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Authors: Nicholas Sparks

Tags: #Romántico

Lo mejor de mi (17 page)

BOOK: Lo mejor de mi
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—No sé qué decir. —Podía notar la mirada curiosa de Dawson, a su lado—. Es muy generoso por su parte. —Amanda vaciló, más emocionada de lo que quería admitir—. Él…, supongo que sabía lo que significaría para mí.

Tanner asintió antes de apartar la carpeta a un lado.

—Bueno, pues creo que eso es todo, a menos que se les ocurra alguna cosa más.

No había nada más. Amanda se puso de pie mientras Dawson recogía el estuche de madera de la mesa. Tanner también se levantó, aunque no hizo amago de acompañarlos hasta la puerta. Amanda enfiló hacia la salida con Dawson. Se fijó en la expresión taciturna en su cara. Antes de llegar a la puerta, él se detuvo y se dio la vuelta.

—¿Señor Tanner?

—¿Sí?

—Antes ha dicho algo que me ha parecido curioso.

—¿Ah, sí?

—Ha dicho que mañana sería ideal. Supongo que se refería a justo mañana, como un día específico.

—Sí.

—¿Por qué?

Tanner apoyó las manos en la mesa.

—Lo siento, pero no puedo decirles el motivo.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó ella.

Los dos caminaban hacia el coche de Amanda, que todavía estaba aparcado al lado de la cafetería. En vez de contestar, Dawson hundió las manos en los bolsillos.

—¿Quieres que almorcemos juntos? —sugirió él.

—¿No piensas contestar a mi pregunta?

—No sé qué decir. Tanner no me ha contestado.

—Pero ¿por qué le has hecho esa pregunta?

—Porque soy una persona curiosa, siempre lo he sido.

Amanda cruzó la calle.

—No estoy de acuerdo. Recuerdo que vivías con una aceptación casi estoica de la vida. Pero sé exactamente qué te propones.

—¿Ah, sí? ¿Qué es lo que me propongo?

—Estás intentando cambiar de tema.

Dawson no se molestó en negarlo. En vez de eso, se colocó el estuche bajo el brazo.

—Tú tampoco has contestado a mi pregunta.

—¿Qué pregunta?

—Te he preguntado si te apetecía almorzar conmigo. Porque, si estás libre, conozco un sitio estupendo.

Ella vaciló unos instantes, consciente de que la gente en los pueblos pequeños era muy dada a cotillear, pero, como de costumbre, Dawson pareció leerle el pensamiento.

—Confía en mí —le dijo—. Conozco el sitio perfecto.

Media hora más tarde, estaban de nuevo en casa de Tuck, sentados cerca del río, sobre una manta que Amanda había sacado de uno de los armarios. En el trayecto en coche, Dawson había comprado bocadillos y botellas de agua en el restaurante Brantlee’s Village.

—¿Cómo lo sabías? —Amanda sentía curiosidad por saber por qué Dawson siempre parecía ser capaz de leerle el pensamiento, como en los viejos tiempos. Cuando eran jóvenes, un simple gesto sutil bastaba para expresar un mar de pensamientos y emociones.

—Tu madre y todas sus amistades todavía viven en el pueblo; estás casada; yo soy tu antiguo novio. No cuesta tanto deducir que no sería una buena idea que nos vieran juntos toda la tarde.

Amanda se sentía aliviada de que él lo comprendiera, pero mientras Dawson sacaba dos bocadillos de la bolsa, se estremeció con un sentimiento de culpa. Intentó convencerse a sí misma de que solo iban a comer juntos, aunque eso no era todo; no quería engañarse.

Dawson no pareció darse cuenta de su cambio de actitud.

—¿Alguna preferencia? Hay de pavo y de pollo —le preguntó, al tiempo que le mostraba los bocadillos.

—Me da igual —contestó Amanda, que, de repente, cambió de opinión—: bueno, no; prefiero el de pollo.

Dawson le pasó el bocadillo y una botella de agua. Ella examinó el espacio a su alrededor, gozando de la sorda quietud. Unas nubes algodonosas se desplazaban despacio por el cielo. Cerca de la casa vio un par de ardillas que correteaban por el tronco de un roble recubierto de musgo. Una tortuga descansaba al sol sobre un tronco caído, en la otra punta del río. Era el entorno de su infancia y de su juventud; sin embargo, había llegado a parecerle extrañamente ajeno, como un mundo distinto por completo al que habitaba.

—¿Qué te ha parecido la reunión? —le preguntó él.

—Tanner parece un hombre decente.

—¿Y qué me dices de las cartas de Tuck? ¿Tienes alguna idea de qué es lo que pueden contener?

—¿Después de lo que he oído esta mañana? No, ni idea.

Dawson asintió y desenvolvió su bocadillo. Ella lo imitó.

—Así que el Centro de Oncología Pediátrica, ¿eh?

Ella asintió, y automáticamente pensó en Bea.

—Ya te dije que trabajo como voluntaria en la Clínica Universitaria de Duke. Además organizo actividades para recaudar fondos para ellos.

