Los Borgia (15 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Los Borgia
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César cabalgaba junto a sus dos galgos preferidos, Brezo y Cáñamo. Absorto en sus pensamientos, apenas prestaba atención a la cacería. Envidiaba la vida de Juan. Su hermano tenía una vida llena de emociones y la perspectiva de una carrera militar. Él, en cambio, estaba atrapado en la vida eclesiástica, una vida que ni le gustaba ni había elegido voluntariamente. La bilis le llenó la boca de un sabor amargo. ¡Cómo lo odiaba! Intentaba luchar contra sus sentimientos, pues, después de todo, Juan era su hermano y un hombre de bien; un príncipe de la Iglesia no podía odiar a su propio hermano. Resultaba antinatural y, además, disgustaba a su padre. Pero, por encima de todo, resultaba peligroso. Como capitán general de los ejércitos pontificios. Además, por mucho que César deseara que no fuese así, a pesar de todos sus esfuerzos por complacer a su padre, Juan seguía siendo el hijo favorito del sumo pontífice.

El aullido de uno de los galgos despertó a César de su ensueño. Cabalgó hasta donde el magnífico animal yacía clavado al suelo por una lanza. Al ver a su hermano a su lado, con el rostro desfigurado por una mueca demoníaca, supo lo que había ocurrido. Juan había errado el lanzamiento y había abatido al galgo en vez de a su presa. Por unos instantes, César pensó que lo había hecho de forma intencionada. Hasta que su hermano se acercó a él.

—Te compraré dos galgos para resarcirte —dijo Juan a modo de disculpa.

César extrajo la lanza del costado del galgo, intentando reprimir la cólera que lo invadía. Entonces oyó a su padre. El papa estaba junto a un jabalí atrapado por una malla de robusto cordaje. El animal miraba al Santo Padre, esperando el golpe que diera fin a su tormento. Pero Alejandro espoleó su montura.

—Este animal ya ha sido abatido —exclamó—. Necesito una nueva pieza.

Y, sin más, galopó hacia un jabalí de gran tamaño. Preocupados por la seguridad del papa, varios de los miembros de la partida acudieron en su ayuda, pero, cuando le dieron alcance, Alejandro ya había clavado su lanza en el lomo del animal. Sus compañeros de cacería se abalanzaron sobre el jabalí moribundo y lo remataron con sus hachas.

Mientras observaba la escena, César se sintió orgulloso de su padre. Aunque no le estuviera permitido vivir la vida que hubiera deseado, al menos estaba cumpliendo los deseos de su padre y sabía que eso siempre sería una fuente de dicha para el papa Alejandro. Mientras contemplaba al jabalí abatido, se dijo a sí mismo que tenía suerte de ser el hombre que su padre deseaba que fuera.

Al ponerse el sol, César y Lucrecia caminaron cogidos de la mano hasta las aguas plateadas del lago. juntos, hermano y hermana, él alto, y apuesto, ella de cabello rubio y ojos color de la miel, ambos inteligentes, felices, formaban una pareja que todo el mundo envidiaría. Pero esa noche, algo afligía el corazón de Lucrecia.

—Nuestro padre no debería haberme desposado con Giovanni —dijo—. No es un hombre bueno. Lo digo de verdad, César. Apenas me habla y, cuando lo hace, siempre se muestra rudo y acusador. No sé qué espera de mí. Sé que nuestros esponsales han sido ventajosos para Roma, pero nunca pensé que pudiera llegar a ser tan desdichada.

—Sabes que Ludovico Sforza es el hombre más poderoso de Milán —dijo César, dirigiéndose a su hermana con ternura—. Gracias a tu sacrificio, los Borgia y los Sforza hemos podido sellar nuestra amistad en un momento de crítica importancia.

Lucrecia asintió.

