—Sigue oliendo a gas por las noches —le dije—. Hay un escape, seguro. Es verano y ahora no importa dormir con las ventanas abiertas, pero aun así…
—Ya te dije que me ocuparía, hablé con mi tía y me aseguró que ya había llamado al técnico.
—¿Y qué?
—Dijo que vendría.
—¿Cuándo?
—Pues… esta semana. Ya sabes que ella se toma su tiempo —sus ojos se levantaron del plato y me miró—. ¿Me puedo servir un poco más, por favor?
El cambio de conversación fue tan brusco que por un momento no supe de qué me estaba hablando. Su voz sonó excesivamente educada, casi cariñosa. Yo trataba de adivinar sus intenciones: aunque ya no viviera en casa parecía querer estar con nosotros, con los dos, una mañana de sábado, sentado a esa mesa. Mientras se servía macarrones le miré. Había una falsa prudencia en sus modales y, sin embargo, se llenó el plato. Se llenó el plato. Le estudiaba cada gesto, cada movimiento. Nadie observa con más agudeza que el que desea ser querido. Es una atención parecida a la de los perros hacia el amo. Yo había desarrollado una pericia en captar sus notas falsas. Demasiada compostura, pensé con desesperanza.
Sospeché, supe más bien, que no había llamado a su tía, la casera, ni al técnico, que no los llamaría. La indiferencia era transparente. Al cabo de dos semanas, como solía ocurrir, yo destaparía el pequeño embuste, la mentira mezquina de tan pequeña, innecesaria; le diría, «¿Por qué te empeñas en prometer cosas que no vas a cumplir y en asegurar que has hecho cosas que no has hecho?». Él pondría ese gesto que yo tan bien conocía, el de un ser derrotado por sí mismo, prisionero de su carácter, y yo, sin querer admitir lo evidente, que se trataba de una estrategia, y temiendo perderlo del todo, mantendría a raya la agresividad que estaba ahí, contenida, mordiéndome en el fondo del estómago, o la dignidad, que a veces es lo mismo. Le diría, «Bueno, qué importa, al fin y al cabo era yo quien tenía que haberme ocupado de eso desde un principio, vamos a olvidarlo, es una bobada». Y los dos haríamos lo necesario por borrar el incidente de la conversación, aunque por tratarse de una mentira tan banal, yo luego la analizaría, una vez y otra, y la perdonaría menos que una de esas grandes mentiras que, al fin y al cabo, tienen una razón de ser. La mentira grave, esencial, puede producirse por respeto, por miedo o por cariño a la persona a la que se le cuenta, pero las pequeñas mentiras, esas que se suceden unas a otras, que se amontonan como las cagadas de paloma, son las que acaban definiendo al mentiroso, que miente y olvida, miente y olvida.
Al terminar, me quedé fregando los cacharros. Me gustaba estar sola en la cocina y escucharlos a ellos dos en el salón, hablando, jugando, sin tenerlos presentes pero con el sonido de sus palabras de fondo. Así podía imaginar con más verosimilitud que aquello podía ser cierto y duradero. De pronto, sentí la mano del niño en mi pierna. Su carácter ecuánime, destinado a no ofender, aun a costa de ocultar cualesquiera que fueran sus verdaderos deseos, le hacía estar alerta siempre ante un posible desequilibrio en su entrega de cariño. Eso es lo que le debió llevar a la cocina, eso y la sospecha de que su madre le guardaba un pequeño y miserable rencor, un rencor no propio de las madres pero tan habitual en ellas. El niño sabía que nunca escucharía de los labios de la madre frases de claro reproche: «¿Para qué tuviste que llamarlo esta mañana? ¿Qué va a pensar él ahora de mí? ¿Crees que podrá quererme después de esto? ¿Lo has hecho para que no me quiera?» No, yo nunca le diría eso porque ninguna madre se permite a sí misma actuar frontalmente. El resentimiento o la rabia están tan censurados que jamás hubiera reconocido ante nadie albergarlos; pero ahí estaba mi silencio hacendoso y elocuente, tan eficaz o más que las palabras, un silencio que siguió el mismo camino (de la cocina al salón) que hubiera recorrido la voz para llegar, si no a sus oídos, a su mismo corazón.
