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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin (11 page)

BOOK: Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin
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Los demás la contemplaron con admiración.

—¡Esa sí que es, de verdad, una idea brillante! —exclamó Julián, y Ana se hinchó de orgullo ante el elogio—. Confieso que no se me hubiera ocurrido un plan tan estupendo. El mejor para una tarde de lluvia. ¿Dónde está el mapa? Supongo que lo guardaste bien, ¿verdad, Jorge?

—Ya lo creo —contestó—. Está muy bien envuelto en su papel de plata, dentro de la misma caja de madera en que lo hallamos. Voy a buscarlo.

Desapareció escaleras arriba y volvió a bajar con el mapa. Era de grueso pergamino y amarilleaba de puro viejo. Lo extendió sobre la mesa. Los demás se inclinaron sobre él, ávidos de contemplarlo una vez más. Y en esta ocasión con mayor interés que nunca.

—¿Os acordáis de lo emocionados que nos sentimos cuando encontramos la caja? —preguntó Dick.

—Sí. Y recuerdo también que no logramos abrirla y que la tiramos por la ventana, confiando en que al chocar contra el suelo se abriese.

—Y el ruido despertó a tío Quintín —intervino Ana riendo—. Salió hecho una fiera, cogió la caja y no nos la quiso devolver.

—¡Ah, sí! Y el pobre Julián tuvo que esperar hasta que el tío se durmió de nuevo y entonces se metió en el estudio, recupero la caja, la abrimos y encontramos este mapa —continuó Dick—. ¡Con que afán lo estudiamos!

Y de nuevo se enfrascaron en su examen, escudriñando con atención. Contenía tres planos, tal como había dicho Ana: uno de los sótanos, otro de la planta baja y el tercero de la superior.

—Es inútil que nos molestemos en mirar la parte de arriba del castillo —manifestó Dick—. Esta derrumbada por completo. Prácticamente ya no queda nada, excepto el trozo de la torre.

—¡Ya lo tengo! —exclamó de repente Julián, señalando con el dedo cierto lugar del mapa—. ¿Os acordáis que aquí había dos entradas a los sótanos? Una que, al parecer, empezaba en la pequeña habitación de piedra y la otra en el sitio en que, por fin, localizamos la entrada. Pues bien, nunca llegamos a encontrar la otra puerta, ¿verdad?

—¡No, nunca! —respondió Jorge llena de excitación, apartando el dedo de Julián del punto que señalaba—. Mirad, aquí hay señalada una escalera que no coincide con ninguna puerta visible. Esta otra serie de peldaños de más abajo corresponde a la entrada que está situada junto al pozo.

—Recuerdo que buscamos la misteriosa entrada por toda la habitación —dijo Dick—, incluso escarbamos el musgo de cada piedra, hasta que nos cansamos y lo dejamos correr. Al descubrir la otra entrada, nos olvidamos de esta.

—Papá debe de haber encontrado la puerta que nosotros no supimos hallar —explicó Jorge, victoriosa—. No hay duda de que conduce hacia el subterráneo. Lo que no está claro en el mapa es si comunica con los sótanos que ya conocemos. Los trazos aparecen muy borrosos, pero es casi seguro que hay efectivamente una entrada aquí, con una escalera de piedra que lleva hasta algún sótano desconocido. ¡Mirad! Aquí se distingue algo así como un pasadizo o túnel que coincide con los escalones. ¡Sabe Dios adonde se dirige! ¡El mapa esta tan emborronado…!

—Me figuro que va a parar a las mazmorras —opinó Julián—. Nunca las hemos explorado del todo. ¡Son tan grandes y complicadas! Si recorriésemos todo aquel antro, probablemente tropezaríamos con esos peldaños. Siguiéndolos, tropezaríamos con la puerta secreta que da a la habitación o cerca de ella. Lo malo es que pueden estar ya derruidos. Quizá, ni siquiera existan —suspiró.

