A Ignacio no se le escapó la alusión a César y aquel día salió algo molesto. Sus compañeros de curso se rieron de él, porque se tomaba aquello en serio.
—Hay que vivir la vida —decían siempre.
Para Ignacio vivir la vida era precisamente tomarse aquellas cosas en serio; pero ellos opinaban de otra forma. No cesaban de hablar de las postales que vendían los «limpias», aludían constantemente a la virilidad y aseguraban que nada hay tan poético como una buena chavala.
—¡Tráeme una buena chavalina y te regalo la Diada!
En la vida que llevaban aquellos chicos había algo que a Ignacio le había picado siempre la curiosidad: una llamada buhardilla a que siempre hacían referencia. Por lo visto era su secreto, su entorchado. Debía de estar instalada muy cerca de la escuela, pues iban y venían con suma facilidad.
Muchas veces le habían invitado a subir a ella y se había negado siempre, por instintivo temor. Ignacio, a pesar del Banco, de Julio García, de David, de Olga y de todo, continuaba acariciando en su interior varias reliquias: el amor a la familia, la castidad. Eso último era muy importante para él. Sentía que mientras esto se conservara incólume, ninguna pieza maestra de su edificio espiritual se vendría abajo. Tentaciones las tenía por docenas y nunca olvidaría lo que tuvo que luchar aquel verano, precisamente en los días en que quedó solo con César. Las revistas en la barbería, plagadas de escenas de las playas, se le habían ofrecido con fuerza casi irresistible. Pero había vencido con sólo el pensamiento de que luego tendría que enfrentarse con su hermano.
Ahora le ocurría lo mismo pensando en Pilar. Su hermana era tan pura, a pesar de su picardía, de sus regateos con las amigas y de que mirara también por el ojo de la cerradura, que quería poder darle un beso cuando tuviera ganas de hacerlo, sin tener la sensación de que a la chica le quedaba señal.
Y, sin embargo, tampoco podía huir de sus compañeros de curso ni hacerse el salvaje. Además de que les tenía sincero aprecio, dado que intentaban remontar el origen humilde de sus familias estudiando bachillerato. Así que acabó aceptando la invitación de éstos a subir a la buhardilla.
A ciencia cierta, no tenía idea de lo que encontraría allá arriba. Los tres muchachos eran capaces de cualquier cosa, de todo lo bueno y de todo lo malo. También podía ser algo digno de locos, de esa edad en que la clandestinidad dispara la imaginación hacia mundos monstruosos. Podía ser humorístico, podía ser macabro.
La casa se hallaba a doscientos metros escasos de la escuela, y la escalera estaba oscura.
—Es aquí —dijeron. Y penetraron en ella.
—Tú, síguenos… —le ordenaron—. Subiremos, entraremos, y en cuando estemos todos dentro encenderemos la luz. Así te hará mayor efecto. Ignacio obedeció. Iba el último de los cuatro. La escalera crujía bajo sus pies, pues era de madera. Hacían gran ruido. A tientas dio con la puerta y en el acto tuvo la sensación de que se encontraba en una habitación inmensa. Sin embargo, no veía nada.
De pronto, estalló la luz. Y el muchacho recibió en la retina una impresión imborrable. Cuatro paredes blancas, abarrotadas de láminas sin nombre. Eran fotografías de mujeres desnudas, arrancadas del semanario
Crónica
. En un rincón, un ancho diván. Por todos lados, sillas desvencijadas.
Los tres muchachos soltaron una carcajada, pues ya esperaban el desconcierto de Ignacio.
La primera intención de éste fue huir. Pero le pareció que se reirían de él toda la vida. Afectó naturalidad. Y, sin embargo, el descubrimiento de la mujer desnuda le recorrió la columna vertebral. Eran figuras de cuerpo entero en actitudes de falso pudor. De un tono dorado, litográficamente bastante imperfecto. Por fin, dijo:
—Bueno… yo no discuto eso, pero valía la pena haberme advertido. Y salió.
Y mientras bajaba la escalera sentía en su espíritu una gran turbación. ¿Por qué todo aquello, ahora que ya el verano había pasado? Al alcanzar el aire libre respiró hondo. Sentía no tener tabaco para poder fumar. El camino era largo, se oía el rumor del río. Pensó en la noche en que en el Seminario cedió, pensó en el padre Anselmo. Y casi lo que más dolorosamente resonaba en sus oídos era la carcajada estúpida, extemporánea, de sus compañeros.
¿Qué ocurría en el cuerpo del hombre, que tan imperiosamente tendía al exceso? ¿Por qué la gente se empeñaba en no dejar su cuerpo tranquilo? La barbería, los del Banco, la Torre de Babel, diciéndole cada dos por tres: «El día que quieras yo te acompañaré…» David y Olga distinguiendo entre vicio y las exigencias de la naturaleza.
Al llegar a su casa, todos habían cenado. Carmen Elgazu le miró inquisitivamente. Pilar, rendida de sueño, se había quedado dormida, esperándole.
