Antonia tiene veintiséis años cuando se ve sola con un niño de cuatro en el cambiante Madrid de los ochenta. La suya es la historia de un viaje interior, el de una mujer que se enfrenta a la juventud y a la maternidad mientras intenta hacerse un lugar en la vida, en una ciudad y en una época de tiempo acelerado, más propicio a la confusión que a la certeza, sobre todo para alguien que ha tenido una experiencia demasiado temprana de la pérdida y de la soledad.
Lo que me queda por vivir
es la crónica de un aprendizaje: cómo se logra a duras penas sobreponerse a la deslealtad; cómo el desvalimiento y la ternura de un hijo alivian la fragilidad de quien ha de hacerse fuerte para protegerlo.
Lo que me queda por vivir
tiene la fuerza de las novelas que retratan un tiempo al contar unas vidas singulares, hechas por igual de desamparo e inocencia. La escritura de Elvira Lindo alcanza aquí una belleza sobrecogedora, yendo derecha al nervio de las cosas, al corazón de esas verdades sobre la experiencia que sólo puede contar la ficción.
Elvira Lindo
Lo que me queda por vivir
ePUB v1.3
Mística23.08.12
Título original:
Lo que queda por vivir
Elvira Lindo, 2010.
Editor original: Mística (v1.0 a v1.3)
Corrección de erratas: Momo
ePub base v2.0
Para Miguel,
por supuesto
Only love can wound,
Only love can assist the wound.
Sólo el amor puede herir,
Sólo el amor puede aliviar la herida.
EMILY DICKINSON
«LO SABE»
Al verme entrar en el café se levantó de un salto y me esperó con los brazos caídos, como si estuviera dispuesta a recibir con la misma conformidad un beso o una puñalada. Me acerqué y le di un beso. Entonces se sentó y me pareció escuchar un suspiro de alivio.
Era como la una del mediodía, esa hora en que Madrid es un hervidero de gente bebiendo cañas y tirando servilletas al suelo. Pero allí, en el Café Lyon, se presentía ya la decadencia que precedería a su cierre y a esas horas por no haber no había ni ese grupo inmortal de estudiantes con granos que falta al instituto con el convencimiento de que tomando café en mesa de mármol se está más cerca de la literatura. Yo había sido una de aquellas adolescentes que se escapan de clase, garabatean versos en un cuaderno y que, cuando un individuo melenado, con aires de escritor que publica, las mira, bajan la cabeza porque temen que quiera acostarse con ellas y ellas saben que tendrán que decirle que sí. Yo también había hecho novillos para tocar el mármol de la literatura y había fantaseado con ser poetisa o musa de novelista.
Infectada de literaturosis, a la estudiante de entonces le gustaba imaginar, desde aquel mismo Café Lyon, que era una joven de provincias que había llegado a la gran ciudad a pasar un hambre sublime mientras publicaba versos y rompía el corazón a algún escritor maduro y arrogante. Sueños calcados de otros sueños.
Habían pasado nueve años y con ellos mis aspiraciones poéticas se habían esfumado y casi por completo las literarias. El negro de mi pelo había pasado a ser pelirrojo, las camisas amplias que me llegaban por debajo del culo se convirtieron en vestidos minifalderos y, con la misma incuestionable diligencia con que uno se ducha o se lava los dientes, ahora nunca salía a la calle sin pintarme los labios de rojo furioso.
Así entré esa mañana en el café, casi recién llegada de la provincia en la que había trabajado durante un año, vestida de época sin saberlo, fiel al estilo que defendían a diario por la calle cientos de chicas en el Madrid de los ochenta. Por raro que pueda parecer no fue la entonces capital de los modernos la que me había desinhibido y transformado sino la provincia, en la que sola y con un niño muy chico me sentí más desgraciada pero también más libre. Me fui progre de Madrid y volví moderna y con unas cuantas expresiones ordinarias que jamás antes se me habían venido a la boca. No fue rara la transformación, como no son raros los cambios en las personas muy jóvenes, aunque mi marido (al que jamás llamé mi marido) viviera los cambios estéticos como una traición a la ideología o a la misma esencia de uno. Pero yo por entonces no tenía esencia, aún la andaba buscando. Ni tan siquiera se me ocurría defenderme de sus críticas con la razón más poderosa de todas: la esencia misma de la juventud está en el cambio.
Volvía a Madrid renunciando al puesto de locutora que me habían asignado tras unas oposiciones; volvía con sensación de fracaso y de pérdida anticipada. Lejos de ser la muchacha de provincias que desea conquistar la ciudad, era la chica de ciudad que tras pasar un año fuera sospechaba que su lugar le había sido arrebatado. No era distinta de la niña que al volver al colegio tras una enfermedad advierte que en tan sólo una semana todas las alianzas de amistad se han trastocado: yo regresaba a Madrid y trataba de recomponer el mundo anterior a mi marcha.
Era más huérfana ahora que a los dieciséis años, aunque fuera en aquellos días de mármol literario cuando acababa de morir mi madre; más vulnerable también por haber crecido sin madurar, aplazando el duelo de orfandad casi una década, un duelo que la rabia o el rencor habían contenido hasta encostrarlo en algún lugar del corazón. La desprotección se me hacía evidente siendo ahora yo la que debía proteger a una criatura de tres años.
