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Authors: Schätzing Frank

Límite (105 page)

BOOK: Límite
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Ahora ya nada se podía cambiar.

Andre Donner. Bonito nombre, bonito intento.

Xin marcó un número en su teléfono móvil.

—Hydra —dijo.

—¿Ha solucionado el problema?

Como siempre, la conversación se codificaba a través de la red. Xin informó, en pocas palabras, de lo que había sucedido. Su interlocutor guardó silencio durante un rato. Luego dijo:

—Eso es una basura, Kenny. Nada de lo que pueda estar usted orgulloso.

—Le sugiero que se tire a sí mismo de las orejas —respondió Xin, malhumorado—. Si hubiera implementado usted un algoritmo seguro, ahora no tendríamos que vernos en esta situación.

—Ese algoritmo es seguro. Además, el tema no se discute.

—Aquí se discute lo que yo considere digno de ser discutido.

—Se está pasando usted de la raya.

—¿Ah, sí? —Xin soltó una risotada estridente—. Usted no es más que mi contacto, ¿lo ha olvidado? Un dictáfono mejorado. Cuando quiera escuchar conferencias, lo llamaré directamente a él.

El otro carraspeó, indignado.

—¿Qué propone, entonces?

—Lo que ya he propuesto. Nuestro amigo de Berlín tiene que desaparecer. Cualquier otra cosa sería irresponsable. Después de todo, la dirección del restaurante estaba en ese maldito correo electrónico. Si a Jericho se le ocurre ponerse en contacto con él, entonces ¡sí tendremos un verdadero problema!

—¿Quiere irse a Berlín?

—En cuanto sea posible. No dejaré esto en manos de nadie.

—Espere. —La línea quedó muerta por un momento. Luego la voz habló de nuevo—: Reservaremos el vuelo de esta noche para usted.

—¿Qué hay de los refuerzos in situ?

—Ya están en camino. El «especialista», anticipándonos a sus deseos. Y esta vez trate mejor al personal y al equipo. Xin frunció los labios en un gesto de desprecio.

—No se haga ilusiones.

—No, yo sólo soy el dictáfono —replicó la voz en tono glacial—. Pero él sí que se las hace. Así que realice usted este trabajo.

CALGARY, ALBERTA, CANADÁ

El 21 de abril, Sid Bruford y dos amigos peregrinaron hasta el acto que se iba a celebrar en Calgary y en el que EMCO pensaba dibujar un futuro que ya no existía. Nadie se hacía ilusiones de que Gerald Palstein fuera a anunciar otra cosa que no fuese el fin de la explotación de las arenas bituminosas de Alberta, de modo que ahora todas las esperanzas estaban puestas en las estrategias para el saneamiento, la consolidación o, por lo menos, en algún concepto destinado a la protección social de los empleados. Con esa confianza estaban allí, y también porque, de alguna manera, era de recibo estar presente en el propio funeral.

