Límite (158 page)

Read Límite Online

Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
11.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Entonces esperaremos un par de minutos —murmuró ella jovialmente.

—Pero yo tengo hambre. ¿No podemos pasar antes por un McDonald's?

—Dile a tu estómago...

—Vale, está bien.

Sin embargo, Sid Holland, redactor de Greenwatch para temas de historia política, fue ese día, excepcionalmente, superpuntual. Poseía un antiquísimo Thunderbird muy bien cuidado, en su versión cabrio de cuatro asientos, y adoraba tanto aquel coche que paseaba voluntariamente a media redacción con tal de tener un motivo para conducirlo.

—Susan se alegra —dijo—. Espera que tengas algo en cartera sobre «La herencia del monstruo».

—¿Hay desayuno? —preguntó el aprendiz.

—¡Son las once y media, tío!

—¿Almuerzo?

Keowa examinó el cielo azul mientras su ayudante trepaba al asiento de atrás y pensaba en el Premio Pulitzer. Sid condujo el coche desde el aeropuerto a través del puente Arthur Laing y tomó rumbo noroeste pasando por los barrios de Marpole, Kerrisdale y Dunbar Southlands. Cuando se terminaron los edificios, empezó el Pacific Spirit Regional Park. La South West Marine Drive, la carretera de acceso de cuatro carriles, llevaba hasta cerca de la costa a través de una tupida vegetación y del campus de la Universidad de Point Grey, que era algo más que un campus clásico: una pequeña ciudad no asociada a ninguna municipalidad, con un lindo barrio colindante lleno de casitas de estilo canadiense y cuidadas mansiones. Gracias a los índices de audiencia obtenidos por Greenwatch, podía permitirse residir en una de aquellas villas. Los estudios y las salas de edición estaban descentralizadas, la mayor parte de los colaboradores estaban dispersos a lo largo de Canadá y Alaska, de modo que en Point Grey sólo estaban las oficinas de la dirección y algunas representativas salas de conferencias. A la influencia de Keowa había que agradecer que la buena conciencia pudiera desplegarse en un ambiente elegante y acogedor.

Ahora las cosas marcharían todavía mejor para Greenwatch.

El tráfico se mantenía dentro de ciertos límites; había algunos coches por Marine Drive. A la izquierda, el bosque se dividía y dejaba la vista libre a un mar semejante a un espejo, con cadenas montañosas de colores pastel. Centenares de troncos de árboles, unidos en forma de balsas, reposaban sobre las quietas aguas, y eran la prueba de una industria maderera todavía floreciente, a pesar de la tala indiscriminada. Keowa cerró los ojos y disfrutó del aire que entraba por la ventanilla. Unas cálidas ráfagas revolvieron su pelo. Cuando abrió los ojos de nuevo, su mirada se posó en el espejo retrovisor lateral.

Muy pegado detrás de ellos avanzaba un todoterreno, un coche imponente de color gris con los cristales tintados.

De repente, tuvo un mal presentimiento.

Meditó sobre las veces que había mirado por el espejo retrovisor durante el último cuarto de hora. Probablemente había estado haciéndolo todo el tiempo sin darse cuenta. Keowa era de esas personas que, cuando viajan en un coche, van muy alertas, y a los demás les parecía que a veces era un poco impertinente con sus llamadas de alerta anunciando que el semáforo estaba en rojo o que aún no había cambiado a verde. Otras veces gritaba: «Pero ¡por dónde conduces!» La verdad era que no se le escapaba ningún detalle. Tampoco quién conducía detrás.

Con el ceño fruncido, volvió la cabeza.

Aquella primera sensación se condensó para formar una certeza. Ahora estaba completamente segura de que el todoterreno viajaba pegado a ellos desde el aeropuerto. El parabrisas reflejaba el cielo, de modo que sólo se podía ver la silueta de los dos pasajeros. Pensativa, miró de nuevo hacia adelante. El asfalto de la calle se extendía parejo a través de un verde exuberante, dividido en el centro por una franja de hierba de color amarillento en la que, a intervalos irregulares, había plantados arbustos y árboles de bajo tamaño. Otro todoterreno les salió al encuentro de frente, también era oscuro, y luego otro.