—No. Estoy casi segura de que se conservan en buen estado —replicó Jorge—, y que esta es la entrada al laboratorio de papá. Y os voy a decir algo que os probara que no estoy equivocada.

—¿Qué es? —preguntaron todos a la vez.

—¿Os acordáis del otro día, cuando fuimos por primera vez a ver a mi padre? —preguntó Jorge—. No nos permitió quedarnos mucho tiempo en la isla e, incluso, nos acampanó hasta la orilla para comprobar que nos marchábamos con la barca. Recordareis también que tratamos de averiguar adonde se dirigía, pero no pudimos. Y Dick dijo que los grajos se habían levantado en bandada, como si se hubiesen asustado repentinamente, por lo que me imagino que papá andaba por aquel lugar.

Julián aprobó:

—Si, los grajos anidan en la torre cerca de la pequeña habitación. Si alguna persona pasa por allí cerca, tiene que espantarlos a la fuerza.

—Yo estaba intrigadísimo por saber en donde demonios se metía el tío Quintín para realizar sus experimentos —dijo Dick—, aunque confieso que me sentía incapaz de resolver el misterio. Pero ahora creo que lo hemos descubierto.

—Si… Sin embargo, me extraña que papá haya sido capaz de encontrar ese escondrijo. Y si lo ha encontrado, es indignante que no me lo haya dicho.

—Alguna razón tendrá para ocultarlo —repuso Dick, comprensivo—. No empieces de nuevo a hacerte mala sangre.

—No es eso —protestó Jorge—. Solo que estoy muerta de curiosidad. ¡Como me gustaría montar en la barca y dirigirnos a la isla ahora mismo para explorar!

—Si, apuesto a que esta vez encontraríamos la entrada —respondió Dic—. Estoy seguro de que ha dejado algún rastro que nos permitiría identificarla. Alguna piedra más limpia que las demás, un poco de hierba arrancada o sabe Dios que otra señal.

—¿Creéis que el enemigo desconocido de la isla sabe donde tiene el tío Quintín su escondite? —preguntó Ana de súbito. Y añadió—: Me horroriza solo el pensarlo. No faltaría más que eso. ¡Podría prepararle tan fácilmente una encerrona al pobre tío…!

—No te preocupes —la tranquilizo Julián—. No creo que haya ido a la isla con el propósito de encerrarlo, sino para descubrir su secreto o robárselo. ¡Santo Dios! ¡Que bien hicimos en dejarle a
Tim
! El perro puede despachar a una docena de enemigos.

—No podrá si van armados —adujo Jorge con voz apagada.

Por un instante, el silencio reino en la habitación. No era agradable figurarse a
Tim
encañonado por un bandido. Se habían enfrentado con situaciones semejantes en anteriores aventuras y no era muy apetecible que se repitiesen.

—¡Bueno, no perdamos tiempo imaginándonos cosas desagradables! —exclamó Dick, levantándose—. Hemos pasado una media hora muy interesante. Creo que hemos resuelto el misterio. Aunque supongo que no lo sabremos de cierto hasta que tu padre termine sus experimentos y abandone la isla. Entonces podremos ir nosotros y organizar una buena exploración.

—Sigue lloviendo —observó Ana mirando por la ventana—, pero parece que aclara un poco. El sol está intentando salir entre las nubes. ¿Por qué no damos un paseo?

—¡Quiero ir a casa del guardacostas! —exclamó Jorge—. Necesito echar una mirada por su anteojo a ver si consigo descubrir a
Tim
aunque no sea más que por un momento.

—Puedes coger los prismáticos y subir al tejado —propuso Julián.

—Pues sí, tienes razón —replicó Jorge—. Gracias por la idea.

Sin entretenerse, recogió los gemelos, que colgaban de un perchero en el vestíbulo, los sacó de su estuche de cuero y corrió escaleras arriba con ellos. Pronto apareció de nuevo, desengañada.

