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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (28 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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—No, domingo es hoy —precisó Norton, tratando de no parecer pedante, diciéndolo con naturalidad—. Mañana es lunes.

—Sí.

—¿Llega un envío el lunes?

—Espero que sí.

—¿Irás al almacén?

—Probablemente.

—Entonces te recojo: así bajaremos juntos.

—Perfecto.

Norton era buena persona; sin sentido del humor, pero de fiar.

—Entonces, buenas noches.

—Buenas noches.

Tenía los tacones de ocho centímetros chapados de acero; al bajar por la escalera resonaron como los tacones de aguja femeninos. Cerró la puerta de un portazo.

Maguire contó las ganancias, apuró el vaso de Cointreau y apagó la luz del cuarto de juego. Apestaba a humo rancio. Mañana tendría que mandar a alguien a abrir la ventana y dejar entrar los olores del Soho. Olor a salami y a granos de café, a productos de baja calidad. Le encantaba, le apasionaba como el pecho a un bebé.

Al entrar en el
sex-shop,
que estaba a oscuras, oyó el intercambio de despedidas en la calle, seguido de portazos de coches y del ronroneo de los automóviles caros al alejarse. Una noche agradable con amigos agradables, ¿qué más podía pedir un hombre razonable?

Al pie de las escaleras se detuvo un momento. Las luces parpadeantes de los semáforos de enfrente le permitían distinguir con claridad las pilas de revistas. Los rostros plastificados resplandecían; los pechos rellenos de silicona y los traseros azotados colgaban de las portadas como frutas demasiado maduras. Rostros atiborrados de maquillaje le miraban con aire amenazante, ofreciendo todas las satisfacciones solitarias que podía prometer la prensa. Pero a él no le afectaban; hacía mucho que habían dejado de interesarle esos asuntos. Para él no eran más que divisas; ni le disgustaban ni le atraían. A fin de cuentas era un marido feliz, con una mujer cuya imaginación apenas llegaba más allá de la segunda página del
Kamasutra,
y cuyos hijos recibían sonoros cachetes al decir la más mínima grosería.

En una esquina de la tienda, donde se mostraba el material sadomasoquista, algo se levantó del suelo. A Maguire le costó distinguirlo claramente a la luz intermitente. Rojo, azul. Rojo, azul. No era Norton, ni uno de los Perlgut.

Sin embargo, la cara, que le sonreía sobre el telón de fondo de las revistas
Atadas y violadas,
le resultaba familiar. Al fin lo vio: era Glass, tan claro como el agua y, a pesar de las luces de colores, pálido como una sábana.

No trató de explicarse cómo le podía estar observando un hombre muerto; se limitó a soltar el abrigo con el botín y echó a correr.

La puerta estaba cerrada, y la llave era una de las doce que tenía en el llavero. Dios mío, ¿por qué tendría tantas llaves? Llaves para el almacén, llaves para el invernadero, llaves para el burdel. Y sólo una luz intermitente para escoger la que necesitaba. Rojo, azul. Rojo, azul.

Revolvió las llaves y, por suerte, mágicamente, la primera que probó entró suavemente en la cerradura y giró como un dedo untado con grasa caliente. La puerta estaba abierta; tenía la calle delante.

Pero Glass se deslizó en silencio detrás de él y, antes de que Maguire pisara el umbral, le echó algo sobre la cara, una especie de trapo. Olía a hospital; a éter o a desinfectante, o a las dos cosas a la vez. Maguire trató de chillar pero le metieron un nudo de ropa por la boca que le dio arcadas. Por toda respuesta el asesino apretó aún más fuerte.

