Libros de Sangre Vol. 3 (38 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 3
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La Madonna estaba pariendo. La carne hinchada se abría. Una luz líquida comenzó a manar; un olor a fuego y sangre llenó la sala de duchas. Una muchacha lanzó un grito, como en armonía con la Madonna. Los aplausos arreciaron, y de repente, del corte abierto en la Madonna salió una criatura —una mezcla de calamar y cordero esquilado—, que cayó sobre los mosaicos. El agua que salía de los tubos la despertó inmediatamente; la criatura echó la cabeza hacia atrás para mirar a su alrededor con su único ojo, enorme y perfectamente lúcido. Se retorció sobre los mosaicos durante unos instantes antes de que la chica que estaba al lado de Jerry avanzara entre el velo de agua y la recogiera. Su boca desdentada buscó rápidamente el pecho. La muchacha la acercó al pezón.

—No es humana… —murmuró Jerry. No estaba preparado para ver una criatura tan extraña y, sin embargo, tan inequívocamente inteligente—. Los niños… ¿son todos iguales?

Arrobada, la madre sustituta miró el saco de vida acurrucado entre sus brazos.

—Nadie es igual a nadie —repuso—. Nosotras los alimentamos. Algunos mueren. Otros viven y se van en busca de sus destinos.

—¿Adónde, por el amor de Dios?

—Al agua. Al mar. A los sueños.

La muchacha arrulló a la criatura. Un miembro aflautado, recorrido por la luz como había ocurrido con su madre, se agitó en el aire lleno de placer.

—¿Y el padre?

—No necesita marido —repuso—. Podría hacer hijos con un chubasco si quisiera.

Jerry volvió a mirar a la Madonna. En ella apenas quedaban vestigios de luz. El enorme cuerpo lanzó un zarcillo llameante color azafrán, que se mojó bajo la cascada de agua y dibujó unas formas danzarinas sobre la pared. Después se quedó quieta. Cuando Jerry se volvió, la madre sustituta y la criatura se habían ido. Se habían marchado todas menos una. Era la muchacha que se le había aparecido la primera vez. Su rostro volvía a lucir la misma sonrisa; estaba sentada al otro extremo de la habitación, con las piernas separadas. Jerry entrecerró los ojos para verle la entrepierna y luego le miró otra vez a la cara.

—¿De qué tienes miedo? —le preguntó la chica.

—No tengo miedo.

—¿Por qué no vienes a mí entonces?

Jerry se puso de pie, atravesó la cámara y fue hasta donde ella estaba sentada. A sus espaldas, el agua seguía manando y corriendo por los mosaicos, y detrás de las fuentes, las carnes de la Madonna murmuraban. Su presencia no lo intimidaba. Los de su clase seguramente no merecían la atención de semejante criatura. Y si lo veía, seguramente lo consideraría un ser ridículo. ¡Cielos! Si hasta él mismo se consideraba ridículo. Ya no le quedaban ni dignidad ni esperanzas que perder.

Mañana, todo aquello sería un sueño: el agua, las criaturas, la belleza que se incorporaba para abrazarlo. Mañana creería que había estado muerto durante un día y visitado unos baños para ángeles. Pero ahora, tenía que aprovechar la oportunidad.

Después de hacer el amor con la muchacha sonriente, cuando intentó recordar los detalles del acto, no logró precisar con exactitud si había llegado a algo. Sólo le quedaron los más vagos recuerdos, y no se acordaba de los besos de la muchacha ni del acoplamiento, sino de la leche que le goteaba de los pechos y de la forma en que ella murmuraba: «Nunca…, nunca…» mientras se entrelazaban. Cuando terminaron, ella se mostró indiferente. Ya no hubo palabras ni sonrisas. La muchacha lo dejó solo en medio de la llovizna de la cámara. Jerry se abrochó los sucios pantalones y dejó a la Madonna con su fecundidad.