—La casa no es lo bastante alta como para dominar bien toda la isla. Se puede divisar el remate de vidrio de la torre, pero por el anteojo lo veré mucho mejor. Es más potente. Voy a acercarme un momento a echar una mirada. No hace falta que vengáis conmigo si no tenéis gana —añadió, colocando los prismáticos en su funda.

—Será mejor que vayamos todos a espiar al viejo
Tim —
propuso Dick, iniciando la marcha—. Y no pienso decirte lo que espero ver.

—¿Que pretendes insinuar? —preguntó Jorge, sorprendida.

—Pues que
Tim
estará la mar de divertido, cazando, uno a uno, todos los conejos de la isla —replicó Dick riendo—. Créeme. No tienes necesidad de preocuparte por si
Tim
comerá regularmente. Tendrá conejo para la comida y para la merienda y agua de lluvia en su hoyo preferido. No es mala vida para nuestro amigo
Tim.

—Sabes muy bien que no hará nada de eso —contestó en el acto Jorge—. No se moverá de junto a mi padre y no pensara ni por un momento en los conejos.

—Si te crees eso, es que no conoces a
Tim
—dijo Dick, apartándose de Jorge antes que esta pudiera alcanzarle. Ella estaba roja de indignación. El chico añadió—: Apuesto a que por eso consintió en quedarse, solo por los conejos.

No pudo continuar. Jorge le lanzo un libro a la cabeza. Dick lo esquivó y se estrelló contra el suelo. Ana se desternillaba de risa.

—¡Basta ya! —interrumpió Julián—. No saldremos nunca de aquí si seguís riñendo. ¡Vámonos, Ana! Que se queden los combatientes si quieren.

CAPÍTULO XIII

Una tarde con Martín

Mientras se acercaban a la casita del guardacostas, comenzó a brillar el sol. Era un típico día de abril, con furibundos chubascos alternando con alegres claros de sol. El paisaje entero relucía, sobre todo el mar. El suelo aparecía aun mojado, pero los niños llevaban sus
katiuskas.

Buscaron al buen hombre. Como de costumbre, se atareaba en el interior de su cobertizo, cantando y dando martillazos.

—¡Buenos días a todos! —exclamó sonriendo con toda su cara anchota y colorada—. Ya me extrañaba que tardaseis tanto en venir a verme. ¡Por fin habéis llegado! ¡Que os parece esta estación de ferrocarril que estoy construyendo!

—Es mucho mejor que ninguna de las que he visto en las tiendas —contestó Ana, llena de admiración.

En efecto, el guardacostas había hecho algo verdaderamente magnífico. Una estación en miniatura a la que no faltaba el menor detalle. Con un gesto, señalo unas pequeñas figuras de madera que representaban a los ferroviarios, mozos de cuerda y pasajeros.

—Están todavía sin pintar —dijo—. Aquel muchacho, Martín, prometió pintármelas. Es muy hábil con el pincel en la mano. Pero no ha podido hacerlo hasta ahora porque ha sufrido un accidente.

—¿Un accidente? ¿Qué le ha ocurrido? —preguntó Julián.

—Pues no lo sé exactamente. He visto como su padre lo llevaba a casa sosteniéndolo con cuidado —explicó el guardacostas—. Debe de haber resbalado y caído en alguna parte. Yo salí para enterarme, pero el señor Curton llevaba prisa por acostar a su hijo. ¿Por qué no vais vosotros a visitarlo? Es un chico un poco raro, pero no es malo.

—Si, tiene usted razón, iremos por lo menos a preguntar por él… —respondió Julián—. Oiga, señor guardacostas, queríamos pedirle un favor. ¿Puede dejarnos mirar por su catalejo?

—Claro que sí. Podéis emplearlo todo el rato que queráis —asintió el viejo—. Y no os preocupéis, que, por mucho que lo utilicéis, no se gastara. Anoche vi la señal de tu padre desde la torre, Jorge. Casualmente estaba mirando en aquella dirección. Hizo más señas de las normales, ¿verdad?

—Si —contestó Jorge—. Muchas gracias. Voy a mirar un momento.

