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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (3 page)

BOOK: Lo que el viento se llevó
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—Bueno, puede ser. Pero ¿qué tiene que ver que no le dijera que iba a ser mañana? Se supone que era un secreto, una sorpresa, y un hombre tiene derecho a mantener secreta su palabra de casamiento, ¿no es así? Nosotros no nos hubiéramos enterado si no se le escapa a la tía de Melanie. Pero Scarlett debía saber que él había de casarse algún día con Melanie. Nosotros lo sabemos hace años. Los Wilkes y los Hamilton se casan siempre entre primos. Todo el mundo estaba enterado de que seguramente se casarían, exactamente igual que Honey Wilkes se va a casar con Charles, el hermano de Melanie.

—Bueno, vamos a dejarlo. Pero siento que no nos convidara a cenar. Te juro que no tengo ninguna gana de oír a mamá tomarla con nuestra expulsión. No es como si fuera la primera vez.

—Tal vez Boyd la haya suavizado a estas horas. Ya sabes que es un hábil parlanchín ese gorgojo. Y sabes también que consigue siempre aplacarla.

—Sí, puede hacerlo, pero necesita tiempo. Tiene que empezar con rodeos hasta que pone a mamá tan nerviosa que se da por vencida y le pide que reserve su voz para la práctica del Derecho. No habrá tenido tiempo, sin embargo, de llevar las cosas a buen fin. Mira, te apuesto lo que quieras a que mamá está tan excitada aún con lo de su caballo nuevo que ni se dará cuenta de que estamos otra vez en casa hasta que se siente a cenar esta noche y vea a Boyd. Y antes de que termine la comida se habrá ido acalorando y poniendo furiosa. Y habrán dado las diez sin que Boyd haya conseguido tomar la palabra para decirle que no hubiera resultado digno en ninguno de nosotros continuar en el colegio después de habernos hablado el rector como nos habló a ti y a mí. Y será más de medianoche antes de que haya él conseguido darle la vuelta en tal forma que esté tan indignada con el rector que le pregunte a Boyd por qué no le pegó un tiro. No, decididamente, no podemos ir a casa hasta pasada medianoche. Es algo completamente imposible.

Los gemelos se miraron malhumorados. No tenían ningún miedo ni a los caballos salvajes ni a los peligros de la caza ni a la indignación de sus vecinos; pero les infundían un saludable pánico las clarísimas advertencias de su pelirroja madre y la fusta con la cual no tenía reparo en castigarles.

—Bueno, mira —dijo Brent—, vamos a casa de los Wilkes. Las chicas y Ashley se sentirán encantados de que cenemos allí.

Stuart pareció un poco molesto.

—No, no vayamos allí. Estarán muy ocupados preparándolo todo para la barbacoa de mañana, y además...

—¡Oh! Me había olvidado de eso —replicó Brent rápido—. No iremos, no.

Pusieron los caballos al paso y marcharon un rato en silencio, Stuart con las morenas mejillas encendidas de sonrojo. Hasta el verano anterior había él cortejado a India Wilkes, con la aprobación de ambas familias y del condado entero. El condado pensaba que tal vez la fría y comedida India Wilkes tendría sobre él una influencia sedante. Por lo menos, eso esperaban todos fervientemente. Y Stuart hubiera seguido adelante, pero Brent no estaba satisfecho. Brent le tenía afecto a India pero la encontraba muy fea y apocada y no hubiera podido enamorarse de ella sólo por hacerle compañía a Stuart. Era la primera vez que los intereses de los gemelos no estaban acordes, y Brent se sintió agraviado por las atenciones que su hermano prodigaba a una muchacha que a él no le parecía nada extraordinaria.

Entonces, el verano anterior, en un discurso político que tuvo lugar en un robledal de Jonesboro, a los dos les llamó la atención Scarlett O'Hara. La conocían desde hacía años; en su infancia había sido su compañera favorita de juegos porque sabía montar a caballo y trepar a los árboles casi tan bien como ellos. Pero ahora, ante su gran asombro, vieron que se había convertido en una bella joven, la más encantadora del mundo entero.