—Ya, pero no me habías dicho en qué sección trabajabas —replicó Dawson, sin haber probado todavía el bocadillo.

Amanda oyó el tono en su voz y supo que él estaba esperando a que le dijera más cosas. Con aire ausente, desenroscó el tapón de la botella de agua.

—Frank y yo tuvimos otra hija, tres años después de que naciera Lynn.

Amanda hizo una pausa, para aunar fuerzas, aunque sabía que contárselo a Dawson no resultaría tan doloroso ni extraño como le solía pasar con otras personas.

—Cuando tenía dieciocho meses, le diagnosticaron un tumor cerebral. No se podía operar. A pesar de los esfuerzos de un increíble equipo de médicos del Centro de Oncología Pediátrica, murió seis meses después.

Amanda desvió la vista hacia el río, sintiendo aquel profundo e intenso dolor tan familiar, una tristeza que sabía que ya nunca la abandonaría.

Dawson se inclinó hacia ella y le apretó la mano. Acto seguido, le preguntó en una voz muy suave:

—¿Cómo se llamaba?

—Bea.

Permanecieron callados durante un buen rato. Los únicos sonidos que llenaban el aire eran el borboteo de las aguas del río y el susurro de las hojas sobre sus cabezas. Amanda no tenía la sensación de que tuviera que añadir nada más, ni Dawson esperaba que lo hiciera. Ella sabía que comprendía exactamente cómo se sentía, y presentía que él también sufría, aunque solo fuera porque no podía ayudarla.

Después de comer, recogieron la manta, las sobras del tentempié y regresaron a la casa. Dawson entró detrás de Amanda, y observó cómo desaparecía de su vista, seguramente para guardar la manta otra vez en el armario. Se mostraba reservada, como si tuviera miedo de haber cruzado una línea peligrosa. Dawson sacó un par de vasos de un armario de la cocina y sirvió té frío. Cuando ella regresó a la cocina, él le ofreció uno de los vasos.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí —contestó ella, mientras aceptaba el vaso—. Estoy bien.

—Siento haberte hecho recordar esos momentos tan tristes de tu vida.

—No, tranquilo; lo que pasa es que a veces todavía me cuesta hablar de Bea. Y ha sido un… fin de semana tan… inesperado…

—Para mí también —dijo Dawson. Apoyó todo el peso del cuerpo en la encimera y preguntó—: ¿Cómo quieres que lo hagamos?

—¿El qué?

—Explorar la casa, para ver si quieres quedarte con algún recuerdo.

Amanda suspiró, esperando que su estado de agitación no le resultara obvio.

—No lo sé. En cierto modo, no me parece correcto.

—No deberías sentirte incómoda. Él quería que lo recordáramos.

—Yo siempre lo recordaré, con o sin objetos.

—Pero Tuck deseaba ser más que un mero recuerdo. Deseaba que tuviéramos algo de él y de este lugar.

Amanda tomó un sorbo de té. Sabía que Dawson probablemente tenía razón, pero la idea de revolver entre las pertenencias de Tuck justo en ese momento, solo para encontrar un recuerdo, le parecía violenta, en cierto modo.

—Esperemos un ratito más, si no te importa.

—Perfecto. Esperaremos hasta que te sientas lista. ¿Quieres que salgamos al porche?

Amanda asintió y lo siguió hasta el porche trasero, donde se sentaron en las viejas mecedoras de Tuck. Dawson apoyó el vaso en el muslo.

—Supongo que Tuck y Clara solían sentarse aquí a menudo, para descansar y ver pasar las horas —comentó.

—Probablemente.

Dawson se volvió hacia ella.

—Me alegro de que pasaras a visitarlo de vez en cuando. No me gustaba pensar que Tuck estaba siempre solo, aquí.

Amanda podía notar la humedad en el cristal del vaso que sostenía entre sus manos.

—Sabías que él veía a Clara, ¿verdad?

Dawson frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Tuck juraba que ella seguía aquí, a su lado.

Por un instante, él pensó en las imágenes y movimientos furtivos que había estado sintiendo recientemente.

—¿Qué quieres decir? ¿La veía?

—Sí. La veía y hablaba con ella.

Dawson parpadeó, perplejo.

—¿Me estás diciendo que Tuck creía que veía un fantasma?

—¿Cómo? ¿Es que nunca te lo contó?

—Nunca me habló de Clara.

Amanda abrió los ojos como un par de naranjas.

—¿Nunca?

—Lo único que me dijo fue su nombre.

Ella dejó el vaso en el suelo y le relató algunas de las historias que Tuck le había contado a lo largo de los últimos años: que abandonó los estudios a los doce años y encontró un empleo en el taller de su tío; que cuando tenía catorce conoció a Clara en la iglesia, y que en aquel instante supo que se casaría con ella; que toda la familia de Tuck, su tío incluido, se marchó al norte en busca de un empleo en los años de la Gran Depresión y nunca regresó. Le habló de los primeros años de Tuck con Clara: el primer aborto, el durísimo trabajo a las órdenes del padre de Clara en el rancho de la familia mientras por la noche se dedicaba a construir aquella casa. Le contó que ella había tenido dos abortos más después de la guerra y le habló de cómo él abrió el taller y empezó a restaurar coches a principios de 1950, que incluso había restaurado un Cadillac cuyo dueño era un cantante que se dejaba caer algunas veces por el pueblo y que se llamaba Elvis Presley. Cuando acabó de contarle la muerte de Clara y que Tuck hablaba con el fantasma de su mujer, Dawson había apurado el té y mantenía la vista fija en el vaso vacío, intentando conciliar las historias que Amanda le acababa de relatar con el hombre que había conocido.

