LOS BUFONES DE DIOS, es tal vez lo más memorable que haya escrito durante su fecunda vida de escritor. Es una osada y profunda novela de amor, de fe, de esperanza. Es un texto para el hombre y la mujer moderna, quienes,quiéranlo o no, se ven envueltos en estas últimas y dramáticas décadas del siglo veinte.
Morris West
Los bufones de Dios
ePUB v1.0
Tetralogía del Vaticano - 2
Lecram / OZN15.03.12
Título Original: The Clowns of God
Año de publicación 1981
Traducción Marta Cruz Coke de Lagos
Para mis seres queridos
con todo mi corazón
“¿Quién sabe si el mundo no terminará esta noche?"
Robert Browing, Nuestra última cabalgata
Una vez aceptada la existencia de Dios —como quiera que Ud. lo defina, como quiera que Ud. explique su relación con Él— desde ese momento, Ud. está atrapado para siempre por Su presencia en el centro de todas las cosas. También Ud. está atrapado por el hecho de que el hombre es una criatura que camina entre dos mundos y va trazando en los muros de su caverna la maravilla y el terror que experimenta durante su peregrinaje espiritual.
"Fui arrebatado en espíritu el día del Señor
y oí tras de mí una voz fuerte, como de trompeta
que decía: Lo que vieres, escríbelo en
un libro y envíalo a las siete Iglesias".
Apocalipsis
San Juan — Cáp. I — 10-11
En el séptimo año de su pontificado, dos días antes de cumplir los sesenta y cinco, en presencia del Consistorio en pleno, Jean Marie Barette, más conocido como Papa Gregorio XVII firmó un instrumento de abdicación, se quitó el anillo del Pescador, entregó su sello al cardenal camarlengo y pronunció unas pocas palabras de despedida.
"Y así, hermanos míos, todo se ha consumado tal como ustedes lo han deseado. Estoy cierto de que ustedes explicarán adecuadamente lo que ha ocurrido tanto a la Iglesia como al mundo. Espero que elegirán a un hombre bueno. Dios sabe cuánto lo necesitan".
Tres horas después, acompañado por un coronel de la guardia suiza, se presentó al monasterio de Monte Cassino y se colocó bajo la obediencia del abad. El coronel regresó inmediatamente a Roma e informó al cardenal camarlengo que su misión estaba cumplida.
El camarlengo lanzó un largo suspiro de alivio y comenzó inmediatamente con las formalidades tendientes a proclamar que la silla de Pedro estaba vacante y que la elección de un nuevo pontífice se realizaría con toda la presteza requerida.
La mujer parecía una campesina, robusta, vestida de tosca lana, con el cabello gris asomando por debajo del sombrero de paja y las redondas mejillas encendidas como manzanas. Se mantenía erguida sobre la silla con las manos cruzadas sobre una amplia cartera de cuero marrón pasada de moda. Se veía cansada pero nada en ella denotaba temor. Parecía estar examinando la mercancía que le ofrecían en una feria desconocida.
Carl Mendelius, profesor de Estudios patrísticos y bíblicos en el Wilhelmsstift, que una vez fuera llamado el ilustre Colegio de la Universidad de Tübingen, estiró sus largas piernas por debajo del escritorio, juntó las manos formando un puente con los dedos índices y sonriéndole por encima de esta precaria construcción se dirigió a ella con toda gentileza.
—¿Usted deseaba verme, señora?
—Me dijeron que usted comprendía el francés —ella hablaba con el acento abierto y arrastrado del midi.
—Así es.
—Me llamo Teresa Mathieu. En religión soy —era— la hermana Mechtilda.
—¿Debo comprender que ha dejado los hábitos?
—No. Fui dispensada de mis votos. Pero él dijo que siempre debería conservar y llevar el anillo con que profesé porque mi servicio sigue siendo el servicio del Señor.
Estiró hacia él una grande y gastada mano de trabajadora mostrando el anillo de plata que llevaba en el anular.
—¿Él? ¿Quién es él?
