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Authors: Schätzing Frank

Límite (170 page)

BOOK: Límite
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—De acuerdo. Bueno, hay acceso al club Mama Killa, al Luna Bar y al Selene, el Chang'e está bloqueado. Según el ordenador, las condiciones allí son muy peligrosas para la vida. Probablemente algún fuego haya hecho que el mecanismo automático bloqueara esa zona. La señorita Winter vio unas llamas...

—¿Que las vi? —oyeron al fondo la voz chillona de Miranda—. Casi me aso a la parrilla.

—...y pudo escapar por los pelos.

Lynn se apoyó pesadamente sobre la mesa de control. A Tim le parecía como un zombi que intentara solucionar un problema para el que su cuerpo ya no estuviera preparado hace mucho.

—¿Quiénes estaban en el cuello cuando se desató el fuego? —preguntó con voz apagada.

—Eso no lo sabemos con exactitud. Parece que hubo una pelea allí. Los Donoghue abandonaron el bar para ver qué pasaba, además oímos la voz de la señorita Lawrence, y... —El japonés se detuvo—. Y la suya, señorita Orley.
Sumimasen,
pero es usted quien mejor debe saber quiénes estaban allí.

Lynn guardó silencio por unos segundos.

—Sí, lo sé —dijo en voz baja—. Por lo menos antes de que yo... me marchara. Sus observaciones son acertadas. Inmediatamente después de que Tim y yo salimos, debió de... —Lynn carraspeó—. ¿Quiénes están en este momento con usted?

Funaki mencionó los nueve nombres y le aseguró que todos estaban ilesos, salvo por las ligeras quemaduras de Miranda Winter. Tim sintió un escalofrío al pensar en quedarse atrapado en un cuello herméticamente cerrado. No se atrevía ni siquiera a imaginar lo que les habría pasado a Chuck, a Aileen y al cocinero.

—Gracias, Michio. —Los dedos de Lynn se movieron por la pantalla táctil, desplazando reguladores, cambiando parámetros.

—¿Qué haces? —preguntó Tim.

—Detengo la convección en el ala de los ascensores y en los conductos de ventilación.

—¿La convección? —repitió Ögi.

—La transferencia de calor. Allí arriba debe de haber grandes cantidades de humo. Tenemos que evitar que los ventiladores lo distribuyan y favorezcan la propagación del fuego. ¿Dana?

—¡Lynn, maldita sea! ¡No puede hacerme esto, yo...!

—¿Está usted sola?

—Sí.

—¿Qué ha sucedido?

—Yo... Escúcheme, siento mucho haberla atacado injustamente, pero todo indicaba que era usted la persona que buscábamos. Tengo bajo mi responsabilidad la seguridad de este hotel, por eso...

—Tenía...

—No tuve otra opción. Y usted debe admitir que su comportamiento en los últimos tiempos no ha sido precisamente normal. —Lawrence vaciló; cuando continuó hablando, su voz parecía de repente más comprensiva, un poco como la de alguien que está sentado en un sillón de cuero con un diploma en la pared y escucha a otra persona tumbada en un diván—. Pero nadie está enfadado con usted por ello. Puede ocurrirle a cualquiera, cualquiera puede perder el control, pero tal vez esté usted de verdad enferma, Lynn. Tal vez necesite ayuda. ¿Está segura de que se tiene bajo control? ¿Se atrevería a asegurarlo?

Por un instante, el tono reconfortante pareció surtir su efecto. Lynn bajó la cabeza, respiró trabajosamente. Pero entonces se incorporó y proyectó el mentón hacia adelante.

—Me basta con saber que la tengo a usted bajo control, maldita intrigante.

—No, Lynn, usted no lo entiende, yo...

—Oiga, no hará eso conmigo por segunda vez, ¿me oye?

—Yo sólo quiero...

—Cierre el pico. ¿Qué pasó en la zona del cuello?

—Pero si es lo que estoy tratando de contarle todo el rato.

