Read Los asesinatos de Horus Online

Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los asesinatos de Horus (6 page)

BOOK: Los asesinatos de Horus
2.08Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Tu nombre? —le preguntó el juez.

—Baki, médico militar.

Amerotke levantó una mano para ocultar la sonrisa. Baki hablaba con el tono de un militar profesional.

—¿Estabas con el Anubis?

—Mi señor, estaba con el regimiento. Fue una gran victoria.

—¿Qué pasó después?

—Como seguramente conoces, mi señor, los soldados, después de una gran victoria, la celebramos…

—Sí, sí, continúa —le urgió Amerotke.

—Mi trabajo era atender a los heridos. Los dividimos en casos graves…

—Y menos graves. —El juez acabó la frase por él.

—Muy perspicaz, mi señor —murmuró Baki.

—¿Qué pasó con los muertos? —Amerotke lo miró con expresión severa.

—Los traían en angarillas, y los acomodaban en hileras por regimientos y compañías. Después, intentábamos identificarlos. Algunas veces, es una tarea sencilla porque la muerte la produce una flecha o una espada, pero en otros el cuerpo puede estar aplastado por las ruedas de un carro, o el rostro destrozado por los cascos de un caballo.

—¿Qué me dice de un soldado conocido como Antef?

Baki miró al joven que estaba arrodillado unos pasos más allá.

—Para ser un cadáver, mi señor, se le ve muy vivo y vigoroso.

Amerotke esperó a que se apagaran las carcajadas.

—¿Tú identificaste este cadáver?

—No, mi señor. Creí que era el cadáver de Antef. Recuerda que la batalla comenzó cerca del oasis, pero después las tropas se dispersaron como consecuencia de la fuga y persecución de los mitanni. Había esparcidos cadáveres en un radio de varias leguas. La tarea de recogerlos comenzó la madrugada siguiente. Durante la noche, las hienas y los leones habían estado muy ocupados. Varios de los nakhtu-aa del regimiento de Anubis habían desaparecido. Trajeron algunos cadáveres que llevaban las insignias y teníamos que darles un nombre. Creí que uno era el de Antef.

—Mi señor, eso no puede ser. —Antef levantó el brazo para enseñarle la muñequera con la cabeza de chacal que era la insignia del regimiento de Anubis. También señaló el pequeño pectoral de cobre que llevaba alrededor del cuello.

—¿Son tus insignias personales? —preguntó Amerotke.

—Sí, mi señor, llevan mi nombre y el de mi antiguo regimiento.

—Por lo tanto, estas insignias no pudieron encontrarlas en el cadáver, ¿no es así, Baki?

—Efectivamente, mi señor. No pudieron encontrarlas. Cometí un error.

—Antes de que te marches —añadió Amerotke, que extendió la mano para retenerlo—: ¿Qué aspecto presentaba el cadáver?

—Tenía múltiples heridas y en parte aparecía mutilado. —Baki entrecerró los párpados—. Sobre todo la cara y parte de la cabeza. Faltaba una sandalia. Desde luego, vestía taparrabos y el faldellín del regimiento de Anubis. Alguien decidió que era Antef. No recuerdo quién, pero ya sabes cómo son los funcionarios. —Dirigió una sonrisa untuosa a los escribas que anotaban sus palabras—. Todo cadáver ha de tener un nombre y a éste le dieron el de Antef.

Amerotke le dio las gracias. El médico se levantó y caminó hacia la salida acompañado por los chasquidos de la sandalia suelta. El juez miró a los presentes como una expresión absorta. En realidad, intentaba disimular su inquietud; aquí había algo que no cuadraba. Cada parte de la historia, vista por separado, parecía tener sentido, pero reunidas las cosas cambiaban radicalmente.

—Antef, ¿cuánto tiempo estuviste ausente de Tebas?

—Unos cuantos meses, mi señor.

—¿Te sorprendió regresar y encontrarte con que tu esposa se había vuelto a casar?

—Mucho —respondió el soldado en un tono burlón.