Volvía con el pelo panocha, vestidito pop, mallas, cejas negras y rotundas y labios pintados de rojo. Era ya una fotografía de época. Pero la maternidad, tan poco habitual entre mis iguales (las chicas de pelo panocha y labios rojos de mi generación), me convertía en una extraña entre los habitantes de mi propia fauna.
Siguiendo ese empeño de recuperación de lo extraviado, había quedado esa mañana con ella, con Marga, que se levantó al verme entrar como alzada por un resorte y se quedó de brazos caídos, en una postura de aceptación que en nada correspondía a su carácter tan poco dado a una entrega sin reservas. Me acerqué, le di un beso, nos sentamos, suspiró. Habíamos frecuentado el mismo grupo de amistades varios años pero ninguna de las dos había distinguido a la otra con una amistad especial. Algún lugar remoto de mi conciencia, he pensado luego, había olfateado en ella razones para la desconfianza, como el barrunto de una especie de traición solapada que había comenzado a fraguarse desde hacía mucho tiempo. Pero siempre he padecido, más aún entonces, la tentación insana de acercarme a quien no me muestra afecto abiertamente, tratando de descubrir, imagino, las razones de ese desprecio. Eso fue lo que me llevó a ella esa mañana de principios de septiembre. Eso y el deseo imperioso de inaugurar el regreso comenzando por el que habría de ser el hueso más duro.
Allí estaba yo, citándome con quien menos lo merecía, y allí estaba ella, delgada pero fuerte, pequeña pero no insignificante, tan atenta a mis reacciones como incapaz de ocultar la satisfacción que experimenta el que pisa firme en el mismo terreno en el que otro se encuentra a un paso del abismo. Mis ojos de entonces, los de mis veinticinco años, la consideraban atractiva, mucho más probablemente de lo que en realidad era. La caída de ojos con la que con tanta frecuencia rubricaba una frase era para mí signo de mundanidad; la voz se me antojaba melodiosa, llena de matices tonales, propicia a la risa repentina, al temblor de la emoción unas veces o a una musicalidad misteriosa otras. Para un oído sensible a la belleza o la fealdad de las voces como es el mío, la suya, su voz, era el elemento que condensaba todos sus atractivos. Nos observábamos cautelosamente, sin la minuciosa franqueza con que se estudian dos amigas que no se han visto hace tiempo; la notaba algo cambiada y no acertaba a distinguir en qué consistía el cambio. Un lenguaje corporal algo más osado, pensé, un corte de pelo menos convencional. Puede que se tratara de algo que los sentidos aprecian pero no saben nombrar: el brillo y el olor que desprenden las personas enamoradas.
—El futuro. Quién puede asegurar lo que se tiene para siempre. El amor no contiene un seguro a largo plazo, así que no se puede ir exigiendo una indemnización o el libro de reclamaciones si la cosa falla.
Yo estaba allí para preguntar, ella para responder. Nos movíamos en el terreno de lo abstracto, la vida, el futuro, el espíritu, la ambición, no porque mi mente no hirviera de preguntas rabiosas sino porque en aquellos tiempos la mujer sin esencia que seguía siendo yo (la chica, para ser más exactos) no sabía que hay preguntas que una tiene derecho a hacer y respuestas que le deben ser dadas. La voz de Marga sonaba aflautada abriéndose paso entre los ruidos del café, temblorosa e insegura al principio, más grave y serena cuando las horas, el tabaco y las cañas hicieron su trabajo, porque fueron horas las que estuvimos allí, desde la una del mediodía a ese momento de penumbra prematura que anticipa en septiembre la llegada del otoño. Comimos algo, imagino, nos levantamos alguna vez al baño, pedimos café, unas cañas, alguna tapa, otro café, para justificar ante los camareros una estancia tan larga que más se parecía a la de unos clientes de principios de siglo ya borrados por el tiempo que a los que ahora entraban, se tomaban dos cañas en la barra y se largaban.
Hoy, después de tantos años, recuerdo haber estado allí como presenciando un monólogo. Una conversación en la que yo apenas intervengo, porque la memoria ha hecho su trabajo y ha borrado todo aquello que yo acerté a decir. O puede que ciertamente casi no hablara, que me limitara a darle pie y a admirar a quien desplegaba una sabiduría cruel, cargada de prestigio pero carente de fundamento: la de quien elige por sistema la manera más sombría de enjuiciar las cosas.
