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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (40 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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Qué más daba que alguien estuviera trabajando en su zona, burlando a la ley y a los matones callejeros al mismo tiempo; qué más daba que ese doble arrogante trinchara a sus amigos (¿y qué amigos? sólo Leeches), qué más daba que le hubieran quitado la vida pública y que estuvieran abusando de ella en su nombre. Podía dormir tranquilo sabiendo que él, o algo que se le parecía tanto que podía pasar por él, pasaba las noches despierto y haciéndose adorar. Empezó a ver en la criatura no a un monstruo que lo aterrorizaba sino a un instrumento, casi su personalidad pública. Era su sombra; una sombra material.

Se despertó en mitad de un sueño.

Eran las cuatro y cuarto de la tarde y el gemido del tráfico era intenso. Un cuarto en penumbra; el aire, inspirado una y otra vez, olía a sus pulmones. Hacía una semana que había dejado a Reynolds entre las ruinas y durante ese tiempo sólo había salido de su alojamiento (un pequeño dormitorio, cocina y baño) tres veces. El sueño era ahora más importante que la comida o el ejercicio. Tenía bastante droga para animarse cuando no le entraba sueño, lo que era excepcional, y se había acostumbrado al aire viciado, a la luz que entraba por la ventana sin cortina, a su parcela de un mundo en el que, por lo demás, no tenía ni arte ni parte.

Ese día se había dicho que le convenía salir a tomar un poco de aire fresco, pero no había conseguido reunir el entusiasmo necesario. Quizá más tarde, mucho más tarde, cuando se empezaran a vaciar los bares y nadie se fijara en su presencia, saliera de su capullo a ver lo que había que ver. De momento tenía cosas que soñar…

Agua.

Soñó con agua; se vio sentado al lado de una piscina en Fort Lauderdale, una piscina llena de peces. Oía el rumor interminable que producían sus saltos e inmersiones. ¿O era al revés? Sí; mientras dormía, había oído correr agua, y el inconsciente había creado una ilustración para acompañar el ruido. Al despertarse continuó el ruido.

Procedía del cuarto de baño contiguo: ya no corría, sino que salpicaba. Era obvio que alguien había entrado mientras dormía y se estaba dando un baño. Repasó la lista de posibles intrusos, de los pocos que sabían que estaba ahí. Paul, un chapista principiante que durmió en el suelo dos noches antes; Chink, el traficante de drogas, y una chica del piso de abajo que se llamaba, creía, Michelle. ¿A quién le había tomado él el pelo? Nadie de ellos habría roto la cerradura para entrar. Sabía perfectamente de quién se trataba. Tan sólo estaba jugando consigo, disfrutando con el proceso de eliminación hasta que las opciones quedaran reducidas a una.

Con ganas de reunirse con él, salió de su piel de sábanas y plumón. Se le puso la carne de gallina cuando le sacudió una ráfaga de aire frío y le desapareció la erección provocada por el sueño. Al cruzar la habitación para coger la bata que colgaba de la puerta sorprendió su reflejo en el espejo. Era como una fotografía congelada de una película de terror, un alfeñique encogido por el frío e iluminado por la luz de un día de lluvia. El reflejo aparecía y desaparecía, insustancial.

Envuelto en la bata, la única prenda que había comprado recientemente, se dirigió al cuarto de baño. Ya no había ruido de agua. Empujó la puerta.

El linóleo deformado le estaba helando los pies; sólo quería ver a su amigo y luego meterse otra vez en la cama. Pero para satisfacer su curiosidad tendría que hacer algo más: tendría que hacer preguntas.

La luz que atravesaba el gélido ventanal se había oscurecido rápidamente; en tres minutos, la caída de la noche y una tormenta le dejaron en la penumbra. Ante él, la bañera estaba llena hasta los bordes, la superficie era tan regular como la de una mancha de aceite y estaba negra. Como la otra vez, nada alteró la superficie. Estaba tumbado en el fondo, oculto.

¿Cuánto tiempo había pasado: desde que se asomó a una bañera verde como el cieno en un cuarto de baño verde como el cieno? Podía haber ocurrido ayer perfectamente: la vida desde aquel día hasta el que estaba viviendo no había sido más que una larga noche. Bajó la vista. Ahí estaba, hecho una bola como la última vez, y durmiendo con toda la ropa puesta, como si no hubiera tenido tiempo de desvestirse antes de esconderse. Donde había estado la calva se veía ahora una exuberante cabellera y tenía los rasgos perfectamente dibujados. No quedaba ningún rastro de la cara pintada: tenía una belleza plástica que era suya por completo, hasta la última muela. Las manos, perfectamente acabadas, descansaban sobre su pecho.

La noche se hizo más profunda. No tenía más que hacer que velar su sueño, y eso acabó por aburrirle. Si le había seguido hasta ahí, no era probable que se fuera, así que podía volver a la cama. En el exterior la lluvia entorpecía el regreso de los viajeros a casa, se producían accidentes, algunos mortales; los motores se recalentaban, los corazones también. Escuchó el ajetreo mientras le entraba sueño. Hacia la mitad de la noche la sed le volvió a despertar: estaba soñando con agua y se oía el mismo ruido de la última vez. La criatura estaba saliendo de la bañera, poniendo las manos sobre la puerta y abriéndola.

