Límite (98 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—Le arrancaré el apéndice, si es que todavía lo tiene —graznó Daxiong—. Se lo voy a sacar. No, primero el apéndice, y después...

A los pies de ambos saltaron la hierba y la tierra. Jericho rodeó la columna. Daxiong se tambaleó detrás de él, apenas capaz de mantenerse en pie.

—¿Puedes? —preguntó el detective.

—Ese hijo de puta me ha alcanzado en algún sitio de la espalda —murmuró Daxiong, que a continuación tosió y se desplomó—. Creo que voy a...

—¡Daxiong! ¡Maldita sea! No puedes tirar la toalla ahora. ¿Me oyes? ¡No te desmayes!

—Lo... lo intento... Yo...

—¡Mira allí!

A lo lejos había aparecido algo en el cielo, algo achatado y de color plata. Descendía, aproximándose cada vez a mayor velocidad.

—Daxiong —gritó Jericho—. ¡Estamos salvados! El gigante sonrió.

—Eso está bien —dijo el enorme chino en tono somnoliento, y cayó hacia un lado.

Por un breve instante, Xin había centrado su atención en el bosquecillo, de modo que sólo vio la platija reluciente cuando ya era demasiado tarde. En pocos segundos, el aparato cobró dimensiones amenazantes sin que el piloto hiciera ningún ademán por desviarse. En un primer momento, Xin se mostró perplejo, pero luego vio con claridad que el recién llegado tenía como objetivo aplastarlo contra el suelo. Atónito, levantó el brazo y disparó un par de veces, pero el vehículo, con un elegante giro, hizo que los tiros terminaran en la nada, para, a continuación, dirigirse a él de nuevo frontalmente.

Fuera quien fuese el que pilotaba aquel aparato, era un maestro de la navegación aérea.

Xin dejó caer la
airbike
como si de una piedra se tratase y se detuvo justo encima del tráfico. El disco plateado pasó por encima de él en un vuelo en picado. Xin realizó entonces un giro, se desplazó por encima del bosquecillo y el lago artificial, describiendo curvas muy cerradas y haciendo insospechadas maniobras, pero en ninguna ocasión logró quitarse de encima a su perseguidor. El disco de plata lo siguió por el parque y lo empujó de nuevo hacia la calle, luego, de repente, describió un giro y subió en vertical al cielo. Xin se quedó observándolo, confundido, redujo la velocidad de la
airbike
y mantuvo la moto flotando muy pegada al flujo de tráfico.

La extraña máquina se alejó.

Maldiciendo, recordó cuál era su misión. ¡Era humillante! Yoyo y el anciano Chen estaban en algún lugar entre los matorrales y debían de haberlo observado todo, una idea que incrementaba su ira hasta lo inconmensurable. Usaría el lanzagranadas y haría arder el bosque entero, pero primero tenían que hacérselo creer a Jericho y a Daxiong. La policía aún no había aparecido. Con el arma en ristre, se dirigió al pilar de la vía tras el cual aquellos dos idiotas habían buscado refugio, pero entonces vio regresar el disco y enfilar hacia él.

Xin guardó el arma. Debajo de él, unos coches antediluvianos preñaban el aire con gases de escape y polvo de la calle. El asesino bullía a causa de la ira. Esa vez no se dejaría perseguir. Haría bajar a ese tipo del cielo. Sus dedos se cerraron en torno a la empuñadura del lanzacohetes, pero éste se atascó. Fuera de sí, lo sacudió, bajó la vista y por un instante dejó de prestar toda atención.

El intenso sonido de un claxon se aproximó.

Se infló.

Irritado, Xin alzó la cabeza.

