Libros de Sangre Vol. 3 (37 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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—Quiero nombres —repitió Garvey.

Los cojinetes continuaron matraqueando.

—Dale más —dijo Garvey.

Chandaman se le acercó para entrenar los puños. Garvey le ordenó que parara cuando Jerry estaba ya a punto de desmayarse. La cara de cuero se apartó.

—Póngase de pie cuando le hablo —le ordenó Garvey.

Jerry intentó obedecerle, pero su cuerpo no se mostró dispuesto. Temblaba, sentía ganas de morir.

—Póngase de pie —reiteró Fryer, interponiéndose entre Jerry y su verdugo para asegurarse de que lo entendiera.

Al tenerlo tan cerca, Jerry olió el aroma ácido que Carole había descubierto en la escalera: era la colonia de Fryer.

—¡Póngase de pie! —gritó el hombre.

Jerry levantó débilmente una mano para escudarse del haz cegador. No lograba verles las caras, pero fue levemente consciente de que Fryer impedía que Chandaman se le acercara. A la derecha de Jerry, Garvey encendió una cerilla y acercó la llama a un cigarro. Era su oportunidad: Garvey estaba ocupado, y el matón obstaculizado. Jerry la aprovechó.

Se agachó por debajo del haz de la linterna y se lanzó contra la pared, al tiempo que le arrancaba a Fryer la linterna de la mano. La fuente luminosa rodó con estrépito por los mosaicos y se apagó.

En la repentina oscuridad, Jerry hizo un esfuerzo por conseguir la libertad. A sus espaldas oyó maldecir a Garvey, y a Chandaman y Fryer chocar entre sí al abalanzarse sobre la linterna caída. Tanteó las paredes y llegó hasta el final dcl corredor. Evidentemente, no había manera segura de deshacerse de sus verdugos y llegar a la puerta principal; su única esperanza residía en perderse en la red de corredores que se extendía delante de él.

Llegó a una esquina y giró a la derecha, recordando vagamente que se alejaba de las instalaciones principales y se dirigía a los corredores de servicio. La paliza que le habían propinado, aunque interrumpida antes de quedar incapacitado, lo había dejado magullado y sin aliento. A cada paso que daba sentía un dolor agudo en la espalda y la parte baja del abdomen. Cuando resbaló y cayó sobre los viscosos mosaicos a punto estuvo de lanzar un grito.

A sus espaldas, Garvey volvía a rugir. Habían encontrado la linterna. Su luz se bamboleaba por el laberinto; iba en su busca. Jerry se apresuró, contento de la escasa luz, pero no de su fuente. Lo seguirían. Y si como Carole había dicho, el lugar era una simple espiral y los corredores describían un giro incesante sin salida, entonces estaba perdido, condenado. Mareado por el creciente calor, avanzó rogando encontrar una salida de incendios que le permitiera huir de aquella trampa.

—Ha ido por aquí —dijo Fryer—. Seguro que ha ido por aquí.

Garvey asintió; sin duda era el camino más probable, y Coloqhoun lo habría seguido. Se alejaba de la luz y se adentraba en el laberinto.

—¿Vamos tras él? —preguntó Chandaman. Al hombre se le hacía la boca agua al pensar en terminar con la paliza que había empezado a propinarle a Jerry—. No puede haber ido muy lejos.

—No —dijo Garvey.

Nada, ni siquiera la promesa de convertirlo en caballero, lo hubiera inducido a seguirlo.

Fryer ya había empezado a avanzar por el pasillo, iluminando con la linterna las paredes relucientes.

—Hace calor —dijo.

Garvey sabia muy bien cuánto calor hacía. No era un calor natural, no para Inglaterra. Inglaterra era una isla templada; por eso nunca la había abandonado. El calor sofocante de otros continentes alimentaba cosas grotescas de las que no quería enterarse.

—¿Qué hacemos? —preguntó Chandaman—. ¿Esperamos a que salga?

Garvey sopesó esa opción. El olor del corredor empezaba a angustiarle. El vientre le ardía y tenía la piel de gallina. Instintivamente se llevó la mano a la entrepierna. Su virilidad se había encogido, azorada.

—No —repuso repentinamente.

—¿No?

—No vamos a esperar.

—No se quedará ahí dentro para siempre.

—¡He dicho que no!

No había imaginado cuán profundamente lo haría sutrir el sudor que le producía aquel lugar. Aunque le fastidiaba dejar que Coloqhoun se le escapara de aquel modo, sabía que si permanecía allí durante más tiempo, se arriesgaba a perder el autocontrol.

—Podéis esperarle en su piso —le dijo a Chandaman—. Tarde o temprano tendrá que volver a su casa.

—Qué lástima —murmuró Fryer al salir del pasillo—, con lo que me gustan las persecuciones.

Tal vez no lo estuvieran siguiendo. Habían pasado varios minutos desde que Jerry oyera las voces a sus espaldas. Su corazón había dejado de latir con furia. La adrenalina ya no le incitaba a correr; sus músculos cargados de magulladuras lo obligaron a arrastrarse. Su cuerpo se rebeló incluso ante ese leve movimiento.