Se dieron cuenta por primera vez de la movilidad de sus verdes ojos, de lo profundos que resultaban los hoyuelos de sus mejillas cuando reía, de lo diminutos que eran sus manos y sus pies y de lo esbelto que era su talle. Las ingeniosas salidas de los gemelos la hacían prorrumpir en sonoras carcajadas, y, poseídos del convencimiento de que los consideraba una pareja notable, ellos se superaron realmente.

Fue aquél un día memorable en la vida de los gemelos. Desde entonces, cuando hablaban de ello, se asombraban de que no se hubieran dado cuenta antes de los encantos de Scarlett. Nunca lograban dar con la exacta respuesta, y era ésta: que Scarlett decidió aquel día conseguir que se diesen cuenta de sus referidos encantos. Era incapaz por naturaleza de soportar que ningún hombre estuviera enamorado de otra mujer que no fuese ella, y simplemente el ver a Stuart y a India Wilkes durante el discurso fue demasiado para su temperamento de predadora. No contenta con Stuart, echó también las redes a Brent, y ello con una habilidad que los dominó a los dos.

Ahora, ambos estaban enamorados de ella. India Wilkes y Letty Munroe, de Lovejoy, a quienes Brent había estado medio cortejando, se encontraban muy lejos de sus mentes. Qué haría el vencido, si Scarlett daba el sí a uno de los dos, era cosa que los gemelos no se preguntaban. Ya se preocuparían de ello cuando llegase la hora. Por el momento, se sentían muy satisfechos de estar otra vez de acuerdo acerca de una muchacha, pues no existía envidia entre ellos. Era una situación que interesaba a los vecinos y disgustaba a su madre, a quien no le era simpática Scarlett.

—Os vais a lucir si esa buena pieza se decide por uno de vosotros —observaba ella—. O tal vez os diga que sí a los dos, y entonces tendríais que trasladaros a Utah, si es que los mormones os admiten, lo cual dudo mucho... Lo que más me molesta es que cualquier día os vais a pegar, celosos el uno del otro, por culpa de esa cínica pécora de ojos verdes, y os vais a matar. Aunque tal vez no fuese una mala idea, después de todo.

Desde el día del discurso, Stuart se había encontrado a disgusto en presencia de India. No era que ésta le reprochase ni le indicara siquiera con miradas o gestos que se había dado cuenta de su brusco cambio de afectos. Era demasiado señora. Pero Stuart se sentía culpable y molesto ante ella. Comprendió que se había hecho querer y sabía que India le quería aún; y sentía, en el fondo del corazón, que no se había portado como un caballero. Ella le seguía gustando muchísimo por su frío dominio sobre sí misma, por su cultura y por todas las auténticas cualidades que poseía. Pero, ¡demonio!, era tan incolora y tan poco interesante, tan monótona en comparación con el luminoso y variado atractivo de Scarlett. Con India siempre sabía uno a qué atenerse, mientras que con Scarlett no se tenía nunca la menor idea. No basta con saber entretener a un hombre, pero ello tiene su encanto.

—Bueno, vamos a casa de Cade Calvert y cenaremos allí. Scarlett dijo que Cathleen había vuelto de Charleston. Tal vez tenga noticias de Fort Sumter que nosotros no conozcamos.

—¿Cathleen? Te apuesto doble contra sencillo a que ni siquiera sabe que el fuerte está en el muelle, y mucho menos que estaba lleno de yanquis hasta que fueron arrojados de allí. Esa no sabe nada más que los bailes a que asiste y los pretendientes que selecciona.

—Bueno, pero es divertido oírla charlar. Y es un sitio donde esconderse hasta que mamá se vaya a la cama.

—¡Qué diablo! Me gusta Cathleen; es entretenida, y me alegrará saber de Caro Rhett y del resto de la gente de Charleston; pero que me condenen si soy capaz de aguantar otra comida sentado al lado de la yanqui de su madrastra.

