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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (33 page)

BOOK: Los Borgia
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Con sus imponentes armaduras y sus poderosos caballos, los hombres de César eran temibles máquinas de guerra. Los miembros de la caballería ligera, protegidos con cotas de malla y cuero curtido, blandían pesadas espadas y lanzas afiladas.

La infantería estaba compuesta por soldados suizos armados con las tan temidas picas de tres metros, por artilleros de la propia península con poderosas arcos y ballestas.

Y, aun así, los hombres más temidos por el enemigo eran aquellos que componían la poderosa artillería del capitán Vito Vitelli.

Ferozmente independientes, antaño, los feudos de Imola y Forli habían sido gobernados por el temible Girolamo Riario, heredero de una poderosa familia del norte de la península e hijo del difunto papa Sixto.

Girolamo había desposado a Caterina Sforza, una nieta de Ludovico, cuando ésta tan sólo era una niña. Doce años después, cuando Girolamo murió asesinado, en vez de buscar la paz de un convento, Caterina se había puesto al frente de sus tropas para dar caza a los asesinos de su, esposo y, una vez capturados, les había cortado personalmente los genitales para evitar que nunca más esparcieran su semilla, los había envuelto en sendos pañuelos y los había colgado del cuello de los asesinos.

—Aunque nunca deseara gobernarlas sin mi esposo, ahora estas tierras me pertenecen —había dicho Caterina.

Después había permanecido en silencio mientras observaba cómo la sangre de los asesinos manchaba el suelo de púrpura, hasta que éstos se desplomaron y murieron desangrados. ¿De qué no habría sido capaz si realmente hubiera amado a su esposo?.

Y así fue como Caterina reclamó los feudos de Imola y Forfi en nombre de su hijo, Otto Riario, uno de los ahijados del papa Alejandro.

Pronto, Caterina se hizo famosa en toda la península por su belleza y la mano de hierro con la que gobernaba sus territorios, pues en verdad era tan cruel como el mejor guerrero y tan hermosa como la más delicada duquesa. Su largo cabello dorado enmarcaba un delicado rostro de piel blanca como la porcelana. Pasaba gran parte de su tiempo en compañía de sus hijos y creando lociones para su primorosa piel, decolorantes para hacer su pelo todavía más claro y cremas para su abundante y firme pecho, que gustaba de exhibir prácticamente descubierto. De hecho, en su corte, se decía que Caterina tenía un libro secreto donde guardaba sus hechizos. Además, todos los lugareños sabían que su apetito sexual no desmerecía al del más recio varón. Caterina era, pues, como se decía en el Renacimiento, una verdadera "virago", una mujer sin escrúpulos de un coraje y una inteligencia sin igual.

Volvió a casarse y su esposo también fue asesinado. Y esta vez la venganza de Caterina Sforza fue todavía más cruel, pues hizo que les arrancasen las extremidades en vida a los asesinos antes de descuartizarlos a hachazos.

Tres años después, Caterina se desposó con Giovanni Médicis y, juntos, tuvieron un hijo al que llamaron Bando Neir. Ella era feliz con Gio a pesar de su fealdad, pues, todas las noches, en el lecho, le proporcionaba más placer de lo que lo había hecho ningún otro hombre. Pero aún no había transcurrido un año desde sus esponsales cuando Caterina volvió a enviudar. Tenía treinta y seis años y su crueldad era tal que pronto empezó a ser conocida como la Loba.

Odiaba a los Borgia por haberla traicionado al morir su primer esposo y no estaba dispuesta a permitir que el papa se hiciera con el control de los territorios que gobernaba junto a su hijo, Otto Riario. Hacía meses que había recibido la bula papal en la que se le exigía el pago de sus tributos a la Iglesia y se la acusaba de retener diezmos que en justicia pertenecían a Roma.

Pero, anticipándose a la estrategia del papa, Caterina había enviado a Roma el dinero de los diezmos apenas unos días antes. Aun así, Alejandro reclamó sus derechos sobre la Romaña, por lo que la Loba se preparó para la batalla.

Cuando sus informadores le comunicaron que César Borgia se dirigía a Imola al frente de un poderoso ejército, Caterina le envió un obsequio al papa: la mortaja negra de un hombre que había muerto a causa de la peste. Ella misma la había introducido en un bastón hueco con la esperanza de que Alejandro enfermara al abrirlo. Pero, al ser capturado y torturado, uno de sus mensajeros confesó, y salvó al sumo pontífice de tan terrible final.

La intención de César era tomar primero Imola y avanzar después hasta Forli.

Cuando el ejército pontificio llegó a las cercanías de Imola, César desplegó a sus hombres, valiéndose de la caballería y la infantería ligera como barrera tras la que avanzaba la artillería.

Pero los preparativos resultaron innecesarios, pues, al llegar a las murallas de la ciudad, las puertas se abrieron sin necesidad de lucha y un grupo de ciudadanos de Imola se rindió a las tropas invasoras.

