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Authors: Schätzing Frank

Límite (117 page)

BOOK: Límite
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El tubo había dado su último suspiro. Vogelaar se apagó, se convirtió en un recorte, una masa negra que reía en voz baja y en tono triunfante. Jericho entornó los ojos. Sólo a través de las ranuras de la puerta de vaivén entraba un poco de luz, la suficiente, sin embargo, para mantener a la vista la única vía de escape restante. Como un cangrejo, se deslizó lejos del sitio que le servía de protección. Como si fuera un reflejo de sus propios movimientos, la silueta del sudafricano también se movió. Era un iluso. No sería lo suficientemente rápido como llegar a tiempo a la puerta. Tal vez fuera recomendable un poco de conversación.

—Oiga, vamos a dejar esta estupidez, ¿vale?

Silencio.

—Esto no nos lleva a ninguna parte. Deberíamos hablar.

Ese trémolo de desánimo en su voz... Eso no estaba nada bien. Jericho respiró profundamente y lo intentó de nuevo:

—Aquí hay un malentendido. —Eso estaba mejor—. No soy su enemigo.

—¿Cuán estúpido crees que soy, eh?

Al menos era una respuesta, aunque hosca y amenazante, sin apenas voluntad de llegar a un entendimiento. La silueta se aproximó. Jericho dio un paso atrás, palpó a sus espaldas y tocó algo dentado y pesado; cerró los dedos sobre el objeto con la esperanza de que pudiera servirle como arma.

Con un seco estampido, la lámpara se encendió de nuevo.

Vogelaar se abalanzó entonces sobre él blandiendo un cuchillo de cocina de una longitud temible, y Jericho tuvo un
déjà-vu
paralizador: Shenzhen. Ma Liping, el «paraíso de los pequeños emperadores». En el último segundo, alzó bruscamente lo que sostenía en la mano. El cuchillo partió el rábano largo en dos mitades, surcó silbando el aire y le falló por un pelo. Jericho trastabilló hacia atrás. El gigante lo persiguió alrededor de la mesa, acorralándolo contra la estantería derribada. Apostando a la buena suerte, Jericho echó mano del montón de utensilios de cocina caídos de la estantería, atrapó una bandeja de horno y la sostuvo delante de él a modo de escudo. El acero del cuchillo chirrió al chocar con el aluminio. Con aquello no conseguiría rechazar por mucho tiempo los furiosos ataques de Vogelaar, así que cogió la bandeja con ambas manos y pasó a la ofensiva, sacudiendo con fuerza la bandeja de un lado a otro, hasta que finalmente consiguió acertarle a su rival. Vogelaar se tambaleó. Jericho le lanzó la bandeja a la cabeza, se dejó caer, rodó por debajo de la mesa y salió al otro lado, se puso en pie de un salto y echó a correr. Vogelaar tendría que rodear la mesa...

Pero, en vez de eso, saltó por encima.

A unos centímetros de la puerta, sintió que lo agarraban y tiraban de él con tal vehemencia que sus pies perdieron el contacto con el suelo. Sin esfuerzo, lo volteó y lo empujó hacia abajo. Jericho golpeó entonces contra algo duro que lo dejó atontado; sólo un poco después comprendió que el sudafricano le mantenía la cabeza oprimida contra el carro de una cortadora de fiambre. Un instante después oyó que la cuchilla empezaba a girar. Jericho se agitó intentando liberarse. Vogelaar le torció el brazo sobre la espalda, hasta que éste crujió. La cuchilla giraba cada vez más rápidamente.

—¿Quién eres?

—Owen Jericho —dijo él, jadeando, con el corazón en la garganta—. Crítico gastronómico. —¿Y qué andas buscando aquí?

—Nada, absolutamente nada. Hablar con... con Donner...

—¿Con Andre Donner?

—¡Sí!

—¿Por una crítica gastronómica?

—¡Sí, joder!

—¿Y para eso llevas una pipa?

—Yo...

—Respuesta equivocada. —El sudafricano apretó aún más su cabeza contra el metal y la empujó hacia la cuchilla de giro vertiginoso—. Y una respuesta equivocada cuesta una oreja.

