Límite (77 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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Lynn miró la grabación antes de que su padre pudiera protestar una vez más. Al cabo de pocos segundos, apareció Carl Hanna y subió a una de las pasarelas mecánicas. Luego se acercó al final del corredor, miró por la ventana en dirección a la nave de la estación y desapareció en una de las rampas de acceso que llevaba hasta el tren, pero sólo para, segundos después, aparecer de nuevo y hacerse llevar de regreso. Casi al mismo tiempo Julian salió del ascensor.

—Te felicito —dijo Lynn con voz helada—. Has dicho la verdad.

—Lynn...

Ella se apartó el pelo rubio ceniza de la frente y se volvió hacia él. Aparte de la ira, Julian creyó reconocer en su mirada algo más. «Miedo», pensó. ¡Dios santo, su hija tenía miedo! Entonces, de manera inesperada, Lynn sonrió, y aquella sonrisa pareció borrar la ira de un modo tan definitivo que parecía que sólo conociera, en esta vida, la amabilidad y la indulgencia. Con un movimiento de la cadera, Lynn se acercó a donde estaba su padre, le estampó un sonoro beso en la mejilla y le lanzó un suave gancho de boxeo a la zona de las costillas.

—Házmelo saber cuando aterrice un ovni —le dijo ella sonriendo irónicamente, para, a continuación, abandonar la central de control.

Julian la siguió con la mirada.

—Lo haré —masculló.

Y de repente lo asaltó la fantasmal idea de que su hija era una actriz.

Así y todo...

En un acto de obstinación infantil, Julian se dirigió al club Mama Killa, cuya pista de baile estaba iluminada misteriosamente bajo el eterno espectáculo de luces del cielo estrellado. Michio Funaki preparaba cócteles detrás de la barra. Al verlo llegar, Warren Locatelli se puso en pie como un resorte y levantó su copa con un gesto vehemente.

—¡Julian! ¡Éste ha sido el día de vacaciones más cojonudo que he tenido!

—Impresionante, de verdad —dijo Aileen Donoghue, soltando una risotada con tintineante tesitura de soprano—. Aunque haya que aprender a jugar de nuevo al golf.

—¡El golf es una porquería! —Locatelli apretó a Julian contra su pecho y lo atrajo hasta el grupo de asientos—. Carl y yo estuvimos dando vueltas como locos con esos
buggies
lunares, ¡son la hostia! Tienes que construir una pista de carreras, un auténtico paraje de
El hombre en la Luna.

—Sin embargo, ni siquiera consiguió ganar —dijo Momoka Omura, soltando una risita—. Casi aplasta su carrito.

—Casi me aplasta a mí —añadió Rebecca Hsu, metiendo un único cacahuete entre sus labios—. La compañía de Warren es inspiradora, sobre todo cuando uno reflexiona sobre futuros sepelios lunares.

—Hemos pasado un día estupendo —sonrió Sushma Nair—. Siéntese con nosotros.

—enseguida —dijo Julian, sonriendo—. Sólo un minuto. Carl, ¿tienes un momento?

—Claro. —Hanna alzó las piernas de su diván.

—No te me pierdas de vista —rió Locatelli. Desde hacía poco, él y Hanna eran como uña y carne. La verbosidad y el silencio. De algún modo era extraño, pero por lo visto allí se estaba forjando una amistad. Julian y Hanna fueron hasta el bar, donde el primero pidió el cóctel más complicado que mostraba la carta, un Alpha Centauri.

—Escucha, me siento un poco estúpido —Julian esperó a que Funaki estuviera ocupado y bajó la voz—, pero tengo que preguntarte algo. Hoy, cuando nos encontramos en el corredor, tú venías de la estación.

Hanna asintió.

—¿Y? —preguntó Julian.

—¿Y, qué?

—¿Echaste un vistazo dentro?

—¿En la estación? A través de la ventana. —Hanna reflexionó—. Luego entré en una de esas rampas de acceso. Ya sabes, estaba como loco buscando las salidas.

—¿Y entonces...? ¿Viste algo en la estación?

—¿Adonde quieres ir a parar en realidad?

—Me refiero a si el tren estaba allí. ¿Lo estaba? ¿Hizo alguna salida? ¿Entró?

—¿Qué? ¿El expreso lunar? No.

—Sólo estaba allí estacionado, ¿no?

—Exacto.

—¿Y estás cien por cien seguro de eso?

—Yo no vi nada más. ¿Por qué dices que te sientes estúpido?

—Porque... Bueno, eso no viene al caso —dijo Julian, pero de inmediato le contó a Hanna toda la historia, sólo por mera necesidad de desahogarse.

—Tal vez fuera uno de esos destellos que vemos aquí todo el tiempo —repuso Hanna.

Julian sabía a qué aludía el canadiense. Partículas cargadas de energía, protones y pesados núcleos de átomos que, en ocasiones, penetraban el blindaje de las naves y las estaciones espaciales y reaccionaban con otros átomos en la retina creando unos breves destellos que eran percibidos por ésta, pero sólo cuando se mantenían los ojos cerrados. Con el tiempo, uno se acostumbraba a ellos, hasta que dejaban de llamar la atención. Tras el blindaje de regolito del dormitorio, esos destellos, prácticamente, no solían ocurrir. En el salón, sin embargo...