Se acercó al telescopio y lo dirigió hacia su isla. Fue inútil. No logró descubrir ni a su padre ni a
Tim.
Debían de encontrarse abajo, en el laboratorio. Dirigió otra ojeada a la galería encristalada de la torre. También estaba vacía. Jorge dejo escapar un suspiro. Le habría gustado tanto ver a
Tim.

Los demás observaron a su vez por el telescopio uno tras otro. Pero nadie localizo a
Tim.
No había duda de que se mantenía junto a su amo. ¡Era un auténtico y fiel guardián!

—Bueno. ¿Qué os parece si vamos a ver que le ha ocurrido a Martín? —propuso Julián cuando todos terminaron de manipular con el anteojo—. Está a punto de empezar a llover de nuevo. Es otro chaparrón de abril. Podríamos esperar en la casa de Martín a que pase el chubasco.

—De todas maneras, no volveré a irme de la lengua —aseguró Jorge—. He comprendido tu punto de vista y, aunque el señor Curton no sea peligroso, prometo no soltar prenda.

—¡Enhorabuena! —dijo Dick complacido—. Has hablado como un hombrecito.

—¡Idiota! —replicó Jorge, pero el cumplido le había gustado. No podía ocultarlo.

A través de la verja vecina, se dirigieron a la casa de Martín. Nada más entrar en el jardín oyeron una voz desagradable.

—¡No te lo permito! No tienes otro interés que ir embadurnando por ahí con tus pinceles. Creí que ya se te había quitado esa idea de la cabeza. Has de quedarte quieto hasta que tu pierna mejore. ¡Mira que caerte precisamente ahora que tanto te necesito!

Ana se detuvo algo asustada. La voz que oían a través de la ventana pertenecía al señor Curton. Estaba riñendo a Martín por algún motivo desconocido. No había duda Los chicos se quedaron inmóviles, sin atreverse a penetrar en la casa.

Luego oyeron un brusco portazo y vislumbraron al señor Curton, que abandonaba la casa por la parte posterior. Atravesó a toda marcha el jardín del fondo, por un camino que se dirigía al lado contrario del acantilado. De allí partía un sendero que conducía al pueblo.

—¡Menos mal! Se ha ido sin vernos —exclamó Dick—. ¡Quién iba a pensar que un hombre tan amable y sonriente pudiera tener una voz tan antipática y brutal cuando pierde los estribos! Vamos, entremos ahora que está solo el pobre Martín.

—¡Somos nosotros! —anunció suavemente Julián—. ¿Podemos entrar?

—¡Oh, sí! —contestó Martín con alegría.

Julián empujo la puerta y los cuatro se introdujeron en la habitación.

—¡Vaya, vaya! Nos han dicho que has sufrido un accidente —dijo Julián—. ¿Qué te ha ocurrido? ¿Te encuentras muy mal?

—No, solo me torcí una pierna y me dolía tanto al andar que papa me tuvo que traer a casa en brazos —explico Martín—. ¡Que cosa más desagradable y tonta!

—Pronto te curaras si no es más que una torcedura —lo consoló Dick—. A mí me ha pasado muchas veces. Lo importante es caminar tan pronto como puedas hacerlo. ¿Dónde te ocurrió el accidente?

Martín se sonrojo de pronto, con gran sorpresa de todos. Luego explicó:

—Andaba por el borde de la cantera con mi padre cuando resbale y rodé.

Se produjo un silencio. En seguida Jorge preguntó:

—Oye una cosa. Espero que no habrás revelado nuestro pequeño secreto a tu padre, ¿verdad? No resulta nada divertido que los mayores metan las narices en nuestras cosas. Los descubrimientos tenemos que guardarlos para nosotros solos. ¿No le habrás contado lo del hoyo y el pasadizo debajo de la roca? ¡Dinos la verdad!

Martín titubeo:

—Me temo que he de confesar mi falta. Así lo hice. No creí que tuviera importancia. ¡Lo siento muchísimo!

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