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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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Córdoba (Argentina) 1961: Francesca De Gecco es una joven que, a pesar de su extracción humilde, con la ayuda de su rico padrino ha sabido labrarse una sólida educación. Nada más iniciar una brillante carrera en el diario que dirige su padrino, la joven sufre un terrible desengaño amoroso. Sólo el tiempo y la distancia podrán curar una herida tan profunda, y por eso la muchacha acepta un puesto en la embajada de su país en Ginebra.

Sin embargo, esa ciudad sólo será la primera etapa de un viaje mucho más largo. Al otro lado del mundo, en los palacios más deslumbrantes del desierto de Arabia, Francesca encontrará una segunda oportunidad para ser feliz.

Florencia Bonelli

Lo que dicen tus ojos

ePUB v1.0

GONZALEZ
28.09.11

© 1997, Florencia Bonelli Furey

© 02/2006 Suma de Letras

Colección: Manderley

ISBN: 84-96463-35-4

«Los ojos son los labios del espíritu».

CHRISTIAN FRIEDRICH HEBBEL

Capítulo Uno

Estancia Arroyo Seco, Sierras de Córdoba

Enero de 1961

Apostada en la loma que dominaba el maizal, Francesca pensó: «Siempre amaré este lugar, aunque pasen años, aunque nunca más vuelva a verlo». Bajó corriendo y, por la alameda, tomó el camino que conducía al casco de la estancia.
«
¿Y por qué no he de volver a verlo?», se preguntó.

Reconoció de lejos al señor Esteban Martínez Olazábal, que, montado en su alazán, impartía órdenes a don Cívico, el capataz. No se ocultó del patrón y continuó caminando; le tenía aprecio, siempre había sido bueno con ella.

—¡Eh, Francesca! —se sorprendió Martínez Olazábal—. No te esperábamos hasta el sábado.

—Buenas tardes, señor. Buenas tardes, don Cívico.

—Niña —respondió el hombre, y se quitó la boina.

—Los planes eran que llegara el sábado —retomó Francesca—, pero mi tío Alfredo me dio permiso y pude venir hoy.

—¡Ese Alfredo sí que te hace trabajar! —comentó Esteban, risueño.

—Me gusta mi trabajo, señor —aseguró Francesca, y la respuesta complació a Martínez Olazábal, que le palmeó la mejilla.

—¿Cómo andan las cosas por Córdoba?

—Todo bien, señor. No hay ninguna novedad en la casa; excepto Onofrio, que...

—¿Qué le pasó?

—Por fortuna, nada grave, señor. Mientras arreglaba las pizarras sueltas del techo, resbaló y...

—¡Dios mío! ¡Se cayó!

—No, señor, pero, al aferrarse a la cornisa, se lastimó la muñeca y hubo que enyesársela.

Martínez Olazábal saludó con premura y espoleó el caballo, que se perdió en dirección al casco.

—¡A la perinola, que te me has puesto guapa! —exclamó Cívico, después de saber lejos al patrón.

Francesca le dedicó una sonrisa antes de arrojarse a los brazos del hombre que quería como a un abuelo.

—Ya contábamos los días con la Jacinta, para que llegara el sábado, digo. La niña Sofía —explicó Cívico, refiriéndose a la menor de don Esteban— nos mandó avisar que venías ese día. ¡Cosa buena es que te hayas aparecido antes!

Se encaminaron a la casa de don Cívico, que, pese a la buena remozada de años atrás, con materiales seguros y de calidad, no había podido quitarse el mote de «rancho». Blanqueada a la cal y con tejas españolas, envuelta en un eterno caos de gallinas, perros y cosas viejas arrumbadas, constituía para Francesca uno de los recuerdos más gratos de su infancia. Entraron, apartando el trapo que servía para mantener a raya a los insectos, y enseguida los envolvió el aroma a pella caliente y a tortas fritas. Jacinta, la mujer de Cívico, arrojaba los pedazos de masa en la olla con grasa hirviendo y canturreaba en voz baja.

—¡Dígnate a mirar, mujer! —le pidió el hombre.

—¿Pa'qué? ¿Pa vé a un fulero como vo'?

