Lo mejor de mi (19 page)

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Authors: Nicholas Sparks

Tags: #Romántico

BOOK: Lo mejor de mi
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Cuando el mortecino sol se escondió detrás de las copas de los pinos, abandonaron el taller, caminando despacio hacia el coche de Amanda. Algo había cambiado entre ellos en las últimas horas —un frágil renacimiento del pasado, quizá—, algo que a Amanda la emocionaba y, a la vez, la aterrorizaba. Dawson, por su parte, se moría de ganas de deslizar el brazo alrededor de su cintura mientras caminaba a su lado, pero, al percibir su confusión, se contuvo para no hacerlo.

La sonrisa de Amanda era tentadora cuando finalmente se plantaron delante de la puerta del conductor. Ella alzó la vista y vio las pestañas largas y tupidas de Dawson, unas pestañas que cualquier mujer habría envidiado.

—Me gustaría no tener que irme —admitió Amanda.

Dawson apoyó todo el peso del cuerpo en una pierna y luego en la otra.

—Estoy seguro de que tu madre y tú lo pasaréis bien.

«Quizá —pensó ella—, aunque lo más probable es que no.»

—¿Cerrarás con llave, cuando te marches?

—Sí, no te preocupes —contestó él, contemplando la luminosa piel de Amanda matizada por el sol y cómo la suave brisa le alzaba algunos mechones de cabello dispersos.

—¿Cómo quieres que quedemos, mañana? ¿Directamente allí, o quieres que te siga?

Amanda consideró las opciones, sin acabar de decidirse.

—No veo la razón de ir hasta allí en dos coches separados, ¿no? —apuntó al final—. ¿Qué tal si quedamos aquí hacia las once y vamos juntos?

Dawson asintió y la miró fijamente. Ninguno de los dos se movió. Al final, él retrocedió un paso, rompiendo el momento mágico. Amanda se oyó a sí misma suspirar. No se había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración.

Después de sentarse al volante, Dawson cerró la puerta tras ella. El apagado sol a su espalda perfilaba su fornido cuerpo, exagerando algunos ángulos. Amanda tuvo la impresión de que se hallaba junto a un desconocido. De repente, tuvo una sensación extraña. Al buscar en el bolso la llave, se dio cuenta de que le temblaban las manos.

—Gracias por la comida —dijo.

—Cuando quieras —contestó él.

Amanda miró por el espejo retrovisor mientras se alejaba y vio que Dawson todavía se hallaba de pie en el mismo sitio, como si esperara a que ella cambiara de idea, diera la vuelta y regresara. Ella notó la agitación de un sentimiento peligroso, algo que había estado intentando negar.

Estaba segura de que él todavía la amaba, cosa que le resultaba embriagadora. Sabía que eso era inaceptable e intentó alejar aquel sentimiento, pero Dawson y el pasado que los unía se habían vuelto a materializar. No podía negarse por más tiempo que lo cierto era que, por primera vez desde hacía muchos años, tenía la impresión de, finalmente, haber encontrado su sitio en el mundo.

8

T
ed observó que doña Jefa de las Animadoras conducía hacia la carretera desde la explanada delante de la casa de Tuck. Seguía estando la mar de buena para su edad. La verdad era que siempre había estado muy buena; incluso muchos años antes le habría gustado echar un polvo con ella. Meterla en el coche, tirársela y luego enterrarla en algún lugar donde nadie pudiera encontrarla. Pero el papaíto de Dawson se había entrometido, diciendo que ni se le ocurriera tocar a esa tía y, en aquella época, Ted todavía creía que Tommy Cole sabía lo que hacía.

Sin embargo, Tommy Cole no sabía nada de nada. Hasta que Ted no estuvo en la cárcel, no lo comprendió, y cuando lo soltaron, odiaba a Tommy Cole casi tanto como a Dawson. No había hecho nada después de que su hijo los humillara a los dos. Los convirtió en el hazmerreír del clan; por eso Tommy acabó por ser el primero en la lista de Ted, cuando salió de la cárcel. No le costó fingir que aquella noche Tommy se había emborrachado hasta morir. Lo único que tuvo que hacer fue inyectarle alcohol etílico cuando perdió el conocimiento: todos creyeron que se había ahogado en su propio vómito.

Y ahora Ted por fin podría tachar, de una vez por todas, a Dawson de su lista. Allí escondido, a la espera de que Amanda se marchara, se preguntó qué diantre estaban haciendo esos dos. Probablemente recuperando el tiempo perdido, dándose un buen revolcón en la cama, jadeando y gritando de placer. Seguramente ella estaba casada. Se preguntó si su marido sospechaba lo que hacía. Supuso que no. No era la clase de cosas que a una tía le gustara ir pregonando por ahí, en especial a una tía que conducía un pedazo de coche como ese. Era probable que se hubiera casado con algún rico gilipollas y se pasara las tardes en el salón de belleza para que le hicieran la manicura, al igual que su mamaíta. Su marido debía de ser un médico o un abogado tan idiota que ni siquiera se podía imaginar que su esposa le pusiera los cuernos.