Caterina Sforza no era la clase de gobernante por quien sus súbditos están dispuestos a dar la vida. De hecho, el ejército pontificio apenas había tenido tiempo para levantar el campamento cuando un herrero de la ciudad pidió una audiencia con César y, como venganza por las afrentas sufridas a manos de Caterina Sforza, le señaló al hijo del papa los puntos débiles de las defensas de Imola.

No obstante, dentro de la plaza había una sólida, aunque pequeña, fortaleza al mando del capitán Dion Naldi, un experimentado soldado que había expresado su voluntad de resistir hasta el final.

El ejército de César se preparó para el asedio. Vito Vitelli bombardeó la fortaleza día y noche hasta que el capitán Dion Naldi pidió tres días de tregua. Si transcurrido ese plazo no habían llegado los refuerzos que esperaba, entregaría la plaza sin oponer resistencia.

César, que sabía que las negociaciones salvarían vidas y riquezas, esperó los tres días pactados.

Los refuerzos no llegaron y Naldi entregó las armas. Miembro de una célebre familia de soldados, habría luchado hasta la muerte si hubiera sentido alguna fidelidad por su gobernante, pero la realidad era que, incluso entonces, mientras él defendía la plaza, Caterina Sforza retenía a su esposa y a sus hijos como rehenes en la ciudadela de Forli. De ahí que el bravo capitán sólo pusiera una condición a su rendición: que César le permitiera unirse a él en el asedio de Forli.

César había conseguido el primer objetivo de su campana sin perder un solo hombre.

Forli era el principal baluarte de Caterina Sforza y era ahí donde César tendría que enfrentarse a la Loba. Consciente de su menor edad y experiencia, el hijo del papa avanzó con suma precaución.

Pero en Forli de nuevo, un grupo de ciudadanos abrió las puertas de las murallas y se rindió al invasor.

En lo alto de la ciudadela, Caterina Sforza contemplaba, altiva, la escena, ataviada con una imponente coraza. Con una mano blandía su espada, los arqueros de la Loba esperaban con los arcos tensados.

—¡Disparad! —gritó Caterina, enfurecida, al ver huir a sus súbditos—. Abatid a esos cobardes.

Las flechas llenaron el cielo, derribando a los ciudadanos de Forli.

—¡Por Dios misericordioso! —exclamó César, que observaba la escena junto a Vitelli—. Esa mujer está loca. ¿Cómo puede asesinar a su propia gente?.

Desde las almenas, uno de los hombres de la Loba gritó que su señora deseaba encontrarse con César Borgia para negociar una rendición honrosa.

—Cruzad el puente levadizo —gritó el soldado—. La condesa os espera en el patio de armas.

El puente levadizo descendió lentamente. César y su capitán español, Porto Díaz, cruzaron el puente, pero cuando el hijo del papa miró hacia la abertura que había en el techo de madera de la galería, unas sombras levantaron sus sospechas. Se dio la vuelta, justo a tiempo para ver cómo varios de los hombres de Caterina izaban el puente. Un segundo después, el rastrillo empezó a descender.

—¡Es una trampa! —le gritó al capitán español. César saltó sobre la inmensa rueda dentada de hierro que movía el puente, se aferró al borde de éste, y cuando la estructura de madera estaba a punto de aplastarlo, saltó al foso que rodeaba la ciudadela. Docenas de flechas siguieron su caída, pero César consiguió alcanzar a nado el otro extremo del foso.

Mientras lo ayudaban a salir, los mercenarios suizos de César maldijeron a la Loba.

Pero el capitán español no tuvo tanta suerte como César. Había quedado atrapado entre el puente y el rastrillo. Al ver que César había conseguido huir, Caterina ordenó que vertieran aceite hirviendo a través del techo de la galería, A salvo en la orilla, mientras oía los desgarradores gritos del capitán español, César juró que no tendría clemencia con Caterina.

Sabía que la Loba no se rendiría sin ofrecer antes una encarnizada resistencia. Se retiró a su tienda y estudió las posibles estrategias. Varias horas después, cuando salió de la tienda, creía haber encontrado la forma de vencer la resistencia de Caterina. Hizo que trajeran ante su presencia a los dos hijos de la Loba que habían sido capturados en Imola, y los condujo hasta la orilla del foso.

—Tengo algo que os pertenece —gritó, señalando a los niños—. Os concedo una hora para rendir la plaza y entregarme a mi capitán. De no ser así, daré muerte a vuestros hijos.

Con el sol descendiendo a su espalda, la sombra de Caterina se proyectaba, desafiante, sobre las murallas. La Loba rió con estridencia. Sus carcajadas resonaron en el crepúsculo como una maldición.

Entonces, se levantó los faldones hasta la cintura, y dejó al descubierto su cuerpo desnudo.

—Miradme bien, hijo bastardo de Roma —le gritó a César mientras se tocaba las ingles—. ¿Acaso estáis ciego? Aquí tengo todo lo necesario para crear más hijos. Podéis hacer lo que queráis con esos pobres desgraciados.

