torácica. ¡Bésala! ¡Bésala! ¡Bésala!, le decía.

Y de pronto le sonó la BlackBerry. El tono era el canto de la reinita cerúlea.

—Cógelo —le dijo Lalitha.

—Mmm…

—No, cógelo. Estoy bien aquí, en la cama.

La llamada era de Jessica, no era urgente, hablaban a diario. Pero ver su nombre en el visor bastó para apartar a Walter del borde del abismo. Se sentó en la otra cama y contestó.

—Parece que estés andando —dijo Jessica—. ¿Vas con prisas a algún sitio?

—No. En realidad estoy celebrando.

—Por como jadeas, parece que estés en la cinta de un gimnasio.

Le flaqueaba tanto el brazo que apenas podía sostener el teléfono junto al oído. Se tendió de costado y le contó a su hija los acontecimientos de la mañana y sus diversos recelos, respecto a los cuales ella procuró tranquilizarlo. Con el tiempo, Walter había empezado a agradecer el ritmo de sus llamadas diarias. Jessica era la única persona del mundo a quien permitía preguntarle por sus propias cosas antes de asediarla a preguntas sobre su vida; ella cuidaba así de él; era la hija que había heredado su sentido de la responsabilidad. Aunque aún ambicionaba ser escritora, y por entonces trabajaba como ayudante editorial apenas remunerada en Manhattan, tenía una profunda veta ecologista y esperaba convertir los problemas del medio ambiente en el eje de sus futuros escritos. Walter le contó que Richard viajaría a Washington y le preguntó si aún tenía previsto reunirse con ellos el fin de semana, para aportar su valiosa inteligencia juvenil a las conversaciones. Ella aseguró que sí.

—¿Y a ti cómo te ha ido el día? —le preguntó Walter.

—Bah —contestó Jessica—. Mis compañeras de piso siguen aquí, nadie las ha sustituido por arte de magia mientras estaba en la oficina. Tengo ropa apilada en torno a la puerta para que no entre el humo.

—No las dejes fumar dentro de casa. Díselo.

—Ya, pero en la votación ganan por mayoría, ése es el problema. Las dos acaban de empezar. Todavía es posible que entiendan lo estúpido que es y lo dejen. Mientras tanto, contengo la respiración, literalmente.

—¿Y qué tal el trabajo?

—Como siempre. Simón está cada vez más repelente. Parece una fábrica de sebo. Cuando se te acerca a la mesa, después hay que limpiarlo todo. Hoy ha estado merodeando alrededor de la mesa de Emily durante casi una hora, intentando convencerla para que lo acompañe a un partido de los Knicks. Por razones que desconozco, los editores reciben un montón de entradas gratis para toda clase de actos, incluidos los deportivos. Supongo que los Knicks deben de estar desesperados por llenar sus localidades de lujo en estos momentos. Y Emily en plan: ¿cuántos cientos de maneras hay de decir que no? Al final me he acercado y le he preguntado a Simón por su mujer. Ya me entiendes: ¿Tu mujer? ¿Tus tres hijos en Teaneck? ¡Eh, Simón! ¿Y si dejas ya de mirar el escote de Emily?

Walter cerró los ojos y buscó algo que decir.

—¿Papá? ¿Estás ahí?

—Estoy aquí, sí. ¿Qué edad tiene… ese…? ¿Simón?

—No lo sé. Indeterminada. Probablemente no más del doble que Emily. Especulamos sobre si se tiñe el pelo o no. A veces el color parece un poco distinto, de una semana a otra, pero eso podría deberse a la grasa capilar. Por suerte no es jefe directo mío.

De pronto, Walter temió echarse a llorar.

—¿Papá? ¿Estás ahí?

—Sí, sí.

—Es que tu móvil se queda en silencio total cuando no hablas.

—Ya, escucha —dijo él—, me parece fantástico que vengas este fin de semana. Creo que pondremos a Richard en la habitación de invitados. Haremos una reunión larga el sábado y una más corta el domingo. Intenta planificar algo concreto. Lalitha tiene ya unas cuantas ideas muy buenas.

—No lo dudo —contestó Jessica.

—Genial, pues. Hablamos mañana.

—De acuerdo. Te quiero, papá.

—Yo también te quiero, cielo.

Dejó que el teléfono se le cayera de la mano y se quedó llorando un rato, en silencio, sacudiendo la cama barata. No sabía qué hacer, no sabía cómo vivir. Cada cosa nueva con la que se cruzaba en la vida lo impulsaba en una dirección que lo convencía plenamente de que era la correcta, pero de pronto surgía ante él otra cosa nueva y lo impulsaba en la dirección opuesta, que también se le antojaba correcta. No había una línea argumental: se veía a sí mismo como la bola puramente reactiva de una máquina del millón, en un juego cuyo único objetivo era seguir vivo por el mero hecho de seguir vivo. Echar a perder su matrimonio y seguir a Lalitha le había parecido irresistible hasta el momento en que se había visto a sí mismo personificado en el maduro compañero de trabajo de Jessica, como otro americano blanco que consumía en exceso y se creía con derecho a más y más y más: vio el imperialismo romántico presente en el hecho de enamorarse de una mujer joven y asiática, una vez agotadas sus provisiones nacionales. Lo mismo podía decirse de la trayectoria que había seguido durante dos años y medio con la fundación, convencido de la solidez de sus argumentos y la rectitud de su misión, para acabar pensando, esa mañana en Charleston, que no había hecho más que cometer errores garrafales. Y lo mismo podía decirse de la iniciativa de la superpoblación: ¿qué mejor manera había de vivir que acometer el reto más crítico de su época? Un reto que le parecía falso y estéril cuando pensaba en su Lalitha con las trompas ligadas. ¿Cómo vivir?