Entonces vio la parte delantera de un transporte pesado que se acercaba tronando y que se hacía cada vez más grande, enorme. Mientras él luchaba con el lanzagranadas, la
airbike
había descendido. Espantado, vio cómo el conductor del enorme vehículo gesticulaba y gritaba detrás del parabrisas; entonces Xin tiró de la máquina hacia arriba y, por un pelo, consiguió eludir el borde del techo del camión, pero sólo para ver, de inmediato, cómo el disco pasaba disparado por encima de su cabeza, tan cerca que la onda expansiva envolvió la
airbike
y la hizo girar en un remolino, como la hoja de un árbol. Describiendo una parábola, Xin salió disparado del sillín y cayó de espaldas. El golpe le sacó el aire de los pulmones. Instintivamente, alzó los brazos, pero no pasó ningún vehículo que lo atropellara. Yacía sobre algo sólido y, al mismo tiempo, blando. Luchando por recuperar el aliento, se apoyó y vio los herrumbrosos paneles metálicos que le otorgaban sostén a aquel bulto sobre el que ahora rodaba.

No, no eran paneles. Era una carrocería. Desconcertado, Xin metió la mano en aquella masa y la dejó correr entre sus dedos.

Era arena.

Había caído sobre arena.

Con un alarido de ira, se puso de pie, vio edificios, postes y semáforos pasar junto a él, perdió el equilibrio y cayó de nuevo sobre aquella mugre, cuando el enorme camión en cuyo volquete había aterrizado dobló la calle, aumentó la velocidad y se lo llevó fuera de Hongkou, lejos de Daxiong, de Jericho, de Yoyo, de Chen y de Siping Lu.

En el interior de las dos vías que conducían hacia el oeste, el tráfico empezó a sufrir retenciones. La
airbike
había caído sobre la mediana, lanzando sobre la vía partes de su revestimiento, lo que había obligado a algunos conductores a hacer temerarias maniobras de frenado. El hecho de que no se produjeran choques frontales se debía al uso obligatorio de sensores de prevención, a los que habían tenido que adaptarse incluso los modelos de coches más antiguos. Unos sistemas de radar con cámaras CMOS analizaban de manera constante la separación reglamentaria entre vehículos y hacían frenar automáticamente a cualquier coche, cuando el vehículo que lo precedía se detenía de forma abrupta. Al parecer, sólo los objetos voladores ponían en apuros a esa tecnología de sensores.

Mientras tanto, el
Silver Surfer
había aterrizado en el parque. Jericho miró por entre los coches y vio cómo las puertas del vehículo volante se levantaban y una figura familiar y corpulenta saltaba de él. Entonces vio a alguien más, y el corazón del detective latió con más fuerza de pura alegría.

Yoyo y Chen salieron corriendo del bosquecillo.

—¡Daxiong! —Jericho se inclinó sobre el gigante y lo palmeó suavemente en las mejillas—. Levántate. Arriba, vamos.

Daxiong murmuró algo poco amable. Jericho tomó impulso, le propinó dos sonoras bofetadas y luego retrocedió de un salto, por si acaso había subestimado las fuerzas de aquel huno. Sin embargo, no sucedió demasiado, salvo que Daxiong se sentó, soltó un suspiro e hizo ademán de caer de nuevo hacia atrás. Jericho lo agarró por el brazo y, empleando todas sus fuerzas, pudo retenerlo unos segundos, hasta que el imponente cuerpo se le escapó de las manos.

—¡Daxiong, maldita sea!

No debía permitir que el herido entrara en coma. No allí. Fueron necesarias más bofetadas. Esta vez Jericho tuvo más éxito. —¿Estás loco? —lo increpó Daxiong.

El detective le señaló entonces los travesaños del pilar que conducían hacia arriba, hacia el puente peatonal.

—Pronto podrás echarte a dormir. Pero primero tenemos que subir ahí.