La plaza, un parque situado frente a la sede de la empresa, fue llenándose de gente poco a poco, pero de manera constante. Como para burlarse de su miseria, un sol pajizo brillaba sobre la multitud desde un cielo azul acero, generando temperaturas de optimismo y confianza. Bruford, que no tenía ganas de dejarse llevar por el cabreo generalizado, había decidido sacar el mejor partido a la situación. Y de esa danza de la muerte formaba parte el hecho de convertir el fatalismo en confianza en sí mismo, abastecerse con los respectivos contingentes de cerveza y evitar cualquier tipo de enfrentamiento. Durante un rato, él y sus amigos hablaron de béisbol, se mantuvieron al fondo, donde el aire estaba menos impregnado de sudor. Bruford sacó su teléfono móvil y empezó a filmar el escenario a fin de captar algo de la atmósfera reinante a su alrededor, y entonces, de repente, dos chicas ligeritas de ropa entraron en el encuadre, repararon en él y empezaron a posar entre risitas. Detrás de ellos se extendía un complejo de edificios vacíos, la antigua sede de una empresa, ahora en bancarrota, dedicada antes a la tecnología de perforación, según creía recordar Bruford. Les caía bien a aquellas chicas, eso era tan seguro como el cierre de Imperial Oil; sus atractivos rasgos de aspecto italiano, su cuerpo escultural de atleta, que era, a fin de cuentas, su principal incentivo para, aun cuando las temperaturas fueran bajas, llevar siempre pantalones cortos y camisetas para mostrar músculo. Bruford continuó filmando a las chicas y rió. Las dos jóvenes bromearon. Unos minutos después, él volvió a prestar atención a sus amigos, pero cuando se dio la vuelta otra vez, comprobó que en esos momentos eran las chicas las que lo estaban grabando a él. Halagado, empezó a hacer el tonto para ellas, hizo muecas, caminó pavoneándose de un lado a otro, lo que hizo que también sus amigos empezaran a animarse. Nadie estaba comportándose con especial madurez, ni como alguien a quien acaban de despojar de su sustento. Entonces las chicas, interrumpiéndose a cada rato por repentinos ataques de risa, comenzaron a representar escenas de algunas películas de Hollywood, mientras los chicos también probaban su repertorio de pantomimas, para luego, alegremente, gritarse de un lado a otro las soluciones. El día prometía ser más divertido de lo esperado, y a Bruford, además, le pareció que estaría mejor en el negocio del cine que en las minas a cielo abierto de Cold Lake, algo que, por lo demás, ya había pensado otras veces, al ver su imagen reflejada en el espejo. Tal vez algún día podría estarle agradecido a EMCO. Con alas de Ícaro, su buen humor se elevó hacia el sol de abril, de modo que casi estuvo a punto de perderse el momento en que Palstein, el ejecutivo petrolero, un hombre bajito y calvo, subía a la tribuna.

Alguien tocó en el hombro al joven. Empezaba el acto. Bruford volvió la cabeza, justo a tiempo para ver a Palstein tropezar. El ejecutivo intentó mantener el equilibrio, se tambaleó y cayó al suelo. Los empleados de seguridad se abalanzaron sobre él, formando una pared de cara a la multitud vociferante. Bruford estiró el cuello. ¿Qué sería? ¿Un ataque al corazón, un colapso circulatorio, un derrame cerebral? A empellones, se abrió paso mientras sostenía el teléfono en su mano derecha, por encima de las cabezas de la exaltada multitud. ¡Aquello había sido un ataque, seguro! ¿Acaso no se había visto lo mismo en infinidad de películas? Un tropiezo, algún percance. Pero algo había derribado al directivo antes de que cayera definitivamente al suelo. Un disparo, ¿qué otra cosa podía haber sido? Alguien debía de haber disparado a Palstein. ¡Sólo eso podía ser!

Lo que Bruford no sabía era que, veinte minutos antes, una de las cámaras de televisión lo había grabado mientras él filmaba a las chicas; la grabación era borrosa, poco nítida, y duraba unos escasos segundos. Los policías, simplemente, lo habían pasado por alto cuando analizaron el material de difusión.

Pero no la gente de Greenwatch.

Todavía Bruford no podía creer que hubieran dado con su pista sobre la base de aquella breve escena, utilizando la táctica de la bola de nieve, según había explicado la propia Loreena Keowa, aquella india de rasgos angulosos, no especialmente atractiva, pero, así y todo, sexy como para provocarle sudoraciones a cualquiera. Muy pronto, en Greenwatch llegaron a la conclusión de que los hombres que estaban junto a Bruford debían de ser sus amiguetes, a quienes se los veía con más nitidez que al propio Bruford; uno de ellos le dijo algo a un anciano que estaba una fila por delante. Era Jack
Caraculo
Becker, claro, Bruford lo recordaba muy bien, pues éste había estado tocándole los cojones con su lloriqueo. A diferencia de los demás, Becker, que ese día llevaba puesto su mono de Imperial Oil, aparecía muy nítido en la imagen, y Keowa, por lo visto, tenía sus contactos en el Departamento de Recursos Humanos de la empresa. Allí identificaron al anciano, lo llamaron y le mostraron las imágenes, y entonces el tal Becker, haciendo gala de su nuevo mote, el de «¿Qué saco yo de todo esto?», les dijo los nombres de los amigotes de Bruford, quienes, a su vez, terminaron mencionando el suyo.