—No seas demasiado duro con ella, Stuart. Tiene buena intención. —No soy duro con ella. Me inspira muchísima lástima, pero no me gusta la gente que me inspira compasión. Y se agita tanto de un lado para otro procurando hacer las cosas bien y darte la sensación de que estás en tu casa, que siempre se las arregla para decir y hacer precisamente lo peor. ¡Me pone nervioso! Y cree que los del Sur somos unos bárbaros feroces. Siempre se lo está diciendo a mamá. La tienen asustada los del Sur. Siempre que estamos con ella parece muerta de miedo. Me hace pensar en una gallina esquelética encaramada en una silla, con los ojos en blanco, brillantes y espantados, dispuesta a agitar las alas y a cacarear al menor movimiento que se haga.

—Bueno, no debes censurarla. Le disparaste un tiro a la pierna a Cade. —Sí, pero estaba bebido; si no, no lo hubiera hecho —dijo Stuart—. Y Cade no me ha guardado nunca rencor, ni Cathleen, ni Raiford, ni el señor Calvert. La única que chilló fue esa madrastra yanqui, diciendo que yo era un bárbaro feroz y que las personas decentes no estaban seguras entre los meridionales incultos.

—No puedes echárselo en cara. Es una yanqui y no tiene muy buenos modales; y, al fin y al cabo, le habías soltado un balazo a Cade, y Cade es su hijastro.

—¡Qué diablo! Eso no es disculpa para insultarme. Tú eres de la misma sangre de mamá y ¿se puso mamá así aquella vez que Tony Fontaine te largó a ti un tiro en la pierna? No, se limitó a llamar al viejo doctor Fontaine para que vendase la herida, y le preguntó al médico por qué había errado el blanco Tony. Dijo que preveía que la falta de entrenamiento iba a echar a perder la buena puntería. Acuérdate cómo le indignó esto a Tony.

Los dos muchachos prorrumpieron en carcajadas.

—¡Mamá es admirable! —dijo Brent, con cariñosa aprobación—. Siempre puedes contar con que ella hará lo más indicado y estar seguro de que no te pondrá en un apuro delante de la gente.

—Sí, pero estará dispuesta a ponernos en un apuro delante de papá y de las chicas, cuando lleguemos a casa esta noche —dijo Stuart con mal humor—. Mira, Brent, eso me hace presentir que ya no iremos a Europa. Ya sabes que mamá dijo que si nos expulsaban de otro colegio nos quedaríamos sin nuestro viaje alrededor del mundo.

—Bueno, ¿y qué? Nos tiene sin cuidado, ¿no es verdad? ¿Qué hay que ver en Europa? Apostaría a que esos extranjeros no nos iban a enseñar nada que no tengamos aquí en Georgia. Jugaría que sus caballos no son tan rápidos ni sus muchachas tan bonitas. Y estoy completamente seguro de que ellos no tienen un whisky de centeno que pueda compararse con el que hace papá.

—Ashley Wilkes dice que no hay quien los iguale en decoraciones de teatro y en música. A Ashley le gusta mucho Europa; siempre está hablando de ella.

—Sí, ya sabes cómo son los Wilkes. Tienen la manía de la música, de los libros y del teatro. Mamá dice que es porque su abuelo vino de Virginia y que la gente de allá es muy aficionada a esas cosas.

—Buen provecho les haga. A mí dame un buen caballo que montar, un buen vino que beber, una buena muchacha que cortejar y una mala para divertirme, y que se queden ellos con su Europa. ¿Qué nos importa perder el viaje? Suponte que estuviéramos en Europa, ahora que va a estallar aquí la guerra. No podríamos volver a tiempo. Me interesa mucho más ir a la guerra que ir a Europa.

—Lo mismo me pasa a mí. Algún día... Mira, Brent, ya sé adonde podemos ir a cenar. Crucemos el pantano en dirección a la hacienda de Able Wynder. Le diremos que estamos otra vez los cuatro en casa dispuestos a hacer la instrucción.

