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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (14 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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Pero no consiguió ver a nadie. El polvo lo tenía completamente paralizado: no podía dar un paso adelante o atrás sin correr riesgos. El pistolero podía estar muy cerca, esperando a que avanzara en dirección a él.

—No me gusta esto —dijo en voz alta, con la esperanza de que el mundo real llegara a oírle y acudiera a sanar su trastornado cerebro. Rebuscó en el bolsillo de sus vaqueros una pastilla o dos, algo para mejorar su situación, pero se habla quedado sin estimulantes, no encontró siquiera un miserable Valium en la costura del bolsillo. Se sintió desnudo. ¡Vaya momento de perderse en medio de las pesadillas de Zane Grey!

Resonó un nuevo disparo, pero esta vez no oyó ningún silbido. Ricky estaba convencido de que eso significaba que lo habían matado, pero como no notaba dolor ni sangre resultaba difícil poder asegurarlo.

Entonces oyó el batir inconfundible de la puerta del salón y el gruñido próximo de otro ser humano. Una repentina brecha le permitió atisbar entre la tormenta. ¿Vio realmente el salón y a un joven que salía tropezando, dejando tras sí un mundo abigarrado de mesas, espejos y tiros? Antes de que pudiera fijarse mejor, la brecha se volvió a cerrar, cubriéndose de arena, y dudó de la veracidad de lo que había visto. Luego se pegó un susto al encontrar al hombre que había ido a buscar, con los labios amoratados de moribundo. Éste cayó hacia adelante en brazos de Ricky. Tenía un disfraz tan poco apropiado para el papel que interpretaba en aquella película como éste. Llevaba una chaqueta paramilitar, una perfecta imitación del estilo de los cincuenta, y una camiseta con la sonrisa del ratón Mickey estampada.

El ojo izquierdo de Mickey estaba ensangrentado y todavía goteaba. La bala había alcanzado al joven en pleno corazón.

Empleó su último aliento para preguntar: «¿Qué cojones está pasando?», y murió.

Para lo que suelen ser las últimas palabras, les faltó estilo, pero las pronunció con mucho sentimiento. Ricky contempló por un momento el rostro helado del joven. Luego, el peso muerto que tenía en los brazos se hizo demasiado agobiante y no tuvo más opción que dejarlo caer. Cuando el cuerpo chocó contra el suelo, el polvo pareció convertirse momentáneamente en baldosas manchadas de orines. Pero la ficción volvió a imponerse, y hubo remolinos de polvo, matojos volando a ras de suelo, y él se vio de nuevo en la calle principal del Barranco de los Muertos con un cuerpo a sus pies.

Ricky sintió que su cuerpo se hacía de gelatina. Sus extremidades empezaron a bailar el baile de san Vito y le entraron unas ganas apremiantes de orinar. Medio minuto más y se mojaría en los pantalones.

En alguna parte, pensó, en alguna parte de este mundo enloquecido hay un urinario. Hay una pared cubierta de pintadas, con números de teléfono para los obsesos sexuales, con «Esto no es un refugio atómico» garabateado en los azulejos y un montón de dibujos obscenos. Hay cisternas y soportes de papel higiénico sin rollos y tablas rotas. Hay un olor repulsivo a pis y a pedos rancios. ¡Encuéntralo! En nombre de Dios, encuentra el mundo real antes de que la ficción te cause alguna lesión irreparable.

«Si, por exigencias del guión, el salón y el almacén general son los cuartos de baño, entonces las letrinas deben estar detrás de mí», pensó. «Así que date la vuelta. No puede ser peor que quedarte en mitad de la calle mientras alguien te dispara a voleo.»

Dos pasos, dio dos precavidos pasos y no encontró más que aire. Pero al tercero —bueno, bueno, ¿qué había después del tercero?— su mano se topó con la superficie fría de una baldosa.

—¡Hurra! —dijo.

Era el orinal: y el tocarlo fue como encontrar oro en un cubo de basura. ¿No era lo que se desprendía de los canalones el olor nauseabundo del desinfectante? Sí que lo era, gracias a Dios, sí que lo era.

