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Authors: Schätzing Frank

Límite (168 page)

BOOK: Límite
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Medio metro más y lo habría logrado.

En el momento en que el borde se le clavó en el vientre vio ante sus ojos, con claridad cristalina, la imagen de un Warren Locatelli que, a todo un universo de distancia, había hecho lo correcto y, como Hanna, había buscado refugio en la altura. Luego, arrasados por un dolor ardiente, se borraron todos sus pensamientos. En un acto reflejo, se aferró al acero, como un torero enganchado a unos cuernos, estremecido por el
Ganímedes,
que buscaba rodar hacia el valle y, antes, quiso realizar un último movimiento, tras lo cual golpeó el suelo y lo arrojó describiendo una parábola bien lejos de él. A varios metros de distancia, aterrizó de espaldas y vio cómo el transbordador se detenía con la misma velocidad que había empezado a resbalar y se encajaba luego en el saliente de una roca; vio el
buggy
dar varias vueltas de campana y a Hanna correr con largos pasos por encima de la superficie de carga y saltar a los escombros.

Locatelli se apretaba la barriga con ambas manos, con toda la firmeza de que era capaz.

Hanna llegó corriendo hasta el lugar donde se encontraba y se inclinó sobre él. Locatelli tuvo intenciones de decir algo, pero todo cuanto salió de su garganta fue un gemido y una arcada. No tenía ni que mirar hacia abajo —cosa que, por otra parte, no podría haber hecho—, para ver su traje abierto en canal. Debía el estar vivo todavía a la circunstancia de que los llamados biotrajes, a diferencia de los globos pinchados, no soltaban su aliento a la primera ni perdían toda la presión interior.

Tal vez si seguía oprimiendo la herida con las manos...

—Estás sangrando —dijo Hanna.

—Me cago en... la leche —logró decir—. ¿Podrías...?

—¡Eres un idiota! —Era raro, el canadiense parecía cabreado—. ¿De qué vas? ¡Te había perdonado la vida, tío! ¡Podría haberte llevado a un sitio seguro!

—Lo... Lo siento...

¿Cómo? ¿Que lo sentía? ¿Acaso se estaba disculpando con Hanna porque éste le hubiera dejado caer la rampa del
Ganímedes
en la barriga? ¡¿Quién tenía allí la culpa de todo, maldita sea?! De repente, empezó a sentir un frío horroroso, y comprendió que, aparte de Hanna, no tenía a nadie más en ese momento.

—Por favor... No me dejes...

—Vas a morir —le dijo Hanna sobriamente.

—No...

—Eso ya no tiene remedio, Warren. El vacío te absorberá hasta dejarte sin nada dentro en cuanto apartes las manos.

Locatelli movió los labios. «Véndame con cualquier cosa —quiso decir—, repara el traje», pero sólo le salió un borboteo y una tos.

—Cada segundo que dilatemos esto, significará más sufrimiento para ti.

«¿Sufrimiento? —Locatelli negó débilmente con la cabeza—. Menuda idea tan estúpida —pensó al instante—, esto no lo está viendo nadie.» En los reflejos de cada uno pudieron ver el reflejo del otro. Unos atizadores incandescentes desgarraban sus intestinos. Soltó un gemido.

—¿Warren? —Las manos de Hanna se aproximaron a su casco—. ¿Me oyes?

—Chis...

—Mira las estrellas. Contempla este cielo estrellado.

—Carl —susurró Locatelli. Los dolores eran insoportables.

—Estoy contigo. Mira las estrellas.

Las estrellas. Las estrellas giraban por encima de él y enviaban sus mensajes, mensajes que Locatelli no entendía. Todavía no. «Joder, tío —pensó mientras Hanna trasteaba en su casco—, ¿quién ha podido morir hasta ahora contemplando esta misma imagen? ¡Qué grandioso!»

—Mier... da —soltó una vez más, pronunciando la que era, en definitiva, su palabra favorita.

Y entonces le quitaron el casco.

GAIA, VALLIS ALPINA

Por muchas cabezas que controlara Hydra, ahora tenían todos los motivos para preocuparse.