—Yo qué sé qué es lo que espero del futuro. Ya hablar en esos términos, «el futuro», como algo abstracto, me parece un absurdo. Sí sé, en cambio, que no quiero pasar otro invierno en ese pisito cochambroso, con la luz pobre de ventanas que sólo dan a patios interiores y oliendo desde que me levanto el puchero de la vecina. No quiero más butaquitas de escay, ni suelo de terrazo, ni subir andando seis pisos con la compra, ni tener que pintarme las uñas de los pies delante de la familia de mi compañera de piso. No quiero. ¿Tú sabes cómo se puede llegar a odiar a alguien con quien lo único que te une son los pagos de la casa? No, no lo sabes. Tú saliste de la casa de tu padre a un piso propio. Pues te digo: la molestia nunca disminuye, siempre es creciente. Y no hay molestia pequeña. Te irrita tanto que la tía llegue dando tumbos a las tres de la mañana con un individuo y tener que escuchar los golpes de la cama y los jadeos a través de una pared de papel como que haga ruido al sorber el café o que se deje los pelos en el desagüe de la bañera. Y los pasos. El sonido de los tacones de alguien a quien detestas puede amargarte la vida. No, no quiero seguir usando el mismo váter que alguien a quien no he elegido, ni tener que andar discutiendo lo que se gasta de luz o de teléfono. Hay años para hacer eso, hay años en los que puede resultar incluso excitante, pero yo ya no los tengo. ¿El futuro? No, no puedo hablarte del futuro, no hay futuro que valga, hay un presente que me urge. De qué manera voy a salir de la cochambre, si sola o acompañada, créeme, aún no lo sé. De cualquier manera no concibo que sea sólo un hombre el que dé sentido a todas esas aspiraciones. Mi vida es mía, y tú tienes tu vida, independientemente de que Alberto te abandone o no. Nos plegamos a la vida de los otros por voluntad propia para luego hacerles sentir que están en deuda. Las mujeres somos expertas en esa táctica. El otro día hablaba con mi hermana. Tiene dos críos pequeños, un buen marido, trabaja como enfermera… Me contaba el cansancio mortal que la dejaba derrotada al final de la jornada, la necesidad insoportable que sentía de que llegara enero de una puta vez porque es cuando se podrá tomar quince días para descansar. «¿Enero?», le dije, «¿quieres que llegue enero y estamos en septiembre? ¿Y qué ocurre con esos cinco meses de tu vida? ¿Vives cinco meses esperando quince puñeteros días de enero?». Ella me decía: «¿Qué quieres? No tengo mucho tiempo para pensar en nada más.» «¿No puedes sacar tiempo para ti misma hasta enero? ¿Con qué alimentas tu vida?», le pregunté. Y se quedó callada. Tan callada que se lo volví a repetir: «¿Con qué alimentas tu vida?, dime.» Y se me echó a llorar. Me dijo: «¿Que con qué alimento mi vida? ¿Qué clase de pregunta es ésa? Cuando se tienen dos hijos y te cuesta tanto llegar a fin de mes una no anda pensando en el espíritu.» Me dio mucha pena, pero creo que a veces una pregunta cruel es un favor a largo plazo. No, no quiero que mi futuro dependa de un hombre. No quiero verme como tú dentro de siete años, sufriendo por no saber en qué momento ni por qué se perdieron la pasión, las ganas, el arrebato… Si esto es lo que quieres saber, no sé si él me gusta demasiado. Me gusta, sí, tenemos una fuerte conexión intelectual. Por supuesto que no es sólo intelectual, pero quiero decir que no es un simple calentón. Tengo que tomarme mi tiempo. Yo también tengo cosas que arreglar. He de reunir fuerzas para decirle al tío con el que me estaba acostando que le dejo. Me cuesta. Me cuesta porque él me quiere y porque hacemos una gran pareja en la cama y soy consciente de lo que pierdo. Él es uno de esos tíos que se crece en ese terreno, que te hace barbaridades en la cama sin preguntar. Eso es lo más inteligente por su parte. Preguntar, para qué. Me ha descubierto un sexo sin miramientos, se podría decir. Pero tengo que decirle que le dejo y por qué. Es lo más honesto. No voy a jugar a dos bandas. Aun así, no quiero sentirme abrumada con esto ni presionada. Lo haré todo a mi ritmo. Ha sido todo tan… inesperado (porque yo esto no me lo esperaba, tenlo bien claro): encuentras a un hombre maduro, que se te presenta como una posibilidad real de dejar los silloncitos de escay, a la compañera de piso y toda esa vida precaria y… Cualquier persona sensata pensaría entonces que mi elección está clara, que nunca habrá nada comparado con lo que te ofrece un hombre inteligente al que incluso disculpas un exceso de consideración en la cama que puede acabar convirtiendo demasiado pronto el sexo en algo rutinario. Pero estoy llena de dudas… ¿Qué pasará dentro de siete años, de esos siete años en que todo se te ha derrumbado a ti? ¿Es tan importante la dichosa complicidad intelectual? No, no quiero verme en un café, como estás tú ahora, esperando a que otra mujer tome una decisión. No, no voy a precipitarme. Entiéndeme, no sé si estoy enamorada. ¿No tiene todo el mundo derecho a un tiempo de indecisión? Yo lo quiero tener también. Si él está obligado a destrozar su vida para comenzar otra, no es problema mío. Es suyo. Si me quiere tendrá que luchar por ello. Pero eso no me obliga a decidirme. No puedes entenderme ahora pero tengo razón, la tengo. Puede parecer cruel pero no lo es. Yo no he matado a nadie, no he forzado a nadie, no estoy cometiendo ningún delito.