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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (24 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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—¡Maldito imbécil! ¿Qué importa cuánto cuesta matarlo? No es humano. Es infernal.

La expresión de Ivanhoe se endureció.

—Si viniera directamente del infierno, señor —dijo—, no se habría apoderado tan fácilmente del reverendo Coot.

Coot: ése era su hombre. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Coot.

Ron no había sido nunca demasiado religioso. Pero estaba dispuesto a ser tolerante y, después de enfrentarse a las huestes —o a una de las huestes— del maligno, no le costaría trabajo cambiar de opinión. Creería en cualquier cosa, absolutamente todo, si eso le proporcionaba un arma contra el demonio.

Tenía que ver a Coot.

—¿Qué hacemos con su mujer? —le preguntó el agente. Maggie estaba sentada en una celda, bajo los efectos de un sedante, con Debbie dormida al lado. No podía hacer nada por ellas. Estaban tan seguras ahí como en cualquier otra parte.

Tenía que ver a Coot antes de que muriera.

Le comprendería a la manera de los reverendos; tendría más compasión por su dolor que estos monos. A fin de cuentas, las ovejas descarriadas eran las predilectas de la Iglesia.

Al entrar en el coche creyó reconocer por un momento el olor de su hijo: el niño que habría heredado su nombre (lo habían bautizado como Ian Ronald Milton), el niño que llevaba su misma sangre, circuncidado como él. El niño sosegado que lo miraba con tanta resignación en los ojos.

Esta vez no se echó a llorar. Esta vez sólo sintió rabia, una rabia maravillosa.

Eran las once y media de la noche. Rex estaba tumbado bajo la luna en una de las tierras cosechadas al suroeste de la granja de los Nicholson. Los rastrojos empezaban a quedar envueltos por la oscuridad y de la tierra emanaba un aroma embriagador de materia vegetal en descomposición. Tenía la cena al lado: Ian Ronald Milton, boca abajo, con el diafragma abierto en canal. De vez en cuando la bestia se recostaba sobre un codo y removía el caldo tibio que era el cuerpo del niño, en busca de un bocado exquisito.

Bajo la luna, bañado por su luz plateada, estirando las extremidades y comiendo carne humana, se sentía imbatible. Arrancó un riñón del plato y se lo tragó.

Delicioso.

A pesar de los sedantes, Coot estaba despierto. Sabía que iba a morir y el tiempo que le quedaba era demasiado precioso como para pasarlo adormecido. No conocía el nombre de la persona que le hacía preguntas, no acertaba a distinguirlo en el ambiente amarillento de la habitación, pero su voz era tan insistente y a la vez tan educada que tuvo que hacerle caso, aunque interrumpiera su reconciliación con Dios. Además, las preguntas le interesaban: estaban todas relacionadas con la bestia que le había hecho papilla.

—Me arrebató a mi hijo —decía ese hombre—. ¿Qué sabe acerca de esa criatura? Dígamelo, por favor. Creeré todo lo que me diga… —Su desesperación era
auténtica—.
Explíquemelo…

Ideas confusas habían cruzado por la mente de Coot una y otra vez desde que se vio tumbado sobre la cálida almohada. El bautismo de Declan; el abrazo de la bestia; el altar; la piel y la carne poniéndosele de gallina. Tal vez le pudiera decir algo útil a ese padre angustiado.

—… en la iglesia…

Ron se acercó aún más a Coot; ya olía a sepultura.

—… el altar… le tiene miedo… el altar…

—¿Quiere decir la cruz? ¿Le asusta la cruz?

—No… no…

—No…

El cuerpo tuvo una contracción y se quedó inmóvil. Ron vio a la muerte apoderarse de esa cara: la saliva se secó sobre los labios de Coot, el iris del ojo que le quedaba se contrajo. Lo estuvo contemplando un buen rato antes de llamar a una enfermera. Luego desapareció sigilosamente.