El coloso se apoyó sobre el brazo izquierdo, se desplomó, lo intentó una vez más y finalmente consiguió ponerse en pie. Jericho sentía una infinita pena por él. En el cine, las víctimas de heridas de bala continuaban caminando lealmente durante horas, hacían hazañas, pero la realidad era muy distinta. La herida en la espalda de Daxiong podía ser un roce, pero sólo el
shock
provocado por la velocidad del proyectil de flecha bastaba para dejar inconsciente a una persona. Daxiong había perdido mucha sangre; además, la herida debía de dolerle muchísimo.

Su mirada vagó a lo largo de la escalerilla. Entretanto, su rostro se había vuelto blanco como la cera.

—No llegaré ahí arriba, Owen —susurró el gigante.

Jericho dejó escapar una bocanada de aire. Daxiong tenía razón. En realidad, ni él mismo se sentía muy firme sobre sus pies. Entonces el detective analizó el ancho de la mediana, que era suficiente, según le pareció, y sacó el móvil. Tras dos llamadas, tenía a Tu al otro lado de la línea. Jericho podía verlo a través del parque, mientras Yoyo y Chen subían al vehículo volador.

—¿Tian?

Cómo le temblaba la voz de repente. En general, todo en él y alrededor de él había empezado a temblar.

—¡Madre mía, Owen! —barritó Tu—. ¿Qué sucede? Os estamos esperando.

—Lo siento —dijo Jericho, tragando en seco—. Has estado genial, pero me temo que ahora tienes ante ti un enorme desafío.

—¿Qué? ¿Cuál?

—Un aterrizaje de precisión, en la mediana. Hasta ahora, viejo amigo.

El
Silver Surfer
de Tu estaba concebido para dos pasajeros y un asiento de emergencia. Bajo el peso conjunto de cinco personas, dos de las cuales estaban muy excedidas de peso, el aparato perdía capacidad de maniobra. Se hacía, además, espantosamente estrecho. Metieron a Daxiong en el asiento del copiloto y el resto se apretujaron detrás como pudieron. Irremediablemente sobrecargado, el
Silver Surfer
se alzó con la elegancia de un pato enfermo de gota. Jericho se asombró de que todavía volara. Tu dirigió el aparato por encima de los tejados uniformes de color rojo pardo de los barrios residenciales de Hongkou, cruzó el río Huangpu y puso rumbo hacia la orilla norte del distrito financiero. Hacia el puente del Yangpu podían verse las instalaciones del Pudong International Medical Center, muy parecidas a un gran aparcamiento, un conjunto de capullos de cristal de apariencia muy ligera insertados en hermosos jardines con lagos artificiales, bosques de bambú y discretos pabellones. La prestigiosa clínica privada había sido erigida hacía pocos años. Era representativa de un nuevo concepto urbanístico en Shanghai, más cercana a la tierra, en el que prosperaba la idea de que con las obras constructivas sucedía más o menos lo mismo que con el cuello de un braquiosaurio, cuya longitud podía servir para ofrecer espectaculares vistas panorámicas pero, por lo demás, sólo causaba problemas. El último exponente de aquella fálica obsesión arquitectónica, la torre Nakheel, descollaba a medio acabar en Dubay, un país ahora en bancarrota, y era casi la confirmación de esa verdad de Perogrullo que plantea que no siempre es el mejor el que la tiene más larga. Aquel monstruo debía de medir unos mil cuatrocientos metros. Después de haber levantado poco más de un kilómetro, se habían suspendido las obras, los asaltantes del cielo habían fracasado en la banalidad de su concepción, y el erecto edificio era apto para ser acogido en el libro de los conceptos equivocados de desarrollo. Estructuras como las interconectadas células del Pudong International Medical Center se correspondían muchísimo más con una metrópoli que se entendía a sí misma como un gigantesco organismo urbano unicelular, cuyo metabolismo se basaba en la conexión neuronal, no en la creación de extremidades aptas para un récord.

—Conozco a alguien ahí.