Se quedó de pie. La única luz que había en el dormitorio procedía de la calle y apenas si podía iluminar al visitante.

—¿Gavin? ¿Estás despierto?

—Sí.

—¿Me quieres ayudar? —preguntó. El tono de su voz no tenía nada de amenazante, estaba haciendo una pregunta de la misma manera en que cualquier hombre se la haría a su hermano, con la confianza del parentesco.

—¿Qué quieres?

—Tiempo para curarme.

—¿Curarte?

—Enciende la luz.

Gavin enchufó la lámpara que tenía junto a la cama y contempló la figura enmarcada por la puerta. Ya no tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y Gavin vio que de esa manera tapaba una terrible herida de bala en el pecho. Tenía la carne desgarrada de tal forma que se le veían las entrañas incoloras. No había sangre, naturalmente: jamás la tendría. Tampoco pudo distinguir Gavin nada en su interior que recordara a la anatomía humana.

—Dios bendito —dijo.

—Preetorius tenía amigos —dijo el otro tocándose los bordes de la herida con los dedos. El gesto le recordó a un cuadro colgado en casa de su madre. La Gloria de Jesucristo —el Sagrado Corazón flotando en el interior del Salvador— mientras sus dedos, señalando los padecimientos que sufrió, decía: «Esto fue por vosotros».

—¿Por qué no estás muerto?

—Porque todavía no estoy vivo —contestó.

«Todavía no, acuérdate de eso», pensó Gavin. «Tiene pretensiones de volverse mortal.»

—¿Te duele?

—No —dijo tristemente, como si deseara conocer el dolor con toda su alma—, no siento nada. Todos los signos de vida que tengo son superficiales. Pero estoy aprendiendo. —Sonrió—. Ya sé bostezar y tirarme pedos. —La idea era al mismo tiempo absurda y enternecedora; pensar que aspirara a peerse, que un cómico fallo del sistema digestivo fuera para él un precioso signo de humanidad.

—¿Y la herida?

—… esta sanando. Se curará por completo con el tiempo. Gavin no dijo nada.

—¿Te doy asco? —preguntó con un tono de voz neutro.

—No.

Miraba a Gavin con unos ojos perfectos, sus propios ojos.

—¿Qué te dijo Reynolds? —preguntó.

Gavin se encogió de hombros.

—Muy poco.

—¿Que soy un monstruo? ¿Que arrebato el espíritu a los hombres?

—No exactamente.

—Más o menos.

—Más o menos —concedió Gavin.

Asintió.

—Tiene razón —dijo—. A su manera, tiene razón. Necesito sangre y eso me hace monstruoso. Hace un mes, cuando era joven, me bañaba en ella. Su contacto le daba a la madera la apariencia de carne. Pero ahora ya no la necesito: el proceso casi ha concluido. Todo lo que necesito ahora…

Vaciló; en opinión de Gavin, no fue debido a que tratara de mentir, sino a que le faltaban palabras para describir su condición.

—¿Qué necesitas? —le instó éste.

Agitó la cabeza, mirando la alfombra.

—He vivido varias veces, ¿sabes? A veces he robado vidas y luego me he desembarazado de ellas. He vivido una vida normal y luego me he quitado esa cara y me he buscado otra. En ocasiones, como la última vez, me han desafiado y vencido…

—¿Eres una especie de máquina?

—No.

—¿Qué eres entonces?

—Soy lo que soy. No conozco a nadie de mi especie, aunque, ¿por qué habría de ser el único? Tal vez haya más, muchos más: sencillamente, todavía no sé nada de ellos. Así que vivo, muero y vuelvo a vivir, sin aprender nada… —dijo con amargura—… acerca de mí mismo. ¿Comprendes? Tú sabes lo que eres porque ves a otros como tú. Si estuvieras solo en la Tierra, ¿qué sabrías? Lo que te dijera el espejo, eso es todo. Lo demás no serían más que mitos y conjeturas.

Hizo ese comentario sin exaltarse.

—¿Puedo tumbarme? —preguntó.

Echó a andar hacia él y Gavin pudo ver mejor cómo le hormigueaba la cavidad pectoral, las figuras incoherentes que se agitaban, incansables, en lugar del corazón. Suspirando, se desplomó cabeza abajo sobre el lecho con la ropa empapada y cerró los ojos.

—Me curaré —dijo—, dame sólo un poco de tiempo.

Gavin fue hasta la puerta del piso y echó el cerrojo. Luego arrastró una mesa y la puso debajo del pomo. Nadie podría entrar y atacarlo mientras dormía: él y la criatura, él y él mismo se quedarían juntos y resguardados. Revisada la fortificación, hizo un poco de café y se sentó en una silla para ver dormir al monstruo.