Había alguien en la iglesia. La puerta, que la policía había cerrado con candado, estaba entornada; el candado, roto. Ron la empujó unos centímetros y se deslizó dentro. No había ninguna luz encendida, la única iluminación era una hoguera sobre los escalones del altar. La atendía un hombre joven que Ron había visto entrar y salir del pueblo. Levantó la vista pero continuó alimentando las llamas con hojas de libros.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó sin interés.

—He venido a… —Ron vaciló. ¿Iba a decirle la verdad a aquel hombre? No, había algo raro en su comportamiento.

—Le he hecho una pregunta directa —dijo—. ¿Qué quiere?

Andando por el ala hacia la hoguera, Ron empezó a distinguir con más precisión a su interlocutor. Tenía la ropa manchada, de barro posiblemente, y los ojos hundidos en las cuencas como si el cerebro los hubiera enterrado.

—No tiene derecho a estar aquí…

—Creía que todo el mundo podía entrar en una iglesia —dijo Ron, contemplando las páginas que se ennegrecían al quemarse.

—Esta noche no. Así que salga zumbando de aquí.

Ron continuó andando hacia el altar.

—¡Que salga zumbando le he dicho!

La cara que Ron tenía enfrente era pura lascivia y muecas: era la cara de un lunático.

—He venido a ver el altar; me iré cuando lo haya visto, y no antes.

—Ha estado hablando con Coot, ¿no es cierto?

—¿Coot?

—¿Qué le dijo ese cabrón? Todo mentira, sea lo que sea; no dijo nada cierto en su puta vida, ¿lo sabía? Se lo garantizo. Se subía ahí arriba… —tiró un libro de oraciones contra el púlpito— …a contar mentiras.

—Quiero ver el altar por mi cuenta. Ya veremos si contaba mentiras…


¡No lo hará!

El hombre arrojó otro puñado de libros a la hoguera y bajó los escalones para cerrarle el paso. No olía a barro sino a mierda. Sin previo aviso se precipitó sobre él. Agarró a Ron por el cuello y ambos cayeron al suelo. Declan estiraba los dedos para saltarle los ojos y los dientes para arrancarle la nariz.

A Ron le sorprendió la debilidad de sus propios brazos. ¿Por qué no había jugado a squash como le aconsejó Maggie? ¿Por qué eran tan poco eficaces sus músculos? En cuanto se descuidara ese hombre lo mataría.

De repente entró una luz por el ventanal que daba al oeste, tan brillante que podría haberse tratado de un amanecer en plena noche. Inmediatamente se oyó un coro de gritos. Unas llamaradas gigantescas, que empequeñecieron la hoguera del altar, se elevaron por el aire. El cristal manchado vibró.

Declan se olvidó un segundo de su víctima y Ron se recuperó. Le golpeó la barbilla, metió una rodilla debajo del torso de Declan y le pegó una patada. El oponente se retorció y Ron se levantó agarrándolo por el pelo para que no se le escapara, mientras le machacaba la cabeza con el puño libre hasta que la partió. No le bastó con ver sangrar a aquel bastardo por la nariz ni con oír cómo le crujía el cartílago; Ron le golpeó sin descanso hasta que le sangró el puño. Sólo entonces dejó caer a Declan.

Fuera de la iglesia, Zeal estaba en llamas.

Rex había provocado incendios antes, muchos incendios. Pero la gasolina era un arma nueva, y todavía estaba aprendiendo a dominarla. No le costó demasiado trabajo. El truco consistía en desgarrar las cajas sobre ruedas, era fácil. Hacerles una herida en el flanco para que sangraran, para que soltaran esa sangre que le daba dolor de cabeza. Las cajas eran presa fácil, alineadas como estaban contra la acera, como bueyes listos para el matadero. Enloquecido, con la muerte en los ojos, se paseaba entre ellas vertiendo su sangre y prendiéndole fuego. Los regueros de fuego líquido inundaban jardines, cruzaban umbrales. La paja echaba a arder; las casas de campo de madera se quemaban. Al poco rato Zeal se incendiaba de un extremo a otro.