—¡No, qué va! —repuso el capataz—. Mira a quién te traigo.

Jacinta, con las manos llenas de amasijo y la frente manchada de harina, se dio la vuelta fingiendo un disgusto que se le esfumó nada más ver a Francesca en medio de la pieza. Apenas atinó a limpiarse con el repasador antes de abrazarla y llenarla de elogios. Se sentaron a la mesa; el mate cimarrón, como le gustaba a Cívico, comenzó la primera vuelta, mientras las tortas fritas desaparecían del plato.

—Contanos, Panchita, qué es de tu vida —inquirió Jacinta.

—Nada nuevo. Sigo trabajando en el diario, con mi tío Fredo. Me prometió que este año va a darme una columna.

—¿Una qué?

—Me va a dejar escribir algo y publicarlo.

—¡Mirámela vos, che Jacinta! ¡Si se nos va a hacer importante la mocosa!

En menos de una hora, el matrimonio la puso al tanto de las novedades del campo: chismes de peones y hasta de patrones, nacimientos de animales y resultados de cosechas, fiestas patronales, casamientos y «rejuntes», como llamaban a los amancebamientos.

—Y la Paloma —se refería a la menor de sus seis hijos— está por el cuarto mes. Dice la Chaira, la vidente, ¿te acordás? Bueno, dice que será machito nomás.

—¿Y cómo lo van a llamar? —se interesó Francesca.

—Se han de fijar en el santoral —dedujo Cívico.

—Sí, mejor en el santoral y no en el almanaque, como hizo el bruto de tu viejo, que a quien salir tenés, que por nacer un 9 de julio va, se fija y ve «día cívico», y ahí te mancilló la gracia.

—¡Bah, que no es tan malo! —se quejó el hombre.

A Francesca la atraía la sencillez de esa gente, más allá de que en ocasiones la sorprendían con una sabiduría que no había encontrado siquiera en su tío Fredo, una mezcla de misericordia, resignación y afán por la vida; personas que no le temían al hambre, al frío o a la falta de lo indispensable, y en las que la ausencia de tanto no había conseguido envilecerles los sentimientos ni ensombrecerles la mirada.

—Y allá, por la casa grande, ¿cómo andan las cosas? —se interesó Jacinta.

—Acabo de llegar y no vi a nadie, ni siquiera a Sofía. Supongo que como siempre —expresó Francesca, con desánimo—. La señora Celia, insufrible, al igual que Enriqueta, y el señor Esteban, soportando.

—Y la niña Sofía, ¿se repuso de..., bueno, de aquello?

Francesca hizo un gesto elocuente, y Cívico y Jacinta bajaron la vista y suspiraron. Le tenían cariño a la más chica del patrón Esteban pese a las contadas ocasiones en que la habían visto; en realidad, la conocían a través de Francesca, que la adoraba.

—Hoy llega el niño Aldo —comentó Cívico para disipar el nubarrón de tristeza—. Me lo acaba de decir el patrón.

—¡Uy, pero si a ése de niño no le debe de quedar ni un pelo! —aseguró Jacinta—. ¿Cuántos años hace que no aparece por acá?

—A ver... —dijo Cívico, y se rascó la coronilla—. Más o menos, diez años. Tenía como dieciocho cuando lo mandaron a estudiar a las Europas. Anda por los veintiocho.

—¿Y está reciencito llegado de las Europas?

—No —aclaró el capataz—, hace más o menos tres años que volvió, pero se quedó en Buenos Aires. Encontraría a los porteños más de su talla.

—Vos ni te acordás de él, ¿no? —se dirigió Jacinta a Francesca.

—Cuando mi mamá se empleó en lo de Martínez Olazábal, yo tenía seis años, era muy chica. Algo me acuerdo de Aldo, pero poco. Sólo iba los fines de semana a la casa porque estaba pupilo en el La Salle, un colegio camino a Saldan —aclaró—. Pero nunca crucé palabra con él; se la pasaba encerrado en la biblioteca, leyendo. Con Sofía eran bastante compinches. Recuerdo que ella sufrió mucho cuando lo enviaron al extranjero.

—¡Pucha, che! —se quejó Cívico—. Esta familia tiene tristezas por los cuatro costados. Tanto, tanto, para nada.