El niño sintió mi enfado sordo tan nítidamente que no dudó en dejar a su padre solo, absorto en la película que acababa de comenzar, para ir a la cocina y acariciarme la pierna, la pierna de esa madre a la que había dado permiso, como alguna otra mañana de sábado, para ir sola a la compra, porque no había nada mejor en este mundo que quedarse tumbado en calzoncillos viendo
La bola de cristal
.
El problema es que aquel día el programa debió de terminar antes de lo previsto y al rato, harto ya de los puzzles y sabiendo que tenía prohibido tocar cualquier aparato eléctrico de la casa —después del día en que se llevó la plancha a su habitación para alisarse el dorso de su mano—, el niño, muy aburrido, llamó al padre. El padre preguntó que cuánto tiempo llevaba la madre fuera de casa y el niño, para el cual el tiempo era una masa informe que se alargaba y se estrechaba conforme a su nivel de aburrimiento, le dijo que una hora o más. No tenía intención de alarmarle pero, al fin y al cabo, se alegró de que el padre le dijera, «Espera, no te muevas, que voy para allá. No te muevas», dijo el padre, y el niño se propuso obedecer la orden. Se sentó en el sofá. Luego se tumbó en el suelo. Qué difícil era esperar. Cuando se esperaba a alguien que te había dicho «No te muevas, que voy para allá», uno no podía concentrarse ni aun leyendo ese libro que siempre le emocionaba,
Tintín en el Tíbet
, sobre todo en aquel momento crucial en el que Tintín le tiene que decir adiós para siempre al Abominable Hombre de las Nieves, y el Abominable se quedaba para siempre solo en sus montañas. Además, sabía el niño que si leía el libro sin estar su madre lloraría sin tener a nadie en quien encontrar consuelo. Su madre se lo había escondido durante un tiempo, pero como hacía dos semanas que no tenía pesadillas había vuelto a colocarlo en la estantería. Y ahora que lo tenía a mano no le apetecía leerlo. Él nunca lloraba estando solo. Nunca, para qué.
Aburrido, se metió como tantas otras veces debajo de la mesa baja que había delante del sofá e imaginó que era un faraón dentro de un sarcófago. Se estuvo muy quieto durante unos segundos y luego, harto de ser un faraón muerto, pensó que lo mejor sería esperar a su padre en la escalera. Menuda sorpresa. Cuando abriera el ascensor ahí estaría él, en los escalones, como si tal cosa. Le daba la risa sólo de pensar en su gran capacidad para sorprender. Salió y se sentó en el quinto escalón, que es el que quedaba a la vista del que salía del ascensor situado en la entreplanta. Pero nada más sentarse hubo un golpe de viento que cerró la puerta de un golpe, dándole un susto de muerte que le provocó un ¡ay! que viajó por el hueco de la escalera. Pensó en los insultos que hubieran salido de la boca del capitán Haddock: filibustero, troglodita, tonto de capirote, cromagnon, cretino de los Alpes, cochino, diplomado, gaznápiro, cabeza de mula, borrico, macrocéfalo, hidrocarburo, filibustero, rizópodo… Todas esas palabras impronunciables, mezcladas unas con otras en su recuerdo, pero prometedoras siempre de la felicidad porque se correspondían con los ratos en que su madre se sentaba con él a leerle un álbum. Los insultos del capitán sonaban tan tremendos en su boca que a él se le sacudía el cuerpo entero de la risa. Pero luego era incapaz de reproducirlos. Ningún ser humano podía hablar como Haddock.