Funaki le puso delante el cóctel. Julian miró fijamente el vaso, Pero sin tomar nota de su presencia.

—Sí, tal vez.

—Te habrás equivocado —dijo Hanna—. Si quieres mi consejo, deberías presentarle tus disculpas a Lynn y olvidar el asunto.

Pero Julian no podía olvidarlo. Algo no encajaba, no cuadraba. Sabía muy bien que había visto algo, y no sólo el tren. Algo más sutil mantenía ocupada su mente, un detalle decisivo que demostraba que no eran fantasías suyas. Había otra película interior que lo aclararía todo en cuanto consiguiera arrancársela al subconsciente y pudiera verla, en detalle, para comprender lo que había visto, no sólo captado, le gustara o no.

Tenía que recordar.

«¡Recuerda!»

JUNEAU, ALASKA, ESTADOS UNIDOS

Loreena Keowa estaba irritada. El día del paseo en barco, Palstein había estado de acuerdo en que ella enviara al equipo de filmación, le había proporcionado toda una
performance
de sólidos sonidos originales, sin que desapareciera en ella esa sensación de familiaridad que normalmente desarrollaba con sus interlocutores. Entretanto, sabía que Palstein adoraba la estética cristalina de los números, con ayuda de la cual sometía todo y a todos —incluido él mismo— a la proporcionalidad de la razón pura, sin restarle por ello emoción al trato personal. Estimaba la matemática sonora de un Johann Sebastian Bach, el minimalismo fractal de un Steve Reich, pero, por otra parte, estaba fascinado con la disolución de todas las estructuras y arcos narrativos en la música de György Ligeti. Poseía un piano Steinway, tocaba bien, aunque de forma un tanto mecánica, y tampoco tocaba música clásica, como había esperado Keowa, sino Beatles, Burt Bacharach, Billy Joel y Elvis Costello. Poseía grabados de Mondrian, pero también un original de Pollock, un ejemplo de salvaje desesperación cuyo aspecto hacía pensar que su creador había estado lanzando al lienzo alaridos de color.

Intrigada por conocer a la esposa de Palstein, Keowa había podido, finalmente, estrechar la mano a una persona de aspecto altivo que la acaparó al instante, la arrastró durante un cuarto de hora por los jardines japoneses por ella diseñados, al tiempo que reía con límpidas carcajadas sin ningún motivo aparente. La señora Palstein era arquitecta, según supo Keowa, y había diseñado la mayor parte de las instalaciones de la casa. Empeñada en sacar réditos a la moneda de cambio de una cultura recién adquirida en aquella charla íntima con el señor Palstein, Keowa le formuló algunas preguntas acerca de Mies Van der Rohe, con lo que cosechó una enigmática sonrisa. De repente, la señora Palstein la trataba como a una conjurada. ¡Van der Rohe, claro! ¿No quería quedarse a cenar? Y mientras Keowa consideraba todavía la posibilidad de aceptar, sonó el teléfono de la dama, que, a continuación, se perdió en una conversación sobre migrañas y olvidó a Keowa de un modo tan absoluto que la activista buscó por su cuenta el camino de regreso a la casa y, en vistas de que Palstein no formuló ninguna invitación similar, se marchó sin su cena.

Luego, ya en Juneau, Keowa admitió que le caía bien aquel magnate petrolero, le gustaba su amabilidad, sus buenas maneras y su mirada melancólica, ante la cual se sentía extrañamente desnuda. Sin embargo, aquel hombre seguía siendo para ella un ser desconocido. En lugar de volcarse de lleno en su reportaje, Loreena Keowa se dedicó a sus pesquisas, voló desde Texas hasta Calgary, Alberta, y allí le hizo una visita inesperada a la policía. Con su rostro aindiado y su carisma singular, consiguió llegar hasta el despacho del teniente, quien le prometió informarle, a su debido tiempo, sobre cualquier progreso en las investigaciones. Keowa sacó sus antenas para los silencios y constató que no había progreso alguno, dio las gracias y tomó el siguiente vuelo de regreso a Juneau, al tiempo que, por el camino, daba instrucciones a su redacción para que le reunieran todo el material fílmico existente sobre el incidente ocurrido en Calgary. Tras el aterrizaje, hizo acudir a su despacho a un joven aprendiz que hacía sus prácticas en la redacción y le explicó lo que tenían que buscar.

—Tengo claro —dijo— que la policía ha visto y analizado esas imágenes cientos de veces. Así que nosotros las veremos otras cien veces más, si eso sirve de algo. O doscientas, si puede ayudarnos.

Keowa extendió algunas páginas impresas encima de su escritorio que mostraban la plaza situada frente a la sede principal de Imperial Oil. En el momento del atentado, el complejo de edificios situado enfrente llevaba ya vacío varios meses, después de que una empresa de tecnología minera a cielo abierto terminara allí sus días de manera estrepitosa.