Probablemente, ella era muy buena guardando secretitos. La mayoría de las mujeres lo eran. ¡A él se lo iban a decir! Tanto le daba que estuvieran casadas o no; si se le ofrecían, aceptaba. Y tampoco importaba si eran parientes o no. Se había acostado con la mitad de las mujeres que vivían en la propiedad de la familia, incluso con las que estaban casadas con sus primos. Y también con sus hijas. Él y Claire, la mujer de Calvin, llevaban seis años liados; se veían un par de veces a la semana, y Claire no se lo había contado a nadie. Nikki probablemente sabía lo que pasaba, ya que era ella quien le lavaba los calzoncillos, pero mantenía la boca cerrada. Sabía lo que le convenía. Nadie se metía en los asuntos de un hombre.

Las luces traseras del coche se iluminaron de color rojo cuando Amanda tomó finalmente la curva y se perdió de vista. Ella no había visto la furgoneta, cosa que no sorprendía a Ted, porque se había salido de la carretera para ocultarse detrás de unos matorrales. Pensó que lo mejor era esperar unos minutos y asegurarse de que aquella mujer no iba a volver. Lo último que quería eran testigos, pero aún se estaba planteando la mejor forma de hacerlo. Si Abee había visto a Dawson por la mañana, seguro que este también había visto a Abee, y eso podía haberlo puesto en guardia. Así pues, tal vez, Dawson estaba allí sentado, esperándolo, con la escopeta en las rodillas. Quizá tenía sus propios planes, también, por si a su primo le daba por aparecer.

Como la última vez.

Ted se palpó la Glock pegada al muslo y pensó que la clave era tomar a Dawson por sorpresa. Acercársele lo bastante como para poder dispararle a bocajarro, luego echar el cuerpo en la furgoneta y deshacerse del coche alquilado abandonándolo en algún lugar apartado de la finca, o limar la matrícula y luego incendiarlo hasta que solo quedara el armazón. Tampoco le costaría mucho deshacerse del cadáver. Solo tenía que llevarlo a rastras hasta el río y arrojarlo al agua, y el agua y el tiempo harían el resto. O podía enterrarlo en algún lugar del bosque, donde nadie pudiera encontrarlo. No podían acusar a nadie de asesinato si no encontraban el cadáver. Doña Jefa de las Animadoras y el
sheriff
podrían sospechar tanto como quisieran, pero la sospecha quedaba lejos de ser una prueba. Habría un gran revuelo en el pueblo, seguro, pero finalmente las aguas se calmarían. Y después le tocaría arreglar las cuentas con Abee. Si este no se andaba con cuidado, quizá también acabaría en el fondo del río.

Había llegado el momento. Ted salió del coche y empezó a atravesar el bosque, en dirección a la casa de Tuck.

Dawson dejó la llave inglesa a un lado y cerró el capó. Ya había acabado con el motor. Desde que Amanda se había marchado, no se había podido librar de la sensación de que alguien lo observaba. La primera vez, agarró la llave inglesa con nervio y examinó el taller con atención, pero no vio a nadie.

Se encaminó hacia la puerta y echó un vistazo al exterior, observando con atención todos los detalles. Se fijó en los robles y en los pinos, con sus troncos recubiertos por plantas trepadoras, y vio que las sombras ya habían empezado a extenderse. Los estorninos trinaban desde las ramas superiores; un halcón pasó volando por encima de su cabeza; su silueta se proyectaba intermitentemente en el suelo. Aparte del canto de los pájaros, reinaba el silencio, bajo el calor de principios de verano.

Pero alguien lo observaba. Allí fuera había alguien, estaba seguro. De repente le vino a la mente la imagen de la escopeta que había enterrado debajo del roble muchos años atrás, junto a la casa, en un agujero no demasiado profundo, quizás a unos treinta centímetros de la superficie, envuelta en un hule para que no se deteriorara. Tuck también tenía armas en su casa, probablemente debajo de la cama, pero Dawson no estaba seguro de si estaban en buen uso. Volvió a examinar la zona, pero no vio nada. Sin embargo, en aquel preciso instante, detectó un movimiento furtivo cerca de una pequeña arboleda, en la punta más alejada de la carretera.

Intentó enfocar la visión, pero no vio nada. Parpadeó, a la espera de un nuevo movimiento, mientras intentaba decidir si había sido fruto de su imaginación. De repente, se le erizó el vello en la nuca.

Ted se movía con cautela, consciente de que precipitarse sería una imprudencia. Deseó haber ido con Abee. Habría sido más fácil si su hermano se hubiera acercado desde otra dirección. Pero al menos Dawson todavía estaba allí, a no ser que hubiera decidido salir a dar una vuelta. Sin embargo, en ese caso, Ted habría oído el motor.

Se preguntó dónde estaba Dawson exactamente. ¿Dentro de la casa, en el taller, o en algún otro sitio cerca? Esperaba que no estuviera en la casa, porque le costaría mucho acercarse sin ser visto. La choza de Tuck estaba construida en un pequeño claro, con el río justo detrás, pero había ventanas en todos los lados y Dawson podría ver cómo se acercaba. En ese caso, quizá sería mejor esperar hasta que saliera. El problema era que podía salir por la puerta de delante o por la de atrás, y Ted no podía estar en los dos sitios a la vez.

