Los cipreses creen en Dios (24 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Pero lo venció. La primavera era tan hermosa en la ciudad que el simple hecho de mirar era un gozo. Desde los vestidos de las chicas hasta el matiz de los verdes de la Dehesa todo invitaba a la alegría, a crecer, a pujar. Ignacio a veces, después de cenar, antes de meterse en cama con los libros de texto, llamaba a Pilar y entre los dos, con los codos sobre la mesa, iban rellenando en colores las páginas de sus cuadernos de niño que habían quedado sin pintar.

E Ignacio, que consideraba metal más puro la alegría que el oro, ahora pintaba las ovejas de color azul.

* * *

En este estado de ánimo le halló César. ¡Santo Dios! El muchacho se trajo del Collell un soplo de aire bienhechor. Operó, como siempre, un súbito cambio de decoración. Pareció como si al entrar borrara del umbral de la puerta la imagen de José y devolviera a la familia su verdadera razón de ser, regular y humilde.

Carmen Elgazu tuvo una alegría infinita al verle. ¡Alto, definitivamente alto! Con cara malucha, desde luego. «Pero vas a ver cómo te trata tu madre. ¡Pobre, pobre! En un mes vas a engordar seis kilos.»

César había traído una carta del Director, dirigida a Matías Alvear. Éste la abrió muy intrigado, pues era la primera vez que tal cosa ocurría: «Cuiden a su hijo. Se desmaya con frecuencia».

Matías no se atrevió a hablar de ello con su mujer. En cambio, se lo dijo a Ignacio y éste repuso, repentinamente indignado: «¡Natural! ¡Hace tonterías!»

—¿Qué tonterías?

Ignacio le contó lo del cilicio. Matías se enfureció hasta un punto indescriptible. Llamó al muchacho, le tocó la cintura y leyó en su rostro una expresión de dolor. Entonces le pegó una bofetada.

—¡Pero…!

—¡Quítate eso en seguida! —César, mudo y como alelado, fue a su cuarto y empezó a desnudarse.

—¡A ver, dame eso!

Matías tomó el hierro en sus manos. Con la yema de los dedos fue tocando las pequeñas púas. No acertaba a comprender: «¡Este verano harás lo que yo te diga! Menos mosén Alberto y más…»

—Pero, papá… Mosén Alberto no sabía nada de esto.

Apenas si Matías le oyó. Había salido del cuarto, cruzado el comedor y echado al río el hierro de su hijo.

César permaneció inmóvil, con los ojos húmedos. Ignacio entró a peinarse y salió, sin decirle una palabra. El seminarista no sabía qué hacer, todo aquello era durísimo e inesperado. ¡De ningún modo quería contrariar a los suyos!

Matías habló con su mujer, teniendo buen cuidado de ocultarle el incidente del cilicio. Llevaron el chico al médico. Nada alarmante: «Llévenle al óptico».

Así se hizo y César apareció a las pocas horas llevando lentes con montura de plata. ¡Qué suspiro dio el muchacho al saber que todo su vértigo y su inestabilidad provenían de la vista!

Mosén Alberto se puso en contra de César. Le dio órdenes severísimas de no tomar ninguna decisión de tipo corporal sin consultárselo antes.

César dijo:

—Muy bien, padre; pero… es que yo quiero perfeccionarme.

—¡Pues por eso! Obediencia. ¿Qué sabes tú lo que te conviene? Hay quien lleva cilicio porque así se siente a cubierto, o porque le cuesta menos obedecer.

César quedó desconcertado, pero asintió con la cabeza.

Sólo una larga serie de comuniones fervorosas consiguieron devolverle la tranquilidad. De pronto, el bofetón le dolía como si los dedos hubieran sido también de hierro. ¡Había debido de darle un gran disgusto a su padre para que se decidiera a pegarle! ¿Cómo era posible que un acto bueno, o por lo menos bienintencionado, pudiera traer consecuencia tan graves?

Matías no pudo soportar ver sufrir a César. Seguía sin comprender, pero entró en su cuarto y le tiró de una oreja.