—La policía ha llegado a la conclusión, a partir de una serie de motivos, de que el disparo fue hecho desde el edificio situado en el centro de los tres, los cuales, por cierto, están intercomunicados. Probablemente lo efectuaran desde una de las plantas superiores. El complejo dispone de salidas posteriores, laterales y frontales, de modo que son muchas las posibilidades de entrar o salir de él.

—¿Crees en serio que descubriremos algo que se les haya escapado a los polis?

—Sé optimista —dijo Keowa—. Despierta y ríe.

—He visto previamente el material, Loreena. Casi todas las cámaras apuntaban a la multitud y a la tribuna. Sólo tras el atentado, algunos fueron lo suficientemente astutos como para volver las cámaras hacia el complejo, pero no se ve salir a nadie.

—¿Y quién dice que nos concentraremos en el complejo? Eso es lo que está haciendo la policía. Quiero que demos prioridad a la multitud apostada en la plaza.

—¿Quieres decir que el asesino partió de allí y entró en el edifìcio?

—Quiero decir que eres un pequeño machista. Podría haber sido una asesina, ¿o no?

—¿Una asesina bastante chapucera? —dijo el aprendiz, soltando una risita.

—Sigue así y ya te enterarás. Céntrate en cada personaje que esté en la plaza. Quiero saber si alguien filmó el edificio antes, durante o después del atentado.

—¡Vamos! Es puro trabajo de esclavo.

—No lloriquees. Ponte a ello. Yo me ocuparé de Youtube, Myspace, Smallworld y esas cosas.

Cuando su ayudante se disponía a visualizar las imágenes, ella, por su parte, comenzó a confeccionar una lista de todas las decisiones significativas que Palstein había tomado o defendido durante los últimos seis meses. Asimismo, anotó cada una de las decisiones que se oponían a los intereses de otros. Se conectó a foros y blogs, siguió el debate en la red sobre los cierres de empresas, un debate matizado por el alivio de un lado y la ira del otro, pero siempre asociado al deseo de romperles la crisma a los del ramo petrolero, ponerlos de inmediato ante el paredón. Sin embargo, ninguna de aquellas entradas hacía sospechar que su autor tuviera relación alguna con el atentado. La gente vinculada a la minería estaba enfadada, pero, por otro lado, estaba contenta, especialmente en las comunidades indias, de que el asunto tuviera su fin. A Keowa le llamó la atención que, durante las dos últimas décadas, los chinos habían estado interesándose bastante por las arenas bituminosas canadienses y habían invertido un montón de dinero en la minería a cielo abierto, dinero que ahora perdían. Había comprobado, además, que los propios chinos, a pesar de la revolución provocada por el helio 3, seguían dependiendo del petróleo y el gas en una medida desproporcionada. Por otra parte, había en la actualidad tal cantidad de petróleo barato que cualquier cosa parecía más sensata que extraerlo precisamente a través del método menos rentable. Cuando, finalmente, en las primeras horas de la mañana, no encontró ya ninguna noticia de prensa ni ningún enlace en la red sobre el tema, inició un expediente sobre Orley Enterprises o, mejor dicho, sobre las aspiraciones de Palstein de participar en empresas como Orley Energy y Orley Space.

Y entonces, de pronto, le vino a la mente una idea.

Muerta de cansancio, empezó a calzar su nueva teoría con algunos argumentos. En realidad, el asunto no era tan nuevo. Alguien intentaba minar el compromiso de Palstein con Orley. Sólo que ahora ella tenía la clara certeza de que el objetivo del atentado había consistido en evitar el viaje de Palstein a la Luna.

Si eso era cierto...

Ahora bien, ¿por qué motivos? ¿De qué habría tenido que hablar Palstein con Julian Orley allí arriba que no hubieran podido aclarar en la Tierra? ¿O se trataba de las otras personas a las que debía encontrar allí?

Necesitaba la lista de los participantes en ese viaje.

Los ojos le ardían. Palstein no debía volar a la Luna. La idea prendió. Tuvo su continuidad, luego, en unos sueños frenéticos como los que suele provocar el dormir en las sillas de una oficina y que generaron en su cabeza —volcada hacia adelante de un modo alarmante— visiones de gente en trajes espaciales que se disparaba mutuamente desde edificios de moderno diseño, mientras ella estaba en el medio.

—Eh, Loreena.

—Mies Van der Rohe es muy popular en la Luna —murmuró ella.

—¿Qué es lo que roe?

Alguien rió. Había estado diciendo tonterías. Pestañeando, con las extremidades entumecidas, Loreena volvió en sí. El chico de prácticas estaba apoyado en el borde de la mesa y la miraba tan satisfecho como el gato
Silvestre
después de haberse zampado a
Piolín.

—Mierda —murmuró Keowa—. Me he quedado dormida.

—Sí, yaces ahí como una res sacrificada. Sólo faltaría un cuchillo saliendo de tu pecho. Vamos, vuelve en ti, Pocahontas, échate una taza de café al coleto. ¡Tenemos algo! ¡Creo, de verdad, que tenemos algo!

Contacto con el enemigo

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