En la acera de enfrente, una chica de quien Maguire sólo sabía que se llamaba Natalie («Modelo busca buena posición con disciplinario estricto») contemplaba el forcejeo de la puerta de la tienda con una expresión drogada en su cara insípida. Había presenciado asesinatos alguna que otra vez; violaciones en abundancia, y no estaba dispuesta a dejarse involucrar. Además, se hacía tarde y la parte interior de los muslos le dolía. Se alejó tranquilamente por la calle iluminada de rosa, dejando que la pelea siguiera su curso. Maguire se hizo la promesa de recordar que marcaran a esa chica cualquier día de éstos. Si es que sobrevivía; cosa que parecía cada segundo más dudosa. Ya no distinguía con claridad el rojo, azul, rojo, azul. El cerebro, sin aire, se le estaba quedando ciego y, aunque creyó atrapar a su candidato a asesino, éste pareció evaporarse, dejando en su lugar ropa, tan sólo ropa, que se le deslizó por la mano sudorosa como si de seda se tratara.

Y entonces alguien habló. No fue detrás de él, no era la voz del asesino, sino delante. En la calle. Norton. Era Norton. Había vuelto por algo, bendito sea Dios, y estaba bajando del coche a diez metros, gritando el nombre de Maguire.

La presión asfixiante se debilitó y la gravedad requirió a Maguire. Cayó pesadamente a la acera, mientras el mundo le daba vueltas, con la cara púrpura bajo la pálida luz.

Norton se acercó corriendo hasta su jefe, rebuscando la pistola en su caótico bolsillo. El asesino disfrazado de blanco se disponía a escapar por la calle, incapaz de enfrentarse a otro hombre a la vez. Tenía el aspecto, pensó Norton, de un miembro rechazado del Ku Klux Klan, con su capucha, su traje y su capa. Se apoyó sobre una rodilla, empuñó la pistola con las dos manos y disparó. El resultado fue desconcertante. La figura pareció hincharse, perdiendo su volumen, convirtiéndose en un amasijo ondeante de ropa blanca con un rostro impreso vagamente encima. Se oyó un ruido semejante al chasquido de las sábanas lavadas el lunes y tendidas en la cuerda, un ruido completamente fuera de lugar en esa callejuela sórdida. La confusión de Norton le dejó boquiabierto por un instante; el hombre-sábana, ilusorio, se elevó por los aires.

A los pies de Norton, gruñendo, Maguire recuperaba la conciencia. Intentaba decir algo, pero la laringe y la garganta magulladas le impedían hacerse comprender. Norton se acercó un poco más a él. Olía a vómito y a miedo.

—Glass —parecía decir.

Fue suficiente. Norton asintió, le dijo que se callara. Por supuesto que la cara de la sábana era la de Glass, el contable imprudente. Había visto cómo le acribillaban los pies, había contemplado todo el asqueroso rito, que le repugnaba profundamente.

Bien, bien: por lo visto, Ronnie Glass tenía algunos amigos, amigos que no dudarían en vengarlo.

Norton levantó la vista, pero el viento ya había arrastrado al fantasma por encima de los tejados.

Aquélla fue una mala experiencia. Ronnie no lograba olvidar el sabor de la primera derrota, la desolación de aquella noche. Pasó la noche en un rincón de una fábrica abandonada y llena de ratas, al sur del río, mientras se calmaba. ¿De qué le valía haber dominado un truco si perdía el control en cuanto se sentía amenazado? Tenía que meditar sus planes con más cuidado y conseguir que su determinación no tuviera fisuras. Ya empezaba a notar que le fallaban las fuerzas: le costó más de lo normal volver a dar forma a su cuerpo. No se podía permitir más fracasos. Tenía que acorralar a su hombre en un lugar del que no pudiera escapar.

Las investigaciones policiales sólo habían girado en círculos viciosos durante medio día y parte de la noche. El inspector Wall, de Scotland Yard, había empleado todas las triquiñuelas de su oficio. Palabras dulces, tacos, promesas, amenazas, seducciones, sorpresas, incluso golpes. Pero Lenny seguía aferrado a la misma historia; una historia ridícula que, juraba, corroboraría el otro técnico cuando saliera del estado catatónico en que se había refugiado. Pero el inspector no se iba a tragar de ninguna manera esa historia. ¿Un sudario andante? ¿Cómo iba a poner eso en su informe? No, quería algo concreto, aunque fuera una mentira.