—Ya sabes lo que te dije. Este verano, descansar. Lo máximo que te permitiré será que vuelvas a afeitarme.

Fue un rayo de luz para César. Era evidente que su padre no quería cortarle todas las alas. Faltaba convencer a mosén Alberto, que el verano anterior ya le había dicho: «¡Te prohíbo que tengas escrúpulos!», y le había inundado de tazas de chocolate.

El chico sacó fuerzas de flaqueza para hablar con el sacerdote.

—Padre —le dijo—. Ya no llevo nada, ¿ve? —Y se tocó la cintura—. Le prometo también que no iré al cementerio ni me pondré sal en el agua. Le prometo también que obedeceré a todos mis superiores. Pero… quería pedirle una cosa: que me permitiera afeitar…

¡Afeitar…! Mosén Alberto estaba al corriente. Sabía que durante el invierno, en el Collell, el muchacho le había dado a la navaja… ¿Cómo negarle este permiso…?

—¡Pues anda y afeita a quien quieras…! —Y el sacerdote miró cómo el seminarista se lanzaba escalera abajo y desaparecía.

En el fondo, mosén Alberto tenía también este censor: César. En sus épocas de sequedad espiritual, cuando en los momentos más importantes de la misa se notaba a sí mismo distraído y hueco, murmurando sin emoción santas palabras ante el cáliz, sin que tal rutina impidiera que el milagro del Verbo hecho sangre se realizara, mosén Alberto pensaba de repente: «Si al pobre César le fuera dado celebrar…» Había llegado a la conclusión de que el ansia de César de perfeccionarse no era igual que la de los demás seminaristas en los primeros cursos de la carrera. Y aquello le llevaba a besar el altar con vivos deseos de contrición y devoción.

Mosén Alberto se daba cuenta de que, poniéndose la sotana, no se había desprendido de todo apego humano. Sus mismas aficiones artísticas tenían un punto de frivolidad. Y le gustaba que le halagaran y ahora mismo se sentía feliz porque acaso le nombraran maestro de Ceremonias de la Catedral. Su desgracia tal vez hubiera sido ésta: ser el primero en clase durante los catorce años de la carrera. Y ver que todo el mundo le consultaba cosas: las monjas, las señoras, los vicarios jóvenes. ¡Y su madre! Su madre le trataba con un respeto infinito como si en vez de su hijo fuera auténticamente su rey. Su madre, baja y raquítica, con un inmenso pañuelo negro sobre los hombros, hacía algún viaje desde el pueblo a Gerona, casi siempre aprovechando la tartana de algún campesino que bajara al mercado. Y al llegar al Museo y ser recibida por su hijo, levantaba la cabeza para mirarle y asirle las manos, que le besaba. Y luego miraba el Museo con ojos de admiración. Tenía unos ojos pequeñísimos, que siempre parecían reír aun cuando llorasen. Y luego se confesaba en él…
Ego te absolvo in nomine Patris
. ¿Cómo era posible que pudiera perdonar los pecados de su propia madre?

Una cosa le consolaba: tal vez Carmen Elgazu experimentara frente a César impresiones similares… Sin embargo, la diferencia estaba en que él no había pedido nunca a nadie permiso para afeitar.

Éste fue el gran triunfo de César. Recibir a media mañana un flamante estuche que contenía todo lo necesario para el oficio: brocha, jabón, navaja, ¡y maquinilla para cortar el pelo! Con una tarjeta de mosén Alberto.

Carmen Elgazu se emocionó lo indecible, Matías Alvear dijo, examinando la afiladísima hoja cerca de la ventana: «Más de una vez me afeitaré yo con ese cacharro». Pilar se adueñó de la maquinilla de cortar el pelo y se divirtió media hora persiguiendo a todos por el piso: «Cre, cre-cre-cre-crec… cre-cre-cre-cre-cre-crec…»

Y luego, todo fue sencillo. A las tres de la tarde, César, a grandes zancadas, ligeramente encorvado y bamboleando la cabeza, se dirigió a la calle de la Barca. Cierto, Raimundo, con su bigote horizontal, tenía más aspecto de barbero que él con sus lentes de montura de plata. Así lo dijo Matías, por lo menos. Sin embargo, César, para vencer a la competencia tendría a su favor varios factores: el esmera en el trabajo, el trabajo a domicilio y el precio. No pediría sino que la barba les creciera pronto, para poder afeitarlos de nuevo.