Pensó en llamar a casa de Nicolás, el del 6.º izquierda, pero su madre no le deja molestar al vecino, porque el vecino es cojísimo y lleva un alza en el zapato y un día él le pidió que si le dejaba andar un rato con el alza y dice su madre que a las personas, si son cojas, no les sienta bien que les andes pidiendo el alza. No le dejaba molestar, ni llorar, ni jugar con los aparatos eléctricos. No le dejaba ponerse el casete encima del váter cuando se baña porque dice que hay millones de niños a los que se les cayó el aparato en el baño y murieron electrocutados.
Ahora sí que se aburría porque en una escalera no se puede hacer nada de nada a no ser que la subas o la bajes. Bajó hasta el quinto y volvió a subir varias veces. Si hubiera podido viajar en el ascensor hubiera esperado a su padre en la calle, pero su madre no le dejaba bajar en el ascensor (aunque llega al botón del Bajo) porque le contó el cuento basado en una historia real del niño de una compañera suya de la radio que tenía un ascensor como éste, sin puerta interior de seguridad, y ese niño, al que le gustaba toquetearlo todo (como a Gabi), metió el brazo por la rendija cuando el ascensor estaba en marcha y el brazo se le quedó atrapado y colgando de sólo un tendón del hombro y luego en el quirófano se lo tuvieron que coser vena a vena. Doce horas de intervención con veinte médicos. Así que ahora cuando Gabi se monta en el ascensor se acurruca en el rincón y cierra los ojos para no ver la ranura.
Al fin, cuando oyó que el ascensor había parado en el sexto, subió las escaleras corriendo desde el cuarto. Su padre, desconcertado, le dijo, «Pero ¿qué haces tú aquí?». Y él le dijo que la puerta se había cerrado. Y el padre, muy nervioso, «¿Y tu madre?». Y el niño le dijo, «Aún no ha llegado». Y fue entonces cuando el padre soltó, «Joder, esta tía es acojonante», que eran palabras como las del capitán Haddock aunque por alguna razón no tenían ni la mitad de gracia. Se sacó las llaves del bolsillo como si estuviera pero que de muy mala leche, y el niño pensó, igual me la cargo, igual mi madre piensa que me he chivado, pero como se pusieron enseguida a hacer el puzzle en el despacho amarillo ese pensamiento de alarma desapareció de su mente.
Cuando acabé de fregar los platos, el niño musical, mi pareja de baile, me tomó de la mano y me arrastró al despacho amarillo. Colocó una cinta en el casete. La rebobinó entera. Pulsó el
play
con la determinación de quien ha tomado una decisión meditada y comenzó a sonar la canción de Pinocho,
When I Wish upon a Star
, preámbulo de la felicidad de tantas infancias, de la suya, de la mía. Vino hacia mí. «En brazos», me dijo. No era una petición sino una exigencia. «Quiéreme», era lo que en realidad estaba diciendo. Lo subí en brazos, y como tantas veces en que buscaba mi abrazo y el de la música, dejó caer su cabeza sobre mi hombro.
Si aquella mañana llamó a su padre por miedo o simplemente por provocar un encuentro, no lo sé. El episodio ha quedado voluntariamente perdido en ese catálogo de anécdotas familiares que los padres ordenamos a nuestro antojo para modificar el pasado o para hacernos perdonar. Mientras yo le susurraba la canción al oído, noté que su peso se relajaba en mis brazos.
When you wish upon a star
Makes no difference who you are
Anything your heart desires
Will come to you.
If your heart is in your dreams,
No request is too extreme,
When you wish upon a star
As dreamers do.span class="normal">
[2]
El padre, acodado en la puerta, nos estaba mirando. Yo sabía que hubiera querido decir algo a la altura de lo que sentía, una ternura que le consolaba de toda la desolación de su nueva vida en una calle miserable del centro y de su indecisión permanente, de las pequeñas mentiras compulsivas. Pero no supo o no quiso decir nada. Hizo, eso sí, algún comentario previsible sobre la canción. Ah, las personas siempre tan fieles a lo que esperamos de ellas. «¿Y qué importa que sea cursi?», le dije yo, «a él le gusta». Tenía que haber añadido: «A él le gusta porque a mí me gusta.» Miré la cara del niño para buscar su aprobación pero se me había quedado dormido.