Un corto pasillo conducía dc la sala de duchas a la piscina grande. Tal como comprobara vagamente cuando las muchachas lo llevaron en presencia de la Madonna, estaba llena a rebosar. Los hijos de la Madonna jugaban en el agua radiante; sus formas eran innumerables. Las mujeres no estaban por ninguna parte, pero la puerta que daba al corredor exterior estaba abierta. La traspuso, y no había dado más de seis pasos cuando se cerro tras él.

Ezra Garvey se dio cuenta demasiado tarde de que regresar a las Piscinas (aunque fuera para un acto de intimidación del que normalmente hubiera disfrutado) había sido un error. Habla vuelto a abrirle una herida que creía a punto de cicatrizar, y le había traído los recuerdos de su segunda visita, de las mujeres y de lo que le habían hecho ver (recuerdos que intentó aclarar hasta comprender su verdadera naturaleza) cerca de la superficie. Lo habían drogado, de un modo u otro lo habían drogado, y cuando estaba débil y había perdido todo sentido del decoro, lo habían explotado para divertirse. Lo habían amamantado como a un niño y lo habían convertido en su juguete. Esos recuerdos lo dejaban perplejo; pero había otros, demasiado profundos como para distinguirlos, que lo consternaban. Recuerdos de una cámara, de agua que caía en forma de cortina, de una oscuridad terrible y de una luminiscencia más terrible aún.

Sabía que había llegado la hora de destrozar esos sueños bajo los pies y de poner fin a semejante desconcierto. Era un hombre que no olvidaba los favores recibidos ni realizados; poco antes de las once hizo dos llamadas telefónicas para hacer valer dos de esos favores. Fuera lo que fuese lo que vivía en las Piscinas de Leopold Road, no continuaría prosperando. Satisfecho con sus maniobras nocturnas, subió a acostarse.

Desde el incidente con Coloqhoun se había bebido gran parte de una botella de aguardiente; tenía frío y se sentía inquieto. El alcohol comenzó a hacerle efecto. Le pesaban las piernas y la cabeza. Ni siquiera se molestó en desvestirse, y se acostó en la cama grande durante unos minutos para aclararse un poco. Cuando se despertó era la una y media de la madrugada.

Se incorporó. El estómago volvía a hacerle cabriolas; en realidad, todo el cuerpo parecía traumatizado. En sus cincuenta y tantos años rara vez había estado enfermo; el éxito había mantenido a raya los achaques. Pero ahora se sentía fatal. Tenía un dolor de cabeza espantoso; tambaleándose, fue desde el dormitorio a la cocina tanteando las paredes. Se sirvió un vaso de leche, se sentó a la mesa y se lo llevó a los labios. Pero no bebió. Sus ojos se posaron en la mano que sostenía el vaso. La miró a través de la bruma del dolor. No se parecía a su mano; era demasiado delicada, demasiado suave. Dejó el vaso; temblaba de tal modo que derramó la leche sobre la mesa de teca y el charco formado empezó a caer al suelo.

Se puso de pie. El sonido de la leche al caer sobre los mosaicos de la cocina despertó en él unos pensamientos muy curiosos. Se dirigió vacilante hacia su estudio. Necesitaba la compañía de alguien, de cualquiera. Tomó la agenda telefónica e intentó descifrar los garabatos de las páginas, pero los números no le resultaban claros. El pánico fue en aumento. ¿Sería aquello la locura? El delirio de la mano transformada, las sensaciones extrañas que le recorrían el cuerpo. Se desabrochó la camisa, y al hacerlo, su mano rozó otro delirio más absurdo que el anterior. Con dedos renuentes se abrió la camisa, repitiéndose una y otra vez que nada de aquello era posible.

Pero las pruebas eran bien claras. Tocó un cuerpo que ya no era el suyo. Todavía había señales de que la carne y los huesos le pertenecían —una cicatriz de apendicitis en la parte baja del abdomen, la marca de nacimiento debajo del brazo—, pero la sustancia de su cuerpo había sido transformada (estaba siendo transformada mientras él observaba) en formas vergonzantes. Hundió las uñas en las formas que le desfiguraban el torso, como si fueran a disolverse ante el asalto, pero sólo logró que sangraran.