—¿Y tú, Dalifa? ¿Te recuperaste muy pronto de tu desconsuelo?

—Respeté los setenta días de duelo —replicó la muchacha, con una expresión altiva—. Pero estaba muy afligida. Mi padre había muerto y Paneb demostró ser —desvió sus ojos rasgados hacia su nuevo marido— una fuente de consuelo y apoyo.

—¡No me cabe la menor duda! —vociferó Antef.

—¡Silencio! —le ordenó el principal de los escribas.

—¿Dónde te alojas? —le preguntó Amerotke—. ¿Has vuelto con tu antiguo regimiento?

—No, mi señor. Me han dado una baja honrosa. —Antef hizo un gesto—. Los rostros de mis compañeros me revivían recuerdos que prefiero olvidar. Tengo alquilada una habitación encima de una bodega, donde vivo mientras espero la decisión del tribunal.

—Será una decisión difícil. —Amerotke se rascó la barbilla—. Me refiero a que tú puedes querer a tu antigua esposa pero ella, desde luego, no te quiere a ti. ¿Estarías dispuesto a aceptar el divorcio?

—En ese caso —respondió Antef con una mueca feroz—, reclamaré una considerable compensación económica a mi antigua esposa.

Amerotke miró al director de gabinete, que era un experto en estos temas. El escriba se limitó a apretar los labios y a menear la cabeza con una expresión de pesar. Observó a Dalifa y Antef. Descartó a Paneb como muchacho muy enamorado de la nubil y rica viuda. Pero ¿Antef y Dalifa? ¿Una pareja de enamorados? Él había marchado a la guerra y, al regresar, se había encontrado a la presunta viuda convertida en la esposa de otro hombre. No pasó por alto que la pareja apenas si se miraban el uno al otro. ¿Antef amaba a Dalifa, o sólo pretendía hacerse con la riqueza heredada por su esposa? Desde luego, este asunto merecía ser investigado a fondo.

Hizo un gesto a Prenhoe para que trajera una de las transcripciones del caso, y la leyó rápidamente.

—Antef, dijiste que te habían herido en la cabeza, y que una mujer de una aldea vecina te encontró en el campo de batalla y te llevó a su casa.

—Sí, mi señor.

—¿Qué hiciste mientras estabas allí?

—Me ocupaba de labrar la tierra y de las cabras.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Tres o cuatro meses, mi señor.

Amerotke captó el parpadeo delator.

—Recuperé la memoria —añadió el soldado, que acompañó sus palabras con un chasquido de los dedos—. No inmediatamente, sino poco a poco, como el agua que se filtra a través de una pared, primero gota a gota, y después más rápido. Dormía mal y tenía pesadillas. Sin embargo, en cuanto recordé quién era decidí regresar.

—¿Tienes algún testigo que corrobore tus palabras? —preguntó Amerotke, que después añadió con una sonrisa—: ¿O es que tienes todavía afectada en parte la memoria?

—Mi señor, la mujer que me encontró ha muerto. Intenté darle las gracias.

—Pero la aldea sigue allí. Sin duda alguien te recordará.

Se oyeron unos murmullos, y Amerotke reclamó silencio con un gesto.

—Mi decisión original se mantiene —anunció.

Esta vez, Antef mantuvo la mirada baja. Dalifa miró a su anterior marido con una expresión de profundo odio. Paneb se tapó el rostro con las manos mientras Amerotke se levantaba.

—Se levanta la sesión. —Amerotke unió las manos en una plegaria—. Que el poder del faraón se vea ampliado y fortalecido.

—¡Que así sea! —corearon los escribas.

Amerotke entró en la capilla lateral. Cerró la puerta y se apoyó en la hoja. Una sacerdotisa cantaba en algún lugar del templo. El juez sonrió. Era uno de sus himnos favoritos.

Decidle la verdad al señor de las Verdades.

Evita hacer el mal.

La corrección del hombre bueno muere con él,

pero la verdad dura toda la eternidad.