—¡No!

Jericho soltó un alarido. Un dolor abrasador le atravesó el pabellón de la oreja. Presa del pánico, golpeó a diestro y siniestro y oyó un golpe seco. Entonces, la presión sobre su hombro disminuyó de repente, y Vogelaar se desplomó sobre él. De un tirón, el detective se incorporó, vio a su torturador tambalearse y le estampó un codazo en pleno rostro. El otro se aferró a su cinturón y cayó hacia un lado. Jericho se sujetó con firmeza en el borde de la mesa, a fin de no ser arrastrado al suelo. Algo grande y oscuro aterrizó en la nuca de Vogelaar. El hombre se derrumbó y ya no se movió más.

Yoyo lo miró fijamente; sostenía con ambas manos el hueso de la pata de antílope congelada.

—¡Dios mío, Owen! ¿Quién es este cabrón?

Aturdido, el detective se palpó la oreja, se la sintió en carne viva, abierta. Cuando se miró los dedos, éstos estaban rojos de sangre.

—Es Jan Kees Vogelaar —murmuró él.

—¡Joder! ¿Y Donner?

—Ni idea. —Jericho llenó los pulmones de aire. Luego se acercó al cuerpo de Vogelaar y se agachó delante de él—. A prisa, tenemos que darle la vuelta.

Yoyo lanzó a un lado la pata y lo ayudó sin hacer preguntas. Uniendo sus esfuerzos, consiguieron poner a Vogelaar de espaldas.

—Estás sangrando —dijo ella en tono circunstancial.

—Lo sé. —Jericho le zafó el cinturón a Vogelaar y lo sacó de las trabillas—. ¿Queda algo de la oreja?

—Es difícil decirlo. La verdad es que ya no parece una oreja.

—Sí, me lo temía. Volvamos a ponerlo boca abajo.

Usaron el mismo procedimiento que los había hecho sudar. Jericho dobló los brazos de Vogelaar hacia atrás y los ató con el cinturón, apretándolos bien. El hombre inconsciente respiraba con dificultad; emitió un gemido y sus dedos se crisparon.

—Si es necesario, le pegas otro tortazo —dijo Jericho mirando a su alrededor—. Lo arrastraremos hasta esa nevera, la que está junto al microondas.

Juntos agarraron el pesado cuerpo por debajo de los brazos, lo arrastraron por las baldosas y lo alzaron. Vogelaar pesaba unos cien kilos; además, los gemidos y el parpadeo de sus ojos indicaban que estaba a punto de recobrar la consciencia. Rápidamente, Jericho se sacó su propio cinturón y lo ató al tirador de la nevera. Así sentado, en posición vertical, con la cabeza colgando, el sudafricano tenía ahora cierto aspecto de mártir. De repente, el parpadeo del fluorescente dio paso a una luz más constante, de aspecto estéril. Yoyo había encontrado el interruptor de la luz. Jericho se arrastró por el suelo de la cocina, vio su Glock y la pistola de su contrincante y las recogió las dos.

—Bastardos —se oyó decir a Vogelaar, como si escupiera.

Jericho le entregó la otra pistola a Yoyo y apuntó con la suya al hombre atado.

—Deberías medir tu vocabulario. Podría sentirme ofendido. Podría recordar, por ejemplo, que la oreja me duele, y a quién le debo ese dolor.

El sudafricano lo miró con odio. De pronto empezó a tirar como un energúmeno de sus ataduras. La nevera se desplazó un centímetro hacia adelante. Jericho le quitó el seguro a la Glock y la pegó a la nariz de Vogelaar.

—Reacción equivocada —dijo esta vez el detective.

—¡Que te den!

—Y una reacción equivocada puede costarte la punta de la nariz. ¿Quieres ir por el mundo sin nariz? ¿Eh, Vogelaar? ¿Quieres parecer un idiota?

Las mandíbulas del gigante rumiaron algo, pero el tipo desistió de sus intentos por liberarse. Al parecer, la idea de una existencia sin nariz lo afectaba más que perder la vida.

—¿Para qué toda esta pérdida de tiempo y energía, si de todos modos me vas a matar? —dijo el sudafricano hoscamente.