En otras épocas, Ezra Garvey había sufrido mucho, y casi todos los sufrimientos habían sido autoinfligidos. Había estado en la cárcel; había estado a punto de recibir serias heridas; había soportado los engaños de mujeres hermosas. Pero esos tormentos no eran nada comparados con la angustia que sentía ahora. ¡No era él mismo! Le habían quitado el cuerpo mientras dormía y le habían dejado aquél a cambio. El horror de aquella realidad destrozó su autoestima, y su cordura peligró.

Incapaz de frenar las lágrimas, empezó a tirar del cinturón. «Por favor, Dios mío —se dijo—, por favor, permite que siga entero.» Las lágrimas apenas le dejaban ver. Se las enjugó de un manotazo y se miró la entrepierna. Al ver las deformidades que allí se estaban produciendo, rugió hasta hacer temblar las ventanas.

Garvey no era hombre para engaños. Sabía que la discusión no contribuiría en nada a mejorar los hechos. No sabia con seguridad cómo había sido escrito en su cuerpo aquel tratado de transformación, y no le importaba demasiado. Lo único que se le ocurría pensar era que se moriría de vergüenza si alguna vez aquella vil condición llegaba a ver la luz del día. Regresó a la cocina y sacó un enorme cuchillo del cajón; luego se arregló la ropa y abandonó la casa.

Sus lágrimas se habían secado. Llorar ahora sería un desperdicio, y él no era un derrochón. Atravesó la ciudad vacía en su coche y fue hacia el río; cruzó el puente Blackfriars. Allí aparcó y fue andando hasta la orilla. Esa noche el Támesis estaba crecido y sus aguas bajaban rápidas; en la superficie había espuma blanca.

Sólo entonces, después de llegar tan lejos sin analizar demasiado sus intenciones, el temor a morir lo detuvo. Era un hombre rico e influyente, ¿acaso no habría otras salidas a aquella pesadilla que la solución a la que se había lanzado de cabeza? ¿Traficantes de píldoras que pudieran invertir la locura que había invadido sus células? ¿Cirujanos que cercenaran las partes ofensivas y suturaran los retazos de su yo perdido? ¿Cuánto durarían esas soluciones? Tarde o temprano el proceso volvería a empezar, lo sabía. Nadie podía ayudarlo.

Una ráfaga de viento levantó la espuma del agua. Fue a caerle sobre la cara y la sensación rompió el sello del olvido. Finalmente lo recordó todo: la sala de duchas, los chorros de los tubos rotos que golpeaban el suelo, el calor, las mujeres riéndose, los aplausos. Y por último, la cosa que vivía detrás de la pared de agua, una criatura que era peor que cualquier pesadilla de femineidad que su mente extraviada hubiera podido pergeñar. Allí se había acoplado en presencia de aquel monstruo, y en la furia del acto —cuando se había olvidado momentáneamente de sí mismo—, las muy furcias lo hablan sometido a aquel embeleso. De nada servían las lamentaciones. Estaba acabado, acabado. Al menos había tomado medidas para la destrucción de su guarida. Mediante la autocirugía desharía lo que ellas habían ideado con su magia, y así les negaría la posibilidad de ver el resultado de su obra.

El viento era frío, pero él tenía la sangre caliente. Lo envolvió con sus ráfagas mientras él se acuchillaba el cuerpo. El Támesis recibió la libación con entusiasmo. A sus pies, lamía la orilla formando remolinos. No había concluido el trabajo, cuando la pérdida de sangre lo venció. «Da igual —pensó, mientras se le doblaban las rodillas y caía al agua—, ahora no me verán más que los peces.» Cuando el río se cerró sobre él, rogó por que la muerte no fuera mujer.