—Lo sé —dijo—. Créeme que lo sé. Pero, aun así.. Pensaba que las cosas serían distintas, que mis sentimientos serían distintos. Aunque supe que algo no iba bien desde el momento en que me arrodillé en ese ridículo escabel de oro, rodeada de todo ese lujo. Cuando miré al hombre que estaba a punto de desposarme no supe si reír o llorar. Aunque realmente desearía haber gritado, arrodillada como estaba frente a todos esos cardenales. Se suponía que debía ser un día feliz, pero la verdad es que nunca me había sentido tan desdichada.

—¿No hubo nada que te agradase? —preguntó César, incapaz de contener una sonrisa.

—Sí —dijo ella—. Tú, con tus vestiduras negras. César se volvió hacia su hermana.

—No podía soportarlo, Crecia —confesó apasionadamente—. No podía soportar la idea de que otro hombre fuera a estrecharte entre sus brazos. Si hubiera podido, ni siquiera habría asistido a la ceremonia. Pero nuestro padre insistió en que debía estar presente. Te aseguro que mi ánimo era todavía más oscuro que la ropa que vestía.

Lucrecia besó a su hermano con ternura.

—Giovanni es un bastardo arrogante —dijo—. Y un amante horrible. Los primeros días tuve que ponerme a llorar como un sauce para escapar de sus garras. Ni siquiera soporto su olor.

César volvió a sonreír.

—Entonces, ¿no sientes el mismo placer con él que conmigo? —preguntó César.

—Amor mío, estar con él o contigo es tan diferente como estar en el infierno o en el paraíso —dijo ella, incapaz de contener una carcajada.

Los dos hermanos siguieron caminando cogidos de la mano.

—A veces, tu esposo me recuerda a Juan —dijo César de repente.

Cruzaron un pequeño puente y se adentraron en el bosque.

—Juan es muy joven —dijo Lucrecia—. Todavía puede cambiar. Caminaron en silencio durante unos instantes.

—La verdad es que me preocupa más Jofre que Juan —dijo finalmente César. Su tono de voz no dejaba lugar a dudas sobre la seriedad de sus palabras—. No tengo más remedio que aceptar su frivolidad, pero Sancha y Jofre tienen más de cien criados para ellos solos y comen con vajillas de oro macizo y copas engastadas con piedras preciosas. Por no hablar de sus célebres fiestas. Es un escándalo que mancilla el nombre de nuestra familia. Y, lo que es peor, vivir de una forma tan extravagante puede ser peligroso para el hijo de un papa.

—Lo sé, César —le dio la razón Lucrecia—. A nuestro padre también le preocupa, aunque, por supuesto, él nunca lo admitiría. No siente el mismo amor por Jofre que por el resto de nosotros. Por eso disculpa su debilidad y su falta de juicio.

César se detuvo a contemplar a Lucrecia bajo la luz de la luna. Su tez de porcelana le pareció aún más luminosa que de costumbre. Puso la mano bajo el mentón de su hermana, levantó lentamente su rostro y acarició sus ojos con la mirada. Pero la tristeza que reflejaban esos hermosos ojos lo obligó a apartar la vista de ellos.

—¿Quieres que hable con nuestro padre? Él podría anular vuestro matrimonio. Sabes cuánto te quiere. Es posible que esté dispuesto a hacerlo. ¿Estaría de acuerdo Giovanni?.

Lucrecia miró a su hermano con tristeza.

—Ni siquiera notaría la diferencia si yo no estuviera. Es la dote lo que echaría en falta. Nunca sintió el menor afecto por el oro de mi cabello, tan sólo por el de las monedas.

—Se lo diré a nuestro padre en cuanto encuentre el momento apropiado.

Mientras Lucrecia y César paseaban, Juan se ofreció a enseñarle a Sancha el viejo pabellón de caza, prácticamente abandonado ahora que el papa Alejandro había hecho construir otro más confortable.