¿Estaría equivocada? ¿Acaso estaba desarrollando una pequeña y ridícula paranoia? ¿Cuántos todoterrenos no habría en Vancouver? Centenares, seguramente. Miles. Para los canadienses occidentales, los todoterrenos eran algo así como los caparazones de las babosas para algunos crustáceos, los llamados ermitaños.

«Deja ya de delirar», pensó.

Por otro lado, no estaría nada mal anotar la matrícula del vehículo. A continuación sacó su móvil y, en eso, el todoterreno, de forma inesperada, cambió de carril y se situó a su misma altura, de modo que ya no le era posible leer la matrícula. Keowa entornó los ojos. «Gilipollas —pensó—. ¿No podías haber esperado un par de segundos? Precisamente iba a...»

El todoterreno se acercó más.

—¡Oye! —Sid tocó el claxon y gesticuló con una mano en dirección al vehículo—. ¡Mira la carretera, idiota!

Más cerca.

—¿De qué va ése? —ladró Sid—. ¿Está borracho?

«No —pensó Keowa, presa de una repentina inquietud—. Aquí nadie está borracho. Ese tipo sabe muy bien lo que está haciendo.»

Sid aceleró. El todoterreno también.

—¡Menudo idiota! —maldijo—. A ése habría que meterle unas...

—¡Cuidado! —gritó el aprendiz.

Keowa vio cómo el enorme coche se les echaba encima, se aseguró el cinturón y trató de poner distancia entre ella y la puerta. Entonces el todoterreno se estampó contra el lateral del Thunderbird y lo sacó a la franja de césped. Sid soltó un improperio e hizo girar el volante, esforzándose denodadamente por no ir a parar al carril contrario. Dando violentas sacudidas, surcaron la tierra, rozando arbustos, y estuvieron a un pelo de empotrarse contra un árbol. El motor del deportivo aulló. Sid pisó el acelerador. El todoterreno volvió a acercarse y los golpeó por segunda vez, ahora con más fuerza. Keowa saltó en su asiento de un lado para el otro. El alarido metálico del latón abollado resonó en sus conductos auditivos y, de repente se vieron en medio del carril contrario, oyeron frenéticos bocinazos, pudieron esquivar un coche en el último segundo, y todos se pusieron a gritar caóticamente.

—¡Mi coche! —lloriqueaba Sid—. ¡Mi bonito coche!

Con expresión sombría, condujo marcha atrás el Thunderbird hacia la franja verde, pero en esa área alguien había otorgado mayor importancia a los arbustos bajos. Con estruendo, chocaron contra un seto. Las ramas salieron volando en todas direcciones cuando el deportivo empezó a avanzar, traqueteando, por entre todas las variantes de la baja vegetación. Por la derecha, el todoterreno avanzaba a gran velocidad y les bloqueaba todas las vías para regresar a la carretera. Sid frenó bruscamente y trató de colocarse detrás del todoterreno, pero éste frustró su maniobra disminuyendo la velocidad.

En ese momento se vieron embestidos de nuevo.

Pero esta vez Sid fue más rápido. Sin que se llegara a una colisión, cruzó los dos carriles contrarios y, pasando casi rasante por delante de una moto, logró llegar a Old Marine Drive, una estrecha carretera llena de baches que conducía a lo largo de un talud, durante algunos kilómetros, en dirección al campus universitario, donde volvía a unirse con la carretera principal. No se veía a nadie por allí, sólo un verde tupido y oscuro que proliferaba a ambos lados de la vía. Entonces Keowa se dio cuenta de que el cinturón de seguridad se había desprendido de su soporte, y se agarró al borde del parabrisas.

«Dios mío —pensó—. ¿Qué quiere esa gente de nosotros?»