Todavía exultante, se bajó la bragueta y empezó a aliviar su dolor de vejiga, salpicándose los pies por la prisa. Qué diantre: habla vencido aquella ilusión. Seguro que si se daba la vuelta ahora comprobaría que la fantasía se había desvanecido. El salón, el muerto, la tormenta, todo habría desaparecido. Era una especie de recaída química, una acumulación de droga en el organismo que jugaba malas pasadas a su imaginación. Mientras las últimas gotas le caían sobre los zapatos de gamuza azul, oyó hablar al protagonista de aquella película.

—¿Qué haces meando en mi calle, chaval?

Era la voz de John Wayne, una imitación irreprochable desde la primera hasta la última sílaba farfullada, y estaba justo detrás de él. Ricky ni siquiera se atrevía a darse la vuelta. Aquel tipo le volaría la cabeza, seguro. En su voz se transparentaba una especie de calma amenazante que le prevenía: estoy a punto de desenfundar, así que haz lo peor que se te ocurra. El vaquero iba armado y todo lo que Ricky tenía en la mano era su polla, que no habría podido competir con una pistola ni aunque hubiera estado mejor dotado.

Escondió su arma y se subió la bragueta con muchísimo cuidado; luego levantó las manos. La imagen vacilante de la pared del lavabo que tenía delante había vuelto a desaparecer. La tormenta rugía; la sangre le corría por el cuello.

—Vale, chico. Quiero que te quites ese cinturón y lo dejes caer al suelo. ¿Me oyes? —dijo Wayne.

—Sí.

—Hazlo limpiamente y con calma, y deja las manos donde las pueda ver.

Vaya, ese tipo se lo tomaba realmente en serio.

Limpiamente y con calma, como le había dicho, Ricky se desabrochó el cinturón, lo sacó de las trabillas de los vaqueros y lo dejó caer al suelo. Las llaves tenían que cencerrear al chocar contra las baldosas: rogó a Dios que lo hicieran. Pero no tuvo tanta suerte. Se oyó un ruido sordo: el sonido del metal sobre el suelo.

—Vale —dijo Wayne—. Ahora empiezas a comportarte. ¿Qué tienes que decir en tu favor?

—Lo siento —replicó Ricky con poca convicción.

—¿Lo sientes?

—Siento haber meado en la calle.

—No me parece que baste con sentirlo —dijo Wayne.

—Lo siento de verdad. Fue un error.

—Ya estamos hartos de extranjeros como tú por esta zona. Me encontré a este niño cagando en medio del salón con los pantalones en los tobillos. ¡Yo a eso lo llamo grosería! ¿Dónde os han educado, hijos de puta? ¿Es esto lo que os enseñan en las lujosas escuelas del Este?

—No tengo disculpa.

—Claro que no la tienes —contestó Wayne arrastrando las palabras—. ¿Vas con el niño?

—En cierto sentido.

—¿Qué es esa forma estrafalaria de hablar? —hundió la pistola en la espalda de Ricky: parecía completamente real—. ¿Estás con él sí o no?

—Sólo quería decir…

—En este territorio no se quiere decir nada, señor, te lo garantizo.

Amartilló sonoramente la pistola.

—¿Por qué no te das la vuelta para que vea de qué metal estás hecho, hijo?

Ricky ya conocía el procedimiento. El hombre se da la vuelta, echa mano a una pistola escondida y Wayne lo mata. Sin discusión, sin tiempo para poner en duda la ética de tal acción; una bala era mucho más eficaz que las palabras.

—Te digo que te des la vuelta.

Muy lentamente, Ricky se dio la vuelta para enfrentarse al superviviente de mil tiroteos y lo vio ante él, si es que no era una magnífica encarnación del actor. Era un Wayne en la plenitud de su carrera, antes de engordar y de tener aspecto enfermizo. El Wayne de
Río Grande,
lleno de polvo del camino y con los ojos entornados de pasarse la vida oteando el horizonte. A Ricky nunca le habían gustado las películas del oeste. Odiaba el machismo forzado, la glorificación del heroísmo sucio y barato. Su generación había colocado flores en los cañones de fusil, y él pensó en su momento que era un acto hermoso; de hecho, aún lo seguía pensando.