—Su Santidad, el papa Gregorio, Yo formaba parte del grupo de hermanas que atendían su casa: limpiaba su estudio y sus habitaciones privadas: le servía su café. A veces, en los días de fiesta, cuando las otras hermanas descansaban, solía prepararle sus comidas. Decía que le gustaba mi forma de cocinar porque le recordaba su hogar… En esas ocasiones, a veces, conversaba conmigo. Conocía muy bien mi tierra natal porque su familia poseía viñedos en el Var… Y así, cuando, mi sobrina perdió a su marido y quedó sola con cinco niños y con el restaurante que atender, yo se lo conté. Y él me comprendió. Dijo que tal vez mi sobrina me necesitaba más que el papa, que de todos modos tenía mucha gente a su servicio. El me ayudó a pensar con libertad y a darme cuenta de que la caridad es la más importante de todas las virtudes… Mi decisión de regresar al mundo fue tomada entonces, cuando la gente en el Vaticano comenzó a decir todas aquellas cosas terribles, que el Santo Padre estaba enfermo de la cabeza, que podía ser peligroso, todo eso. El día que abandoné Roma fui a verlo para solicitarle su bendición. Y él me pidió, como un favor especial, que pasara por Tübingen y le entregara a usted esta carta, en sus propias manos. Y me colocó bajo obediencia, haciéndome prometer que no debería contarle a nadie lo que él había dicho o lo que yo llevaba. Y por eso estoy aquí…
Hurgó en el gran bolso y extrajo de él un grueso sobre de papel que extendió hacia él por sobre el escritorio. Carl Mendelius lo recibió y lo sostuvo en las manos evaluando su peso antes de depositarlo sobre la mesa.
—¿Vino usted aquí directamente desde Roma?
—No. Fui primero donde mi sobrina a quien acompañé durante una semana. Su Santidad dijo que eso era lo que tenía que hacer, porque era lo natural y propio. Me dio dinero para el viaje y un regalo para mi sobrina.
—¿Le entregó algún otro mensaje para mí?
—No. Sólo que le enviaba a usted todo su afecto. Y agregó que si me hacía preguntas, yo debía contestarlas.
—Veo que encontró en usted un fiel mensajero —dijo Carl Mendelius gentilmente, pero su rostro estaba serio—. ¿Querría tomar un café?
—No, gracias.
Ella cruzó las manos sobre la amplia cartera y esperó. Todo en su actitud trasuntaba la monja que había sido y que aún parecía ser pese a su ropa de confección casera. Mendelius hizo la pregunta siguiente con todo cuidado y como restándole importancia.
—Estos problemas, estas murmuraciones en el Vaticano ¿recuerda cuándo comenzaron? ¿Y por qué se produjeron?
—Sí, sé cuándo comenzaron —la respuesta de la mujer fue decidida, sin una sombra de vacilación—. Fue al regreso de la gira que el Santo Padre hizo por América del Sur y los Estados Unidos. Parecía entonces muy cansado, casi enfermo y luego vinieron aquellas visitas de los chinos y los rusos y de esos africanos que lo dejaron aún más preocupado. Después de aquello resolvió retirarse por dos semanas a Monte Cassino. Y fue al volver de allí cuando comenzaron los problemas…
—¿Qué clase de problemas?
—Yo nunca comprendía muy bien realmente de qué se trataba. Como usted sabe, yo era sólo alguien muy insignificante, una hermana que hacía un trabajo doméstico. Y nos han entrenado para no hacer comentarios sobre materias que no nos conciernen. La Madre Superiora reprueba severamente toda murmuración. Pero sin embargo no pude dejar de notar que el Santo Padre parecía enfermo, que permanecía largas horas orando en la capilla, que las reuniones con los miembros de la Curia se multiplicaban y que al salir todos ellos parecían enojados y refunfuñaban entre sí. No recuerdo lo que hablaban, salvo una vez que oí al Cardenal Arnaldo decir: "¡Dios Santo del cielo! ¡Tenemos que vérnosla con un demente!
—¿Y el Santo Padre mismo, qué aspecto tenía?
—Conmigo nunca dejó de ser el mismo, bondadoso y cortés. Pero era evidente que estaba muy acongojado. Un día me pidió que le llevara una aspirina para tomarla con su café. Yo le pregunté si deseaba que llamara a su médico. El me respondió con una curiosa pequeña sonrisa y dijo: "Hermana Mechtilda, lo que yo necesito no es un médico, sino el don de las lenguas. A veces me parece como si estuviera enseñando música a los sordos y pintura a los ciegos…" Bueno, al final, claro, vino el médico y luego varios otros en los días que siguieron. Y después de aquello el cardenal Drexel llegó a verlo; es el Decano del Sacro Colegio y un hombre muy severo. Permanecieron encerrados todo el día en el apartamento papal y yo ayudé a servirles el almuerzo. Y después de ese día… bueno… ocurrió todo aquello.
—¿Comprendió usted algo de lo que estaba sucediendo?
—No. Lo único que nos dijeron fue que, por razones de salud y para beneficio de las almas, el Santo Padre había decidido abdicar y pasar el resto de su vida sirviendo a Dios en un monasterio. Nos pidieron que rogáramos por él y por la Iglesia.
