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Authors: Alejandro Casona

Tags: #Teatro, Romantico, Juvenil

Los árboles mueren de pie (5 page)

BOOK: Los árboles mueren de pie
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MAURICIO.

Vamos, ánimo. Algo ha venido a trastornar sus planes ¿verdad?

BALBOA.

La semana pasada, al volver a casa, mi mujer salió a abrazarme loca de alegría, con un cablegrama. ¡Después de veinte años de ausencia su nieto anunciaba el regreso!

MAURICIO.

Disculpe, pero ahora sí que no lo entiendo. ¿Qué diablos se proponía usted con ese cable absurdo?

BALBOA.

Yo nada. Es que, de repente, la vida se metía en la farsa... Y el cable era verdadero.

MAURICIO.

¿De su nieto?

BALBOA.

De mi nieto. Hace ocho días se embarcó en el "Saturnia".

MAURICIO.

¡Diablo! Esto empieza a ponerse interesante.
(Anota.)
"La vuelta del nieto pródigo."

BALBOA.

¿Se da cuenta de lo que habré pasado estas noches pensando en ese barco que se me venía encima? La cortina de humo iba a descorrerse y de nada valía ya cerrar los ojos. El aula de la Universidad iba a convertirse en la celda de presidio; el viaje por el bosque, en una persecución policial sobre el asfalto. ¡Y aquel muchachote alegre y sano de las cartas, en esa piltrafa del "Saturnia"!

MAURICIO.


(Se levanta iluminado.)
¡No me diga más! Hay que salvar la mentira cueste lo que cueste. Organizaremos una emboscada en el puerto, abordaremos el barco disfrazados... ¡Yo no sé lo que inventaremos, pero esté tranquilo: su nieto no llegará! ¿No era eso lo que venía a pedirme?

BALBOA.

No.

MAURICIO.

¿Ah, no?

BALBOA.

Para impedir que llegue mi nieto ya no hace falta inventar nada. ¿No ha leído los diarios de anoche? El "Saturnia" se ha hundido en alta mar con todo el pasaje.

MAURICIO.

¿Muerto?

BALBOA.

Muerto.

MAURICIO.

Es triste, pero es una solución. ¿Lo sabe la abuela?

BALBOA.


(Levantándose resuelto)
¡Ni debe saberlo! He hecho desaparecer todos los diarios, he cortado el teléfono; si es preciso clavaré puertas y ventanas. Pero esa noticia, ¡no! ¿Sabe usted lo que es esperar veinte años para vivir un solo día y cuando ese día llega encontrarlo también negro y vacío?

MAURICIO.

Lo siento, ¿pero qué puedo hacer yo? Hasta ahora hemos inventado algunos trucos ingeniosos contra muchos males. Contra la muerte no hemos encontrado nada todavía.

BALBOA.

¿Pero es posible que no haya comprendido aún? ¿Qué importa ya el nieto de mi sangre? Al que hay que salvar es al otro; al de las cartas hermosas, al de la alegría y la fe... ¡el único verdadero para ella! Ese es el que tiene que llegar.

MAURICIO.


(Comprendiendo al fin.)
¡Un momento! ¡No pretenderá usted que yo sea su nieto!

BALBOA.

¿Y por qué no? Cosas más difíciles ha hecho. ¿No ha sido usted ladrón de niños y fantasma de caserón y falsificador de ruiseñores?

MAURICIO.

Pero un hombre no es tan fácil de trucar como un fantasma: tiene una cara propia, y unos ojos y una voz...

BALBOA.

Afortunadamente nunca envió fotografías; y veinte años cambian completamente a un muchacho.

MAURICIO.

¿Y el naufragio?

BALBOA.

Pudo perder ese barco y tomar otro. Puede llegar mañana mismo en avión.

MAURICIO.

Aunque así fuera. Supongamos que ya llegué, ya estoy en la casa, ya paso el primer abrazo. Y mañana ¿qué? Yo puedo cruzar por una vida un momento, pero no puedo quedarme.

BALBOA.

Ni yo iba a pedirle tanto. Sólo una semana, unos días... ¡una noche siquiera!
(Aferrándose a él, suplicante.)
¡No, no me diga que no! ¡O todas sus teorías son mentira, o usted no puede negarle a esa mujer una hora, una sola hora feliz, que puede ser la última!

MAURICIO.

Calma, calma. No digo que sí, pero tampoco he dicho todavía que no. Déjeme despejar un poco la cabeza.
(Se desabrocha el cuello resoplando. Bebe un trago de whisky. Repasa sus notas. Finalmente mira a Balboa y sonríe volviendo a su tono jovial.)
¡Y lo peor de todo es que el asunto me gusta de alma!