Esa cara tan falsamente viril, tan dura, personificaba un montón de mentiras letales —acerca del origen de las fronteras norteamericanas, la moralidad de la justicia sumaria, la ternura del corazón de los brutos—. Ricky odiaba ese rostro. Sus manos estaban impacientes por golpearlo.

¡Mierda! Ya que el actor, fuera quien fuese, lo iba a matar de todas formas, ¿qué podía perder por estamparle el puño en la cara a ese bastardo? La idea se hizo acto: Ricky apretó el puño, se meció y alcanzó a Wayne con los nudillos en el mentón. El actor fue más lento que su homónimo de la pantalla. No pudo esquivar el golpe y Ricky aprovechó la oportunidad para quitarle la pistola de la mano. Siguió con una andanada de puñetazos en el estómago igual que las que había visto en el cine. Fue una exhibición espectacular.

El hombretón se retorció bajo los golpes y tropezó cuando la espuela se le enredó en el pelo del chico muerto. Perdió el equilibrio y cayó entre el polvo, derrotado.

¡El bastardo estaba en el suelo! Ricky sintió una emoción completamente nueva: la alegría del triunfo físico. ¡Dios! ¡Había tumbado al mayor vaquero del mundo! Tenía el sentido crítico ofuscado por la victoria.

De repente la tormenta de polvo se recrudeció. Wayne seguía en el suelo, salpicado por la sangre que le manaba de la nariz aplastada y de una raja en el labio. La tierra empezaba a recubrirlo como un velo que se corriera sobre la vergüenza de su derrota.

—Levántate —exigió Ricky, tratando de sacar provecho de la situación antes de que fuera demasiado tarde.

Wayne pareció sonreír mientras le ocultaba la tormenta.

—Bien, chico —dijo, mirándole de soslayo y tentándose la barbilla—, todavía se te puede hacer un hombre…

Luego el polvo borró su cuerpo y algo diferente ocupó momentáneamente su lugar, una forma cuyo sentido no podía comprender Ricky. Una forma que al mismo tiempo era y no era Wayne, y que degeneraba rápidamente en algo no humano.

El polvo arreciaba ahora furiosamente, tapando oídos y ojos. Asfixiado, se retiró tambaleando de la escena de la pelea y encontró como por milagro una pared, una puerta. Antes de que pudiera comprender dónde se encontraba, la tormenta aullante le había expulsado de su seno y depositado en el silencio del Movie Palace.

Ahí, aunque se había prometido callar como un muerto hasta que le saliera bigote, soltó un gritito, del que no se habría avergonzado Fay Wray, y se desmayó.

En el
foyer,
Lindi Lee le explicaba a Birdy por qué no le gustaban demasiado las películas.

—Me refiero a que a Dean le gustan las películas de vaqueros. A mí en realidad no me gustan todas esas historias. Supongo que no debería decírtelo…

—No te preocupes.

—Quiero decir que te deben gustar mucho las películas, supongo, ya que trabajas aquí.

—Me gustan algunas películas, no todas.

—Oh. —Pareció sorprendida. Por lo visto la sorprendían un montón de cosas—. A mí me gustan las películas sobre fauna, ¿sabes?

—Sí…

—¿Sabes? Animales… y esas cosas.

—Sí… —Birdy recordó que se había imaginado a Lindi Lee como una pobre conversadora. Acertó a la primera.

—Me pregunto qué los retiene —dijo Lindi.

La vida que Ricky había vivido en la tormenta de polvo no había representado más que dos minutos de tiempo real. Pero es que en las películas el tiempo se volvía elástico.

—Iré a echar un vistazo —propuso Birdy.

—Probablemente se haya ido sin mí —repitió Lindi.

—Ahora lo veremos.

—Gracias.