El magistrado miró las pinturas en la pared; en una de ellas mostraban el traslado de un féretro de oro con la máscara de lapislázuli a la cámara mortuoria, con los pilares de piedra roja y verde. Amerotke recordó la mención a la Sala del Mundo Subterráneo. Muy pronto tendría que ocuparse de aquel caso, pero ¿qué debía hacer con Dalifa y Antef? Si la verdad era más que un asunto de palabras, un ser, una esencia, una entidad, una diosa, ¿no se aplicaba lo mismo a lo opuesto? ¿Poseía la mentira una vida propia? ¿Exudaba su temible fragancia? Amerotke estaba seguro de que tal era el caso, que Dalifa y Antef mentían, y que estaban unidos por la mentira. Se mordió el labio inferior. Necesitaría ayuda, había llegado el momento de llamar al pequeño Shufoy.

C
APÍTULO
III

A
merotke, con el espantamoscas en la mano, salió del templo de Maat a la gran explanada que reverberaba bajo los ardientes rayos del sol de mediodía. Prenhoe había indicado la hora después de consultar el reloj de agua, y Amerotke había dispuesto un receso durante las horas de mayor calor. La multitud que se agrupaba delante de los tenderetes era menos numerosa porque muchos se habían marchado a sus casas, o a la orilla del río y los parques públicos en busca de un poco de sombra que hiciera más llevadero el calor.

El juez se detuvo para presenciar el paso del virrey Kush, que se cubría del sol con una sombrilla dorada, en solemne procesión hacia la Casa del Millón de Años, el palacio real junto al río. Los guardias del virrey, con grandes pendientes blancos que brillaban sobre sus pieles morenas, caminaban a su lado con un suave balanceo, vestidos con blancas túnicas plisadas y pieles de pantera encima los hombros. Se cubrían los cráneos afeitados con pelucas cortas, verdes y doradas y adornadas con plumas. El príncipe de Kush, ataviado con prendas del mejor lino, era ostentoso en sus adornos; brazaletes de plata cubrían sus brazos y, sobre la peluca dorada, llevaba una ridícula corona que parecía una boñiga. En la cabeza de la comitiva, los aduladores profesionales anunciaban quién era él y, muy a menudo, se arrojaban al suelo, levantaban los brazos, al tiempo que proclamaban sus respetos: «¡Salve, príncipe de Kush! ¡Amado del faraón! ¡Concédenos el aliento! ¡Concédenos la vida!»

Amerotke esperó a que pasaran y después continuó su paseo entre los tenderetes y puestos. Una cortesana con una peluca espectacular y una diáfana túnica blanca que llevaba un cachorro de cheetah sujeto con una cadena de plata se acercó para murmurarle palabras zalameras. La mujer reconoció a Amerotke y se apartó rápidamente. El juez se adentró en el mercado, oliendo el aire perfumado con las fragancias del bálsamo aromático, la canela, las hierbas y otros costosos productos ofertas a la venta. Ésta era la parte rica del bazar, donde se ofrecían los ornamentos más preciosos y las prendas más finas a unos precios exorbitantes. Amerotke se preguntó si podía comprar algo para Norfret, y decidióse por la estatuilla de marfil de una pantera atacando.

Salió del mercado y continuó caminando por la explanada. Shufoy tendría que estar aquí. Lo encontró, finalmente, sentado a la sombra de una palmera en la esquina de una de las calles que llevaban al templo. El enano dormía con los brazos cruzados y la sombrilla atada con una cuerda a la muñeca. Amerotke se sentó en cuclillas a su lado. Observó el rostro de demonio de su criado, la siniestra cicatriz donde había estado la nariz. Shufoy había sido víctima de una tremenda injusticia. El magistrado lo había acogido en su casa como un acto de compensación y el sirviente se lo había pagado con lealtad y buen humor. Amerotke estaba asombrado de los conocimientos de Shufoy y de su voluntad en amasar una fortuna valiéndose de los planes más increíbles.

—No estoy dormido, mi señor.

—Entonces, ¿por qué no abres los ojos?