En la iglesia de San Pedro, Ron recogía el manto del altar, tratando de no pensar en Debbie y en Margaret. La policía las trasladaría a un lugar seguro, no cabía ninguna duda. Antes que nada debía resolver el asunto que se traía entre manos.

Debajo del manto había una caja grande con una burda inscripción sobre la cara exterior. No se fijó en el dibujo; tenía cosas más importantes que hacer. La bestia andaba suelta. Oía sus aullidos triunfales y sentía ansias, verdaderas ansias de salir a su encuentro. De matarlo o morir. Pero antes estaba la caja. Contenía poder, no cabía la menor duda; un poder que ya le estaba poniendo los pelos de punta, que le irritaba el pene, provocándole una dolorosa erección. Le sobreexcitaba, exultaba de amor. Ansioso, puso las manos sobre la caja y una ola de fuego estuvo a punto de achicharrarle las articulaciones después de recorrerle los brazos. Se cayó y pensó por un momento que iba a perder el conocimiento, porque el dolor era insufrible, pero al poco tiempo remitió. Se puso a buscar una herramienta, algo con que abrir la caja sin tener que ponerle las manos encima.

Desesperado, se envolvió la mano con un trozo del manto del altar y cogió una de las palmatorias de latón de la línea de fuego. El manto empezó a chamuscarse. Volvió al altar y se puso a golpear la madera como un loco hasta que empezó a astillarse. Tenía las manos entumecidas; si las palmatorias le hubieran abrasado las palmas no se habría dado cuenta. De todas formas, ¿que más daba? Tenía un arma delante de él, a pocos centímetros, sólo pensaba en alcanzarla, en blandirla. Sintió punzadas en el pene, le escocieron los huevos.

—Ven a mí —se sorprendió diciendo—, venga, vamos. Ven a mí. Ven a mí. —Como si la estuviera atrayendo hacia sí para abrazarla, como si fuera su tesoro, como si fuera una chica que deseaba, que su erección deseaba, y la quisiera conducir hipnotizada hasta su lecho.

—Ven a mí, ven a mí…

La cara delantera empezaba a ceder. Jadeando, utilizó las esquinas de la base de la palmatoria como palanca para arrancar trozos de madera más grandes. El altar estaba hueco, como había previsto. Y vacío.

Vacío.

La caja sólo contenía una bola de piedra del tamaño de una pequeña pelota de fútbol. ¿Era ésa su recompensa? No esperaba que tuviera un aspecto tan insignificante: y, sin embargo, el ambiente que le rodeaba aún estaba electrizado, la sangre aún le bullía. Metió la mano por el agujero que había hecho en el altar y cogió la reliquia.

En el exterior, Rex exultaba.

Al sopesar la piedra con una mano insensible, un montón de imágenes asaltaron el espíritu de Ron. Un cadáver con los pies ardiendo. Una cuna en llamas. Un perro corriendo por la calle hecho una bola viva de fuego. Todo fuera de la iglesia, a punto de ocurrir.

Contra el autor de todo aquella disponía de una piedra.

Le molestaba profundamente haber confiado en Dios, aunque sólo fuera durante medio día. Tan sólo era una piedra: una maldita
piedra.
La hizo dar vueltas en la mano, tratando de encontrar algún sentido a sus surcos y prominencias. Tal vez estuviera predestinada a
ser
algo; quizá no comprendía su significado profundo.

Oyó ruidos en el extremo opuesto de la iglesia; una caída, un grito, un crepitar de llamas detrás de la puerta.

Entraron dos personas tambaleándose, humeantes y llorosas.

—Está quemando el pueblo —dijo una voz que Ron reconoció. Era el bondadoso policía que no quiso creer en el infierno; simulaba conservar toda su entereza, tal vez por su compañera, la señora Blatter, la del hotel. El camisón con el que había salido a la calle estaba hecho trizas. Tenía los pechos al aire, temblando con sus sollozos; no parecía darse cuenta de que estaba desnuda, ni siquiera sabía dónde estaba.