—¿Puedo fumar un pitillo? —preguntó Lenny por enésima vez. Wall negó con la cabeza.

—Eh, Fresco… —le dijo a su brazo derecho, Al Kincaid—. Creo que ya es hora de que interrogues al muchacho otra vez.

Lenny sabía qué quería decir «otro interrogatorio»; un eufemismo de una paliza. De pie contra la pared, con las piernas abiertas y las manos sobre la cabeza: ¡zas! La sola idea le producía dolor de estómago.

—Escuchen… —imploró.

—¿Qué, Lenny?

—Yo no lo hice.

—Claro que lo hiciste —dijo Wall, rascándose la nariz—. Sólo queremos saber por qué. ¿No te gustaba el muy cabrón? ¿Hacía observaciones desagradables sobre tus novias, no? Creo que tenía fama de hacer eso.

Al Fresco sonrió afectadamente.

—¿Por eso te lo cargaste?

—Por el amor de Dios —replicó Lenny—, ¿cree que le contaría una historia semejante si no lo hubiera visto con mis propios y jodidos ojos?

—Palabras —observó Fresco.

—Los sudarios no vuelan —contestó Wall, con una convicción comprensible.

—Entonces ¿dónde está el sudario, eh? —razonó Lenny.

—Lo incineraste, te lo comiste, ¿cómo coño quieres que lo sepa?

—Palabras —dijo tranquilamente Lenny.

El teléfono sonó antes de que Fresco le pudiera pegar. Lo cogió, dijo algo y se lo tendió a Wall. Luego golpeó a Lenny, tan sólo fue una pequeña bofetada, que le sacó un poco de sangre.

—Escucha —dijo Fresco, a una distancia agobiante de Lenny, como si quisiera tragarse su aliento—, sabemos que lo hiciste, ¿comprendes? Eras la única persona viva en la morgue que pudo hacerlo, ¿comprendes? Sólo queremos saber por qué. Eso es todo. Por qué.

—Fresco —Wall tapó el aparato al dirigirse al forzudo.

—Sí, señor.

—Es el señor Maguire.

—¿El señor Maguire?

—Micky Maguire.

Fresco asintió.

—Está muy nervioso.

—¿Ah, sí? ¿Cómo es eso?

—Cree que lo ha atacado el tipo de la morgue. El pornógrafo.

—Glass —dijo Lenny—, Ronnie Glass.

—Ronnie Glass, como dice éste —dijo Wall, haciéndole una mueca a Lenny.

—Eso es ridículo —dijo Fresco.

—Bueno, creo que deberíamos cumplir con un miembro destacado de la comunidad, ¿no te parece? Asómate a la morgue, ¿quieres?, y asegúrate de que…

—¿Asegurarme?

—De que el bastardo sigue ahí…

—Oh.

Fresco salió, extrañado pero obediente.

Lenny no entendía nada: pero le importaba un pimiento. De todas formas, ¿qué relación tenía con él? Empezó a juguetear con sus huevos por un agujero que tenía en el bolsillo izquierdo. Wall lo miró con desprecio.

—No hagas eso —dijo—. Ya podrás tocarte toda lo que quieras cuando te hayamos encerrado en una celda bonita y caliente.

Lenny meció la cabeza suavemente y sacó la mano del bolsillo. No era su día.

Fresco ya volvía de la morgue, un poco cansado.

—Está ahí —dijo, satisfecho por la simplicidad del encargo.

—Claro que sí —añadió Wall.

—Tan muerto como un dodo
[5]
.

—¿Qué es un dodo? —preguntó Lenny.

Fresco pareció desconcertado.

—Una frase hecha —respondió, irritado.

Wall, de Scotland Yard, volvió a coger el teléfono y se puso a hablar con Maguire. Éste parecía aterrado, y las palabras tranquilizadoras de Wall no surtieron ningún efecto.