—¿Y él no le dio nunca ninguna explicación de lo que estaba ocurriendo?
—¿A mí? —Ella se lo quedó mirando con una auténtica e inocente sorpresa—. ¿Por qué a mí? Yo era nadie. Pero después que me bendijo deseándome buen viaje, él puso sus manos en mis mejillas y dijo: "Tal vez, hermanita, ambos somos afortunados por habernos encontrado". Y esa fue la última vez que lo vi.
—¿Y ahora qué piensa hacer usted?
—Volver a casa con mi sobrina, ayudarla con los niños, cocinar en el restaurante. Es un negocio pequeño, pero si logramos mantenerlo como se debe, es bastante bueno.
—Estoy seguro de que lo conseguirán —dijo Carl Mendelius respetuosamente al tiempo que se levantaba y extendía su mano hacia ella—. Gracias hermana Mechtilda, gracias por venir a verme y por lo que ha hecho por él.
—Oh, no es nada. El era un hombre bueno que siempre comprendió a la gente corriente como yo.
La palma de la mano de la mujer tenía la piel seca y agrietada por el lavado y la friega de las cazuelas y Mendelius, al verla, sintió vergüenza de sus propias diestras y suaves manos en las cuales Gregorio XVII, sucesor del príncipe de los apóstoles había depositado su último, su más secreto memorial.
Aquella noche, en su enorme estudio del ático, cuyas ventanas miraban hacia el bulto gris de la Stiftskirche de St. George, Mendelius veló hasta tarde, teniendo por únicos testigos de su meditación a los bustos de Melanchthon y de Hegel, el primero de los cuales había sido asistente de profesor y el otro alumno de la antigua universidad; pero hacía ya tiempo que la muerte había absuelto a ambos de toda perplejidad.
Delante de él, abierta y extendida sobre la mesa, yacía la carta de Jean Marie Barette, el Gregorio portador del número diez y siete en la línea de la sucesión papal: treinta páginas de fina cursiva manuscrita, de impecable estilo gálico, testimonio de una tragedia personal y de una crisis política de dimensión mundial.
Mi querido Carl:
"En ésta, la larga noche de mi alma, cuando la razón se tambalea al borde del abismo y la fe de toda una vida pareciera, haberse perdido, acudo a usted en busca de la gracia de la comprensión.
"Hace ya muchos años que somos amigos. Sus libros y sus cartas han sido hasta ahora mis inseparables compañeros de viaje: bagaje infinitamente más esencial para mí que mis camisas o mis zapatos. En numerosos momentos de ansia e inquietud sus consejos han sido fuente de paz para mí, así como su visión y sabiduría no han dejado de ser la luz que ha guiado mis pasos por los oscuros laberintos del poder. Y por eso, a pesar de que las sendas de nuestras vidas parecieran haber divergido, me consuela creer que nuestros espíritus han mantenido la unidad de sus valores.
"Mi silencio durante estos últimos meses de mi purgatorio personal se ha debido al hecho de que he deseado mantenerlo al margen para no comprometerlo en lo que me estaba ocurriendo. Desde hace ya algún tiempo he vivido sometido a una estrecha vigilancia y en consecuencia no me ha sido posible mantener nada privado, ni aun mis papeles más secretos. En verdad tengo que confesarle que si esta carta cae en manos equivocadas, usted quedará expuesto a un gran riesgo y si decide llevar a cabo la misión que intento encomendarle, el peligro a que aludo se multiplicará con cada día que pase.
"Comenzaré a contarle la historia por su desenlace. El mes pasado, los cardenales del Sacro Colegio, entre los cuales creo que cuento con algunos amigos, decidieron, por una amplia mayoría, que yo estaba, si no loco, por lo menos no en un estado mental competente para desempeñar las tareas del pontificado. Esta decisión, motivada por razones que más adelante le explicaré en detalle, colocó a mis hermanos cardenales frente a un dilema que resultó trágico y cómico a la vez.
"Sólo existían dos fórmulas para librarse de mí: deponerme u obligarme a abdicar. Deponerme implicaba dar explicaciones públicas, lo que evidentemente era imposible por lo que nadie se atrevió siquiera a considerar esta primera opción, ya que el olor a conspiración habría sido demasiado fuerte y el riesgo de cisma consiguiente demasiado grande. Por otra parte, la abdicación, en tanto que acto legal, no habría podido ser llevada a cabo por un hombre mentalmente enfermo, pues habría carecido de toda validez jurídica.