—Bueno, pues cuéntemelo.

—Kokoschka. ¡Se traicionó a sí mismo! Era él.

—¿Ko... Kokoschka?

—¡Sí! Él era el cómplice de Hanna.

—¡Dana! —terció Tim—. Soy yo, Tim. ¿Está usted segura de eso? Si no me equivoco, él quería entregarme algo.

—No tengo ni idea, pero es cierto. Se puso bastante furioso cuando usted no le prestó atención, algo no parecía estar saliendo como él esperaba. Y luego..., inmediatamente después de que usted y Lynn salieron de la zona del cuello, apareció Anand. No sé exactamente qué había encontrado, pero le echó en cara a Kokoschka que él era el topo, y entonces, el cocinero... Dios mío, él perdió los nervios. Sacó su arma y primero le disparó a ella, luego a Chuck y a Aileen, todo sucedió con una rapidez espantosa. Yo intenté arrebatarle la pistola de un golpe, y en eso se soltaron unos disparos, uno de los tanques de oxígeno empezó a escupir fuego de repente y... yo sólo eché a correr, sólo quería salir antes de que se cerraran las escotillas. Él corrió detrás de mí, pero se quedó atascado. Ardió. La galería ardía, todo ardía. Y yo... —La voz de Lawrence temblaba. Cuando continuó hablando, pudo oírse que luchaba por controlarse—. Entonces conseguí sacarlo de allí y cerrar la escotilla, y también apagar las llamas de la galería, pero...

—¿Y qué hay de usted? Por el amor de Dios, ¿está usted bien?

—Gracias, Tim. —La directora tosió secamente—. Debo de tener algo de CO
2
en los pulmones, pero estoy bien. Me mantengo con las máscaras de oxígeno, hasta que la presión se restablezca y las escotillas se abran.

—¿Y... Kokoschka?

—Está muerto. No pude sacarle nada más. Por desgracia.

En los rostros de Heidrun y Walo Ögi se dibujó un horror mudo y un absoluto desconcierto. Lynn se apartó de la consola, se tambaleó un poco hacia la habitación, y se aferró al respaldo de un sillón.

—Es culpa mía —susurró—. Todo es culpa mía. Todo esto es sólo culpa mía.

Desde hacía tiempo, Nina Hedegaard venía preguntándose si Julian, tal vez, no sería una fantasmal encarnación del conde de Saint-Germain, aquel conocido alquimista y aventurero que «nunca muere y todo lo sabe», como le escribió en una ocasión Voltaire a Federico el Grande, y de cuyos misteriosos elixires y esencias él solía servirse para desatar el vigor y la resistencia de un treintañero a través de ilimitados espacios de tiempo. Durante sus dos semestres de historia —aprobados más por descuido, y surgidos del humus de una breve relación con un historiador—, el misterioso conde se había convertido en el personaje favorito de Hedegaard. Un aventurero genial, compañero de Casanova, maestro de Cagliostro, un hombre de cuyos labios se quedó prendada hasta madame Pompadour, ya que decía estar en posesión de una
aqua benedetta
capaz de detener el proceso del envejecimiento. Nacido en algún momento a principios del siglo XVIII, muerto oficialmente en 1784, los biógrafos juraban por lo más sagrado habérselo encontrado de nuevo en el siglo XIX. Rico, elocuente, carismático e inconsciente, siempre tras la fachada de ser alguien capaz de mejorar el mundo. ¡Alguien así podía ser Julian! En el siglo XXI, el conde de Saint-Germain dirigía una estación espacial y un hotel en la Luna, convertía en oro la tierra, como siempre, ya que su genio alquimista era capaz de transformar el helio 3 en energía, creaba tubos de fibras de carbono en lugar de diamantes, se burlaba del mundo y rompía el corazón de una pequeña piloto danesa.

