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Authors: Schätzing Frank

Límite (107 page)

BOOK: Límite
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Palstein se enjugó el sudor de la frente. Hacía calor en el auditorio. Habría preferido estar en su barco, en algún lago, o mejor aún, en mar abierto, donde soplaran vientos más vigorizantes.

—De ello podemos inferir lo siguiente: si el petróleo y el gas hubiesen seguido desempeñando el papel predominante, el mundo de hoy tendría un aspecto algo diferente. China, posiblemente, habría superado a Estados Unidos, en lugar de equipararse a esa nación. Los chinos, los rusos y las naciones del Golfo habrían pactado en temas de política energética. Irán, desde hace unos años en posesión de bombas nucleares, tendría un poder mayor del que tiene hoy, a pesar de sus armas atómicas, y probablemente habría ejercido más presión sobre el gobierno de Nueva Delhi, que ya en el año 2006 había considerado, con Teherán, la posibilidad de construir un oleoducto a través del cual el petróleo del mar Caspio fluiría hacia la India. Dicho oleoducto debía acabar en el mar Rojo, con lo que el petróleo no llegaría a Israel, razón por la cual Estados Unidos se opuso a su construcción. Para la India no era una situación fácil. Su cooperación con Irán amenazaba con enfurecer a Estados Unidos, y cualquier concesión a Washington podía enfadar a los iraníes. Para escapar a este dilema, los indios, en aquel momento, consideraron la opción de involucrar a una tercera potencia, capaz de actuar como elemento integrador, ya que ésta mantenía buenos contactos tanto con China como con Irán. Fue así como entraron en el juego, bajo el ropaje de Gazprom, los rusos, quienes no desaprovechaban ninguna oportunidad para reforzar su Estado, por ejemplo, cerrándoles el grifo del gas a los países vecinos con el fin de chantajearlos. ¿Pueden ver el bloque en formación que se anunciaba con tales alianzas? Rusia, China, la India, la OPEP... Aquello, de ningún modo, podía responder a los intereses de Washington. En tal situación, el sucesor de George W. Bush, Barack Obama, apostó por la diplomacia. Trató de mejorar las relaciones con Rusia y de quitar alas a Irán, una hábil estrategia que funcionó en sus inicios. Pero, por supuesto, si Obama se hubiese visto obligado a asegurar el suministro de energía de Estados Unidos por medios agresivos, la ventaja tecnológica de la cooperación de Washington con Orley Enterprises no les habría abierto a los estadounidenses posibilidades completamente nuevas, como por ejemplo...

En ese momento, una empleada de la secretaría de la UTD entró en el auditorio, se acercó a Palstein con pasos rápidos y le puso en la mano una nota. Él sonrió al público.

—Perdonen un segundo. ¿Qué sucede? —preguntó en voz baja.

—Alguien quiere hablarle al teléfono, una tal...

—¿Y no puede esperar veinte minutos? Estoy en medio de mi conferencia.

—Dice que es urgente.
¡Muy
urgente!

—¿Cuál es su nombre?

—Keowa. Loreena Keowa, una periodista. He intentado darle largas, pero...

Palstein reflexionó.

—No, está bien. Gracias.

De nuevo pidió disculpas al público de estudiantes, abandonó el auditorio y marcó el número de Keowa.

—Shax'saani Keek'
—dijo cuando la cara de la periodista apareció en la pantalla de su móvil—. ¿Cómo está usted?

—Sé que soy inoportuna.

—Francamente, sí. Tengo un minuto, luego debo ir a cumplir otra vez con mi deber de formar a las futuras élites. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Soy yo la que espera poder hacer algo por usted, Gerald. Para ello necesito un par de minutos más de su tiempo.

—Me pilla usted mal ahora.

—Es por su propio interés.

—Hum. —Palstein miró a través de la ventana; el campus estaba cubierto de sol—. Muy bien. Deme quince minutos para concluir mi conferencia. La llamaré a continuación.

—Asegúrese de que nadie lo escucha.