Entonces, Caterina hizo una señal con el brazo y sus hombres arrojaron un bulto desde las almenas. Unos segundos después, el cuerpo abrasado de Porto Díaz flotaba sin cabeza en el foso.

Y así fue como César Borgía, el hijo del papa Alejandro VI, ordenó que su artillería bombardease la ciudadela de Forli.

—¿Vais a ordenar que maten a esas pobres criaturas? —le preguntó Dion Naldi al caer la noche entre el estruendo de las pesadas piezas de artillería.

El semblante de César adoptó una expresión de sorpresa. Había olvidado a los niños.

—Sólo era una amenaza —se apresuró a tranquilizar a Naldi—. Nunca pensé en cumplirla. Hubiera funcionado con cualquier otra madre. Así, se habrían salvado las vidas de muchos hombres. Ahora, por la obstinación de esa mujer, la tierra se cubrirá de sangre. Pero matar a dos niños inocentes no serviría de nada.

—¿Qué debo hacer con ellos? —preguntó Naldi.

—Lleváoslos —dijo César—. Criadlos como si fueran vuestros hijos. Naldi se inclinó ante el hijo del papa en señal de respeto y gratitud y se santiguó. Viéndolo postrado así, resultaba difícil creer que aquel hombre fuera uno de los soldados más temibles de la península Itálica.

César ordenó que se reanudase el bombardeo al amanecer del día siguiente. La Loba seguía erguida en lo alto de la ciudadela, blandiendo su espada amenazadoramente. Mientras observaba a su enemiga, César ordenó que se talaran árboles para construir balsas.

—Cada una llevará a treinta soldados —dijo—. Primero abriremos una brecha en las murallas.

Las balas de piedra de los cañones de Vitelli no tardaron en abrir la brecha.

—¡Una brecha! —gritaron las tropas de César—. ¡Una brecha! El muro norte se había desmoronado.

Naldi condujo a sus hombres hasta las balsas que esperaban en la orilla del foso. Remando rápidamente, trescientos hombres accedieron a la ciudadela. En cuanto bajaron el puente levadizo, César entró al galope seguido de la caballería.

Y fue entonces cuando Caterina se fijó en los barriles de pólvora y municiones que se almacenaban en el patio de armas. Cogió una gran antorcha sujeta al muro y la arrojó sobre la montaña de pólvora. ¡Haría volar Forli antes que entregársela al enemigo! La explosión sacudió violentamente la ciudadela, destruyó hogares y comercios, y acabó con la vida de más de cuatrocientos súbditos de la condesa.

Pero César salió ileso, igual que lo hicieron la mayoría de sus soldados. Los hombres de Caterina no tardaron en abandonar las almenas, los tejados, los balcones. Incapaces de seguir obedeciendo las órdenes de su señora, se rindieron ante las tropas de César.

Para su desgracia, Caterina Sforza también salió ilesa de la explosión y fue hecha cautiva por un oficial francés. Al atardecer, tras celebrar la victoria, César le hizo entrega de los treinta mil ducados que el oficial había pedido como rescate por la Loba.

Ahora, Caterina Sforza estaba en manos del hijo del papa.

Después de cenar, César se dio un largo baño, se puso una bata de seda negra y se tumbó en el lecho de la cámara principal de la ciudadela, que había salido intacta de la explosión.

A medianoche, César bajó a las mazmorras vestido en su bata negra. Los gritos y las maldiciones de la Loba resonaban en los muros.

Caterina Sforza movía la cabeza salvajemente, tumbada boca arriba con las muñecas y los tobillos sujetos por correas de cuero a un catre de hierro. La Loba estaba atrapada.

Al ver a César, dejó de gritar, levantó la cabeza y le escupió.

—Mi querida condesa —dijo César cortésmente—, podríais haberos salvado, a vos misma y a vuestros súbditos, pero, al parecer, el odio os impide razonar con claridad.

Ella volvió la cara y lo miró fijamente con sus ojos asombrosamente azules. Tenía el rostro desencajado por la ira.

—¿Qué horrible tortura habéis pensado para mí, maldito bastardo romano? —dijo en tono desafiante.

—Ahora mismo lo sabréis —contestó César con frialdad.

Y, sin más, se despojó de su bata y se encaramó sobre la Loba, montándola con violencia. Esperaba oírla gritar, maldiciéndolo, pero ella permanecía en silencio. Lo único que se oía eran los susurros de los dos guardias que permanecían en la mazmorra.

Cada vez más airado, César la poseía furiosamente, hasta que de repente el cuerpo de Caterina empezó a moverse con el de su violador, arqueando la espalda, presionando las caderas contra su pelvis... Seguro de su victoria, César continuó hasta sembrar su semilla. Tumbada bajo su cuerpo, Caterina respiraba pesadamente con el cabello empapado en sudor y las mejillas encendidas.

—Deberíais darme las gracias —dijo César al tiempo que se bajaba del catre.

—¿Es eso todo lo que vais a hacer conmigo? —preguntó ella. Pero César no le contestó.

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