Desanimada por la autocompasión y por seis noches seguidas cuyo transcurso estuvo determinado por el sexo, las infructuosas conversaciones sobre un futuro en común, otra vez el sexo, el insomnio pensativo y tres horas de sueño parecidas a un desmayo, se había sentido motivada a ir a la piscina, en la zona de descanso. No le apetecía en absoluto tomar otra opulenta cena en el Selene ni emular a la guía turística de lujo. Ya estaba hasta las mismísimas narices. O Julian hacía pública su relación mientras todavía estuvieran en la Luna, o ya podía pudrirse en la meseta de Aristarco. Su desánimo fue aumentando hasta convertirse en una represa de rabia. ¿No podían comunicarse? ¿El
Ganímedes
no respondía? ¿Sería la última vez que se viera al conde, en el año 2025? ¡Bueno, ¿y qué?! No le iba mucho eso de estar haciéndose preguntas constantemente y tener que buscar. Estaba terriblemente cansada, y de repente ya no quería que Julian la encontrara cuando por fin regresase. En realidad, no deseaba nada con más fuerza que él la encontrara, pero no entonces. Primero tenía que preocuparse un poco, como era debido. Abrazar una almohada vacía, echarla de menos. Cocerse en su mala conciencia. ¡Eso era lo que tenía que hacer!

El quieto paisaje de la superficie lunar, con sus pequeños cráteres y sus callados rincones, parecía una imitación del ambiente de la piscina. Con la bata de baño enrollada en torno a su cuerpo, había escogido una tumbona particularmente escondida, muy apropiada para que nadie la encontrara, se había tendido en ella y, en pocos minutos, se había sumido en un profundo sueño. Respirando acompasadamente, oculta a las miradas de cualquiera que pudiera buscarla, descansaba ahora en el fondo de toda consciencia, fuera del tiempo y de la realidad, llevada por un acto de magia a los previos salones de la muerte, y roncaba tenuemente, sin sentir nada más que una paz celestial, y ni siquiera eso.

Mientras tanto, cuatro plantas por encima de ella se desataba un infierno.

Así como el Gaia, en su estado óptimo, se asemejaba a un organismo joven que funcionaba a la perfección, con sistemas de soporte vital que lo predestinaban para las hazañas, las medallas de oro y la inmortalidad, ahora dos proyectiles extraviados, salidos de un arma de fuego, habían bastado para virar en su contra, en un instante, todas las ventajas de sus sistemas y subsistemas. Los tanques ocultos tras la pared, pensados para compensar cualquier deficiencia en la circulación biorregenerativa a través del bombeo de pequeñas cantidades de oxígeno a la atmósfera, se habían revelado como un punto débil de consecuencias mortales. Veinte minutos después del inicio de la catástrofe, el tanque impactado se había quemado, pero otros sistemas, originalmente concebidos para salvar vidas, habían dado pábulo a aquel incendio infernal. Entretanto, en la zona cerrada herméticamente predominaban temperaturas de más de mil grados centígrados. Las carcasas de los generadores de oxígeno se habían derretido liberando su contenido; los medios de enfriamiento, envueltos en llamas, habían reventado los conductos y algunos supuestos revestimientos no inflamables fluían como una ardiente papilla incandescente. A diferencia de lo que sucedía en la gravedad de la Tierra, el brío del fuego no era tan elevado; más bien flotaba por el entorno de un modo extrañamente animado, se arrastraba por los rincones, también en la cabina del E2, el ascensor de los huéspedes, cuyas puertas no pudieron cerrarse a tiempo, ya que el cuerpo de Anand las bloqueaba. De los tres cadáveres sólo habían quedado unos amasijos de color alquitrán, llenos de huesos, todo lo demás se lo había tragado aquel monstruo de llamas —tejido humano, plástico, plantas—; sin embargo, su hambre aún no había quedado saciada. Mientras los que habían quedado atrapados en el club Mama Killa planeaban cómo escapar con la ayuda de Lynn y Tim, y Dana Lawrence golpeaba con furia contra la escotilla cerrada, al tiempo que Nina Hedegaard, por su parte, dormitaba a pierna suelta durante la catástrofe, las llamas la emprendieron con furia contra un segundo tanque, hasta que sus sellos no resistieron más y liberaron otros veinte litros de oxígeno comprimido, lo que dio inicio a la segunda etapa del infierno. A falta de otros materiales, el monstruo empezó a roer los cristales de seguridad del ventanal y su corsé de acero —es decir, aquello que mantenía erguida la nuca de Gaia—, debilitando así el sostén de su estructura.