Y ahora estaba allí sentado. ¡Era inquietante, el mundo! A cualquiera podían seguirle el rastro. Por otro lado, había cosas peores que estar sentado junto a Keowa, en aquel Dodge prestado, con cincuenta dólares canadienses más en el bolsillo, y contemplando a la periodista mientras ésta cargaba sus vídeos movidos en su ordenador. Keowa y su ropa elegante, que encajaba tan poco con una tía ecologista. Muchas cosas le pasaron a Bruford por la cabeza; si, por ejemplo, no debía exigir más dinero. ¿Qué se proponía hacer Greenwatch con aquellos vídeos? ¿Por qué brillaba tanto el cabello de los indios y qué tendría que hacer él con el suyo para que brillara de ese modo? Por lo de su carrera en Hollywood, claro.

—¿No deberíamos ir a la policía? —se oyó preguntar a sí mismo. Una pregunta con potencial, según le pareció al joven.

Keowa mantuvo la vista fija en la pantalla, concentrada en el proceso de trasvase de datos.

—Tenga la certeza de que iremos —murmuró.

—Sí, pero ¿cuándo?

—Da igual cuándo —protestó el compañero de Keowa desde el asiento trasero.

—No lo sé —dijo Bruford, sacudiendo la cabeza y dando la impresión de estar seriamente preocupado; mero talento histriónico, él siempre lo había sabido, había nacido para eso—. No quiero verme implicado en esto. Y ése sería, realmente, nuestro deber, ¿no es así?

—Y entonces, ¿por qué no lo hizo?

—No se me ocurrió. Pero ahora que hablamos de ello...

—Sí, tiene usted razón, por supuesto; deberíamos replantearnos este negocio —dijo Keowa volviendo la cabeza hacia él—. ¿Acaso sabemos si ese material vale los cincuenta dólares? Tal vez no se vea nada en él.

Bruford vaciló.

—Ése sería su problema.

—Pero tal vez valdría unos cien dólares, ¿no? —dijo ella, alzando una ceja—. ¿Podría ser, Sid? Aunque eso sólo sería en el supuesto de que alguien dejara de hacer preguntas y de estar pensando en acudir a la policía.

Bruford reprimió una sonrisa. Era justamente así como debía transcurrir todo.

—Claro —dijo él en tono pensativo—. Podría ser.

Keowa metió la mano en su chaqueta y sacó un segundo billete de cincuenta, como si ya hubiera contado con esa evolución de las cosas. Bruford lo cogió y lo puso junto al otro.

—Parece haber un nido en ese bolsillo suyo —dijo.

—No, Sid, sólo había dos. Y tal vez dé marcha atrás, si me convenzo de que no puedo fiarme de usted.

—Entonces me llevaré otra cosa —dijo él, sonriendo abiertamente—. Usted tiene muchas cosas buenas, y las tiene por partida doble debajo de esa chaqueta.

Keowa clavó en él la mirada belicosa de sus ancestros.

—De acuerdo —gruñó el hombre—. Lo siento.

—Ningún problema, ha sido un placer.

Bruford lo entendió. Encogiéndose de hombros, abrió la puerta del acompañante.

—Ah, otra cosa, Sid, por si acaso usted, en un momento de delirio y de fidelidad a la ley, quisiera involucrar a la policía: el dinero de su bolsillo cumple todos los requisitos de un delito: ocultación de pruebas con fines de enriquecimiento personal. Y eso está penado por la ley, ¿lo entiende?