No conocía a nadie en la Barca, ni el barrio. Pero Ignacio le había dicho: «Habla con el patrón del Cocodrilo».

Y fue un acierto. El patrón, con su minúscula gorra, su caliqueño y su gran barriga, soltó una carcajada al verle.

—¿Afeitar…? ¿Viejos…? ¿Enfermos…? Pero… oye, ¿tú estás loco o qué?

César le miró sin pestañear y luego, colocando el estuche sobre el mostrador, lo descubrió ante él, reluciente.

El patrón cambió de parecer súbitamente.

—¡Eh, eh, Manolo…! ¡Mira, aquí hay un barbero espontáneo!

Apareció un gitanillo joven, con bufanda de seda.

—¡Déjate, déjate!

César comprendió que allí se jugaba su destino.

—Deje, por favor. No le haré daño, ya verá.

El gitanillo se pasaba la mano por la mejilla. Pero ya el patrón del Cocodrilo había dado la vuelta al mostrador y, riéndose, le había clavado en una silla.

César pidió luz al Señor, fuerza a su muñeca, que a veces se le cansaba, y empezó su tarea. Tan bien le remojó, tan fácilmente se llevó los escasos y arbitrarios pelos del gitano, tan lisas y llanas quedaron las mejillas de éste, que todo el bar Cocodrilo pareció llenarse de espejos de establecimiento de lujo.

El patrón se entusiasmó.

—¡Lista de viejos, apunta! Ahí al lado, tercer piso. Entra, de frente hasta una cueva negra que verás al fondo. Grita: ¡Fermín! Fermín contestará y le afeitas. Ahí enfrente vive otro, pero si sabe que eres cura te echará a patadas.

Todo fue empezar. La hija de Fermín fue la primera en propagar la nueva. A la salida de la fábrica, encontró a su padre sentado en la cama, guapo, sonriendo, más guapo y más joven que nunca.

—Pero… ¿qué ha pasado?

—Un chico que ha venido. Orejas grandes.

Orejas grandes, orejas grandes… Manolo el gitano también mostraba su rasurado rostro a los vecinos…

El patrón del Cocodrilo colgó un cartel a la entrada: «Barbero a domicilio, gratis. Para viejos y enfermos».

Otras hijas de otros Fermines reclamaron sus servicios.

—¿Y cortar el pelo? ¿También corta el pelo?

¡Eso no sabía, pero estaba aprendiendo!

El propio patrón ofreció su cogote como conejillo de Indias. Se sentó y depositó su cabeza sobre su barriga. ¡Ay, ay! No importaba. Los pelos le entraron por la camisa y le escocieron durante una semana. Pero no importaba.

En algunas casas le recibieron con hostilidad.

—¿Crees que aquí nos vendemos por un brochazo? ¡Anda a afeitar al obispo!

—Aquí, menos chulería. ¡Largo de ahí!

Pero los peores eran los que no le hablaban… como Blasco. Los que le clavaban sus ojos de odio y, sin moverse, le obligaban a retroceder, a retroceder hasta encontrarse bajando los peldaños de cuatro en cuatro.

Pero todo iba a pedir de boca. Consuelos no le faltaban ni miradas de simpatía y aun de agradecimiento. «¡Adiós, adiós…!»

De pronto, el panorama cobró dimensión. Dos o tres niños sintieron celos. «A ellos los afeita y por nosotros no hace nada. ¿Por qué no hace algo por nosotros?»

¡Dios mío, los niños! «Dejad que los niños se acerquen a mí.» En el barrio había millares de niños que aleteaban bajo los balcones, como moscas o como ángeles.