* * *
César le había dicho un día que para él el Misterio más grande era el de la Resurrección. Ignacio creía en el Espíritu Santo. Muchas veces había experimentado su intervención directa, precisa, sobre su cabeza. Una lengua de niego que descendía sobre él salvándole de un peligro. A veces le parecía que podría andar entre abismos y que si pedía ayuda al Espíritu Santo, llegaría al otro lado con las manos en los bolsillos, silbando.
Al día siguiente de la escena en la buhardilla, a media mañana, en el Banco, pensó en ello con más intensidad que nunca. Porque las láminas de las paredes se mezclaban en su mesa —sección de Impagados— entre los nombres de los comerciantes que no podían pagar las mercancías, y al oír la voz de su compañero que iba canturreando: «Otro que se va a caer con todo el equipo… Y otro… y otro…», él iba pensando: «¡Quién sabe si esta vez seré yo quien se caiga con todo el equipo!»
Y, no obstante, llegó el aviso. De pronto oyó a su espalda los pasos del subdirector. En el acto tuvo la impresión de que se le dirigía para comunicarle algo importante. El subdirector le quería mucho y siempre le enteraba de lo que suponía interesante para él. Ignacio se preguntó: «¿La CEDA…? ¿Aumento de salario…?»
Pero no fue nada de eso. El subdirector extendió
El Tradicionalista
ante sus ojos e Ignacio vio en primera página una inmensa esquela:
ERNESTO ORIOL,
DE 18 AÑOS,
HA ENTREGADO SU ALMA AL SEÑOR.
¡Su compañero de billar! Ignacio se levantó y quedó como yerto. Volvió a leer la esquela, miró al subdirector. Éste le sostuvo la mirada con una expresión comprensiva y dolorosa. ¿Qué había ocurrido? Nada, todo, un hecho corriente y elemental. El muchacho sutil y magnífico que pocos días antes le había dicho: «Me gusta que seas así. A mí también me ocurren esas cosas», había muerto. Allí estaba, en letras negras «entregado su alma al Señor».
Ignacio, sin pedir permiso a nadie, como ebrio, sin acordarse de que era un empleado a sueldo, se abrió paso entre las mesas y salió a la calle, y una vez en ella echó a correr en dirección al domicilio de su amigo dando a aquella muerte un sentido de redención exclusiva para él.
¡La escalera de la casa era distinta de la buhardilla! Arriba no habría carne en las paredes, sino cirios juntos a un amigo.
La puerta estaba abierta. Entró. Nunca había estado allí, pero se hubiera dicho que flechas en el aire indicaban la habitación mortuoria. Él nunca había visto un muerto. Llegó junto a la cama de su compañero y la emoción le cortó en seco las lágrimas.
El cadáver le pareció enormemente reducido de tamaño. Recordaba de su amigo la voz, su peculiar manera de coger el taco. Ahora le tenía delante, seco, con la nariz apuntando al infinito. Tan seco le parecía aquel cuerpo, tan muerto y como mineral, que a Ignacio no le bastó pensar que lo que le había ocurrido era simplemente que su corazón había dejado de latir. Algo más hondo le había ocurrido a su amigo; había huido de él. Algo no tocable, no fisiológico, mucho más vital que la sangre, el aire de los pulmones o el cerebro. El alma, claro, bien claro lo decía la esquela: «ha entregado su alma al Señor». De su cuerpo —no de su alma— había huido —hasta la Resurrección— el Espíritu Santo.
Le invadió una gran tristeza y durante muchos días la voz de su amigo y la imagen del entierro, que el padre de éste presidió dignamente y al que él asistió, se sobrepusieron en su memoria a toda otra imagen o voz. Ignacio llegó hasta el cementerio con los íntimos, sin título aparente para ello, sin que, en caso de ser interrogado hubiera podido contestar otra cosa que: «Jugaba con él al billar».
Debía de ser un aviso. Cultivaría aquella tristeza como otra reliquia de las que no se confían a nadie. A ello le ayudaría un elemento de gran fuerza que acababa de llegar a la ciudad: el otoño, que avanzaba entre mítines y cábalas.
El otoño montado sobre octubre. Un octubre profundo, cruzado de luces, de rara riqueza interior, turbada de vez en cuando por el recuerdo de la buhardilla. Las lluvias habían llegado a Gerona, tiñéndola de un color gris que daba a sus piedras una nobleza dulce. ¿Por qué no llorar? A Ignacio le había conmovido siempre la lluvia. Tanto como a los viejos el calor del fuego. Siempre había oído con encanto los relatos de su madre sobre la lluvia en las montañas vascas, que terminaban por encrespar el Cantábrico. En aquella ocasión el sirimiri estaba de acuerdo con su ánimo, y por ello se mecía en él.
Sobre todo le conmovían las sonoridades insospechadas que en Gerona el agua arrancaba de las cosas. Por ejemplo, del río, en el que las gotas se hundían como dedos o como si fueran de plata. O de las escalinatas de la Catedral. O del alma. La lluvia arrancaba sonoridades del alma e Ignacio percibía este misterio con claridad perfecta.