Curiosamente, no se le pasó por la cabeza que la agresión tuviera que ver con Palstein, con Ruiz y toda aquella historia. Más bien pensó en adolescentes gamberros, en ladrones de carretera o en alguien que hacía aquello por mera diversión, alguien que, por supuesto, debía de estar completamente loco. Keowa miró hacia atrás. Baches, bosque, no había nada más. Por un momento dio pábulo al instinto de la tierna esperanza de que Sid hubiera dejado colgado a su perseguidor, pero entonces el todoterreno apareció de nuevo detrás de ellos y comenzó a acercarse otra vez de un modo inexorable.

Un chirrido salió del motor del Thunderbird. La máquina cancaneaba.

—¡Más de prisa! —gritó ella.

—Estoy conduciendo tan a prisa como puedo —le gritó a su vez Sid. Pero, en lugar de acelerar, perdieron velocidad, el coche empezó a avanzar cada vez más y más lentamente.

—¡Tienes que ir más de prisa!

—¡No sé lo que está pasando! —Sid soltó el volante y manoteó en el aire con ambas manos—. Algo se ha jodido, pero no tengo ni idea de qué puede ser.

—¡Las manos en el volante!

—Ay, madre mía —gimió el aprendiz al tiempo que se hundía en el asiento.

El voluminoso y oscuro frente del todoterreno se acercó con un bramido y los golpeó por detrás. El Thunderbird dio un salto hacia adelante. Keowa fue lanzada al frente y se golpeó en la cabeza.

—¡Venga ya! —le suplicó Sid al coche—. ¡Venga, hombre!

Una vez más, el todoterreno se estampó contra la parte trasera del Thunderbird. El coche de Sid empezó a soltar unos estertores, unos sonidos insanos, pero, de repente, el agresor apareció a su lado y los empujó pausadamente hacia un lado. Sid maldijo, movió el volante como un loco, aceleró, frenó...

Perdió el control.

En el momento en que se alzaron del suelo sucedió algo curioso, y es que en ese mismo instante, todo ruido —y no sólo el chirrido de los neumáticos o el rumor de la carretera, sino también el fragor del motor y el rugido del todoterreno—, absolutamente todo sonido pareció extinguirse, salvo el único y cristalino gorjeo de un pájaro. En medio de un silencio apacible, dieron varias vueltas en el aire, en algunos momentos los árboles parecían crecer del cielo y salirles al encuentro, unas abultadas nubes empezaron a soltar un mar de chispas de un azul infinito y una profundidad insondable; luego hubo un nuevo cambio de perspectiva, el bosque quedó en posición oblicua, se sintió un crujido y un estruendo, y todo volvió a aparecer, la horrible cacofonía de la colisión. Keowa fue sacada de su asiento. Manoteando, navegó por los aires, mientras que, debajo de ella, el Thunderbird se deslizaba por el talud, con el chasis vuelto hacia ella, con los neumáticos girando, semejante a un animal que comía arbustos y matas. Mientras volaba todavía, vio cómo aquel pedazo de chatarra se erguía bruscamente y se detenía, y a continuación vio que se acercaba, a toda velocidad, un fragmento de césped.

No tenía una idea exacta de lo que se había roto al caer y golpearse contra el suelo, pero a juzgar por el dolor los daños debían de ser considerables. Su cuerpo rebotó varias veces, cayó de espaldas, boca abajo, de costado. Los huesos que aún no estaban rotos se rompieron en esa ocasión. Finalmente, tras lo que le pareció una eternidad, quedó tumbada con las extremidades extendidas, con sangre en los ojos y en la boca.

Su primer pensamiento fue que todavía estaba viva.

Su segundo pensamiento fue que su móvil parpadeaba no muy lejos de ella bajo el sol. Sobre una piedra plana, brillaba como la pieza de una exposición, justo en el medio, casi depositado allí con delicadeza. Más abajo, el Thunderbird, hecho pedazos, colgaba en un parapeto de árboles maltratados, cubierto de ramas, cortezas y hojas; dentro del coche, o más bien saliendo de él, se tambaleaba Sid, con media cabeza arrancada de los hombros, mirándola con ojos desorbitados.