Aun teniendo la misma edad que Juan, la esposa de Jofre se comportaba como una niña caprichosa. De profundos ojos azules, largas y oscuras pestañas y cabello negro azabache, Sancha se mostraba amante de lo banal, aunque, en realidad, su superficialidad no era más que una estrategia para atraer a sus inocentes víctimas.

—Como ves, no es un lugar apropiado para una princesa —dijo Juan al tiempo que tomaba la mano de su cuñada cuando llegaron al viejo pabellón de caza; una modesta construcción de madera con una chimenea de piedra. Después de todo, Sancha era la hija del rey Alfonso II de Nápoles.

—Me parece un lugar encantador —respondió ella sin soltar la mano de Juan.

Él encendió una hoguera mientras Sancha observaba las cabezas de animales que colgaban a modo de trofeos. Mientras caminaba por la estancia, sus dedos acariciaron la vieja madera de los muebles; primero el aparador, después la mesa, una silla y, finalmente, el cabecero del amplio lecho de plumas.

—¿Por qué siguen aquí los muebles si ya nadie usa el pabellón? —preguntó con inocencia.

En cuclillas frente a la chimenea, Juan se volvió hacia Sancha y sonrió.

—Nuestro padre todavía lo usa en ocasiones, cuando tiene alguna visita con la que desea estar a solas... Igual que yo deseo estar a solas contigo ahora —dijo al tiempo que se incorporaba. Se acercó al lecho y rodeó la cintura de Sancha, atrayéndola hacia sí con ambos brazos. Cuando la besó, ella no opuso resistencia.

—No... no puedo hacerlo —protestó Sancha de repente—. Jofre me...

Ignorando sus quejas, Juan la estrechó con más fuerza contra su cuerpo.

—Jofre no te hará nada —le dijo—. Jofre es incapaz de hacer nada.

Levantó el vestido blanco de Sancha y acarició el interior de sus muslos, ascendiendo lentamente, hasta que notó cómo el cuerpo de ella empezaba a responder a sus caricias.

Unos segundos después, ambos yacían sobre el lecho. Iluminada por el resplandor de la lumbre, Sancha tenía el cabello suelto y la falda levantada hasta la cintura. Cuando Juan la tomó, ella lo besó con pasión, bebiendo de su boca con una sed insaciable. Él la penetró más y más profundamente, hasta que Sancha olvidó todos sus temores, sumiéndose en un estado de exquisita inconsciencia.

Esa noche, la familia Borgia disfrutó de una cena al aire libre junto al lago. De los árboles colgaban faroles de colores, y una amplia hilera de antorchas parpadeaban dibujando el contorno de la orilla. La caza había proporcionado suficiente carne como para dar de comer a todo el séquito del papa y para obsequiar a los habitantes de las poblaciones vecinas con lo que había sobrado. Además, había juglares y músicos y, una vez acabada la cena, Juan y Sancha deleitaron a los presentes con un dueto.

César, sentado al lado de Lucrecia, se preguntó cuándo habrían tenido tiempo para ensayar, pues sus voces sonaban en perfecta armonía. Pero Jofre no parecía compartir sus pensamientos, pues aplaudió con entusiasmo la actuación. César se preguntó si Jofre realmente sería tan estúpido como aparentaba.

El papa Alejandro disfrutaba tanto de la buena conversación como de la caza, la comida o las mujeres hermosas. Tras el banquete, demostrando un atrevimiento característico de su condición, uno de los actores había representado una escena en la que un noble se preguntaba apenado cómo un Dios bondadoso podía hacer recaer tantas desgracias sobre los hombres de buena voluntad. ¿Cómo podía permitir que hubiera inundaciones, incendios y epidemias? ¿Cómo podía permitir que sufrieran niños inocentes? ¿Cómo podía permitir que el hombre, creado a su imagen y semejanza, infligiera tanto dolor a su prójimo?.