—Está en la morgue, no se ha movido, Micky. Debes haberte equivocado.

El miedo de Maguire se transmitió por la línea telefónica como si de una descarga eléctrica se tratara.

—Yo lo vi, maldita sea.

—Bueno, pero está tirado con un agujero en medio de la cabeza, Micky. Así que explícame cómo
puedes
haberlo visto.

—No sé —contestó Maguire.

—Pues entonces…

—Oye… si tienes tiempo, déjate caer por aquí, ¿vale? Las condiciones de siempre. Puede que reporte jugosos beneficios.

A Wall no le gustaba hablar de negocios por teléfono, le incomodaba.

—Luego, Micky.

—De acuerdo. ¿Me llamarás?

—Sí.

—¿Prometido?

—Sí.

Wall colgó el teléfono y echó una ojeada al sospechoso. Lenny volvía a jugar al billar por debajo de su bolsillo. Estúpido animalito; estaba pidiendo otro interrogatorio.

—Fresco —dijo, en un arrullo—, ¿le quieres enseñar a Lenny que no se debe toquetear uno delante de los agentes de policía?

En su fortaleza de Richmond, Maguire lloraba como un niño pequeño.

Había visto a Glass, no le cabía ninguna duda. Por mucho que Wall creyera que el cuerpo estaba en el depósito de cadáveres, él sabía que no era cierto. Glass andaba suelto por la calle, libre como el aire, a pesar de que le hubiera hecho un agujero en la cabeza a ese bastardo.

Maguire era un hombre temeroso de Dios, que creía en la vida después de la muerte, aunque hasta ese momento no se había preguntado cómo sería. Pero ahí tenía la respuesta, en ese hijo de puta de cara inexpresiva que apestaba a éter: así sería la vida futura. Le hacía llorar, le daba miedo de vivir y miedo de morir.

Hacía mucho que había amanecido; era una pacífica mañana de domingo. Nada podía ocurrirle en la seguridad de su refugio de la Ponderosa, y menos a plena luz del día. Era su castillo, que construyó gracias a sus laboriosos robos. Ahí estaba Norton, armado hasta los dientes. Había perros en todas las puertas. Nadie, ni vivo ni muerto, se atrevería a poner en duda su supremacía sobre ese territorio; entre los retratos de sus héroes: Louis B. Mayer, Dillinger, Churchill; en el seno de su familia; rodeado por las muestras de su buen gusto, su dinero, sus
objets dart,
era su propio amo. Si el contable loco venía a por él le obligaría a salir pitando por donde había venido, fuera o no fuera un fantasma.
Finis.

A fin de cuentas, ¿no era él Michael Roscoe Maguire, el constructor de imperios? Nacido en la miseria, había crecido gracias a su aspecto de corredor de Bolsa y a su corazón de disidente. De vez en cuando, es cierto, pero sólo de manera muy controlada, dejaba que sus inclinaciones más bajas tuvieran satisfacción, como en el caso de la ejecución de Glass. Había gozado de veras con esa pequeña representación; suyo fue el
coup de grace,
suya la infinita compasión del disparo letal. Pero ahora era un burgués, seguro en su fortaleza.

Raquel se levantó a las ocho y se puso a preparar el desayuno.

—¿Quieres algo de comer? —le preguntó a Maguire.

Negó con la cabeza. Le dolía demasiado la garganta.

—¿Café?

—Sí.

—¿Aquí dentro?

Asintió. Le gustaba sentarse junto a la ventana que dominaba el césped y el invernadero. El día se estaba aclarando; el viento arrastraba las nubes espesas y en copos, cuyas sombras pasaban por el inmaculado césped. Quizás empezara a pintar, pensó, como Winston. A reproducir sus paisajes favoritos sobre el lienzo; tal vez una vista del jardín, incluso un desnudo de Raquel, para inmortalizarla al óleo antes de que se le cayeran los pechos de manera irreversible.

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