BALBOA.

¿Sí?...

MAURICIO.

¡En buena nos hemos metido, amigo! Lo de la Universidad, pase. Lo de los viajes, con un poco de geografía, pase. Pero estas complicaciones inútiles... ¿Por qué tenía que hacer arquitecto a su nieto? Yo no entiendo una palabra de matemáticas.

BALBOA.

No se preocupe; la abuela tampoco.

MAURICIO.

Y sobre todo ¿por qué demonios tenía que casarlo? En la farsa, como en la vida, se defiende mucho mejor un soltero. ¿No podíamos inventarle un divorcio repentino?

BALBOA.

Peligroso. Sobre eso la abuela tiene ideas muy firmes.

MAURICIO.

¿Y si hiciera el viaje él solo?

BALBOA.

¿Con qué disculpa?

MAURICIO.

Cualquiera... complicaciones familiares.

BALBOA.

La chica no tiene familia. Al padre, que era el último, lo maté el año pasado en un accidente de caza.

MAURICIO.

Podemos organizarle otro accidente a ella. Una enfermedad.

BALBOA.

¿Y él, tan enamorado, iba a dejarla así, sola?

MAURICIO.

Cuando yo digo que esa mujer nos va traer de cabeza. ¿Morena?

BALBOA.

Rubia.

MAURICIO.

Peor. Rubia, enamorada, huérfana...
(Da unos pasos pensativo. De pronto se fija en el impermeable que Isabel ha dejado sobre la silla. Se le iluminan los ojos.)
¡Espere!
(Se precipita al audífono.)
¡Hola! ¿Helena? ¡Por favor, aquí las dos! ¡Rápido!
(Vuelve.)
¿Se ha fijado bien en esa muchacha que llegó cuando usted? ¿Cree que podría servir?

BALBOA.

¡Justa! ¡El tipo ideal!
(Le abraza.)
¡Gracias, señor, gracias!...

MAURICIO, BALBOA, HELENA e ISABEL

HELENA.

¿Llamaba el señor Director?

MAURICIO.

¡Orden urgente! Prepare un equipaje completo para la compañera: diez trajes de calle, seis de deporte y tres de noche. Unas fotos con fondo de nieve. Una rama de abeto. Y en los baúles: "Hotel Ontario. Hálifax. Canadá".

HELENA.

¡Cómo! ¿La señorita va a ir al Canadá?

MAURICIO.

¡Al contrario: va a volver! Y nada de señorita. Señora: tengo el gusto de presentarle al abuelo de su esposo.
(Dentro se oye el canto del ruiseñor.)

TELÓN

Acto Segundo

En casa de la Abuela, Salón con terraza al foro sobre el jardín. Primera derecha, puerta a la cocina. Primera izquierda, a las habitaciones. Al foro derecha, un pequeño vestíbulo, en que se supone el acceso al exterior. A la izquierda, segundo término, una amplia escalera con barandal. Todo aquí tiene el encanto esfumado de los viejos álbumes y la cómoda cordialidad de las casas largamente vividas.

Genoveva —más que criada, amiga y confidente de la señora— dispone en la gran mesa los platos y cubiertos de una cena para dos. Felisa, doncella, baja la escalera con unas cortinas. Es de noche. El jardín en sombra.

GENOVEVA y DONCELLA. Después, la ABUELA

GENOVEVA.

¿Colgó las cortinas nuevas?

FELISA.

Son las que acabo de quitar. ¿No eran las antiguas las que quería la señora?

GENOVEVA.

Por eso pregunto. ¿Puso las flores en la habitación?

FELISA.

Siete veces ya. Primero que no eran bastante frescas, después que eran demasiado frescas; la señora, que rosas; el señor, que rama de pino; ella, que el aroma es lo que importa, él que las flores de noche son malsanas. Desde hace una semana no hay manera de entenderse en esta casa.

GENOVEVA.

¿Pero qué dejó por fin?

FELISA.

De todo; que elijan ellos. Ya estoy que no puedo más de subir y bajar escaleras, de poner y quitar cortinas, de colgar y descolgar cuadros. ¿Es que no van a ponerse de acuerdo nunca?

GENOVEVA.

La cosa no es para menos, Felisa. ¿No se pone usted nerviosa cuando su novio la hace esperar media hora? Imagínese lo que es esperar a un hombre veinte años! ¿Puso las sábanas de hilo crudo?