Siempre habían contado con tener que enfrentarse a ciertas dificultades. El desastre de 2024 proyectaba todavía su larga sombra, desde que Vic Thorn, aquel bacilo de sus intereses tan esmeradamente cultivado, había desaparecido en la vastedad del espacio interestelar. Más de un año de temores, mes tras mes, durante el cual aquel paquete los había mantenido a todos de los nervios, ya que nadie estaba en condiciones de decir si aguantaría tanto tiempo en el páramo del cráter. Era cierto que a las
mini-nukes
apenas podía seguírseles el rastro, y eso lo sabía muy bien Dana Lawrence, aunque, por supuesto, no se lo dijo a su diligente tropa de buscadores esa tarde. Aquellas pequeñas armas nucleares sacaban su energía del uranio 235. No emitían rayos gamma, como sus parientes más grandes, sino que generaban ondas alfa; bastaba una hoja de papel para cegar a los detectores. Aparte de eso, cuando estaban almacenadas, desarrollaban una energía térmica que tenía que ser derivada hacia alguna parte, un proceso del que en la Tierra, en caso de necesidad, se ocupaba la atmósfera. En la Luna, por el contrario, no había moléculas en afanosa circulación que acogieran esos paquetitos de calor y los transportaran a otra parte. Y para contrarrestar el sobrecalentamiento de una bomba atómica en el vacío se necesitaban grandes radiadores que el paquete no poseía, ya que su destino, al fin y al cabo, era que Thorn la ocultara tres meses después de su aterrizaje, y Vic Thorn habría estado alojado, como quien dice, al doblar de la esquina de la base lunar. Si todo hubiera transcurrido según el plan, Thorn habría realizado el emplazamiento, activado el detonador de tiempo y, con el pretexto de una repentina enfermedad, habría huido de vuelta a la Tierra. El resto podría consultarse ahora en las crónicas de catástrofes dignas de pasar a la historia.

Con repugnancia, Lawrence contempló el cadáver carbonizado y humeante de Kokoschka. Por fin había conseguido apagar los pequeños fuegos restantes. No quería ni imaginarse el infierno que debía de haberse desatado en el cuello sellado de Gaia, pero donde ella se encontraba las llamas también debían de haber consumido una buena parte del oxígeno disponible en un principio. La máscara salvadora llenaba sus pulmones de esa preciada sustancia, y un protector de visión resguardaba sus ojos frente al penetrante humo, pero el verdadero problema era que no podría salir de allí tan rápidamente.

¡Y todo por culpa de la perturbada hija de Julian!

¿Qué diablos pasaba con Lynn? En ningún momento, ni durante las entrevistas ni después, había dado muestras de estar loca. Obsesionada con el control, eso sí. Tenía una actitud casi patológica en su afán de perfección, pero es que ella parecía ser casi perfecta. Sin embargo, hasta hacía pocos días, Dana Lawrence no habría sabido decir nada más acerca de Lynn Orley, salvo que era la legítima arquitecta de tres hoteles extraordinarios y que, además, tenía capacidad para dirigir un consorcio internacional.

Luego, por sorpresa, aparecieron los primeros síntomas de su paranoia. Y Lawrence creyó identificar, con inquietud al principio, un cierto potencial en ello, ya que ese cambio en la manera de actuar de Lynn la predestinaba para el papel de chivo expiatorio. No había perdido ninguna oportunidad de desacreditar a la hija de Julian y de alimentar las sospechas sobre su perfidia. Antes, sin embargo, en el club Mama Killa, con los ladridos de Donoghue en la oreja, la había sobrecogido el temor de que Lynn pudiera echarlo todo a perder. Por eso, por si acaso, la había seguido hasta allí; Lynn, sin embargo, se había retirado a su suite, de modo que Dana volvió a la central para, a continuación, encontrarse allí a Thiel, una chica incapaz de disimular, y verla saboreando las mieles del árbol del conocimiento. La joven tenía los nervios frágiles, aunque su minuciosidad detectivesca era admirable. Había sido el único error de Lawrence, no haber manipulado el protocolo de inmediato, cuando envió engañosamente a la tropa de búsqueda a realizar su labor. De un solo vistazo, la alemana había captado que había sido su jefa la que, con el pretexto de cargar el vídeo del corredor, había iniciado el bloqueo de las comunicaciones durante la conferencia entre la Tierra y la Luna. «Inteligente, Sophie, muy inteligente.» Consciente de la indiscreción de los mensajeros digitales, Thiel se había confiado al lápiz, al papel y a Kokoschka, y le había encargado al tonto enamorado que buscara a Tim para que el hijo de Julian supiera quién era el verdadero enemigo. Sólo a la casualidad había que agradecer que sus pasos la hubieran llevado a tiempo a la central; en cualquier otro caso, la habrían desenmascarado mucho antes.

Ahora el protocolo ya estaba corregido, pero probablemente eso ya no importase. La oportunidad de encerrar a todo el personal y a los huéspedes en la cabeza de Gaia, con el pretexto de una reunión, para luego cortarles el aire y huir en dirección a la base Peary, se había perdido irremediablemente. Estaba atrapada.

Lawrence respiró profundamente en la máscara.

A su alrededor zumbaban los extractores. Luchaban esforzadamente con los humeantes restos dejados por las llamas, aspiraban sus componentes tóxicos y bombeaban oxígeno fresco hacia la sección. Más bien por espíritu deportivo, Lawrence trató de abrir la escotilla, más allá de la cual se encontraban las escaleras mecánicas que discurrían a lo largo del brazo de Gaia y conducían al sótano; accionó el mecanismo automático, lo intentó con su fuerza muscular, pero en cada ocasión sin éxito. ¿Cómo iba a hacerlo? La destrucción parcial del oxígeno había generado en esa sección cerrada herméticamente un ligero pero significativo descenso de la presión. Hasta que ésta quedara compensada, el blindaje no se movería ni un milímetro de su sitio. La escotilla situada enfrente, tras la cual estaba la mitad no contaminada del Gaia, podía ignorarla en adelante. Deberían transcurrir por lo menos dos horas para que la presión se restableciera. El tiempo suficiente para entregarse a las cavilaciones sobre cómo ese maldito detective había podido colarse en las pistas de datos de Hydra. A todos los demás reveses podían sobreponerse, por ejemplo, que la movilidad del paquete se hubiera dañado al caer en el cráter, o a la aparición inesperada de Julian en el corredor, en el preciso momento en que Hanna regresaba de su excursión nocturna. Lawrence había manipulado los datos y, con habilidad, había borrado todas las huellas. No había motivo para el pánico.