Lo que realmente necesitaba era hacer algo para llamar su atención. De ese modo, cuando Dawson saliera a averiguar qué pasaba, esperaría hasta tenerlo lo bastante cerca antes de apretar el gatillo. Se sentía seguro con la Glock hasta unos nueve metros de distancia.

Pero ¿qué podía hacer para llamar su atención?

Avanzó sigilosamente, evitando pisar los pequeños montones de piedras sueltas desperdigadas por el suelo. Aquella zona del condado estaba llena de margas. De repente, se le ocurrió una idea simple pero efectiva: lanzaría unas cuantas piedras, quizás incluso apuntaría directamente al coche o rompería el cristal de una ventana. Dawson saldría disparado para averiguar qué pasaba, y entonces Ted lo estaría esperando.

Agarró un puñado de cantos y se los guardó en el bolsillo.

Dawson avanzó sigilosamente hacia el lugar donde había visto el movimiento al tiempo que recordaba las alucinaciones que había experimentado desde la explosión en la plataforma. Todas le resultaban familiares. Alcanzó la punta del claro y echó un vistazo hacia el bosque, procurando calmar su corazón desbocado.

Se detuvo en seco y escuchó con atención. Cientos de estorninos cantaban encaramados a los árboles, quizá miles. De niño, siempre le había fascinado la forma en que emprendían el vuelo en bandada cuando él aplaudía con fuerza, como si estuvieran todos atados con una misma cuerda. En ese momento estaban alborotados, por algo.

¿Un aviso?

No lo sabía. Más allá, el bosque se abría misterioso; el aire era salobre y estaba impregnado de un profundo olor a madera podrida. Las ramas más bajas de los robles llegaban a ras de suelo antes de retorcerse hacia el cielo. Las plantas trepadoras y el musgo oscurecían el mundo a menos de un metro de distancia.

Por el rabillo del ojo, detectó de nuevo un movimiento furtivo y se volvió con rapidez. El aire se le quedó apresado en el pecho cuando vio a un hombre con el pelo negro y una cazadora azul que desaparecía detrás de un árbol. Dawson podía oír el sonido de su propio corazón acelerado resonando estrepitosamente en sus oídos. Pensó que no era posible, que no era real, que no podía ser real. Sin embargo, sabía que no estaba viendo visiones.

Apartó las ramas de un roble y se adentró en el bosque con la intención de seguir al desconocido.

«Ya estoy cerca», pensó Ted. A través de la espesura, avistó la punta de la chimenea y se inclinó hacia delante, avanzando con más cautela. Ningún ruido, ningún sonido. Aquella era la clave para cazar, y Ted siempre había sido un buen cazador.

Qué más daba si se trataba de un hombre o de un animal. Lo importante era que el cazador fuera lo suficientemente hábil.

Dawson seguía abriéndose paso entre la tupida vegetación, sorteando los árboles. Le costaba respirar mientras procuraba acortar la distancia con el desconocido. Tenía miedo de detenerse, pero, con cada nuevo paso que daba, más asustado estaba.

Llegó al lugar donde había visto al hombre con el cabello negro y siguió adelante, en busca de cualquier señal de su presencia. Estaba empapado de sudor, y notaba la camisa pegada a la espalda. Resistió la repentina necesidad de gritar, preguntándose si sería capaz de emitir el más mínimo sonido si lo intentaba. Notaba la garganta totalmente reseca.

El suelo estaba seco; las hojas de pino crujían bajo sus pies. Dawson saltó sobre un tronco caído y vio que el hombre de cabello negro agachaba la cabeza y se abría paso entre la maleza apartando unas ramas. La cazadora azul se agitaba a su espalda.

Dawson empezó a correr hacia él.

Ted se había ido acercando con sigilo a la enorme pila de leña situada en uno de los extremos del claro. Desde su posición privilegiada, podía ver el taller. La luz estaba encendida. Mantuvo la vista fija en la puerta durante casi un minuto, intentando detectar el más leve movimiento. Seguro que Dawson había estado ahí dentro, pero en esos momentos no había ni rastro de él, ni tampoco en el porche ni en la parte de delante de la casa.

Debía de estar dentro o en el porche trasero. Ted avanzó agazapado, buscando el cobijo de los árboles, hasta la parte trasera de la casa. Nada. Volvió a su punto de partida, junto a la pila de leña. Seguía sin detectar ninguna señal de Dawson en el taller, lo que quería decir que debía estar en la casa. Probablemente habría entrado para beber agua, o quizá para mear. En cualquier caso, seguro que no tardaría en salir.

Se acomodó para esperarlo.

Dawson vio al hombre por tercera vez. En aquella ocasión, se hallaba más cerca de la carretera. Aceleró el ritmo de su persecución, sintiendo cómo las ramas y los arbustos lo fustigaban sin clemencia, pero no tenía la impresión de estar acortando distancia. Empezó a disminuir la marcha gradualmente, resollando, antes de detenerse junto al margen de la carretera.

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