—¿Qué ocurriría si Dios les concediera a los hombres un paraíso en la tierra obtenido sin dolor ni sacrificio? —comenzó diciendo—. Sin duda, el paraíso celestial dejaría de ser anhelado por los hombres. Además, ¿cómo podría juzgarse entonces la sinceridad y la buena fe de los hombres? Sin purgatorio no puede existir un paraíso, pues de ser así, ¿qué insondable mal no sería capaz de concebir el hombre? Inventaríamos tantas maneras de atacarnos que finalmente acabaríamos por destruir el mundo. Lo que se obtiene sin sacrificio no puede tener valor, Si no existiera una recompensa para nuestro comportamiento, los hombres se convertirían en estafadores que afrontarían el juego de la vida con naipes marcados y dados trucados. No seríamos mejores que las bestias. Sin esos obstáculos a los que llamamos desgracias, ¿qué recompensa podríamos encontrar en el paraíso? No, esas desgracias son precisamente la prueba de la existencia de Dios, la prueba de su existencia y de su amor por los hombres. No podemos culpar a Dios del daño que los hombres se infligen entre sí, pues, en su infinita sabiduría, Él ha dispuesto que gocemos de libre voluntad. Sólo podemos culparnos a nosotros mismos. Sólo podemos admitir nuestros pecados y redimirlos en el purgatorio.

—Pero entonces, ¿qué es realmente el mal, padre? —preguntó Lucrecia que, de todos los hijos de Alejandro, era quien más interés mostraba por la fe.

—El mayor de todos los males es el poder —contestó el sumo pontífice—, y es nuestro deber borrar cualquier deseo de poder de los corazones y las almas de los hombres. Ésa es la misión de la Iglesia, pues es la lucha por el poder lo que hace que los hombres se enfrenten unos a otros. Ahí radica el mal de nuestro mundo; siempre será un mundo injusto, siempre será un mundo cruel para los menos afortunados. Quién sabe... Es posible que dentro de quinientos años los hombres dejen de matarse entre sí. Feliz día será aquel en el que ocurra. Pero el poder forma parte de la misma naturaleza del hombre. Igual que forma parte de la naturaleza de la sociedad que, para mantener unidos a sus súbditos, por el bien de su Dios y de su nación, un rey cómo, si no, podría doblegar la voluntad de sus súbditos? Además, no debernos olvidar que la naturaleza humana es tan insondable como el mundo que nos acoge y que no todos los demonios temen el agua bendita. —Alejandro guardó silencio durante unos segundos. Después levantó su copa en un brindis.— ¡Por la Santa Iglesia de Roma y por la familia Borgia! —exclamó.

Todos los presentes levantaron su copa y exclamaron al unísono:

—¡Por el papa Alejandro! Que Dios lo bendiga con salud, felicidad y la sabiduría de Salomón y los grandes filósofos.

Al volver a sus aposentos, Jofre no consiguió conciliar el sueño. Se levantó y caminó sin rumbo por la cámara. Sancha no había regresado con él tras el banquete. Cuando se había acercado a ella para pedirle que lo acompañase, ella lo había rechazado con una mueca de desprecio y se había alejado. Jofre apenas había conseguido controlar las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos.

Pero ésa no era la única vez que Sancha lo había humillado en público durante la velada, aunque todos los presentes parecían demasiado ocupados comiendo, bebiendo y riendo como para darse cuenta de ello. Él, por supuesto, había aplaudido con una sonrisa, como exigía el protocolo, el dueto que su esposa había cantado con su arrogante hermano, pero nada podía librarlo de la humillación que había sentido.

Finalmente decidió salir a dar un paseo. El murmullo de las criaturas que dormían en el bosque mitigó su ansiedad. Se sentó junto a la orilla y pensó en su padre, el papa Alejandro, y en sus hermanos.

Siempre había sabido que era menos inteligente que César y que físicamente nunca sería rival para Juan, pero también sabía que su glotonería y sus excesos no eran pecados tan oscuros como la crueldad de Juan o la ambición de César.

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