Me desperté sintiendo el peso de su mirada. Estaba al borde de la cama, observándonos. No decía nada, sólo nos miraba, tratando seguramente de comprender lo que veía, su padre y su madre durmiendo juntos la siesta, algo que sucedía algunas veces y que luego dejaba de suceder durante tanto tiempo que no conseguía acostumbrarse del todo a la escena. Había algo de reprobación en su gesto, la del niño que ya se ha acostumbrado a manejarse como pez en el agua en dos vidas ajenas, en compartimentos estancos, y que entiende el amor entre sus padres como una amenaza. Tal vez fuera la misma reprobación que yo sentí aquella noche de mis diez años, cuando me levanté al baño y escuché a mis padres hablar en la oscuridad. Me quedé quieta, tras su puerta, queriendo espiarles en esa intimidad que yo era incapaz de aceptar y que algunas veces me llevaba a llamar tozudamente a la puerta de su dormitorio, cerrada con llave.
«Yo también te quiero», decía mi madre aquella noche, «pero a veces eres tan bruto que». La frase ha traspasado los años, los filtros de la memoria, las escenas inasumibles que se sucedieron luego, cuando era una pobre enferma, y se ha quedado ahí, la frase, latiendo, venciendo al tiempo: «Yo también te quiero.» En aquel momento supuso una revelación. La mera idea de que mis padres se quisieran como hombre y mujer, no sólo como padres, que se dijeran «te quiero», me producía una honda vergüenza. Era algo que yo no había oído salvo en esas películas que mi padre, incapaz de soportar un momento de sentimentalismo, apagaba en cuanto los protagonistas iban a besarse. Qué viaje más largo ha hecho esa frase en el tiempo, de ser vergonzante a ser mi tesoro: frase inacabada o acabada de una manera que yo no supe interpretar, ha vuelto muchas veces a mi memoria teniendo un efecto balsámico sobre esos otros recuerdos de la vida familiar que voluntariamente me callo y trato de olvidar.
El niño nos miraba. Se había despertado donde yo lo había dejado, en el sofá, y, desorientado, fue a mi habitación a buscarme. No debía de saber, probablemente, qué hora era, ni si aquello era la mañana o la tarde, de tan profundo como era su sueño de la siesta. Nos miraba. Nos observaba con curiosidad y recelo. Le acaricié la marca que le había dejado el cojín en la cara, una hendidura que le cruzaba el párpado. Estaba a punto de acostarlo conmigo, arrebujarlo unos minutos más como tantas veces para quitarle el mal humor del sueño de la tarde, pero su padre se despertó y se levantó a toda prisa, molesto porque se hubiera producido esa situación, como si hubiera sido pillado en falta.
—Venga, prepara tu mochila, que nos vamos.
El niño fue corriendo a por la bolsa que contenía sus dos vidas y en la que él mismo se había adiestrado en meter lo necesario para sus dos noches fuera: dos mudas, el cepillo de dientes, una camiseta, palos, piedras, dinosaurios y talismanes cuyo significado sólo él conocía. A veces, precozmente hipocondríaco, iba al armario y cogía el jarabe que estaba tomando en ese momento. A los pocos minutos estaban los dos en la puerta. El niño copiando del padre un gesto de forzada melancolía, que desaparecería en cuanto supusiera que estaba fuera del alcance de mi mirada. Alberto me fue a dar un beso. Yo le di la mejilla pero él me buscó los labios. «Ya hablaremos», dijo. Dijo eso porque pensó que era lo que yo esperaba escuchar. «Hablaremos», esa palabra en un tiempo verbal que contenía posibilidades de esperanza. Se tocó la barbilla, estudiando la manera de decirme algo que le costaba.