Cuando dar un paso más se convirtió en una agonía insoportable, se dejó caer por la pared y quedó acurrucado en el pasillo. La ropa empapada se le pegó al cuerpo y a la garganta; sintió frío y calor al mismo tiempo. Se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó el chaleco y la camisa. La calidez del aire del laberinto le acarició la piel. El contacto le resultó agradable.

Cerró los ojos e intentó la autohipnosis para no sentir el dolor. ¿Qué eran las sensaciones sino un truco de las terminaciones nerviosas? Existían técnicas que permitían separar la mente del cuerpo, y dejar atrás las agonías. En cuanto cerró los ojos oyó unos sonidos apagados que provenían de muy cerca. Pasos, murmullo de voces. No eran Garvey y sus secuaces; eran voces femeninas. Jerry levantó la agobiada cabeza y abrió los ojos. O se había acostumbrado a la oscuridad en aquellos escasos momentos de meditación o en el pasillo había aparecido una luz; sin duda sería eso último.

Se puso de pie. La chaqueta le pesaba como un muerto; se la quitó con esfuerzo y la dejó caer donde había estado acostado. Entonces fue en dirección a la luz. El calor había aumentado considerablemente en los últimos minutos; le producía ligeras alucinaciones. Las paredes daban la impresión de haber abandonado la verticalidad; en el aire, la transparencia se había convertido en una rielante aurora.

Giró en una esquina. La luz se tornó más brillante. Otra esquina más y llegó a una diminuta cámara azulejada, donde el calor lo dejó sin aliento. Boqueó como un pez varado en la playa y miró con esfuerzo hacia la puerta que había en el otro extremo; el aire se iba tornando cada vez más denso. La luz amarillenta que se colaba por la puerta era aún más brillante, pero no logró reunir fuerzas suficientes para avanzar; el calor lo derrotó. Presintió que se encontraba al borde del desmayo y tendió una mano para sostenerse, pero la palma resbaló por los azulejos mojados y Jerry cayó al suelo, aterrizando sobre un costado. Lanzó un grito de dolor.

Gimiendo sus desdichas, encogió las piernas contra el cuerpo y permaneció donde había caído. Si Garvey había oído su grito, y había enviado a sus lugartenientes en su persecución, le daba igual. Ya no le importaba nada.

Desde el otro lado de la cámara le llegó el sonido de un movimiento. Levantó la cabeza del suelo y abrió un poco los ojos. En el vano de la puerta había una muchacha desnuda, o al menos eso era lo que sus aturdidos sentidos le indicaban. Le brillaba la piel como si la tuviera aceitada; en los pechos y los muslos tenía unas manchas de lo que podía haber sido sangre añeja. Aunque no parecía suya. No había herida alguna que le desfigurara el cuerpo reluciente.

La muchacha había comenzado a reírse de el con una risa suave y fácil que lo hizo sentir muy tonto. Su musicalidad lo embriagó, y se esforzó por mirarla mejor. Había empezado a cruzar la cámara en dirección a él, sin dejar de reírse; entonces advirtió que detrás de ella había otras. Aquéllas eran las mujeres de las que Garvey le había hablado; aquélla era la trampa de la que le había acusado.

—¿Quién eres? —murmuró cuando la muchacha se le acercó.

A ésta la falló la risa cuando vio sus facciones crispadas por el dolor.

Jerry intentó sentarse derecho, pero tenía los brazos entumecidos y volvió a resbalar por los mosaicos. La mujer no respondió a su pregunta ni tampoco intentó ayudarlo. Se limitó a mirarlo fijamente como haría un peatón a un borracho tendido en la cuneta; su rostro era inescrutable. Jerry le devolvió la mirada y sintió que iba perdiendo el tenue asidero a la conciencia. El calor, el dolor y aquella repentina erupción de belleza eran demasiado. Las mujeres más alejadas se dispersaron en la oscuridad; toda la cámara se plegó como la caja de un mago hasta que la criatura sublime que tenía delante exigió toda su atención. Ante su muda insistencia, Jerry sintió que la imaginación abandonaba su cabeza y que se deslizaba sobre la piel de la muchacha, que aquella carne era un paisaje y que cada poro era una fosa y cada cabello un pilón. Jerry fue suyo por completo. La mujer lo ahogó en sus ojos y lo desolló con sus pestañas; lo revolcó por su abdomen y lo hizo descender por el suave canal de su espalda. Lo recogió entre las nalgas y lo introdujo en su calor para volverlo a sacar mientras Jerry creía que se quemaría vivo. La velocidad lo regocijaba. Notó que su cuerpo, metido en alguna parte muy abajo, se hiperventilaba en el terror; pero su imaginación, a la que no le importaba respirar, se dirigía deseosa adonde la muchacha la condujera, y hacía rizos como un pájaro, hasta que, mareado y maltrecho, fue arrojado de nuevo al cáliz de su cráneo. Antes de que lograse aplicar la frágil herramienta de la razón a los fenómenos que acababa de experimentar, sus ojos se cerraron y se desmayó.