FELISA.

Las de algodón. El señor dice que las de hilo son demasiado pesadas.

GENOVEVA.

Pero la señora no quiere otras. ¿Tanto le molesta tener que cambiarlas?

FELISA.

No es por el trabajo; es que no sabe una a quién atender. Como la famosa discusión de las camas ¿se acuerda? El señor empeñado en que dos camas gemelas, y la señora que la cama matrimonial. ¿No sería mejor esperar a que lleguen ellos y digan de una vez lo que prefieren?

GENOVEVA.

Eso no es cuenta nuestra. Cuando la señora manda una cosa y el señor otra, se dice que sí al señor y se hace lo que manda la señora.

FELISA.

En resumen ¿dejo las de algodón o subo las de hilo?
(Entra la Abuela, de la cocina. Es la vieja señora llena de vida nueva pero aferrada a sus encajes, a sus nobles terciopelos y a su bastón.)

ABUELA.

Las de hilo, hija, las de hilo crudo. Las he bordado yo misma y es como poner sobre ellos algo de estas manos. ¿Comprende?

FELISA.

Ahora sí.
(Toma las sábanas de un respaldo y sube con ellas.)

ABUELA.

Cierre bien la puerta de la sala y corra la cortina doble; se oye demasiado el carillón del reloj y puede despertarlos.

FELISA.

Bien, señora.

ABUELA.

En cambio la ventana déjela abierta de par en par.

FELISA.

¿Y si entran bichos de los árboles?

ABUELA. ¡Que entre el jardín entero!
(La doncella desaparece.)
De muchacho toda su ilusión era dormir al aire libre. Algunas noches de verano, cuando creía que no le sentíamos, se descolgaba por esa rama del jacarandá que llega a la ventana. ¿Recuerda que hace años el señor quiso cortarla?

GENOVEVA.

No le faltaba razón; tapa los cristales y quita toda la luz.

ABUELA.

¡Qué importa la luz! Yo estaba segura de que había de volver, y quién sabe si alguna noche no le gustará descolgarse otra vez como entonces.

GENOVEVA.

Ahora ya no sería lo mismo. Esa rama puede resistir el peso de un chico, pero el de un hombre no.

ABUELA.

¿Por qué? También el jacarandá tiene veinte años más. Los platos,así. En las cabeceras quedan muy lejos.

GENOVEVA.

Es la costumbre.

ABUELA.

La nuestra. Ellos no hace tres años que se han casado. ¡Una luna de miel! No se enfriará el horno, ¿verdad? He dejado a media lumbre la torta de nueces. Todavía le estoy oyendo, a gritos, cuando volvía del colegio: "¡Abuela, torta de nuez con miel de abejas!" ¿Por qué mueve la cabeza así?

GENOVEVA.

La torta de nueces, el jacarandá... siempre como si fuera un muchacho. ¿Cree que un hombre que levanta casas de treinta pisos va a acordarse de cosas tan pequeñas?

ABUELA.

¿No las recuerdo yo? Los mismos años han pasado para mí que para él.

GENOVEVA.

Los mismos, no: usted aquí, quieta; él, por el mundo.

ABUELA.

¿Qué puede ocurrir? ¿Que traiga una voz más ronca y unos ojos más cansados? ¿Dejará por eso de ser el mío? Por mucho que haya crecido no será tanto que no me quepa en los brazos.

GENOVEVA.

Un hombre no es un niño más grande, señora; es otra cosa. Si lo sabré yo que tengo tres perdidos por esos mundos de Dios.

ABUELA.


(Repentinamente alerta.)
¡Chist... calle! ¿No oye un coche?
(Escuchan un momento las dos.)

GENOVEVA.

Es un poco de viento en el jardín.
(La Abuela se sienta respirando hondo con la mano en el pecho.)
Cuidado con esos nervios, señora.

ABUELA.

Hay que ser fuerte para una alegría así; si fuera algo malo, ya está una más acostumbrada. Un poco de agua, por favor.

GENOVEVA.

¿Quiere tomar otra pastilla?

ABUELA.

Basta ya de remedios; el único verdadero es ese que va a llegar. ¿Cree que si no salí al puerto fue por miedo a la fatiga? Fue por no repartirlo con nadie allí entre tanta gente. De esta casa salió y aquí le espero. ¿Qué hora es?

GENOVEVA.

Temprano todavía. Son largos los últimos minutos ¿eh?

ABUELA.

Pero llenos, como si ya fueran suyos. Muchas veces sentí esto mismo al recibir sus cartas: daba vueltas y vueltas al sobre sin abrirlo y hasta cerraba los ojos tratando de adivinar antes de leer. Parece tonto, pero así las cartas duran más.
(Alerta nuevamente.)
¿No oye?...

GENOVEVA.

El viento otra vez. Ya no pueden tardar.

ABUELA.

No importa. Es como dar vueltas al sobre.
(Suspira.)
¿Cómo será ella?

GENOVEVA.

¿Quién?

ABUELA.

¿Quién va a ser? Isabel, su mujer.

GENOVEVA.

¿No le hablaba en las cartas?

ABUELA.

¿Y eso qué? Los enamorados todo lo ven como lo quisieran. No es que yo tenga nada contra ella; pero esas mujeres que vienen de lejos...

GENOVEVA.

¿Celosa?...

ABUELA.

Quizá un poco. Una los cuida, los va viendo crecer día por día, desde el sarampión hasta el álgebra, y de repente una desconocida, nada más que porque sí, viene con sus manos lavaditas y te lo lleva entero. Ojalá que, por lo menos, sea digna de él.
(Se levanta repentinamente.)
¡Y ahora! ¿Oye ahora?...
(En efecto, se oye un motor acercándose.)

GENOVEVA.

¡Ahora sí!
(La luz de unos faros ilumina un momento el jardín. La doncella aparece en lo alto de la escalera. Dos bocinazos fuera, llamando.)

FELISA.

Señora, señora... ¡Ya están ahí!

ABUELA.

¡Salga a abrir, Felisa! ¡Pronto!
(Detiene a Genoveva.)
Usted no. Aquí, conmigo. Sé que voy a ser fuerte, pero por si acaso.
(Campanilla. La doncella sale rápida. Se oye la voz de Mauricio gritando alegremente.)

VOZ.

¡Abuela! ¡Abran o salto por la ventana! Abuela!...
(La campanilla insiste impaciente.)

ABUELA.

¿Lo está oyendo? ¡El mismo loco de siempre! (Entra primero Mauricio, que se detiene un momento en el umbral. Después el señor Balboa e Isabel, con equipaje de mano; y finalmente la doncella con algunas maletas, que deja, volviendo a buscar el resto.)

ABUELA, GENOVEVA, MAURICIO, BALBOA, ISABEL

ABUELA.

¡Mauricio!...

MAURICIO.

¡Abuela!...

ABUELA.

¡Por fin!...
(Se estrechan fuertemente. La Abuela lo besa, lo mira entre risa y llanto, vuelve a abrazarlo. Mauricio deriva inmediatamente la situación hacia un tono jovial.)

MAURICIO.

¿Quién había dicho que estaba débil mi vieja? Todavía hay fuerza en estas manos tan delgadas.
(Se las besa.)

ABUELA.

Déjame que te vea. Mis ojos ya no me ayudan mucho, pero, recuerdan, recuerdan.
(Le contempla largamente.)
¡Qué cambiado estás mi muchachote!

MAURICIO.

Son veinte años, abuela. Una vida.

ABUELA.

¡Qué importa ya! Ahora es como volver a abrir un libro por la misma página. A ver... Un poco más claros los cabellos.

MAURICIO.

Algunos se habrán perdido por ahí lejos.

ABUELA.

La voz más hecha, más profunda. Y sobre todo, otros ojos... tan distintos... pero con la misma alegría... A ver, ríete un poco.

MAURICIO.


(Riendo.)
¿Con los ojos?

ABUELA.

¡Así! Esa chispita de oro es lo que yo esperaba. La misma de entonces; la que me hacía perdonártelo todo... y tú lo sabías, granuja.

MAURICIO.


(Tranquilizado.)
Menos mal que algo queda.

ABUELA.


(Vuelve a abrazarlo emocionada.)
¡Mi Mauricio!... ¡Mío, mío!...

MAURICIO.

Lágrimas, no. ¿No ha habido bastantes ya?

ABUELA.

No tengas miedo; éstas son otras, y las últimas. Ven que te vea mejor... aquí, a la luz...
(El señor Balboa que ha permanecido inmóvil junto a Isabel, se adelanta.)

BALBOA.

Un momento, Eugenia. Mauricio no viene solo. Ni mal acompañado.

ABUELA.

Oh, perdón...

MAURICIO.

Ahí tienes a tu linda enemiga.

ABUELA.

Mi enemiga ¿por qué?

MAURICIO.