Veinte minutos más tarde Palstein la llamó desde un apartado banco situado bajo un castaño, con vistas al campus. Dos de sus guardaespaldas patrullaban los alrededores al alcance de la vista. Por doquier se veían estudiantes con prisas, caminando hacia un futuro incierto.

—Usted sí que sabe añadir suspense a las cosas —dijo el ejecutivo.

—¿Sigue en pie nuestro acuerdo de reciprocidad?

—¿Qué quiere decir?

—Lo de ayudarnos mutuamente —repuso Keowa—. Yo recibo ciertas informaciones y usted tendrá a su tirador.

—¿Cómo? ¿Es que tiene algo?

—¿Sigue en pie el acuerdo?

—Hum. —Palstein empezó a sentir verdadera curiosidad—. Bien, digamos que sigue en pie.

—Perfecto. Le envío ahora mismo un par de fotos a su teléfono móvil. Ábralas mientras hablamos.

El teléfono de Palstein confirmó la llegada de un mensaje multimedia. Una tras otra, fue descargando las fotos. Éstas mostraban a dos hombres con gafas de sol y a una mujer.

—¿A cuáles de ellos conoce?

—A todos —respondió él—. Trabajan para mí. Seguridad. A uno de ellos debió de verlo usted cuando vino a Lavon Lake. Es Lars Gudmundsson, el jefe del comando.

—Así es, lo vi. El día 21 de abril, ¿les dio usted órdenes a esos tres de vigilar el edificio vacío desde el que se supone que le dispararon?

—Eso sería mucho decir —dijo Palstein, vacilante—. Sólo debían mantener la zona vigilada. Francamente, ni siquiera estaba seguro de si debía llevarlos conmigo o no. Parece un pavoneo eso de tener seguridad privada, uno parece terriblemente importante. Pero se había producido alguna que otra amenaza contra EMCO, también en mi contra...

—¿Amenazas?

—Bueno, tonterías. Nada que debiera tomarse en serio. Personas enfadadas con miedo por su futuro.

—Gerald, ¿tienen los chinos algunas cartas en juego en EMCO?

—¿Los chinos?

—Sí.

—En realidad, no. Es decir, siempre ha habido intentos por su parte de asumir filiales nuestras, pero EMCO, en sí, era un hueso demasiado duro para ellos. Y, por supuesto, también hicieron algunas explotaciones furtivas en nuestras reservas.

—¿En las arenas bituminosas de Canadá?

—También.

—De acuerdo. Le envío otra foto.

Esta vez apareció un rostro asiático en la pantalla. Pelo largo, despeinado, barba rala.

—No —dijo él.

—¿Nunca lo había visto?

—No, que yo sepa. Si usted me dijera...

—Se lo diré de inmediato. Escuche, Gerald, este hombre entró en el edificio vacío poco antes de que usted compareciera. También sus hombres de seguridad estaban allí. Desde nuestro punto de vista, no hay ninguna duda de que los hombres de Gudmundsson no sólo dejaron pasar al asiático, sino que se ocuparon de que éste pasara sin problemas.

Palstein miró fijamente la foto y guardó silencio.

—¿Está seguro de que no lo ha visto antes? —insistió Keowa.

—Por lo menos, no de manera consciente. Me acordaría de una persona así.

—¿Podría ser uno de sus hombres?

—¿Uno de mis hombres?

—Quiero decir, ¿conoce usted a todos los miembros de su escolta, o es Gudmundsson el encargado de...?

—¡Vaya tontería! Los conozco a todos y cada uno, ¿qué se piensa? Además, no son tantos. Son cinco en total.

—Y usted confía en los cinco.

—Por supuesto. Nosotros les pagamos; además, por ellos responde una prestigiosa agencia de seguridad personal con la que EMCO colabora desde hace años.

—Entonces es posible que tenga usted un problema. Si ese asiático es realmente el hombre que le disparó a usted, hay en tal caso algunos indicios de que sus hombres están involucrados. Tengo que hacerle una pregunta más, perdone el ritmo acelerado.