El cuerpo no necesita de la mente. Cuenta con infinidad de procesos —llenar y vaciar los pulmones, bombear la sangre y asimilar los alimentos— que no requieren la autoridad del pensamiento. Sólo cuando uno o más de esos procesos fallan, la mente adquiere conciencia de lo intrincado de los mecanismos que habita. El desmayo de Coloqhoun sólo duró unos minutos, pero cuando volvió en sí tuvo conciencia de su cuerpo como jamás la había tenido: como una trampa. Y no logro salir de ella; estaba atado con grilletes a esa miseria, o mejor dicho, en esa miseria.

Estos pensamientos iban y venían. Y en medio se producían breves visiones a través de las cuales caía, y momentos más breves aún, durante los cuales atisbaba el mundo exterior.

Las mujeres lo habían recogido. La cabeza le colgaba, el pelo le arrastraba por el suelo. «Soy un trofeo», pensó en un instante más coherente. Luego otra vez la oscuridad. Nuevamente luchó por alcanzar la superficie y vio cómo lo transportaban por el borde de la piscina grande. La nariz se le llenó de aromas contradictorios, a la vez deliciosos y fétidos. Por el rabillo del ojo logró ver el agua, más brillante que nunca, lamer las orillas de la piscina; y algo más, unas sombras que se movían dentro del brillo.

«Quieren ahogarme —pensó. Y luego—: Me estoy ahogando ya.» Imaginó que el agua le llenaba la boca; imaginó las formas que había entrevisto en la piscina invadirle la garganta y deslizarse hasta su vientre. Se esforzó por vomitarlas en medio de convulsiones.

Le pusieron una mano sobre la cara. La palma era divinamente fresca.

—Calla —le murmuró alguien.

Y al oír esa palabra, sus delirios desaparecieron. Consiguieron apartarlo de sus miedos y devolverle la conciencia.

La mano había desaparecido de su frente. Miró a su alrededor, en la penumbra de la sala, para buscar a su salvadora, pero sus ojos no fueron muy lejos. Al otro lado de la cámara —que parecía haber sido una ducha comunitaria—, varios tubos colocados en lo alto de la pared despedían sólidos arcos acuosos sobre los mosaicos, y desaguaban por unos canales. Un fino rocio producido por las fuentes llenó el aire. Jerry se incorporó. Tras la cascada del velo líquido se produjo un movimiento; una silueta demasiado enorme para ser humana. Espió a través de la llovizna e intentó encontrar algún sentido a aquellos pliegues de carne. ¿Era un animal? Había allí un olor penetrante que tenía algo de zoológico.

Jerry se movió con considerable cautela para no llamar la atención de la bestia e intentó ponerse de pie. Sin embargo, sus piernas no estuvieron a la altura de sus intenciones. Lo único que logró fue arrastrarse un trecho por la sala sabre las manos y las rodillas y espiar —una bestia a otra— a través del velo de agua.

Presintió que lo presentían, que la oscura criatura reclinada había vuelto los ojos en su dirección. Cuando lo miró, sintió que se le erizaba la piel, pero no logró apartar la vista. Y cuando él se disponía a examinarla mejor, en la sustancia de la criatura se formó un chispazo fosforescente que se esparció en olas de luz amarillenta por toda su tremenda silueta, revelándola en su totalidad a Coloqhoun.

Supo sin lugar a dudas que se trataba de una hembra, aunque no se parecía a ninguna especie o género que él conociera. Mientras las olas de luminosidad recorrían el físico de la criatura, descubrieron con cada nueva ráfaga una configuración también nueva y fenomenal. Al observarla, a Jerry se le ocurrió pensar en algo lento y fundido, vidrio tal vez, o piedra, como si su carne adquiriera formas complicadas para ser devuelta al horno y moldeada otra vez. Carecía de cabeza y piernas reconocibles como tales, pero sus contornos estaban plagados de racimos de burbujas brillantes que podían haber sido ojos, y aquí y allá despedía cintas iridiscentes —unas llamaradas lentas de color pastel— que parecían encender por momentos el aire.

Aquel cuerpo emitió entonces una serie de suaves sonidos: suspiros y burbujeos. Se preguntó si se estaría dirigiendo a él, y si era así, cómo esperaba que respondiera. Al oír unas pisadas detras de él, se volvió hacia una de las mujeres en busca de apoyo.

—No tengas miedo —le dijo.

—No tengo miedo —repuso Jerry.

Era verdad. El prodigio que tenía delante resultaba electrificante, pero no le producía ningún temor.

—¿Qué es? —preguntó.

La mujer se mantuvo cerca de él. Su piel, bañada por la luz que despedía la criatura, era dorada. A pesar de las circunstancias, o tal vez precisamente a causa de ellas, sintió un temblor de deseo.

—Es la Madonna. La Virgen Madre.

—¿Madre? —repitió Jerry, volviéndose otra vez para ver a la criatura.

Las olas de fosforescencia habían dejado de recorrer el cuerpo. La luz latía ahora en una parte concreta de su anatomía, y en esa región, siguiendo el ritmo del pulso, la sustancia de la Madonna se hinchó y se partió. A sus espaldas Jerry oyó más pasos; el eco de unos susurros, de risas y aplausos llenó la cámara.

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