La lluvia azotó los cristales durante una hora y se hizo más suave después. El viento arrastraba hojas empapadas contra el ventanal, sobre el que se quedaban colgadas como curiosas polillas; cuando se cansaba de observarse a sí mismo les echaba un vistazo, pero en seguida quería volver a contemplar la belleza descuidada de su brazo extendido, cuya muñeca estaba iluminada, los párpados. Hacia las doce se quedó dormido en la silla, al son del quejido de una ambulancia y de la lluvia que volvía a arreciar.

No estaba demasiado cómodo en la silla, y se despertaba cada pocos minutos, abriendo ligeramente los ojos. La criatura se había levantado: estaba sentada junto a la ventana, o en frente del espejo, o en la cocina. Caía agua: soñó con agua. La criatura se desvistió: soñó con sexo. La tenía encima, con el pecho descubierto, y su presencia lo tranquilizaba: soñó, tan sólo un segundo, que lo sacaban de una calle y lo introducían por una ventana en el cielo. La criatura se vestía con sus ropas, y él murmuró que consentía el robo mientras dormía. Se puso a silbar: los primeros albores del día entraban por la ventana, pero se sentía demasiado vago para despertarse y le alegraba que un joven que silbaba se pusiera su ropa y viviera en su lugar.

Finalmente la criatura se inclinó sobre la silla y le besó los labios con un beso de hermano. Luego se marchó. Oyó cómo cerraba la puerta.

Después de aquello, pasó algunos días, no sabía cuántos, encerrado en el cuarto y todo lo que hizo fue beber agua. Tenía una sed insaciable. Beber y dormir, beber y dormir, una noche tras otra.

La cama en que dormía estaba húmeda al principio en el lugar en que se había acostado la criatura, y no quiso cambiar las sábanas. Por el contrario, le encantaba el lino mojado y lamentó que su cuerpo lo secara demasiado pronto. Se bañó en el agua en que había reposado el monstruo y volvió goteando a la cama, con la piel arrugada de frío y envuelto en una nube que olía a moho. Más tarde, demasiado hastiado para moverse, dio rienda suelta a su vejiga tumbado en la cama, y el liquido se enfrió con el tiempo y acabó por secarse gracias al calor cada vez más apagado de su cuerpo.

Pero por alguna razón, a pesar de que la habitación estuviera helada y él desnudo y hambriento, no podía morir.

Al sexto o séptimo día se levantó por la noche y se sentó al borde de la cama para calibrar su resolución. Como no llegaba a ninguna parte, se puso a andar por la habitación arrastrando los pies de una manera muy similar a la de la criatura, parándose delante del espejo para mirar los lamentables cambios de su cuerpo, viendo los copos de nieve caer y derretirse sobre el alféizar.

Una vez encontró casualmente un retrato de sus padres que, recordó, el monstruo había estado contemplando. ¿O lo había soñado? Decidió que no: tenía grabada la imagen precisa de la estatua cogiéndolo y estudiándolo.

El retrato: ése era, naturalmente, el principal obstáculo de su suicidio. Había respetos que presentar. Hasta entonces, ¿cómo podía abrigar esperanzas de morir?

Bajo la nieve, se dirigió hacia el cementerio, vestido tan sólo con unos pantalones y una camiseta. Hizo oídos sordos a los comentarios de mujeres de mediana edad y de escolares. ¿A quién había de importarle sino a él que andar descalzo lo matara? El aguanieve caía y amainaba, en ocasiones espesándose, pero sin conseguir hacerse nieve.

Había oficio en la iglesia y una columna de frágiles coches de color estaba aparcada a la entrada. La contorneó y entró en el camposanto. Era hermoso, aunque hoy lo turbaba un velo de aguanieve, que sin embargo no le tapaba la vista de los trenes y los rascacielos; las interminables filas de tejados. Deambuló por las lápidas, sin saber exactamente por dónde buscar la tumba de su padre. Fue hace dieciséis años; y el día no resultó nada memorable. Nadie dijo nada revelador acerca de la muerte en general ni de la de su padre en particular, ni siquiera hubo una metedura de pata que destacar: ninguna tía se tiró un cuesco durante la merienda, ninguna prima se escondió con él para desnudársele delante.

Pensó si el resto de la familia habría venido de vez en cuando a ese lugar, o si seguían de verdad en el campo. Su hermana siempre había amenazado con irse del país, a Nueva Zelanda, a empezar de nuevo. Su madre, pobre cerda, se estaría desembarazando de su cuarto marido, aunque tal vez fuera a ella a quien había que tener lástima. Su parloteo interminable apenas si podía encubrir el pánico.

Ahí estaba la piedra. Y, efectivamente, había flores recientes en la urna de mármol que descansaba entre las lascas de mármol verde. El viejo cabrón no había pasado inadvertido; no le habían dejado disfrutar a solas de la vista. Era evidente que alguien, probablemente su hermana, había venido a buscar un poco de consuelo junto a su padre. Gavin recorrió el nombre, la fecha, la frase hecha con los dedos. No era nada excepcional, lo que resultaba justo y correcto, porque no tuvo nada de excepcional.

Contemplando la piedra le brotó un torrente de palabras, como si Padre estuviera sentado al borde de la tumba con los pies colgando y acomodándose el pelo sobre la reluciente calva, simulando, como había hecho siempre, que le importaba lo que le decían.

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