—Mi señor, ¿está bien?

Amerotke se tranquilizó. Aparentemente Shufoy aún no se había enterado del ataque asesino de Nehemu.

—Siempre estoy mejor cuando te veo, Shufoy.

El enano abrió los ojos y sonrió. Le faltaban varios dientes. Miró en torno y después dio unas palmaditas a la bolsita de cuero que sujetaba con un cordón a la cintura.

—Una buena mañana de trabajo, amo.

—¿Qué has vendido? —Amerotke se puso cómodo.

—Una cura para los intestinos flojos. Coges un escarabajo, le cortas la cabeza y las alas, lo fríes en grasa de serpiente y lo mezclas con miel. —El enano se frotó las manos—. Te mantiene alejado de las letrinas durante días.

—Sí. —Amerotke sonrió—. ¿Y cuál es la cura para lo último?

—Coges un escarabajo —explicó Shufoy—, le cortas la cabeza y las alas, lo asas con brotes de trigo, lo mezclas con zumo de higos…

—¿Y vuelves a las letrinas? —preguntó Amerotke.

Shufoy exhaló un suspiro, mientras se levantaba.

—Todo el mundo se ha marchado, todos descansan. Es muy cierto lo que dicen, amo, de que el comercio y la riqueza dependen del tiempo. ¿Has comido? —Miró a Amerotke—. Esta mañana sólo comiste una torta. —Amenazó al juez con un dedo regordete—. La ama Norfret dijo…

—He comido —contestó Amerotke.

Pasó un mercader que llevaba de la brida a una acémila con las alforjas decoradas con cascabeles que sonaban ruidosamente con cada paso de la bestia.

—Podría venderte tapones para los oídos —le ofreció Shufoy—. Amo, ¿para qué has venido a verme? Muy pronto volverán los compradores. Tengo que atender mi negocio.

—Quiero pedirte un favor, Shufoy. ¿Conoces a los barqueros?

—A un par de ellos.

El juez cogió la mano del enano y se la apretó.

—Recolectan más cotilleos que peces los pescadores. Quiero que les preguntes por un soldado: se llama Antef. Luchó en la gran batalla en el norte. Al parecer perdió la memoria, se quedó durante un tiempo en Memfis, y después regresó para reclamar a su esposa y la fortuna que ella acababa de heredar.

Shufoy apretó los labios e hinchó los carrillos. Le recordó a Amerotke el pequeño dios Bes, el espíritu travieso que, supuestamente, era el protector de niños y animales.

—¿Podrás hacerlo por mí, Shufoy?

—Habrá que pagarles.

—Una piedra preciosa —ofreció Amerotke. Advirtió la expresión dolida en los ojos del enano—. Dos piedras preciosas, una para ti y otra para el hombre que me traiga los informes. —Se volvió dispuesto a marcharse.

—Estaré aquí a la puesta del sol —gritó el enano.

Amerotke no se volvió.

—¡Allá va el gran juez, mi señor Amerotke! ¡Juez supremo en la Sala de las Dos Verdades! —La potente voz de Shufoy se oyó por toda la explanada—. ¡El hombre que ha venido a felicitarme por destilar un remedio excelente para los dolores de estómago! ¡Acercaos! ¡Acercaos!

El juez apretó el paso mientras los gritos de Shufoy atraían la atención de un grupo de sacerdotes.

«Espero que les gusten los escarabajos», pensó para sus adentros. Rogó para que Shufoy fuera prudente. En más de una ocasión había tenido que castigar a charlatanes y curanderos que vendían pócimas que hacían más mal que bien a los pobres pacientes.

BOOK: Los asesinatos de Horus
2.08Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Precious Lace (Lace #4) by Adriane Leigh
Stolen by Rebecca Muddiman
Winter Storm by John Schettler
The Nicholas Linnear Novels by Eric Van Lustbader
Heart of Steele by Randi Alexander
Forbidden by Nicola Cornick
The Children of Men by P. D. James
Let It Go by Celeste, Mercy
Into the Blue by Christina Green