Y cuando el nubarrón amenazaba nuevamente, Jacinta intervino:

—Che, Cívico, ¿qué estás esperando? Llévala a la Panchita a donde realmente quiere estar, que no es aquí, con nosotros, dos viejazos aburridos. Anda, llévala con el morito; el pobre debe de estar medio loco, seguro que ya la olió en el aire.

Francesca agradeció con una sonrisa la intuición de Jacinta y no se avergonzó de que la impaciencia por ver a Rex, su caballo, se le notara tanto, pues nadie conocía mejor que Jacinta y Cívico el amor que le inspiraba el semental. Camino al potrero, el capataz le comentó que el morito —así lo llamaba por tratarse de un purasangre árabe— seguía saludable, esbelto y mañero, y que, como ninguno de los peones se animaba a acercársele porque tenía el vicio de tirar mordiscos, él mismo se encargaba de varearlo, bañarlo y cepillarlo.

—A vos te conoce —explicó Francesca.

—Me respeta porque sabe que soy tu amigo, si no, bien que me levantaría las patas y me clavaría esos dientazos que Dios le dio. Ando con ganas de castrarlo.

—Ni se te ocurra, Cívico —amenazó la joven.

—El señor Esteban me lo anduvo sugiriendo hoy mismo.

—A mi caballo nadie le toca un pelo.

—Pero si no es tu caballo, Panchita, es de la niña Enriqueta. ¿Te acordás que te conté que se lo regalaron para los quince?

—Sí, claro que me acuerdo, pero esa mojigata no se atrevió a acercársele a diez metros. Ni se acuerda de que Rex existe.

—A veces me arrepiento de haberte dejado encariñar tanto con un bicho que no es tuyo. Me pregunto qué pasaría si el patrón decidiese venderlo.

Pero Francesca ya no lo escuchaba. Corrió el último tramo y saltó la tranquera, con agilidad. Al distinguir a su caballo —el único completamente negro— en medio de la manada, se tomó unos instantes para solazarse con su estampa majestuosa e imponente.

Lo llamó. Rex, que ya la había olfateado, al sonido de su voz comenzó a dar coces y a piafar. El resto de la caballada se alejó asustada y el morito se quedó solo en el potrero.

—Dejá de dar ese espectáculo lamentable —lo amonestó Francesca— y vení que te quiero ver de cerca.

El caballo se aproximó relinchando y sacudiendo la cabeza. Después de acariciarlo durante un rato en la testuz, decidió montarlo.

—¡Al menos esperá que te traiga la montura! —gritó Cívico, desde la tranquera—. ¡Aunque sea ponele este apero!

—¡A pelo! —fue la respuesta de la joven, que se encaramó con maestría sobre el caballo y, sujeta de las crines, lo incitó con un sonido que el animal conocía bien.

Al atardecer, el cielo parecía una paleta de rojos y violetas. Francesca permaneció recostada sobre la hierba, con la cabeza apoyada en sus manos, Rex pastaba alejado. Se escuchaban el canto de los benteveos y de los pechitos amarillos, y el chirrido de los primeros insectos nocturnos. Inspiró el aire fresco colmado de los aromas que ella sólo relacionaba con Arroyo Seco. Se levantó de mal humor, debía regresar o su madre se preocuparía; además, había prometido ayudarla con la cena, eran varios comensales esa noche,

—Vamos, Rex, tenemos que volver.

Dejó el caballo en el potrero y, desganada, se encaminó hacía el casco. Por el camino de la alameda entretuvo su mirada en el paisaje y, aunque había visto el espectáculo muchas veces, volvió a azorarse con el sol, que, completo y refulgente minutos antes, ahora se esfumaba en un tenue resplandor detrás de las sierras azules. ¿En qué momento se había ido? La tarde se extinguía a una velocidad insospechada y esa agonía le resultaba opresiva. «Ahora, hija, ahora se esconde el sol, no quiere encontrarse con la luna». ¿Olvidaría alguna vez la voz de su padre en el mirador del parque Sarmiento, los sábados por la tarde, mientras contemplaban el fin del día tomados de la mano?

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