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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (35 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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A Ignacio le latía el corazón. Porque ya veía a lo lejos los árboles de la Rambla. Y ello significaba que pronto entrarían en ella y vería a los suyos en el balcón de su casa. Ahora se arrepentía de no haberse colgado la estrella en el capuchón. Menos mal que le había dicho a Pilar: «Tú mira las antorchas. Cuando veas una que se agita tres veces en el aire, soy yo».

¡Válgame Dios, era imposible! Pilar había visto los caballos, a Ernesto con la paleta y el capazo, los Pasos, a mosén Alberto, a todo el mundo. Y veía docenas de antorchas que se agitaban tres veces en el aire, o por lo menos lo parecía. Carmen Elgazu decía: «Pero ¿qué más da? Le reconoceremos en seguida». Matías decía que no, que era imposible pero también lo creía.

Matías quedó estupefacto una vez más al ver los penitentes descalzos. Los pies debían de sangrarles a causa de la arena. Le impresionaban más los que llevaban la cruz a la espalda que los que arrastraban cadenas. Las cadenas quedaban inmóviles un instante en el suelo; cuando el pie avanzaba, ellas avanzaban en pequeñas sacudidas. «Para que mi pecho se cure; para que mi hijo vuelva al buen camino.»

No, no le reconocieron. Ignacio pasó justo bajo el balcón, agitó su antorcha, miró hacia arriba inclinando hacia atrás el capirote, vio a su padre, a su madre, a Pilar y a las dos sirvientas de mosén Alberto con expresión arrobada, mirando para otro lado, señalando a éste, a aquél. Miraban a todos lados excepto a donde él se encontraba. ¿Cómo era posible? Debían de estar desconcertados por la luna, por los tambores. ¿No veían sus ojos titilando como estrellas en el fondo de los agujeros del capuchón?

Ahora ya no cabía hacer nada. Porque todo ello quedaba a su espalda. Habían avanzado mucho, mosén Alberto impedía con soberana maestría que se cortara la procesión. Ahora ya se encontraban frente al bar Cataluña, semicerrado. ¡Los limpiabotas estaban allí! Blasco con la boina en la mano. ¿Escondería también en ella todo cuanto poseía; tabaco, papel de fumar, aquel acta notarial…? También estaba allí la Torre de Babel, protegido tras de gafas ahumadas. Así, pues, la altísima capucha que precedía a Ignacio no era la Torre de Babel. ¿Y si fuera el coronel esquelético que vio por la calle de la Rutila, del brazo de Julio?

La procesión daba la vuelta hacia la plaza Municipal. Ello significaba el regreso. ¡Qué corto era aquello y qué largo a la vez! Algunos de los pies descalzos sangraban, en efecto. La antorcha de Ignacio se había pegado a su mano. Su vecino le dijo: «Hubieras debido atarte un pañuelo».

Era el regreso. El abanico volvía a cerrarse. Era el regreso por la calle de Ciudadanos. ¡Por delante del Banco Arús! ¡Santo Dios, dentro había luz…! Era la luz del guardián nocturno. Guardaba aquella caja de caudales para que no entraran allí hombres enmascarados y con capucha negra a robarlo todo.

Y luego la calle de la Forsa —el barrio gótico— y luego la Catedral. Y al cruzar bajo la puerta sonó arriba, gravemente, la medianoche.

Ignacio se quitó el capuchón. Y respiró. Las sienes recibieron un soplo de aire fresco. Pensó: «Y todavía estoy en pecado mortal». Echó a andar hacia su casa. Sombras negras aleteaban aún.

—¡Hijo mío! ¿Dónde te has metido?

—¡Yo qué sé! He agitado la antorcha más de veinte veces.

Pilar pataleó.

—¿Pues cómo te íbamos a reconocer? Habíamos quedado en que una, dos y tres…

Ignacio se encontraba deshecho. Se encontraba fatigado, era preciso ir a dormir; al día siguiente hablarían.

Ignacio entró en su cuarto. Y colgó la capucha tras la puerta. Se desnudó, se metió en cama. Y entonces se quedó dormido en el acto, respirando profundamente. Y soñó. Soñó toda la noche, sin parar. Soñó que David y Olga le perseguían con cirios gritando: «¡Eh, hombre patético, que anduviste sembrando terror con los curas para sugestionar a la gente sencilla!» Él quería huir, huir, pero no contaba con otro vehículo que la tortuga de Julio García.

* * *

Gerona entera soñó con cirios, largamente. La procesión de las horas seguía. Ya la madrugada se abría paso, se deslizaba con sabor amargo.

De repente, Carmen Elgazu abrió la ventana del cuarto de su hijo. ¿Qué había ocurrido? Entró el sol a raudales.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

—¡Sábado de Gloria!
Resurréxit!

Ignacio se incorporó en la cama y escuchó. Su madre había quedado inmóvil. Todas las campanas de la ciudad volteaban a un tiempo.
Resurréxit!
Como si desde años hubieran esperado aquel instante. Y era curioso que, prestando atención, los sonidos pudieran ser distinguidos. Las dos campanas gemelas del Sagrado Corazón repicaban frenéticamente. La del Hospital les contestaba con la pureza del oro. La de San Félix se hundía, gloriosamente, en el agua del río. Las de la Catedral dominaban, despertando ecos de alegría en los patios y plazas de la ciudad. Allá lejos se oía la de las monjas Veladoras, minúsculo
din-din
que parecía de cristal.

Pero, sobre todo, las de la Catedral sobrecogían el espíritu. Se hubiera dicho que eran las piedras las que chocaban entre sí, adquiriendo de pronto calidades de bronce. La gente andaba por las calles indefensas ante el gran júbilo que se había desencadenado en el cielo azul. ¡Cómo hubiera gozado César! Los campaneros eran izados todos, sin excepción, a varios metros de altura.

Ignacio se vistió precipitadamente y salió. Gerona era un mar de alegría y mil olas de color salpicaban las fachadas. Entonces fue cuando empezó a correr el rumor: había estallado un petardo en el Palacio Episcopal.

Lo encendió un hombre solitario, forastero, pobre. No causó ningún daño. Sólo el pánico de aquellos que oyeron la detonación. Le detuvieron y le preguntaron: «¿Por qué lo bis hecho?» Él contestó: «Dejadme, dejadme, yo quiero estar solo».

Luego volvieron a salir las muchachas hermosas. Todo el mundo olvidó al hombre pobre. Los cafés se llenaron, la niña del cuello de cisne estrenó un precioso sombrero juvenil…

Era el Sábado de Gloria, la Resurrección. Las mujeres habían ido al Sepulcro y lo habían encontrado vacío. La losa levantada, un ángel sentado a la puerta. Luego Cristo penetró en el Cenáculo y dijo a los apóstoles: «Id y predicad el Evangelio por el mundo».

Aquél fue, pues, el primer Seminario. Ignacio pensó que el Cenáculo fue el primer Seminario, el de la Sagrada Familia de los Apóstoles. La noticia era jubilosa. Por eso tañían las campanas. Por eso, mil novecientos treinta y cuatro años después Carmen Elgazu había abierto la ventana de su cuarto y la niña del cuello de cisne había estrenado un precioso sombrero juvenil.

¿Qué dirían ante todo aquello el Responsable, sus hijas, el Cojo, el Grandullón? Continuarían conspirando, porque aquello no resolvía el hambre de justicia de sus vidas. Allí estaba como muestra el hombre pobre que quería estar solo. ¿Qué diría Julio? