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Authors: Alejandro Casona

Tags: #Teatro, Romantico, Juvenil

Los árboles mueren de pie (3 page)

BOOK: Los árboles mueren de pie
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ISABEL, BALBOA y el CAZADOR

CAZADOR.

¿No lo dije? ¡Éxito total! Y yo solo ¡solo! Para que luego digan de la iniciativa privada. ¿Me hace el favor un momento?
(Entrega el dogal de los perros al señor Balboa, que no acierta a negarse, tan espantado de los perros como del dueño. El Cazador se abalanza al teléfono cantando ópera italiana.)

CAZADOR.

Fígaro cuí. Fígaro la... ¡Hola! ¿Departamento de material? Sí, yo mismo. Feliz. ¿No se me nota en la voz? Anote rápido: para mañana al amanecer tres docenas de conejos. ¿Cómo? ¡Pero no, hombre de Dios! ¿Para que me iban a servir muertos? ¡Vivos, vivos y coleando! De acuerdo.
(Va a colgar cantando. Se detiene de pronto.)
Ah, espere, otra cosa. Necesito más perros. Todos los que pueda: ocho perros, catorce perros ¡cincuenta perros! ¿Hambrientos? No se preocupe; de la alimentación me encargo yo.
(Ríe.)
Queda usted invitado. A las órdenes, camarada.
(Cuelga y toma rápido una nota cantando. Comenta entusiasmado.)
¿Es prodigioso? ¡Si lo hubieran ustedes visto! Cuatro hombres felices con el mínimo de gasto.
(Cruza a recoger sus perros cantando.)
"¡Lucévano le stelle!" Gracias, señor, muy amable, gracias.
(Grandes palmadas. Al notar su asombro, mira a uno y otra receloso, mira a las puertas, y baja la voz confidencial.)
¿Nuevos?

ISABEL.


(Sin voz.)
Nuevos.

CAZADOR.

Pero... ¿iniciados ya o en período de observación?

BALBOA.

Mitad y mitad.

CAZADOR.

Ah, ya: catecúmenos.

ISABEL.

Catecúmenos.

CAZADOR.

Ánimo, compañeros, el principio es lo único que cuesta. Después... ¡es maravilloso!
(A los perros.)
¡Quieto, Romeo! Vamos Julieta!
(Abre de otra patada la puerta de la dirección gritando.)
¡Señor Director! ¡Señor Director...!
(Y desaparece con el mismo alarido gutural que anunció su llegada. Isabel queda en pie, pasmada. El señor Balboa cae desfallecido en un sillón.)

ISABEL y BALBOA

BALBOA.

Es inútil. Ni secta, ni logia, ni mafia. Pero entonces ¿qué? ¡Una luz, Señor, una luz!

ISABEL.


(Se acerca con un temblor de emoción en la voz.)
¿No estaremos soñando?

BALBOA.

¿Los dos al mismo tiempo?

ISABEL.

Sin embargo, este mundo arbitrario, esta confusión de trajes y personajes, sólo puede producirse en sueños.

BALBOA.


(Enjugándose la frente, vencido.)
Yo no entiendo ya nada de nada. Si en este momento se abre esa puerta y entra Napoleón a preguntarme qué hora es... ni frío ni calor.

ISABEL.


(Obsesionada.)
Napoleón... Napoleón... Nap...
(Con una sospecha repentina se lleva la mano a los labios ahogando un grito.)
¡Ya está!

BALBOA.

¿Qué está?

ISABEL.

¿Pero cómo no se me ocurrió antes? ¡Si no podía ser otra cosa!

BALBOA.

¿Qué cosa? ¡Hable de una vez!

ISABEL.


(Aferrándole de un brazo.)
¿No ha oído contar el caso de aquel sanatorio donde un día se sublevaron todos los locos, ataron a los enfermeros y ocuparon sus puestos?

BALBOA.


(Se levanta estremecido.)
¿No...?

ISABEL.

¡Aquí lo tenemos otra vez! ¡Hemos caído en una pandilla de locos sueltos! (Se oye dentro una algarabía de perros aullando, una verdadera jauría.) ¡Los perros...! ¡¡Los cincuenta perros hambrientos!!
(Corre aterrada a secretaría y encuentra la puerta cerrada. Golpea a gritos hasta caer sin fuerzas de rodillas.)
¡Socorro! ¡Abran, por compasión! ¡Los perros!... ¡Los perros!...
(Abre Helena. Isabel retrocede instintivamente. La algarabía de perros va calmándose hasta desaparecer.)

ISABEL, BALBOA, HELENA. Luego el DIRECTOR

HELENA.

Pero, señorita ¿qué gritos son éstos? ¿Ha ocurrido algo?

BALBOA.

¿Y lo pregunta usted, que es la organizadora de todo? ¡Paso, señora; apártese de esa puerta!

HELENA.

No comprendo.

BALBOA.

¡Demasiado comprende! Esta muchacha ha venido aquí engañada miserablemente; pero no está sola. Tiene derecho a salir, y saldrá conmigo. ¡Apártese!
(Se abre la primera izquierda y aparece el Director, que dice severamente, con una autoridad tranquila.)

DIRECTOR.

¿No ha oído, Helena? Deje libre el paso.

HELENA.


(Se inclina respetuosa.)
El señor Director.
(Se aparta. Isabel y Balboa se vuelven mirando al Director que, contra lo que pudiera esperarse, es un hombre joven, sonriente, con una cordialidad llena de simpatía y una elegancia natural ligeramente bohemia. Su sola presencia calma la situación. Anticipadamente le llamaremos Mauricio.)

MAURICIO.

Seguramente ha habido alguna confusión lamentable, y el señor tiene derecho a una explicación.
(Avanza sonriente.)
Lo único que me apresuro a aclarar es que nada de lo que haya podido sospechar hasta ahora es la verdad. No está entre secuestradores, ni entre rufianes, ni entre locos. En cuanto a esta señorita, no ha venido aquí engañada miserablemente, al contrario: está en el camino de su salvación.
(A ella.)
Pero si se ha arrepentido y prefiere seguir viviendo como hasta ayer, la puerta está abierta. Usted decidirá.
(Pausa de vacilación. Balboa da un paso hacia la puerta y ofrece el brazo a Isabel.)

BALBOA.

¿Vamos?

ISABEL.


(Que no ha apartado los ojos un momento de Mauricio. Reacciona resuelta.)
No. ¡Ahora necesito saber!
(Avanza hacia él.)
¿Por qué ha dicho "si prefiere seguir viviendo como hasta ayer"? ¿Quien es usted?

MAURICIO.

¿Qué importa eso? No se trata de mi vida sino de la suya.

ISABEL.

¿Qué es lo que pretende saber de mí?

MAURICIO.

Sólo una cosa. Pero demasiado íntima para hablar delante de testigos.
(Isabel duda un momento mirándole fijamente. Se acerca a Balboa, con una súplica.)

ISABEL.

Déjenos solos.

BALBOA.

¿Aquí?

ISABEL.

Sin miedo. Ese hombre no miente; estoy segura.

MAURICIO.

Acompañe al señor, Helena. Y nada de secretos con él; dígale lisa y llanamente toda la verdad.

BALBOA.


(A Isabel.)
La espero.

ISABEL.

Gracias. Es usted el primer hombre, el único, que ha dado un paso para defenderme.
(Le estrecha las manos.)
Gracias.
(Balboa le besa la mano. Una leve inclinación al Director, y sale con la Secretaria.)

ISABEL y MAURICIO

MAURICIO.

¿Tranquila ya?

ISABEL.

Tranquila.

MAURICIO.

¿De verdad no tiene miedo?

ISABEL.

No. Ahora es algo más profundo. No sé lo que va a decirme pero siento que toda mi vida está pendiente de esas palabras. ¡Hable, por favor!

MAURICIO.

Conteste primero.
(Da un paso hacia ella.)
Señorita Quintana, ¿qué le ocurrió anoche?

ISABEL.


(Retrocede turbada.)
¡No, eso no! ¿Con qué derecho me lo pregunta?

MAURICIO.

Es necesario. Conteste.

ISABEL!

¡Déjeme! ¡No me obligue a recordarlo!
(Se deja caer en un asiento sollozando ahogadamente.)

MAURICIO.

Vamos, no sea niña. Míreme a los ojos: no son los de un policía ni los de un juez. Confiese sin miedo. ¿Qué le ocurrió anoche?

ISABEL.

Estaba desesperada... ¡no podía más! Nunca tuve una casa, ni un hermano, ni siquiera un amigo. Y, sin embargo, esperaba... esperaba en aquel cuartucho de hotel, sucio y frío. Ya ni siquiera pedía que me quisieran; me hubiera bastado alguien a quien querer yo. Ayer, cuando perdí mi trabajo, me sentí de pronto tan fracasada, tan inútil. Quería pensar en algo y no podía; sólo una idea estúpida me bailaba en la cabeza: "no vas a poder dormir... no vas a poder dormir". Fue entonces cuando se me ocurrió comprar el veronal. Seguramente las calles estaban llenas de luces y de gente como otras noches, pero yo no veía a nadie. Estaba lloviendo, pero yo no me di cuenta hasta que llegué a mi cuarto tiritando. Hasta aquel pobre vaso en que revolvía el veronal tenía rajado el vidrio. Y la idea estúpida iba creciendo: "¿por qué una noche sola...? ¿Por qué no dormirlas todas de una vez?" Algo muy hondo se rebelaba dentro de mi sangre mientras volcaba en el vaso el tubo entero; pero ni un clavo adonde agarrarme; ni un recuerdo, ni una esperanza... Una mujer terminada antes de empezar. Había apagado la luz y sin embargo cerré los ojos. De repente sentí como una pedrada en los cristales y algo cayó dentro de la habitación. Encendí temblando... Era un ramo de rosas rojas, y un papel con una sola palabra: "¡mañana!" ¿De dónde me venía aquel mensaje? ¿Quién fue capaz de encontrar entre tantas palabras inútiles la única que podía salvarme? "Mañana." Lo único que sentí es que ya no podía morir esa noche sin saberlo. Y me dormí con la lámpara encendida, abrazada a mis rosas ¡mías! las primeras que recibía en mi vida... y con aquella palabra buena calándome como otra lluvia: "¡mañana, mañana, mañana...!"
(Pausa recobrándose.)
A la mañana siguiente cuando desperté. ..
(Busca en su cartera.)

MAURICIO.

Cuando se despertó había debajo de su puerta una tarjeta azul diciendo: "No pierda su fe en la vida. La esperamos".
(Isabel lo mira desconcertada, con su tarjeta azul en la mano. Se levanta sin voz.)

ISABEL.

¿Era usted?

MAURICIO.

Yo.

ISABEL.

¿Pero por qué? Yo no le conozco ni le he visto nunca. ¿Cómo pudo saber?

MAURICIO.


(Sonriente.)
Tenemos una buena información. Cuando supe que había perdido su trabajo y la vi caminar sin sentir la lluvia, comprendí que debía seguirla.

ISABEL.

Yo no lo había pensado aún. ¿Cómo adivinó lo que iba a suceder?

MAURICIO.

El tubo de veronal ya era sospechoso, pero mucho más al verla entrar en la pensión sin cerrar la puerta; cuando una mujer sola deja abierta su puerta es que ya no tiene miedo a nada.

ISABEL.

¡Por lo que más quiera, no se burle de mí! ¿Quién es usted? ¿Y qué casa es ésta donde todo parece al mismo tiempo tan natural y tan absurdo?
(Mauricio la toma de la mano y la hace sentar.)

MAURICIO.

Ahora mismo va a saberlo. Pero, por favor, no lo tome tan dramáticamente. Sonría. No hay ninguna cosa seria que no pueda decirse con una sonrisa.
(Da unos pasos y queda de espaldas a ella, frente al retrato.)
¿Ha oído hablar alguna vez del Doctor Ariel?

ISABEL.

Solamente el nombre; hace un momento.

MAURICIO.

Aquí lo tiene; es el fundador de esta casa. Un hombre de una gran fortuna y una imaginación generosa, que pretende llegar a la caridad por el camino de la poesía.
(Vuelve hacia ella.)
Desde que el mundo es mundo en todos los países hay organizada una beneficencia pública. Unos tratan de revestirla de justicia, otros la aceptan como una necesidad, y algunos hasta la explotan como una industria. Pero hasta el doctor Ariel nadie había pensado que pudiera ser un arte.

ISABEL.


(Desilusionada.)
¿Y eso era todo? ¿Una institución de caridad?
(Se levanta digna.)
Muchas gracias, señor. No era una limosna lo que yo esperaba.

MAURICIO.

Calma, no se impaciente. No se trata del asilo y el pedazo de pan. Lo que estamos ensayando aquí es una beneficencia pública para el alma.

ISABEL.


(Se detiene.)
¿Para el alma?

MAURICIO.

De los males del cuerpo ya hay muchos que se ocupan. Pero ¿quién ha pensado en los que se mueren sin un solo recuerdo hermoso? ¿En los que no han visto realizado un sueño? ¿En los que no se han sentido estremecidos nunca por un ramalazo de misterio y de fe? No sé si empieza a ver claro.

ISABEL.

No sé. Por momentos creo que está hablando en serio, pero es tan extraño todo. Parece una página arrancada de un libro.

MAURICIO.

Precisamente a eso iba yo. ¿Por qué encerrar siempre la poesía en los libros y no llevarla al aire libre, a los jardines y a las calles? ¿Va comprendiendo ahora?

ISABEL.

La idea, quizá. Lo que no entiendo es cómo puede realizarse todo eso.

MAURICIO.

Lo entenderá en seguida. ¿Recuerda aquel fantasma que se apareció siete sábados en el Caserón de las Lilas?

ISABEL.

¿Cómo no, si fue en mi barrio? En mi taller no se habló de otra cosa en tres meses.

MAURICIO.


(Interesado.)
¿Y qué se decía en su taller?

ISABEL.

De todo: unos, que alucinaciones, otros, que lo habían visto con sus propios ojos. Muchos se reían, pero un poco nerviosos. Y por la noche se recordaban esas viejas historias de almas en pena.

MAURICIO.

En pena, ¡pero de almas! Un barrio de comerciantes, donde nunca se había hablado más que de números, estuvo tres meses hablando del alma. Ahí tiene el ramalazo del misterio.

ISABEL.

¡Pero no es posible! ¡Usted no puede creer que aquel fantasma se apareció en verdad!

MAURICIO.

¡Y cómo no voy a creerlo si era yo!
(Isabel se levanta de un salto.)

ISABEL.

¿Usted?

MAURICIO.


(Ríe.)
Por favor, no empecemos otra vez. Le juro que estoy hablando en serio. ¿No cree que sembrar una inquietud o una ilusión sea una labor tan digna por lo menos como sembrar trigo?

ISABEL.

Sinceramente, no. Creo que puede ser un juego divertido, pero no veo de qué manera puede ser útil.

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