La hija de Fermín, que trabajaba en la fábrica de los Costa, le dijo: «¿Por qué no enseña a leer a estos críos?»

¡Mosén Alberto también accedió! Y aquello fue coser y cantar. Cerca del puente del ferrocarril existía un zaguán de grandes dimensiones, con las paredes ennegrecidas, que servirían de cartelera y pizarra. En él se improvisó la escuela, la clase. César, pálido, sentado en el primer peldaño, los chiquillos sentados en el suelo, con las piernas cruzadas.

«B, a, ba, B, e, be.» Días después se oyó 4x4, 16, y se habían unido al coro varios alumnos de más de veinte años.

Más allá de la Barca, nadie sabía nada. Más acá, tampoco. Hubiérase dicho que no ocurría nada. El suelo del zaguán era de ladrillos rojos, se estaba fresco. Las vecinas se turnaban para limpiarlo. Era una comunión simple y natural. Los transeúntes le tomaban por un maestro de verdad, que aprovechaba las vacaciones para ganarse unas; pesetillas. Muchas familias no sabían en absoluto de qué casa era y la mayoría de los alumnos ignoraban su nombre. «Tú, tú… —le decían—. ¡Dame un caramelo!»

Más tarde la cosa se complicó. El sol caía a plomo sobre la ciudad, y los balcones de la calle de la Barca despedían vaharadas de fuego. Los chiquillos iban sucios, zarrapastrosos, y César los llevó a la orilla: del río para que se lavasen. Si alguno se resistía, le lavaba él mismo, frotando duro en las rodillas y las piernas. Un día se hizo con champa y los llevó a una fuente más limpia. Y fue allí donde una mujer, al reconocer a su hijo, que se había sumado a la comitiva, se puso a chillar:

—¡Eh, tú…! ¿Crees que su madre es una puerca? ¡Deja en paz a mi hijo!

Otro día, cuando los alumnos se despidieron, una mujer joven, cubrió la puerta, desnudos los brazos… El seminarista se abrió paso, y salió con inesperada calma. Entonces ella barbotó: «¡Vete ya, 4 x 4!» Detrás del Cocodrilo empezaban las casas de mala nota. El calor echaba a la calle a todo el mundo, la tomaron con él, bromeando y distrayendo a los chiquillos. César supuso que debía de haber alguna impureza en su acto, acaso vanidad, y redobló sus esfuerzos para recrear el clima original.

Intentó enseñar catecismo. Al principio fue un éxito. Varios de los pequeños le eran muy fieles, y a veces le acompañaban hasta el extremo de la calle. Fue allí donde una tarde les dijo:

—¡Vamos a ver! Sentaos aquí.

Los críos siempre jugaban por las escaleras de las iglesias sin cuidado ninguno, tirando piedras a los ventanales u orillándose en los muros. Cuando César les explicó que aquéllos eran lugares santos, presididos por un Ser bueno y omnipotente, que era el que había creado aquel cielo, el Oñar y todo, primero le miraron con escepticismo, pero de pronto uno de ellos, que adoraba a César, se levantó y echó a correr.

—¡Eh, Pedrito…! ¿Dónde vas? —le preguntó César.

El chico no contestó. Pero fue a la fachada de San Félix y borró como pudo, frotando con su camisa, una luna sonriente que el día anterior había dibujado con la tiza de la escuela.

Sin embargo, al día siguiente el seminarista recibió la visita de un peón ferroviario y dos o tres desconocidos, que le amenazaron con tirarle al río si tocaba aquel asunto.

—¡Aquí, letra y números! Lo demás, mutis.

* * *

El buen tiempo había traído consigo el florecimiento de las manifestaciones artísticas regionales. Matías decía, al regresar de Telégrafos: «No se puede negar que esto es un pueblo de artistas».

Con ello no se refería solamente a los sonetos de Jaime, quien continuaba buscando palabras nuevas durante la noche; se refería a los conciertos al aire libre que daba el orfeón, a la multitud de ejercicios de piano que se oían gracias a los balcones abiertos, y, sobre todo, a la invasión de pintores aficionados.

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