—Dios que estás en los cielos, ayúdanos —dijo Ivanhoe.

—Aquí no hay ningún Dios —dijo la voz de Declan.

Estaba de pie y se acercaba haciendo eses a los recién llegados. Ron no podía distinguir su cara desde donde estaba, pero sabía que estaba cerca. La señora Blatter lo esquivó y dejó que se fuera dando tumbos hacia la puerta. Ella se precipitó hacia el altar. Ahí se había casado, en el preciso lugar en que se inició el incendio.

Ron contempló su cuerpo, extasiado.

Estaba considerablemente gruesa; los pechos caídos, el vientre tan prominente que le ocultaba el sexo. Ron dudó de que pudiera vérselo ella misma. Pero ésa era la razón de que le latiera el glande, de que le diera vueltas la cabeza…

Tenía la imagen de aquella mujer en la mano. Sí, la tenía en la mano, ella era la imagen viviente de la bola que él sujetaba en la mano. Una mujer. La piedra era la estatua de una mujer, de una Venus más burda que la señora Blatter, con el vientre repleto de niños, senos como montañas y el sexo como un valle que empezara en su ombligo y mirara atónito el mundo. Hasta ese momento los fieles se habían postrado ante una diosa oculta bajo el manto y la cruz.

Ron bajó los escalones del altar y echó a correr por el ala, apartando a la señora Blatter, al policía y al loco.

—No salga —le dijo Ivanhoe—, está aquí mismo.

Ron empuñó con fuerza a la venus, calibrando su peso y sacando fuerzas de su posesión. Detrás de él, el sacristán le gritaba una advertencia a su señor. Sí, era una advertencia, sin lugar a dudas.

Ron abrió la puerta de una patada. Se encontró con fuego por todas partes. Una cuna en llamas, un cadáver (el del administrador de correos) con los pies ardiendo, un perro devorado por el fuego, hecho una bola. Y, naturalmente, Rex, dibujado sobre un telón de fondo hecho de llamas. Se dio la vuelta, quizás al oír las advertencias del sacristán, pero más probablemente porque sabía sin necesidad de que se lo dijera nadie que habían descubierto a la mujer.

—¡Aquí! —chilló Ron—. ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!

La bestia empezó a andar hacia él con el continente tranquilo del vencedor que se prepara a obtener su último y definitivo triunfo. Ron vaciló. ¿Por qué venía con tanta seguridad a su encuentro? ¿Por qué no parecía inquietarle el arma que tenía en las manos?

¿No la había visto? ¿No había oído la advertencia?

A no ser que…

Dios bendito.

… A no ser que Coot se hubiera equivocado. A no ser que lo que tenía en la mano
fuera
tan sólo una piedra, un trozo de piedra inútil y sin valor alguno.

Y entonces un par de manos le asieron por el cuello.

El loco.

En voz baja le escupió «¡cabrón!» al oído.

Ron vio acercarse a Rex, oyó que el loco chillaba:

—Aquí lo tienes. Cógelo. Mátalo. Aquí lo tienes.

De repente las manos soltaron su presa, y Ron se dio la vuelta a medias y vio cómo Ivanhoe arrastraba al loco hacia la pared de la iglesia. La boca del sacristán seguía profiriendo gritos.

—¡Está aquí! ¡Aquí!

Ron volvió la vista hacia Rex: la bestia estaba casi encima de él, y tardó demasiado en levantar la piedra para defenderse. Pero Rex no tenía intención de cogerlo. Era a Declan a quien oía y olía. Cuando las manos del monstruo se dirigieron hacia el loco, dejando de lado a Ron, Ivanhoe lo soltó. Lo que siguió fue inenarrable. Ron no soporto ver cómo las manos abrían a Declan en canal: pero oyó cómo el barboteo de súplicas se convertía en un rugido de dolor sorprendido. Cuando volvió a mirarlo, no había nada con apariencia humana sobre el suelo o contra la pared.

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