Los Bufones de Dios (37 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Los Bufones de Dios
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—¿Qué ocurre? ¿Por qué tienen miedo de mí? El hombre grande le contestó:

—Porque tú eres un pesttrager, portador de la peste. Vete de aquí antes que te mate.

La multitud comenzó entonces a cercarlo, forzándolo inexorablemente hacia la entrada de la calle y él sabía que cuando llegara a ella debería volverse y correr por su vida…

Por la mañana, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, desayunó temprano en compañía de Lotte y luego la acompañó al hospital para despedirse de Carl Mendelius. Y ahí, en un último momento de íntima quietud, dijo a ambos:

—…Volveremos a encontrarnos. De eso estoy seguro. Pero sólo Dios sabe cuándo y dónde será. Lotte, querida mía, no se amarre ni aferre a nada de aquí. Cuando Carl se encuentre pronto, empaque y váyase. Prométame que lo hará.

—Se lo prometo, Jean. Y créame que no será difícil irse de aquí.

—Espléndido. Cuando el llamado llegue, Carl, usted estará listo para escucharlo. Por el momento, resígnese a una larga convalecencia. Ayude a Lotte para que ella pueda ayudarlo a usted. Y dígale que lo hará.

Carl Mendelius levantó su mano sana y palmeó la mejilla de ella. Ella llevó la mano de él a sus labios y la besó. Jean Marie permaneció de pie. Con el pulgar trazó el signo de la cruz sobre la frente de Mendelius y luego hizo lo mismo con Lotte. Al hablar le temblaba la voz.

—Odio las despedidas. Los amo a los dos. Rueguen por mí.

Mendelius se prendió a su muñeca para detenerlo. Se esforzó por hablar. Esta vez, penosa, pero claramente, logró articular unas pocas palabras.

—La higuera, Jean. Ahora sé. La higuera.

Lotte intentó rogarle.

—Por favor, mi adorado, no trates de hablar.

Jean Marie dijo, esforzándose también por calmarlo:

—Querido Carl, recuerde lo que acordamos. Nada de palabras, nada de discursos. Dejemos que los árboles crezcan en el tiempo escogido por Dios.

Lotte le sostuvo la mano y lentamente Mendelius comenzó a relajarse, Jean Marie besó a Lotte y sin agregar nada más, abandonó la habitación.

Se encontraba en la mitad de su camino hacia París, con el avión abriéndose paso a través de tempestuosos nubarrones, cuando, bruscamente, las palabras de Mendelius cobraron todo su sentido para él. Eran el eco del texto del Evangelio de Mateo que él había encontrado abierto sobre su falda el día de la visión.

"… De la higuera, aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, caéis en cuenta de que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis todo esto, caed en cuenta de que Él está cerca, a las puertas…"

Sintió que lo invadía un extraño alivio, casi un júbilo, como una exaltación. Si Carl Mendelius creía, al fin, en la visión, entonces Jean Marie Barette había dejado de estar totalmente solo.

Capítulo 9

En París aquel sueño en que él era portador de un contagio mortal, se transformó en realidad. Su hermano Alain Hubert Barette, cabellos y lengua de plata, pilar de la sede bancaria del Boulevard Haussmann, que quería mucho a Jean Marie, se sintió, no obstante, impactado de pies a cabeza, incluidas las suelas de sus zapatos hechos a medida, por la solicitud que éste le presentó. Estaba dispuesto, claro está, a tomar las medidas financieras adecuadas, pero abrir un conglomerado bancario que ya tenía cuarenta años de exitosa vida, desmantelar los complicados convenios internacionales que sostenían esta vida, ni pensarlo:
pas possible
. Jean había llegado en el momento más inoportuno. Sería muy difícil alojarlo en casa de la familia. La estaban redecorando. Y Odette vivía en un estado permanente muy cercano a la histeria. Y en cuanto a los sirvientes, ¡oh Dios! Sin embargo, el banco estaría más que dispuesto y dichoso de que él usara el apartamento del Lancaster hasta que le fuera posible hacer otros arreglos.

Fuera de la histeria, ¿cómo estaba Odette? Bien, bastante bien, pero impresionada, verdaderamente devastada por la abdicación. Y, naturalmente, cuando el cardenal Sancerre, arzobispo de París había regresado del consistorio y habían comenzado a circular aquellas historias tan raras, bueno, todo ello había sido fuente de profunda zozobra para toda la familia.

¿Contactos políticos? ¿Encuentros diplomáticos? En tiempos normales Alain Hubert Barette se habría sentido dichoso de propiciarlos y ofrecer su casa para tales reuniones, pero en estos precisos momentos… eh… él aconsejaba más bien una gran discreción. No era conveniente arriesgarse a recibir un desaire y esto era lo que podría ocurrir si se intentaba un contacto demasiado directo con estos caballeros del Ministerio de Relaciones Exteriores y, con mayor razón aún, con el Presidente. ¿Por qué, mejor, no venir a cenar mañana con Odette y las niñas para discutir juntos el problema? Entretanto, veamos el asunto económico. Hasta que fuera posible reconstituir los convenios actualmente vigentes, el banco estaba dispuesto a abrirle a Jean Marie un crédito substancial, crédito naturalmente garantizado por el mismo trust.