Como sucedía siempre, cada vez que en Shanghai surgía algo nuevo, Tu solía mantener alguna familiaridad con las fuerzas vivas del Medical Center, específicamente, en este caso, con el jefe de cirugía. Después de haberle confiado a Daxiong, ambos hombres sostuvieron una apartada charla. Al final, se le aseguró a Tu que tratarían la herida de Daxiong sin indagar acerca de su origen. Había que coser al gigante y éste tendría que familiarizarse con la idea de una bonita cicatriz. Sobre todo, los dolores perdurarían durante un buen tiempo.

—Pero también hay un remedio para eso —dijo el cirujano a modo de despedida, y sonriendo a todos con un gesto tranquilizador—. Hoy en día, a fin de cuentas, hay remedios para todo.

«En las clínicas privadas», añadió su mirada.

A Jericho le habría gustado preguntarle qué remedio le recomendaba él para el dolor de Yoyo por haber perdido a sus amigos, para el antiguo tormento del alma de Chen Hongbing y para las propias películas mentales del detective, pero lo dejó todo en un apretón de manos a Daxiong, deseándole al gigante que todo le fuera bien. El huno lo miró con ojos inexpresivos. Luego le soltó la mano, extendió el brazo derecho y lo atrajo hacia sí. Jericho dejó escapar un gemido. Si Daxiong era capaz de hacer aquello con la espalda abierta en canal, prefería no saber de qué otras manifestaciones de cariño era capaz aquel hombre en plenas capacidades físicas.

—No eres tan malo —dijo Daxiong.

—Ya está bien —sonrió Jericho—. Sé amable con las enfermeras.

—Y tú cuida de Yoyo mientras yo no esté.

—Lo haré.

—Entonces, hasta esta noche.

Jericho creyó haber oído mal. Daxiong volvió la cabeza hacia un lado, como si cualquier otra discusión acerca del momento de su alta fuera una pérdida de tiempo.

—Déjalo —le dijo Yoyo al salir—. Me he dado por satisfecha con que no haya querido venir con nosotros ahora.

—¿Y ahora qué? —preguntó Chen Hongbing mientras avanzaban al trote en dirección al
Silver Surfer.
Era la primera vez que hablaba desde que habían dejado el parque. El empobrecimiento de su mímica, debido a quién sabe qué infierno interior, lo hacía parecer extrañamente apático, casi desinteresado.

—Creo que te debo un par de explicaciones —le dijo Yoyo, bajando la cabeza—. Sólo que... tal vez no te las proporcione ahora mismo.

Chen alzó las manos en un gesto de desamparo.

—No entiendo nada. —Su mirada se dirigió a Jericho—. Usted la ha...

—La he encontrado —asintió Jericho—. Tal y como usted quería.

—Sííí —exclamó Chen, alargando la palabra. Entonces pareció reflexionar si en realidad era aquello lo que él quería.

—Siento lo que ha sucedido.

—No, no. ¡Debo estarle agradecido!

De nuevo hablaba como aquel hombre que dos días antes —¿en realidad habían transcurrido dos días?— había entrado en su despacho y había estado a punto de enredarse con su propia formalidad. A modo de subtexto, sin embargo, resonaba la pregunta sobre cómo podía esperar gratitud, realmente, alguien que había partido de casa con un simple encargo de búsqueda y había regresado con un séquito de jinetes del Apocalipsis.

Jericho guardó silencio. Chen respondió con más silencio. Yoyo había descubierto algo interesante en el cielo. Tu caminó durante un rato, como un tigre, por entre helechos, bambúes y pinos negrales, dando una avalancha de instrucciones a través de su teléfono móvil.

—Bien —anunció cuando estuvo de vuelta.

—¿Qué quiere decir ese «Bien»? —preguntó Jericho.

—«Bien» quiere decir que hay alguien de camino hacia el Westin que se dispone a recoger tu ordenador y tus demás escasas pertenencias para llevarlas a mi casa, donde vivirás a partir de ahora, hasta nuevo aviso.

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