A las nueve y cuarto comenzaron a ceder poco a poco las primeras estructuras de soporte.

—No. Fue absolutamente correcto no usar el ascensor —oyeron decir a la voz de Lynn por el intercomunicador. Parecía cansada y consumida, despojada de todas las frecuencias de su fuerza habitual—. El problema es que desde aquí abajo sólo podemos hacer conjeturas. En el cuello, todo el mecanismo de sensores ha dejado de funcionar, y es posible que todavía haya fuego allí. En el Chang'e, por lo visto, el sistema de extinción pudo hacer algo, pero de todos modos había contaminación y una baja presión enorme. Casi todo el oxígeno se ha ido al diablo. Considero que los ventiladores lo compensarán en el plazo de las próximas dos horas, lo mismo que en la zona de los hombros.

—Pero no podemos esperar dos horas —dijo Funaki con una mirada de soslayo a Rebecca Hsu—. El ambiente ha empezado a recalentarse demasiado aquí.

—Bien, pues entonces...

—¿Qué hay de los conductos de ventilación? Podríamos descender a través de las escalerillas.

—Los datos sobre los conductos son contradictorios. En el del lado este parecen haberse producido ligeras pérdidas de presión, y posiblemente también haya penetrado algo de humo. El conducto oeste parece en perfecto estado. De los ascensores de los huéspedes, el E2 está fuera de funcionamiento, la cabina está atrapada en el cuello, y el ascensor del personal está en el sótano. El E1 está aquí, en el vestíbulo. Lo hemos utilizado varias veces sin problemas.

—El E1 no nos sirve de mucho —dijo Funaki—. Termina en el cuello. En todo caso, podríamos usar solamente el ascensor del personal, es el único que va hasta el Selene.

—Un momento.

Alguien hablaba bajito en la central. Se oyó la voz de Tim, luego la de Walo Ögi.

—Me gustaría recordarle que el E1 y el E2 están a un buen trecho de distancia el uno del otro —añadió Funaki—. En caso de que el E2 esté dañado, eso no tendría por qué haber afectado al El. El ascensor del personal, en cambio, discurre entre ambos, estaría bastante cerca del E2.

—¿Lynn? —dijo O'Keefe, inclinándose sobre el intercomunicador—. ¿Puede llegar el fuego a las cajas de los ascensores?

—En principio, no —respondió ella, vacilante—. Las probabilidades son muy escasas. El sistema de cajas se comunica entre sí por unos pasajes, pero de tal modo que el humo y las llamas no puedan abarcarlo todo tan pronto. Además, la caja, como tal, no puede arder.

—¿Qué quiere decir «no tan pronto»? —quiso saber Eva Borelius.

—Quiere decir que vamos a arriesgarnos con esa prueba —dijo Lynn con voz firme—. Os enviaremos el ascensor del personal. Si el sistema considera que no hay peligro, las puertas se abrirán en el Selene. Luego lo traeremos aquí de nuevo, echaremos un vistazo al interior y, si no hay ningún indicio de peligro, lo enviaremos de nuevo arriba. Y, esa vez, sí que podréis usarlo.

O'Keefe intercambió una mirada con Funaki y buscó establecer contacto visual con los demás. Sushma, en su estado de pánico, se había acomodado como si estuviera en casa, Olympiada se mordía el labio inferior, Kramp y Borelius hicieron señas de aprobación.

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