—…Ahora, ocupémonos de firmar estos documentos, de manera que puedas entrar inmediatamente en posesión de tus fondos. Sugiero —estrictamente entre hermanos que se quieren— que el primer requisito para una vida decente es un buen sastre y un camisero experto. Después de todo tú sigues siendo un Monseñor y aun tus ropas de seglar deben insinuar esta oculta dignidad tuya.

Esta última pequeña idiotez colmó la medida, provocando en Jean Marie una gálica, helada furia.

—¡Alain, eres un tonto! Eres además un snob absolutamente carente de buen gusto, un minúsculo, afanoso y mezquino comerciante en dinero. No iré a tu casa. No aceptaré el apartamento en el Lancaster. Me darás inmediatamente el dinero que necesito. Citarás a los fideicomisarios a una reunión a las diez, mañana por la mañana y allí discutiremos en detalle su pasada administración y sus futuras actividades. Tengo poco tiempo y mucho que hacer por delante. Y no permitiré que las tonterías burocráticas de tu banco me inhiban y perturben. ¿Me he expresado claramente

—Jean, ha habido un malentendido. Yo nunca quise…

—Tranquilo, Alain. Mientras menos digas, mejor. ¿Cuáles son los documentos que tengo que firmar para entrar inmediatamente en posesión del dinero que necesito?

Quince minutos después, todo había quedado arreglado. Un Alain completamente dominado había hecho el último llamado para citar al último fideicomisario a la reunión del día siguiente. Limpió sus manos con un pañuelo de seda y se entregó de lleno a un cuidadosamente elaborado discurso de excusas.

—¡Por favor! Somos hermanos. No debemos pelear. Tú debes tratar de comprender: actualmente vivimos sometidos a una enorme tensión. Los mercados del dinero parecen haber enloquecido. Tenemos que defendernos como si estuviéramos luchando en el campo raso contra bandidos. Sabemos que habrá guerra. De manera que el problema es: ¿cómo proteger los haberes del banco y los nuestros propios? ¿Qué medidas tomar respecto de nuestras vidas? Hace tanto tiempo ya que tú estás lejos de todo esto, tu vida ha sido tan protegida…

A pesar de su ira, Jean Marie no pudo evitar reírse, una saboreada risa de auténtica diversión.

—¡Eh, eh, eh, hermanito! Mi corazón sangra por ti. Un cuanto a mí, no sabría qué hacer con todas esas cajas inertes y bóvedas de seguridad llenas de papel y moneditas y oro en barras. Pero a pesar de todo tienes razón. Es muy tarde ya para pelear y también es muy tarde para ese estúpido afán de moda. ¿Por qué no tratas de ponerte en contacto con Vauvenargues por teléfono…? Querría hablar con él.

—¿Vauvenargues? ¿El ministro de Relaciones Exteriores?

—El mismo.

—¡Como quieras! —Alain se encogió resignadamente de hombros y consultó el libro de direcciones que tenía sobre el escritorio. Conectó el teléfono a su línea privada y marcó el número. Jean Marie escuchó, fríamente divertido esta mitad de diálogo.

—¡Aló! Habla Alain Hubert Barette, Director de Halévy Frères et Barette, banqueros. Comuníqueme con el ministro, por favor… Se trata de un amigo mío, un viejo amigo, que acaba de llegar a París y que desea hablar con él… El amigo es monseñor Jean Marie Barette, que fue Su Santidad el Papa Gregorio XVII… ¡Oh, sí! ¡Ya veo! Entonces, tal vez, tendría la bondad de darle el mensaje al ministro para que él pueda llamar de vuelta a este número… Gracias.

Colgó el teléfono e hizo una mueca de disgusto.

—El ministro está en conferencia. Le darán el mensaje… Tú has vivido esto, Jean. Conoces la rutina en estos casos. Cuando te ves obligado a explicar los motivos de tus llamados y tu presente identidad, la verdad es que estás, diplomáticamente al menos, muerto. Oh, estoy seguro de que el ministro te llamará, pero ¿que pretendes hacer con un insípido apretón de manos y un comentario sobre el tiempo…?

—Haré yo mismo el próximo llamado. —Jean Marie consultó su libreta de bolsillo y marcó el número del más importante consejero presidencial, un hombre con el cual, durante su pontificado, había mantenido la más constante y amistosa de las relaciones. Le respondieron al momento.

—Aquí, Duhamel.

—Pierre, habla Jean Marie Barette. Estoy en París por unos pocos días por asuntos personales. Me gustaría verlo a usted y a su patrón.

—Y a mí me gustaría verlo a usted. Pero tendrá que ser en privado. En cuanto a mi patrón, lamento decírselo, pero no será posible. La consigna oficial es: "fuera". Usted se ha transformado en un indeseable.

—¿De dónde viene esa consigna?