—¿Por qué crees eso?

—¿Que por qué? —Vogelaar rió con incredulidad—. ¡Venga ya, hombre, ahórrate tanto rodeo! —Su ojo sano se dirigió a Yoyo; el ojo de cristal siguió mirando al frente—. ¡Vaya par de pájaros más raros estáis hechos! Jamás pensé que Kenny fuera a privarse de hacer él personalmente el trabajo.

En la mente de Jericho, los dientes de una rueda dentada engranaron con otros, encendieron unos circuitos, y el Departamento de Giros Sorprendentes y Cosas Incomprensibles inició su trabajo.

—¿Conoces a Kenny?

Vogelaar parpadeó, confundido.

—Por supuesto que lo conozco.

—Escúchame —dijo Jericho, poniéndose en cuclillas—. Tenemos un documento que, aunque fragmentario, le permite comprender a cualquier alcornoque que tú estás aquí para liquidar a Andre Donner. Así que vayamos por orden. Empecemos con Donner, ¿de acuerdo? ¿Dónde está?

Algo cambió en la mirada de Vogelaar. Su ira fue transformándose en el más puro y absoluto desconcierto.

—Te equivocas —dijo el sudafricano—. Hay que ser un alcornoque para creer lo que acabas de decir.

—¿Dónde diablos está Andre Donner?

—Dime una cosa, ¿eres un absoluto imbécil o qué? Yo...

—Por última vez —gritó Jericho—. ¿Dónde está?

—Mira bien —replicó el hombre atado a la nevera—. Abre bien los ojos.

«Vaya —se dijo el jefe del Departamento de Giros Sorprendentes y Cosas Incomprensibles—, una vez más hemos sacado la conclusión equivocada.»

—No entiendo...

—¡Lo tienes delante! ¡Yo... soy... Andre Donner!

MERCENARIOS

Las guerras de la era moderna, concretamente la primera y la segunda guerra mundial, son consideradas conflictos entre naciones, acordadas sobre la base del derecho de guerra entre los pueblos y ejecutadas por las fuerzas armadas de cada país. En muchas partes del mundo esto llevó a la equivocada opinión de que los soldados eran exclusivamente funcionarios del Estado, un cuerpo armado que seguía ganando dinero cuando ya no había a nadie a quien atacar ni nada que defender. Por tanto, era inimaginable que las divisiones del Ejército de Estados Unidos, de la Royal Air Force, de las Forces Armées o de la Bundeswehr recorrieran el propio país saqueando y violando a la población. Efectivamente, la introducción del servicio militar obligatorio parecía marcar el fin de aquellas fuerzas que hasta entonces habían determinado de un modo considerable el arte de hacer la guerra. Los guardias cretenses y peletitas del rey David, los hoplitas griegos en el ejército de Persia, las hordas de brabanzones y armagnacs que merodeaban en la Alta Edad Media, los mercenarios suizos, los lansquenetes en la guerra de los Treinta Años y los ejércitos privados del África colonial, todos se habían puesto al servicio del mejor postor. Les pagaban por combatir y no por habitar en cuarteles.

En el siglo XX, con la retirada de los ejércitos coloniales, muchos mercenarios se sintieron atraídos por el caos generado por los procesos independentistas de África, donde la persecución y el desalojo, los golpes de Estado y los genocidios estaban a la orden del día entre los nuevos mandatarios sumidos en conflictos de carácter étnico. Oficialmente condenado a no intervenir, Occidente podía asegurar sus intereses sólo con la ayuda de tropas privadas, por ejemplo, para contrarrestar el establecimiento del comunismo en suelo africano. No de otro modo operaron los comunistas. Estados como Sudáfrica adquirieron unidades especiales paramilitares como Koevoet y les proporcionaron a aquellos combatientes por encargo lucrativos trabajos permanentes. El modelo en desuso de los mercenarios pareció encontrar su nicho en el entorno de los dictadores y los rebeldes.

Pero entonces todo cambió.