"Mi dilema personal, en cambio, era completamente diferente. Yo no había pedido ser elegido. Había aceptado, con temor, pero confiando en el Espíritu Santo para encontrar la luz y la fuerza necesarias. Aquel día en Monte Cassino creí —e intento desesperadamente continuar creyendo— que había recibido una iluminación especial del Señor y que mi deber consistía en comunicar esa luz a un mundo atrapado en la oscuridad de la última hora antes de medianoche. Por otra parte comprendí que sin la ayuda de mis más antiguos colaboradores, los hombres claves de la Iglesia, ninguna acción era posible para mí. Me veía reducido a la impotencia porque mis declaraciones podían ser distorsionadas y las directivas que impartiera anuladas. Los hijos de Dios podrían haber sido así sumidos en la confusión o impulsados a la revuelta.
"Fue entonces cuando Drexel vino a verme. Como usted sabe, es el Decano del Sacro Colegio de Cardenales y fui yo mismo quien lo nombró en su actual cargo de Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. A usted le sobran razones para saber que es un formidable perro guardián, sin embargo en privado es un ser comprensivo, sensible y muy humano. Al momento vi que para él era muy dolorosa la misión que se le había impuesto, pues venía como emisario de sus hermanos los cardenales con cuya opinión no estaba de acuerdo pero había sido encargado de transmitirme su decisión. Se me pedía que abdicara y me retirara enseguida a la oscuridad de un monasterio. En el caso de que no aceptara ellos estaban dispuestos a correr el riesgo de hacerme declarar insano e internarme bajo vigilancia médica en un establecimiento para enfermos mentales.
"Como comprenderá, el impacto recibido fue muy fuerte, pues jamás había yo imaginado siquiera que pudieran atreverse a tanto. A este primer momento de sorpresa siguió otro de puro terror pues conozco lo suficiente la historia de este cargo para no ignorar que la amenaza era real. El Vaticano es un estado independiente y todo lo que ocurre dentro de sus muros carece de audiencia exterior cuando los que gobiernan aquí así lo han decidido.
"Luego el terror también pasó y logré encontrar la calma suficiente para preguntarle a Drexel qué pensaba de la situación. Me respondió al instante y sin vacilaciones. No le cabían dudas de que sus colegas podían cumplir su amenaza y que estaban plenamente dispuestos a hacerlo. Sabían que el daño —considerando el crítico momento internacional— sería grande, pero no irreparable. La Iglesia había sobrevivido a los Theophylacts, a los Borgia y a las orgías de Avignon. Podría sobrevivir a la locura lunática de Jean Marie Barette. En vista de lo anterior Drexel me ofrecía, muy amistosamente, su opinión personal: lo que me convenía era inclinarme ante lo inevitable y abdicar aduciendo motivos de mala salud. Concluyó agregando su pequeña cláusula propia que cito textualmente para usted: "Haga lo que le piden, Santidad, pero nada más, ni un ápice más. Usted se irá. Se retirará a la vida privada. Y yo me enfrentaré a cualquier documento o instrumento que intente amarrarlo a algo más. Y en cuanto a esta luz que usted declara haber recibido, no es a mí a quien corresponde juzgar si viene de Dios o si es simplemente el fruto de un espíritu sobrecargado por las ansiedades propias de su alta investidura. Si fuera solamente una ilusión, espero que antes que transcurra mucho tiempo, sabrá desecharla. Si es algo que viene de Dios, entonces estoy seguro de que Él permitirá que, cuando llegue el momento, la verdad se haga manifiesta… Pero si entretanto lo declaran insano, quedará usted completamente desacreditado y la luz que hay en usted se apagará para siempre. La historia, especialmente la de la Iglesia, sólo se ha escrito para justificar a los sobrevivientes".
"Comprendí perfectamente lo que sus palabras significaban, pero aun así no podía decidirme a aceptar una solución tan tajante. Hablamos durante todo aquel día, examinando cada alternativa posible. Más tarde, y por largas horas aquella noche, oré en la soledad de mis habitaciones hasta que, finalmente, en un estado de total agotamiento, terminé por rendirme. A las nueve de la mañana siguiente mandé llamar a Drexel y le comuniqué que estaba pronto para abdicar.
"Hasta aquí, mi querido Carl, le he contado cómo sucedió todo. Relatar el por qué tomará mucho más tiempo: y entonces usted también, mi dilecto amigo, será llamado a juzgarme. Ahora mismo, escribir estas líneas temo que su juicio pueda serme desfavorable. Así es la fragilidad humana. Todavía no he aprendido a confiar en el Señor cuyo Evangelio intento proclamar…"