—Es una buena idea —exclamó Brent, entusiasmado—. Y nos enteramos de las noticias del Ejército y del color que han adoptado al fin para los uniformes.

—Si es el de zuavo, prefiero cualquier cosa a alistarme con ellos. Me iba a sentir como un monigote con esos pantalones bombachos encarnados. Esos calzones de franela roja me parecen de señorita.

—¿Piensan ir a la hacienda del señor Wynder? Si van, no cenarán muy bien —dijo Teems—. Se les murió la cocinera y no han comprado otra. Han puesto a guisar a una de las trabajadoras del campo, y me han dicho los negros que es la peor cocinera del Estado.

—¡Dios mío! ¿Por qué no compran otra?

—¿Cómo van a poder esos blancos pobretones comprar ningún negro? No han tenido nunca más de cuatro.

Había franco desprecio en la voz de Jeems. Su propia categoría social estaba asegurada porque los Tarleton poseían un centenar de negros, y, como todos los esclavos de los grandes hacendados, despreciaban a los modestos labradores que no podían tener tantos.

—¡Te voy a hacer azotar por decir eso! —exclamó Stuart con orgullo—. No vuelvas a llamar a Able Wynder blanco pobretón. Verdad es que es pobre, pero no es un cualquiera: que me condene si hay alguien, blanco o negro, jque pueda compararse con él. No hay hombre mejor que él en todo el condado. Y, si no, ¿cómo iba a haberle elegido teniente la Milicia?

—Nunca lo hubiera creído, mi amo —replicó Jeems, impertérrito después de la riña de su señor—. Yo creí que elegirían a los oficiales entre la gente rica y nunca a esos pobretones de los pantanos.

—No es un pobretón. ¿Cómo se te ocurre compararle con gente como los Slattery? Ésos sí que son unos blancos pobretones. Able no es rico, sencillamente. Es un modesto hacendado, no un gran terrateniente, y puesto que los muchachos le consideran con suficiente talla para nombrarle teniente, no tiene por qué hablar de él descaradamente un negro cualquiera. La Milicia sabe lo que hace.

La milicia de caballería había sido organizada tres meses antes, el mismo día que Georgia se separó de la Unión, y desde entonces los reclutas se venían preparando para la guerra. El batallón carecía de nombre aún, aunque no por falta de sugerencias. Todos tenían su idea sobre el asunto y no se sentían dispuestos a abandonarla, de igual modo que todos tenían su idea sobre el color y el corte de los uniformes. «Los gatos monteses de Clayton», «Los devoradores de fuego», «Los húsares de Georgia del Norte», «Los zuavos», «Los rifles del interior» (aunque la Milicia iba a ser equipada con pistolas, sables y cuchillos de monte, y no con rifles), «Los Clayton grises», «Los rayos y truenos», «Los rudos y preparados», y otros muchos por el estilo. Mientras se decidía este asunto, todo el mundo, al referirse a la organización, la llamaba la «Milicia», y, a pesar del muy sonoro nombre que fue adoptado finalmente, toda la vida se la conoció por la «Milicia».

Los oficiales eran elegidos entre los propios miembros, porque nadie en el condado tenía la menor experiencia militar, excepto algunos veteranos de las guerras de México y la de los Seminólas
[2]
, y además la Milicia hubiera rechazado como jefe a un veterano si no le hubiera querido y apreciado personalmente. Todo el mundo quería a los cuatro chicos Tarleton y a los tres Fontaine; pero, sintiéndolo mucho, se negaron a elegirlos porque los primeros se excitaban fácilmente con la bebida y eran demasiado aficionados a la jarana, y, en cuanto a los Fontaine, tenían un temperamento demasiado vivo y sanguinario. Fue elegido capitán Ashley Wilkes, porque era el mejor jinete del condado y porque se confiaba en su carácter frío para mantener cierta apariencia de orden. Fue nombrado primer teniente Raiford Calvert, porque todo el mundo quería a Raif, y Able Wynder, el hijo de un trampero del pantano y a su vez modesto hacendado, fue elegido segundo teniente.

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