¿Crees que no se te notaba en las cartas? "¿Quién será esa intrusa que viene a robarme lo mío?"
(Toma de la mano a Isabel presentándola.)
Pues aquí está la intrusa. La rubia, Isabel, la devoradora de hombres. ¿No se le conoce en la cara?

ABUELA.

Por favor, no vaya a hacerle caso. Es su manera de hablar.

ISABEL.

Si le conoceré yo.
(Avanza tímida y le besa las manos.)
Señora...

ABUELA.

Así no; en los brazos.
(La besa en la frente.)
No te extrañará que te hable de tú desde ahora mismo ¿verdad? Así todo es más fácil.

ISABEL.

Se lo agradezco.
(La abuela la contempla intensamente.)

MAURICIO.

¿Qué le andas buscando? ¿Algo escondido detrás de los ojos?

ABUELA.

No; son claros, tranquilos...

MAURICIO.

Y no saben mentir; cuando te mira una vez ya lo ha dicho todo.
(Avanza sonriente hacia Genoveva tendiéndole la mano.)
Supongo que ésta es la famosa Genoveva.

BALBOA.

La misma.

GENOVEVA.

¿Conocía mi nombre el señor?

MAURICIO.

La abuela me escribía siempre todo lo bueno de esta casa; y entre lo bueno no podía faltar usted. Dos hijos emigrados en México, y otro en un barco del Pacífico ¿no? ¿Todos bien?

GENOVEVA.

Bien. Muchas gracias, señor.
(Vuelve la doncella con el resto del equipaje.)

FELISA.

Dice el chofer que si vuelve a la aduana a buscar los baúles.

ISABEL.

Mañana; por esta noche con el equipaje de mano sobra.

MAURICIO.

Súbanlo, por favor.
(Ayudando a la doncella.)
Y entre nosotros no tiene por qué llamarle "el chofer". Llámele simplemente Manolo, como los domingos.
(Guiña un ojo. La Doncella ríe ruborizada.)

FELISA.

Gracias.
(Subiendo el equipaje con Genoveva.)
Simpático, ¿eh?

GENOVEVA.

Simpático. Y señor.
(Mauricio contempla la casa extasiado.)

MAURICIO, ISABEL, la ABUELA, BALBOA

MAURICIO.

La casa otra vez... ¡por fin! Y todo como entonces: la mesa familiar de cedro, los abanicos de rigodón, la poltrona de los buenos consejos...

ABUELA.

Todo viejo; otra época. Pero a las casas les sientan los años como al vino.
(A Isabel.)
¿Te gusta?

ISABEL.

Más. Me pone no sé qué en la garganta. Una casa así es lo que yo había soñado siempre.

ABUELA.

¿Quieres conocerla toda? Te acompaño.

MAURICIO.

No hace falta; hemos hablado tanto de ella que Isabel podría recorrerla entera con los ojos cerrados.

ABUELA.

¿No?...

ISABEL.

Casi.
(Avanza hacia el centro de la escena con los ojos entornados.)
Ahí la cocina de leña, con la escalera de trampa que baja a la bodega. Allá el despacho del abuelo tallado en nogal, y la biblioteca hasta el techo. Los libros de la abuela, abajo, en el rincón de cristales. Arriba, la sala grande de los retratos y un reloj suizo de carillón que suena como una catedral pequeña.
(Se oye arriba el carillón, y luego una campanada. Isabel levanta los ojos emocionada.)
¡Ese! ¡Lo hubiera reconocido entre mil!

ABUELA.

¡Sigue, Isabel, sigue!...

ABUELA.

Frente al reloj, una puerta con doble cortina de terciopelo rojo. Y sobre el jardín, el cuarto de estudiante de Mauricio, con la rama del jacarandá asomada a la ventana.

ABUELA.

¿También eso?

ISABEL.

Mauricio me lo dijo tantas veces: "si algún día regreso quiero volver a trepar por aquella rama".

ABUELA.


(Radiante.)
¿Lo ves, Fernando? ¿Ves cómo no se podía cortar? Ven acá, hija. ¡Dios te bendiga!

ISABEL.

¡Abuela...!
(Se echa en sus brazos. El juego la ha ganado y solloza ahogadamente.)

ABUELA.

¿Pero qué te pasa, criatura? ¿Ahora vas a llorar tú?

MAURICIO.

No hay que hacerle caso; es una sentimental. ¿No has oído que siempre había soñado una casa así?

ABUELA.

¡Y la tendrá, no faltaba más! ¿O para qué es arquitecto su marido?

MAURICIO.

Las casas viejas no las hacemos los arquitectos. Las hace el tiempo.

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