Un ruido de neumáticos se aproximó sobre la tierra y la hierba.

—¿Loreena?

La llamada le llegó con sonido tenue, casi en un lamento. Ella alzó los ojos y vio a su aprendiz caído bajo la sombra de un falso abeto. Intentó levantarse, pero se le doblaron las rodillas. Probó a hacerlo de nuevo. El automóvil se detuvo. Alguien bajó por el talud, con pasos largos pero sin mucha prisa. Era un hombre: alto, con pantalones oscuros, camisa blanca, gafas de sol. En la mano derecha sujetaba, con descuido, una pistola de cañón largo.

—enseguida estoy con usted —dijo—. Un momento.

«Un silenciador», le pasó por la cabeza a la periodista.

Él sonrió —una sonrisa profesional—, mientras pasaba por su lado, se acercó a su ayudante y disparó tres veces contra él, hasta que el joven ya no se movió. Se oyeron tres plops seguidos: plop, plop, plop. Keowa abrió la boca, pues tenía ganas de gritar, de llorar, de pedir auxilio, pero sólo escapó un apagado suspiro de su maltratado cuello. Cada bocanada de aire era como una tortura. Con dificultad, se arrastró hacia adelante, clavó los codos en la hierba y se deslizó hasta la piedra donde estaba el móvil. El hombre volvió, lo cogió y lo guardó.

Ella se dio por vencida. Giró y se colocó de espaldas, parpadeó al sol y pensó en la mucha razón que tenía Palstein. ¡Qué cerca habían estado! ¡Jodidamente cerca! El torso y la cabeza de Lars Gudmundsson aparecieron en su campo visual, también el cañón de la pistola.

—Es usted muy inteligente —dijo el hombre—. Una mujer muy inteligente.

—Lo sé —respondió Keowa con un quejido.

—Lo siento.

—Todo... Todo está ya en la red —dijo a duras penas—. Todo está ya...

—Lo verificaremos —repuso él amablemente, y apretó el gatillo.

GAIA, VALLIS ALPINA, LA LUNA

Nina Hedegaard intentaba atrapar miles de pájaros mientras transpiraba en la sauna finlandesa en un estado de creciente frustración. Veía por todas partes el plumaje desplegado del bienestar, oía el intercambio de trinos entre el nido y la cría, y se imaginaba aquel dormitar despreocupado y recogido que le prometía, como ningún otro, el mundo de Julian. Eran miles los pensamientos maravillosos que revoloteaban frenéticamente a su alrededor. Pero Julian no estaba allí, y los pájaros no se dejaban atraer por nada del mundo a aquellas reservas de fauna donde ella alimentaba sus planes de vida. Cada vez que creía tener por lo menos al gorrión en la mano, cuando Julian, por ejemplo, murmuraba en su oído algo que sonara a compromiso, aunque fuese a medias, esa pequeña esperanza se le escapaba de nuevo y corría a unirse a todas las demás ideas atractivas que estaban al alcance de la mano y, al mismo tiempo, muy distantes, fuera de su alcance, las ideas de su encendida fantasía. Entretanto, tenía serias dudas acerca de la sinceridad de Julian. Como si él no supiera muy bien que ella abrigaba esas esperanzas. ¿Por qué no podía confesarse abiertamente? ¿Acaso tenía que reprocharse algún adulterio, debía enfrentarse al desprecio social? Nada de eso: él estaba soltero, era un soltero atractivo, cariñoso, igual que ella, que era una soltera atractiva y cariñosa, sólo que no era rica, pero para eso estaba él. ¿Dónde radicaba entonces el problema?

Other books

Greenville by Dale Peck
Tell Me Something Good by Emery, Lynn
The Makedown by Gitty Daneshvari
Southern Heat by Jordan Silver
Constitución de la Nación Argentina by Asamblea Constituyente 1853
Nobody's Baby but Mine by Susan Elizabeth Phillips
The Creep by Foster, John T
Shadow Rider by Christine Feehan