—De su jefe a mi jefe. Y los Amigos del Silencio han estado muy ocupados trabajando en los niveles secundarios. Dónde se aloja? 

—Todavía no lo he decidido.

—Es preferible que lo haga fuera de la ciudad. Tome un taxi y hágase conducir a la
Hostellerie des Chevaliers
. Queda más o menos a tres kilómetros por este lado de Versalles. Telefonearé inmediatamente para que le tengan preparado el alojamiento… Firme como el señor Grégoire. No le pedirán ningún documento. Y en camino a casa, alrededor de las ocho pasaré a verlo. Ahora debo irme. Hasta pronto.

Jean Marie colgó. Había llegado su turno de pedir disculpas.

—Tenías razón, hermanito. Diplomáticamente estoy muerto y enterrado. Bueno, ya es tiempo de que me vaya. Transmite mi cariño a Odette y las chicas. Trataré de arreglarme para que podamos cenar juntos mañana, antes de mi partida.

—¿No has cambiado de opinión respecto del Lancaster?

—Gracias, pero no. Si soy portador de una peste, prefiero no contagiar a mi familia. Mañana a las diez, ¿eh?

La
Hostellerie des Chevaliers
, conjunto de viejas casas de campo transformadas en un agradable y discreto hotel, resultó una grata sorpresa. Los edificios estaban rodeados de prados meticulosamente mantenidos, de rosedales y, más allá, de una cortina de sauces entre los que se deslizaba un arroyo de molino.

La patrona era una guapa mujer de poco más de cincuenta años, que le dispensó de todos los formalismos del registro en el hotel y lo condujo inmediatamente a un confortable apartamento cuyas ventanas abrían sobre un prado privado y un estanque de nenúfares. Le explicó que podría hacer cuantos llamados telefónicos quisiera con plena seguridad, que el refrigerador estaba provisto de licores y bebidas, y que, como amigo del señor Duhamel, sólo tendría que levantar un dedo para que la
Hostellerie
completa se pusiera a su servicio.

Al deshacer su maleta, se divirtió, y al mismo tiempo se sorprendió de constatar cuan liviano era su equipaje: un traje, un impermeable, una chaqueta deportiva y un par de pantalones, una camiseta de lana, dos pares de pijamas y media docena de camisas, ropa interior y calcetines, constituían todo su ajuar. El resto de su impedimenta consistía en artículos de tocador, el estuche conteniendo los objetos necesarios para celebrar la misa, un breviario, un misal y un libro de bolsillo… Dinero suelto, un libreto de cheques de viajero y una carta circular de crédito de Halévy Frères et Barette formaban su base económica. Por la carta de crédito y hasta que los fideicomisarios liberaran algunos de los fondos que correspondían a su patrimonio, era, momentáneamente, deudor del banco. Por lo menos, pensó, era libre de moverse donde y como quisiera, lo que le permitía estar preparado para responder rápidamente al llamado así como siglos antes lo había estado Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.

Lo que ahora había comenzado a inquietarlo era la creciente conciencia de su aislamiento y de su precaria dependencia de la buena voluntad de sus amigos. Sin embargo, a pesar de todo, en el centro de sí mismo existía un gran remanso de paz, un lugar, un área por decirlo así, donde todos los contrarios se habían reconciliado; y por otra parte, seguía siendo un hombre sometido a las variaciones químicas de la carne y a las inestabilidades físicas de la mente.

El arma de la separación, del rechazo hacia las tinieblas exteriores, había sido usada contra él en los oscuros y amargos días de su abdicación. Ahora se estaba usando una vez más con el objeto de reducirlo a la impotencia en la arena política. Pierre Duhamel, antiguo y avezado consejero del presidente de la república, no era un hombre dado a la exageración. Si él afirmaba que uno se estaba muriendo, eso quería decir que ya era tiempo de llamar al sacerdote, y si decía que uno estaba muerto, eso significaba que los talladores de piedra ya estaban labrando el epitafio.

El hecho mismo de que Pierre Duhamel hubiera fijado una cita para tan pronto, era en sí indicativo de crisis. En todos los años que Jean Marie lo conocía y era su amigo, siempre había visto a Duhamel ceñirse al mismo y espartano código:
"Tengo una esposa: la mujer con quien me casé. Tengo una querida, la república. Nunca me cuente nada que yo no pueda, a mi vez informar. No trate nunca de comprarme. No patrocino ni apoyo a nadie y sólo aconsejo a aquéllos que me pagan para que los aconseje. Respeto todas las formas de fe. Pido que se respete mi propia y privada forma de fe. Si confía en mí, nunca le mentiré. Si me miente, comprenderé, pero nunca más volveré a confiar en usted".

En los días de su pontificado, Jean Marie había tenido numerosos contactos con este hombre tan extrañamente atractivo, de apostura de campeón, de capacidad para razonar tan elocuentemente como Montaigne y que cada tarde llegaba a su hogar para adorar a una mujer que una vez había sido la reina de París y que ahora se había transformado en la víctima de una esclerosis múltiple.

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