—No, está bien.

—¿Le dice algo el nombre de Alejandro Ruiz?

—¿Ruiz? —Palstein guardó silencio durante unos segundos—. Espere un momento, eso me recuerda algo.

—Lo ayudaré: Repsol, gestión estratégica.

—Repsol... Sí, creo... Sí, claro, Ruiz. En una ocasión volamos en el mismo avión. De eso hace ya tiempo.

—¿Qué sabe acerca de él?

—Casi nada. Dios mío, Loreena, no estamos hablando de una pequeña familia; la industria del petróleo es inabarcable, en ella trabajan miles y miles de personas. De momento, al menos.

—Parece ser que Ruiz fue un hombre importante.

—¿Fue?

—Desapareció hace tres años, en Lima.

—¿En qué circunstancias?

—Durante un viaje de negocios. Verá usted, a mí me interesaba averiguar si ese atentado de Calgary tenía algún antecedente en el pasado. Si tal vez no se trataba tanto de usted como de algo que usted representa. Por eso pedí que me conformaran un expediente de Ruiz: hombre felizmente casado, con dos hijos sanos, sin deudas. Sin embargo, era un enemigo en propio campo, porque era demasiado liberal, con una consciencia demasiado ecologista, un moralista: lo apodaban Ruiz
el Verde.
Por ejemplo, se pronunció abiertamente contra la explotación de arenas bituminosas, apremiando para que, en su lugar, se explorara más en las profundidades marinas. Ahora bien, no es necesario que le cuente a usted que los consorcios, en épocas en que el petróleo era barato, siempre fueron reacios a realizar exploraciones costosas, y que hace tres años el hundimiento ya estaba en plena marcha. Por tanto, Ruiz también apremió a Repsol para que invirtiera más en las energías alternativas. ¿No le recuerda un poco a su propio caso?

«Inconcebible», pensó Palstein.

—Todo puede ser una coincidencia —prosiguió Keowa—. La desaparición de Ruiz. La participación de China en el negocio de las arenas bituminosas. El asiático o, incluso, que sus propios hombres lo dejaran entrar en el edificio. Quizá ese hombre sea inofensivo y yo sólo esté viendo fantasmas donde no los hay, pero tanto el sentimiento como la razón me dicen que estamos sobre la pista correcta.

—¿Y qué se supone que debo hacer yo ahora?

—Desconfiar de Gudmundsson y de sus hombres. Si se comprueba que todo es un error, yo seré la primera en arrastrarme hasta la cruz. Pero, hasta entonces, ¡piense en ello! Piense en Ruiz. En la confluencia de intereses con China. En las trampas dentro de su propio bando... Y algo más: piense en quién podría salir beneficiado con el hecho de que usted no pudiera volar a la Luna. Puede llamarme, podemos reunimos en cualquier momento. Trate de averiguar quién es el asiático de la foto, a lo mejor aparece en algunas bases de datos internas de EMCO. Invierta en seguridad personal y, si quiere mi consejo, despida a Gudmundsson y a su equipo, pero no informe a la policía. Eso es lo único que le pido.

—Vaya. ¡Usted sí que es buena!

—Por ahora, no.

—¡Eso podría constituir una prueba!

—Gerald —dijo Keowa con insistencia—, le prometo que no voy a hacer nada que ponga en peligro su seguridad ni voy a dejar fuera a la policía. Es sólo por el momento. Necesito cierta ventaja para poder sacar la historia en exclusiva.

—¿Es usted realmente consciente de lo que me está contando? ¿De lo que me está pidiendo?

—Tenemos un acuerdo, Gerald. Tal vez haya encontrado a quien le disparó, eso es más de lo que la policía ha conseguido en cuatro semanas. Deme tiempo. Por favor. Trabajamos bajo presión en este asunto. Yo le serviré a esos cerdos en bandeja de plata.

Palstein guardó silencio durante un rato. Luego suspiró. —Bien —dijo—. Haga lo que crea correcto.