—No te preocupes —repuso Birdy, rozando con la mano el delgado brazo de la chica—. Estoy segura de que todo marcha bien.

Atravesó las puertas de batientes y entró en el cine, dejando a Lindi sola en el
foyer.
Ésta suspiró. Dean no era el primer chico que la dejaba plantada por la sencilla razón de que no era pródiga con sus encantos. Lindi tenía claro cuándo y cómo llegaría hasta el final con un chico; y ni ésta era la ocasión ni Dean era el chico. Era demasiado resbaladizo, demasiado voluble y el pelo le olía a diesel. Si de verdad la había dejado plantada no se iba a poner a llorar a mares. Como solía decir su madre, el mar está lleno de peces.

Estaba contemplando el cartel que anunciaba el programa de la semana siguiente cuando oyó un porrazo detrás de ella: era un conejo moteado, un encantador enano, regordete y soñoliento, sentado en medio del
foyer
y mirándola.

—Hola —le dijo al conejo.

Éste se lamió los labios de una manera adorable.

A Lindi Lee le encantaban los animales; le encantaban las películas sobre aventuras en la naturaleza en que se filmaba a las criaturas en su propio hábitat al son de melodías de Rossini, en que los escorpiones ejecutaban bailes de figuras mientras se apareaban y todos los cachorros de oso eran preciosos «picaruelos». Disfrutaba con esas cosas. Pero lo que más le gustaba eran los conejos.

Dio un par de brincos en dirección a Lindi. Ella se agachó para acariciarlo. Estaba calentito y tenía los ojos redondos y rosados. Siguió brincando escaleras arriba.

—Oh, no creo que debas subir ahí —dijo ella.

Por una razón; el rellano estaba a oscuras. Por otra; había un cartel en la pared que indicaba «Privado. Sólo empleados». Pero el conejo parecía decidido, y el astuto roedor mantuvo la ventaja que le había sacado a Lindi cuando se puso a subir la escalera.

En el rellano la oscuridad era absoluta y el conejo había desaparecido.

En lugar del conejo vio una cosa diferente, con los ojos de un brillo ardiente.

Con Lindi Lee funcionaban todos los trucos de ilusionismo. No fue necesario inducirla a una completa ficción, como al chico; ella ya vivía en el mundo de los sueños. Presa fácil.

—Hola —dijo Lindi, ligeramente asustada por el personaje que tenía delante. Miró a la oscuridad tratando de distinguir una silueta, algo semejante a un rostro. Pero no había ninguno. Ni tan siquiera aliento.

Dio un paso atrás hacia la escalera, pero aquello la alcanzó y atrapó súbitamente antes de que cayera y la acalló rápida y amorosamente.

Ésta quizá no tuviera demasiada pasión que robarle, pero presentía que podía destinarla a otro uso. Su tierno cuerpo todavía estaba en flor: los orificios no tenían costumbre de ser invadidos. A Lindi le bastó con subir los últimos escalones para que su caso quedara archivado.

—¿Ricky? ¡Dios mío, Ricky!

Birdy se arrodilló junto al cuerpo del muchacho y lo zarandeó. Por lo menos todavía respiraba, eso ya era algo, y aunque a primera vista parecía que tuviera mucha sangre, la herida no era de hecho más que un tajo en la oreja.

Lo volvió a zarandear, esta vez con más energía, pero no obtuvo respuesta. Después de una frenética búsqueda le encontró el pulso: era fuerte y regular. Resultaba obvio que alguien le había atacado; posiblemente el desaparecido novio de Lindi. Pero entonces, ¿dónde estaba? Tal vez seguía en el retrete, armado y peligroso. Por nada del mundo iba a hacer el idiota entrando allí a echar un vistazo, sabía de sobra lo que podía ocurrir. Una mujer en peligro: era un argumento trivial. La habitación a oscuras, la bestia al acecho. Bien, pues en lugar de dirigirse directamente hacia ese cliché iba a hacer lo que siempre les suplicaba en silencio a las heroínas que hicieran: dominar su curiosidad y llamar a la policía.

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