Mucho antes de que Garvey hubiera despertado en mitad de la noche y descubierto la rebelión de su cuerpo, Jerry había abandonado las Piscinas, había subido a su coche e intentado regresar a su casa. Pero le había costado un gran esfuerzo llevar a cabo esa tarea tan simple. Tenía los ojos nublados, y el sentido de la dirección trastocado. En una intersección estuvo a punto de provocar un accidente, por lo que aparcó el coche y empezó a caminar hasta su casa. Los recuerdos de lo que acababa de ocurrirle no eran en absoluto claros, aunque los acontecimientos apenas tenían horas de vida. Tenía la cabeza plagada de extrañas asociaciones. Andaba en el mundo real como en sueños. Sin embargo, cuando vio a Chandaman y a Fryer esperándole en el dormitorio de su apartamento, volvió a la realidad como si le hubieran dado de bofetadas. No esperó a que lo saludasen; se volvió y echó a correr. Durante la espera le habían vaciado las reservas de bebidas alcohólicas y reaccionaron con lentitud. Jerry había bajado la escalera y abandonado la casa antes de que ellos salieran en su persecución.

Fue andando hasta casa de Carole, pero no estaba. No le importó esperar. Se sentó en los escalones de la entrada y allí estuvo durante media hora: cuando llegó el inquilino del piso superior, logró convencerlo de que lo dejase entrar y esperó en la relativa calidez de la casa. Se sentó en la escalera y en la duermevela volvió sobre sus pasos y regresó a la intersección donde había abandonado el coche. Una multitud pasaba por allí. «¿Adónde van?», inquirió. «A ver los yates», le respondieron. «¿Qué yates?», quiso saber, pero la gente se alejaba charlando. Siguió andando durante un rato. El ciclo estaba oscuro, pero las calles se hallaban iluminadas por una luz azulada, carente de sombras. Cuando ya iba a ver las Piscinas, oyó como un chapaleo y, al doblar una esquina, descubrió que la marea iba subiendo por la calle Leopold. ¿Qué clase de mar era aquél?, preguntó a las gaviotas que volaban en el cielo, porque el olor a salitre del aire denotaba que aquellas aguas eran del océano y no del río. ¿Acaso importaba qué mar era?, replicaron las gaviotas. En definitiva, ¿no eran todos los mares un mismo mar? Se quedó mirando cómo las olas iban subiendo por el asfalto. Su avance, aunque delicado, derribó farolas y erosionó los cimientos de los edificios con tanta rapidez que éstos se derrumbaban en silencio, bajo la marea glacial. Las olas no tardaron en bañarle los pies. Los peces, pequeños dardos plateados, se movían en el agua.

—¿Jerry?

Carole estaba en la escalera, mirándolo fijamente.

—¿Qué diablos te ha pasado?

—Estuve a punto de ahogarme —repuso.

Le habló de la trampa que Garvey le había tendido en Leopold Road, de la paliza recibida y de la presencia de los maleantes en su propia casa. Carole le ofreció su fría comprensión. Jerry no le contó nada sobre la persecución por la espiral, ni de las mujeres, ni de la cosa que había visto en las duchas. Le habría resultado imposible referirlo, aunque hubiera querido; cada hora que pasaba desde que abandonara las Piscinas estaba menos seguro de haber visto nada.

—¿Quieres quedarte aquí? —ofreció Carole cuando Jcrry terminó su relato.

—Creí que nunca me lo preguntarías.

—Será mejor que tomes un baño. ¿Estas seguro de que no te han roto ningún hueso?

—Creo que a estas alturas ya lo sentiría si lo hubieran hecho.

Seguramente no tendría huesos rotos, pero no había salido incólume. El torso era una colección de morados, y le dolía todo, desde la cabeza a los pies. Tras permanecer media hora en remojo, salió de la bañera y se miró en el espejo; tenía el cuerpo hinchado por la paliza, y la piel del pecho se veía suave y tensa. No era un bonito panorama.

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