El mercenario

29 de mayo de 2025

VUELO NOCTURNO

Una cosa había que reconocerle a Teodoro Obiang Nguema Mbasogo. Desde su toma de poder en agosto de 1979, la situación de los derechos humanos en Guinea Ecuatorial había mejorado visiblemente. A partir de su arribo, desaparecieron de los arcenes de la carretera del aeropuerto las crucifixiones masivas, y ya las cabezas de los opositores no se ensartaban públicamente en un palo.

—Un hombre caritativo —se mofó Yoyo.

—Pero no es el primero —dijo Jericho—. ¿Habéis oído hablar de Fernando Poo?

Avanzando hacia Berlín al doble de la velocidad del sonido, viajaban atrás en el tiempo; desde la mañana naciente de Shanghai hacia la noche berlinesa, desde el año 2025 hacia los inicios de un continente en el que, tradicionalmente, solía torcerse todo lo imaginable: África, la poco querida cuna de la humanidad, marcada por fronteras trazadas a hilo, que cercenaban sus tendones y sus nervios creando países de estrafalaria geometría, de los cuales el más pequeño estaba situado, como un remiendo diminuto, en su extremo occidental, y cuya historia podía leerse como la crónica de una continua violación.

—¿Fernando Poo? ¿Quién diablos es ése?

—También un hombre caritativo, en cierto modo.

Dado que Tu no había permitido que nadie pilotara el jet de su empresa, Jericho y Yoyo tenían para sí solos la lujosa cabina de pasajeros, con sus doce asientos. En dos monitores, y auxiliados por
Diana,
se familiarizaban con la historia de Guinea Ecuatorial, esperanzados de encontrar respuestas a las preguntas de los dos últimos días. Cada información que el ordenador sacaba a la luz iba dibujando un cuadro cada vez más confuso, pero, por lo visto, los acontecimientos en Guinea Ecuatorial sólo podían entenderse si se observaba su evolución desde los inicios. Y esos inicios, los verdaderos inicios, tuvieron lugar con...

... Fernando Poo.

Con la mar en calma. Sin viento. Con telones de lluvia que se agolpaban frente a la línea del litoral.

El sudor y el agua de lluvia se mezclaban sobre la piel, hasta el punto de que uno se sentía cocinado al vapor. Con la orquestación de chillidos de las pequeñas aves marinas, se echan unos botes a la mar. Con remeros trabajando a toda mecha y un hombre de pie en la proa. La orilla se va aproximando, la vegetación cobra sus contornos en medio del chorreante gris. El hombre llega a la orilla, mira a su alrededor. Una vez más, la llegada de un portugués da inicio a la transformación de un territorio en algo parecido a una nación.

En el año 1469, carabelas de Poo echan su ancla por debajo del codo africano, allí donde el continente sufre un dramático estrechamiento. El descubridor, legítimo sucesor de Enrique el Navegante, llega a la isla y, por su belleza, la llama Formosa. Allí viven los bantúes, el pequeño pueblo de los bubis. Reciben a los visitantes amistosamente, sin sospechar que su reino acababa de cambiar de dueño. Y, en efecto, desde el momento en que Poo deja la huella de su bota en la arena, ellos pasan a ser súbditos de su majestad Alfonso V de Portugal, a quien, pocos años antes, el papa Nicolás V ha entregado la responsabilidad de toda la isla africana, además del monopolio del comercio y los derechos exclusivos de navegación. Por lo menos así lo cree el papa, en un familiar error que comparte con toda la cristiandad occidental: cree que África es una isla. Poo le suministra pruebas en contra. África, se averigua entonces, es más bien un continente con una larga y rica línea costera, habitada, además, por hombres de piel oscura que, aparentemente, tienen poco que hacer y necesitan con urgencia ser cristianizados. Esto, a su vez, se corresponde de manera ideal con la idea central de una bula papal, según la cual los no creyentes tienen que ser tratados como esclavos: una recomendación con la que cumplen con gusto Alfonso y sus marinos.

BOOK: Límite
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