Estaba enjugándose las lágrimas, serenándose, cuando Lalitha se levantó, se acercó y le apoyó una mano en el hombro. Exhalaba un olor dulzón a dry martini.

—Jefe mío —susurró, acariciándole el hombro—. Eres el mejor jefe del mundo. Eres un hombre extraordinario. Mañana, cuando nos levantemos, todo estará en orden.

Walter asintió, se sorbió la nariz y ahogó un sollozo.

—No te esterilices, por favor —dijo.

—No —contestó ella, acariciándolo—. No lo haré esta noche.

—No hay por qué darse prisas con nada. Todo debe ir más despacio.

—Despacio, despacio, sí. Todo irá despacio.

Si Lalitha lo hubiera besado, Walter le habría devuelto el beso, pero ella se limitó a seguir acariciándole el hombro, y al cabo de un rato él consiguió reconstruir cierta apariencia de su imagen profesional. A Lalitha se la veía triste pero no demasiado decepcionada. Bostezó y se desperezó como una niña soñolienta. Walter la dejó con su sandwich y se fue a la habitación de al lado con su entrecot, que devoró con una ferocidad culpable, cogiéndolo con las manos y despedazándolo con los dientes, manchándose de grasa el mentón. Volvió a pensar en Simón, el compañero seboso y saqueador.

Apaciguado por eso, y por la soledad y la asepsia de la habitación, se lavó la cara y atendió el correo electrónico durante dos horas, mientras Lalitha dormía en su habitación no mancillada y soñaba con… ¿qué? No podía imaginárselo. Pero sí sentía que, al acercarse tanto al borde del abismo y luego retirarse tan torpemente, se habían vacunado contra el peligro de volver a acercarse tanto. Y eso ahora le parecía bien. Y era así como él sabía vivir: con disciplina y abnegación. Encontraba consuelo en el largo tiempo que transcurriría hasta que volvieran a viajar juntos.

Cynthia, la encargada de prensa, le había enviado en un mensaje la redacción final del comunicado completo y del anuncio preliminar que saldría a la luz a las doce del día siguiente, en cuanto se hubiera iniciado la demolición de Forster Hollow. También encontró una nota lacónica y descontenta de Eduardo Soquel, el representante de la fundación en Colombia, confirmando que estaba dispuesto a perderse la «quinceañera» de su hija mayor el domingo y viajar a Washington. Walter necesitaba a Soquel a su lado en la rueda de prensa del lunes, para hacer hincapié en el carácter panamericano del parque y poner de relieve los éxitos de la fundación en Sudamérica.

No era raro mantener en secreto los grandes acuerdos para la conservación de tierras hasta que se cerraran, pero eran pocos los acuerdos que contenían una bomba de la magnitud de las 5.500 hectáreas de bosque asignadas a la ECA. A finales de 2002, cuando Walter no había hecho más que insinuar a la comunidad ecologista local que tal vez la fundación permitiera la ECA en su reserva de la reinita, Jocelyn Zorn puso sobre aviso a todos los periodistas anti-carbón de Virginia Occidental. El resultado fue un revuelo de artículos desfavorables, y Walter llegó a la conclusión de que, sencillamente, no podía permitirse sacarlo todo a la luz pública. El reloj avanzaba: no había tiempo para la lenta labor de educar a la gente y formar su opinión. Era mejor mantener ocultas las negociaciones con Nardone y Blasco, mejor permitir que Lalitha convenciera a Coyle Mathis y sus vecinos de que firmaran acuerdos de confidencialidad, y esperar a que todo fueran hechos consumados. Pero ahora había llegado la hora de la verdad, la maquinaria pesada estaba ya en marcha. Walter sabía que debía salir en defensa de la noticia y presentarla a su manera, como una «historia de éxito», el éxito de una recuperación basada en estudios científicos y un reasentamiento compasivo. Y sin embargo, cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba de que la prensa iba a crucificarlo por el asunto de la ECA. Posiblemente tendría que pasarse semanas dedicándose exclusivamente a apagar fuegos. Y entretanto el reloj corría también para su iniciativa con respecto a la superpoblación, que era lo único que de verdad le preocupaba ahora.

Después de releer con profunda inquietud el comunicado de prensa, consultó la bandeja de entrada de su correo por última vez y encontró un nuevo mensaje, de [email protected].

Hola, señor Berglund:

Me llamo Dan Caperville y estoy preparando un artículo sobre la conservación de tierras en los Apalaches. Tengo entendido que la Fundación Monte Cerúleo acaba de cerrar un acuerdo para la preservación de una amplia parcela de bosque en el condado de Wyoming, Virginia Occidental. Me encantaría hablar de eso con usted en cuanto le sea posible…

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