Pero entonces todo se salió de madre.

Sin embargo, después del revés ocasionado por la desaparición de Vic Thorn, al parecer, Hydra había sabido salir fortalecida. En lugar de sumirse en el caos, se había llegado al acuerdo de iniciar una segunda carrera, esta vez con un equipo. En la NASA ya no podía reclutarse a nadie. Thorn había sido un caso de suerte, un hijo de puta querido por todos y que, en oposición a su cacareada colegialidad, no era compañero de nadie y estaba más allá de todo principio moral. Hacía años que Hydra había olfateado su proclividad corrupta, cuando todavía Thorn entrenaba en los simuladores terrestres, había estado observándolo y, finalmente, le había hecho llegar una oferta que el entretanto designado comandante de la base lunar estadounidense no había dudado en aceptar ni por un segundo, aunque para ello exigió que se le pagara el doble. Cuando esto tampoco constituyó un problema, todo empezó a funcionar de maravilla. En la jungla ecuatoguineana, las labores ya se acercaban a su fin, y los compradores de Hydra habían tenido éxito en el mercado negro del terrorismo internacional. Una obra de arte total de logística criminal fue cobrando forma, concebida por un fantasma al que Lawrence jamás había visto en persona, pero a cuyo maestro de ceremonias sí que conocía a la perfección.

Kenny Xin, el chiflado príncipe de las tinieblas.

Aun cuando Xin fuera para ella el psicópata por antonomasia, un tipo poco apetitoso en todos los sentidos, Lawrence no podía negar que sentía cierta admiración por el chino. Hydra no podría haber deseado un mejor experto en estática para esa arquitectura continental y cósmica que tenía los puentes de la conspiración, y de cuya estructura ella formaba parte desde hacía un año. Sin perder un minuto, tras la muerte de Thorn, Xin, que estaba más familiarizado que nadie con el pandemónium de los espías que trabajaban por cuenta propia, los ex agentes de inteligencia y los asesinos por encargo, se puso al habla con Lawrence, una antigua agente del Mossad especializada en la infiltración en hoteles de lujo, lo que la capacitaba de una manera especial para trabajar en el Gaia, y encontró en ella, además, la tripulación ideal para el inversionista canadiense que debía ganarse la confianza de Julian.

Por lo que parecía, el príncipe de las tinieblas ya no lo tenía todo bajo control.

Dana Lawrence se preguntó quién quedaría vivo en el hotel. La sección del edificio en la que estaba atrapada le parecía abandonada, pero en realidad no sabía quién estaba en la cabeza en el momento en que el oxígeno se incendió. Con un poco de suerte, todos. Su esperanza no era el resultado de una predilección por el genocidio, pero tampoco la rechazaba de plano como una medida capaz de cumplir una determinada función. El destino del grupo había sido sellado desde el momento en que Hanna fue desenmascarado. Conociendo como conocía las facultades del canadiense, no dudaba que llegaría hasta la base lunar; la cuestión era más bien cuándo podía contarse con su llegada y si estaría en condiciones de establecer contacto con ella. Dana le había proporcionado lo necesario, sacrificando incluso para ello su propia capacidad para comunicarse, pero nada sería más fatal que Shaw y el detective hubieran conseguido hacer llegar la información que tenían a mano a la base Peary a través de la NASA. Las oportunidades de Hanna serían inequívocamente mejores si nadie estaba esperándolo en el polo norte para detenerlo.

También el bloqueo de la comunicación fue una flecha certeramente lanzada desde la inagotable cocina de ideas de Kenny Xin, algo preparado con sentido previsor. Enviar a sus trastornados colegas —entretanto enterados del asunto— a buscar la bomba fue fácil. Al igual que ponerle escuchas a Tommy Wachowski, el sustituto del comandante de la base, obviamente sin pedirle ayuda en la búsqueda del
Ganímedes.
Para su alivio infinito, en el polo no sabían nada de un plan de ataque, un indicio claro de que ni Shaw ni la NASA habían podido hacerles llegar una advertencia a tiempo, antes de que la comunicación se interrumpiera. Finalmente, Lawrence había manipulado la conexión por láser, de modo que las llamadas que salieran de la base podían ser recibidas en su teléfono móvil. Ahora sólo quedaba esperar a que Hanna se comunicara y que llegara el momento de largarse de ese hotel para siempre.

BOOK: Límite
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