En un abrir y cerrar de ojos de la historia, el imperio soviético se desmoronó sin pena ni gloria, se vino abajo de una forma banal, irreversible. La Alemania del Este dejó de existir. La transigencia de Londres puso en entredicho al IRA, en Ciudad del Cabo llegaba a su fin el
apartheid,
se daba por finalizada la guerra fría, Gran Bretaña y Estados Unidos reducían sus fuerzas armadas, mientras los cambios políticos en Sudamérica atraían el descrédito de miles de miembros del ejército. A nivel mundial se produjo una pérdida de trabajo y de derecho a la existencia para soldados, policías, agentes secretos, luchadores por la resistencia y terroristas. El fenómeno no era del todo nuevo. Años antes, algunos veteranos desempleados de la guerra de Vietnam habían fundado en Estados Unidos servicios militares y de seguridad privados que siempre intervenían allí donde Washington no podía pillarse los dedos. Por encargo de la CIA, esas empresas echaron del cargo a gobernantes indeseados, traficaron con armas y drogas y, de paso, aliviaron los presupuestos de Defensa. Pero ahora, el mercado estaba colapsado por un exceso de combatientes bien formados que, en la era de un Nelson Mandela y de la camaradería rusoamericana, habían tenido que luchar por obtener los últimos territorios en conflicto. Por mucho que los déspotas que quedaban en el mundo se esforzaran por violar los derechos humanos, éstos no daban abasto para todos.

Y entonces, una vez más, se abre el telón para dar paso a un nuevo acto.

Aparecen en escena Saddam Hussein, un tipo voraz y autosuficiente, y también Slobodan Milosevic, un nacionalista delirante; perfectos antagonistas de una humanidad que vive en paz, y que coinciden en un mismo criterio: admiten la guerra como la extensión de la política por otros medios. Estúpidamente, en el paroxismo de la reconciliación, los países se habían deshecho de algunos soldados. Y una vez más, entran en acción los mercenarios. Legitimados por Naciones Unidas, pulen su dañada imagen, ayudan a vencer a los dementes del Golfo y al monstruo de los Balcanes y garantizan la paz, pero un buen día dos aviones de pasajeros se estrellan contra las Torres Gemelas y, con ellas, hacen que se consuma bajo las llamas la última reserva de ideas pacifistas. En un denodado esfuerzo por poner de rodillas al Eje del Mal, George W. Bush, el mayor fracaso político de la historia de Estados Unidos, lega a su país millares de soldados regulares muertos y un agujero financiero del tamaño de un cráter. Prácticamente todos los países aliados tienen que aprender lo espantosamente caras que son las guerras, y aún más caro es ganar la paz, sobre todo empleando para ello ejércitos regulares. Y dado que, por otro lado, la factibilidad de las guerras ya no es tema de debate, los encargos, uno tras otro, pasan a manos de las eficientes empresas de seguridad privadas, las cuales, además, trabajan con discreción.

De un modo conveniente a esta situación, África, con sus materias primas, se convierte en el tablero de ajedrez de la globalización. Heridas que se creen sanadas hace mucho tiempo se abren de nuevo, los petrodólares dividen a naciones enteras, y en todo ello interviene de algún modo la tensión de las fuerzas gravitatorias de Oriente y Occidente. Somalia se convierte en un sinónimo de sangre y lágrimas. Millones de seres humanos mueren durante la guerra civil en la República Democrática del Congo. Y apenas saldadas las pugnas entre el gobierno y el Ejército de Liberación Popular, Sudán, tambaleándose, entra en el conflicto de Darfur, cuya fuerza de absorción abarca toda África central. El dictador del Chad, con la callada anuencia de Francia, invierte miles de millones del dinero salido del petróleo en la compra de armas y desestabiliza la región a su manera. En Costa de Marfil, los bandos del norte y del sur se aporrean unos a otros; en el sur de Nigeria, donde abunda el petróleo, prospera la violencia, y Senegal, el Congo-Brazzaville, Burundi y Uganda registran las más violentas caídas en la escala de la perversión humana. Incluso algunas naciones consideradas estables, como Kenia, se sumen por un breve espacio de tiempo en el caos. Casi todo lo que debía mejorar empeora.

BOOK: Límite
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