—No puedo creer que no te contara nada de esto —se maravilló Amanda.

—Debía de tener sus razones. Quizá se sentía más cómodo contigo.

—Lo dudo. Lo que pasa es que yo lo conocí más tarde en su vida. En cambio tú lo conociste cuando todavía no se había recuperado de la muerte de Clara.

—Quizás —admitió Dawson, aunque en un tono no demasiado convencido.

Amanda continuó.

—Tú eras muy importante para él. Después de todo, te dejó vivir aquí. Y no una, sino dos veces. —Cuando Dawson asintió con la cabeza, ella lo miró con interés—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro que sí.

—¿De qué hablabais normalmente?

—De coches, motores, transmisiones. A veces hablábamos del tiempo.

—¡Qué interesante! —se burló ella.

—Ni te lo imaginas. Pero en esa época, yo tampoco era una persona muy habladora, que digamos.

Amanda se inclinó hacia él, con renovada decisión.

—Muy bien. Así que ahora los dos sabemos bastantes cosas de Tuck y tú sabes algunas cosas sobre mí. Pero yo todavía no sé nada de ti.

—Claro que lo sabes. Te lo conté ayer. Trabajo en una plataforma petrolífera, ¿recuerdas? Vivo en un remolque en las afueras de la ciudad, y sigo conduciendo el mismo coche. Ah, y no salgo con nadie.

Con una lánguida atención, Amanda se tocó la coleta por encima del hombro; un movimiento casi sensual.

—Cuéntame algo que aún no sepa —lo animó—. Algo que nadie sepa; algo que me sorprenda.

—No sé qué puedo contarte.

Ella escrutó su cara con interés.

—¿Por qué será que no te creo?

«Porque nunca fui capaz de ocultarte nada», pensó Dawson. En cambio, contestó:

—No lo sé.

Ella se quedó callada ante su respuesta, como si estuviera sopesando algo.

—Ayer comentaste una cosa que despertó mi curiosidad. —Cuando él la miró con interés, ella continuó—: ¿Cómo sabes que Marilyn Bonner no ha vuelto a casarse?

—Simplemente lo sé.

—¿Te lo dijo Tuck?

—No.

—Entonces, ¿cómo lo sabes?

Dawson entrelazó los dedos y se arrellanó en la mecedora. Sabía que si no contestaba, ella no pararía de insistir una y otra vez. Amanda tampoco había cambiado en ese aspecto. Resopló y dijo:

—Será mejor que empiece por el principio.

A continuación, le habló de los Bonner, de su visita al ruinoso rancho de Marilyn mucho tiempo atrás, de los graves problemas económicos que pasó aquella familia, de cómo empezó a enviarles dinero de forma anónima cuando salió de la cárcel y, finalmente, de que en los últimos años había contratado a un par de detectives para que le informaran de la situación de la familia. Cuando terminó, Amanda permaneció callada, como si buscara el comentario adecuado.

—No sé qué decir —explotó al final.

—Sabía que ibas a decir eso.

—No, de verdad, Dawson —replicó con vehemencia—. Quiero decir, sé que es muy noble por tu parte eso de enviarles dinero, y estoy segura de que has marcado una diferencia en sus vidas. Pero… hay algo triste en esta historia, también, porque es evidente que no puedes perdonarte por algo que, está claro, fue un accidente. Todo el mundo comete errores, aunque algunos sean peores que otros. Los accidentes suceden. Pero ¿contratar a unos detectives para saber exactamente qué sucede en sus vidas? Eso no está bien.

—No lo entiendes… —empezó a contraatacar Dawson.

—No, eres tú quien no lo entiende —lo interrumpió ella—. ¿No crees que merecen que se les respete su intimidad? Sacar fotos, ahondar en sus vidas personales…

—No se trata de eso —protestó él.

—¡Pues es lo que haces! —Amanda propinó un golpe seco en el apoyabrazos de la mecedora—. ¿Y si algún día lo descubren? ¿Puedes imaginar lo que eso supondría para ellos? Se sentirían traicionados, invadidos.

Amanda lo sorprendió al emplazar una mano sobre su brazo, con firmeza aunque con tensión a la vez, como si quisiera asegurarse de que él la estaba escuchando.

—No digo que esté de acuerdo, pero lo que hagas con tu dinero es asunto tuyo. Sin embargo, ¿el resto? ¿Lo de los detectives? Tienes que parar. Prométeme que lo harás, ¿de acuerdo?

Dawson podía notar el calor que irradiaba la boca de Amanda.

—De acuerdo —cedió al final—. Te prometo que no volveré a hacerlo.

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