* * *
Y, no obstante, ningún misterio bastaría para detener el río de su corazón. Era imposible luchar contra su corriente. Su amigo estaba ya enterrado; las horas y la misma lluvia diluían su figura diminuta. En cambio, las láminas de
Crónica
parecían bajar por sí solas la escalera de la buhardilla y acercarse a él desplegadas sobre el fondo blanco de la pared. Su tamaño era enorme y llevaban escolta. A la derecha, las teorías de David y Olga, a la izquierda el «Yo te acompañaré»… de la Torre de Babel.
Con esta carga subió una tarde al piso de Julio. Quería pedirle el segundo tomo de
Crimen y Castigo
. También quería oír cualquier pieza de música, cualquier cosa, con tal que no fuera complicada.
Y entonces sobrevino la revelación. Todo ocurrió con sencillez abrumadora. Julio no estaba en casa, la criada tampoco. Doña Amparo Campo le recibió: «Te encuentro raro… pero estás muy bien…»
Tuvo que sentarse y pedir coñac. Y al instante recordó la frase de José: «¿No has visto que se te come con los ojos?» Era cierto. Doña Amparo, enfundada en una bata roja le decía: «¡Estás hecho un hombrecito!» También era cierto. El bigote, negro, ya no era un simple esbozo y su voz había adquirido rotundidad.
—¡Estoy muy contenta de tenerte aquí!
Ignacio estaba muy nervioso. Contemplaba a aquella mujer y nada en ella le molestaba fundamentalmente; e incluso hallaba cierta gracia en aquellos pendientes que se le balanceaban.
—¿Por qué no te sientas aquí, a mi lado? Estarás más cómodo…
De Abril de 1931 a Noviembre de 1933
El pronóstico de mosén Alberto era claro: en la provincia de Gerona ganarían las izquierdas; en España, en general, rotundamente las derechas. Se basaba no sólo en la división izquierdista de que había hablado Matías y en la abstención de la CNT, sino en que ante la amenaza extremista la gente de centro —que abarcaba buena parte de la clase media española, los católicos de la clase que fueran y buena parte de la burguesía— habían constituido un frente común y se lanzarían a votar en tromba. Exactamente el peligro que habían presentido David y Olga.
—¡Nadie quedará sin votar! —le decía el sacerdote a Carmen Elgazu—. Figúrese que los jóvenes de la CEDA se han ofrecido para acompañar en taxis incluso a los paralíticos. En cuanto a los conventos, votarán hasta las monjas de clausura de San Daniel… Permiso especial.
El subdirector del Banco Arús ni siquiera hacía números: tan seguro estaba de que ganarían los suyos.
* * *
Y… mosén Alberto acertó con sorprendente precisión: las derechas ganaron en una proporción casi de cuatro a uno. Comunistas, un solo puesto en el Parlamento.
Todo Gerona discutió, examinó los resultados. Las mesas de mármol del Neutral se llenaron de demostraciones a lápiz. Ramón suponía que eran relatos maravillosos; al comprobar de qué se trataba, los borraba con su servilleta.
David y Olga habían votado juntos, uno al lado de otro, y dentro del respeto a la libertad de opinión habían hecho lo posible para conseguir algún adepto en el barrio, entre las familias de sus alumnos; pero fue una gota de agua en el mar.
Al día siguiente les dijeron a los chicos de la clase:
—Ya veréis que dentro de poco, si vuestros padres tienen alguna discusión con el encargado de la fábrica donde trabajan, tendrán que callarse o, si no, serán despedidos.
Los niños y las niñas, naturalmente, lo que querían era que llegara la hora del recreo; sin embargo, uno de ellos, al llegar a casa, repitió:
—Papá, papá, el señor David ha dicho que si discutes con tu encargado te despedirán.
Matías Alvear y Carmen Elgazu votaron también uno al lado del otro. Carmen Elgazu, por las derechas. Y creyó que Matías también; pero éste en la cola trocó con disimulo la papeleta por otra que llevaba escondida en la manga.
Hubo una evidente inversión de valores en la ciudad. Gente que pasó a zona oscura, otra que irguió la cabeza.
El Demócrata
, órgano de los vencidos, amplió la sección de deportes;
El Tradicionalista
, órgano de los vencedores, publicó editoriales pomposos y amplió considerablemente la sección «Notas de Sociedad». A Pilar le gustaban mucho las Notas de Sociedad y exclamó: «Gracias a Dios que los periódicos traen algo interesante».
Entre las personas que irguieron la cabeza se contaban el redactor jefe de
El Tradicionalista
, el odontólogo Carlos Senillosa, comúnmente conocido por su seudónimo periodístico «La Voz de Alerta», y el comandante Martínez de Soria.
El dentista era monárquico, y prácticamente el brazo derecho de don Pedro Oriol, director del periódico. De unos cuarenta y cinco años, resentido e interesado, contaba con pocas simpatías. Vivía solo, con una criada fiel, y se pasaba la vida entre su clínica dental, la redacción del periódico, el café de los militares y el Casino. Se decía que en el Casino llevaba la voz cantante, mientras que en el café de los militares era un adulón.