Bruford se quedó perplejo. Un sentimiento de profunda humillación se apoderó de él. Con un pie puesto ya en la acera, se inclinó de nuevo hacia ella.

—¿Es que me está amenazando?

—Preste atención, Sid...

—¡No! ¡Preste atención usted! Mi trabajo se ha ido a la mierda. Sólo intento sacar lo que puedo, y si hay un negocio, lo hay, ¿entendido? Tal vez tenga la lengua un poco suelta, pero no por eso jodo a nadie. Que les den, y no me toquen más las narices.

—Un charlatán —dijo el aprendiz con menosprecio cuando Bruford, sin volverse de nuevo, bajó por la calle—. Por otros cien dólares vendería a su propia abuela.

Keowa lo siguió con la mirada.

—No, tiene razón. Lo hemos ofendido. Si hay alguien que pone de manifiesto un comportamiento dudoso aquí, ésos somos nosotros.

—Dime una cosa, en relación con esto..., ¿no deberíamos entregar ese material a la policía?

Keowa vaciló. Detestaba la idea de hacer algo ilegal, pero ella era periodista, y los periodistas vivían de la ventaja. Sin responder, conectó su ordenador con el sistema de a bordo. El Dodge que había recogido en el aeropuerto poseía un monitor de gran pantalla.

—Pásate al asiento delantero —dijo ella—. Veamos primero qué tiene que ofrecernos el bueno de Sid.

—A dar palos de ciego —opinó el aprendiz.

—A veces hay que arriesgarse.

Vieron giros borrosos, una multitud, puestos de venta de comida, la sede de la empresa Imperial Oil, una tribuna. Luego aparecieron los amigotes de Bruford, que sonreían ampliamente a la cámara. Al principio, Bruford había dirigido la lente de la cámara hacia adelante, pero ahora empezaba a girarla. Dos mujeres jóvenes aparecieron en el encuadre, se dieron cuenta de que las estaban grabando y comenzaron a hacer payasadas.

—Se lo pasan bien —rió el aprendiz—. Están cachondas, sobre todo la rubia.

—Oye, tu tarea es atender al fondo.

—Puedo hacer ambas cosas.

—Sí, claro. Los hombres y las multitareas.

Ambos guardaron silencio. Bruford había empleado una enorme capacidad de memoria en divertirse con aquellas dos bellezas de provincias; en ese tiempo pasaron por la imagen algunas personas: aparecieron tres policías, dos de ellos se dieron la vuelta nuevamente, mientras que el tercero se apostó a la sombra del edifìcio. Las chicas se contorsionaron en una torpe
performance
cuyo sentido Keowa no pudo determinar de inmediato, hasta que el aprendiz soltó un silbido entre dientes.

—¡No está nada mal! ¿Lo reconoces?

—No.

—¡Es
Alien Speedmaster
7!

—¿El qué?

—¿No conoces
Alien Speedmaster?
—El asombro del joven parecía no tener límites—. ¿Nunca vas al cine?

—Probablemente vaya a ver películas distintas de las que ves tú.

—Una laguna cultural. ¡Mira lo que hacen ahora! Creo que están representando la escena de
death chat,
ya sabes, donde esos pequeños animalitos tan inteligentes atacan a la mujer con el brazo postizo y...

—No, no sé nada.

Las chicas se doblaban de la risa. Era desalentador. Ya habían visto la mitad del material, y éste no ofrecía nada más que aquellas actitudes pubescentes.

—¿Qué hacen ahora? —intentó adivinar el aprendiz.

—¿Podrías prestar atención al edificio?

—Se parece a...

—¡Por favor!

—¡No, espera! Creo que se trata de ese dramón tan publicitado el año pasado. Muy cursi, si quieres mi opinión. Actúa ese tipo, un viejo verde, tú lo conoces... Dios, ¿cómo se llama? ¡Dímelo tú!

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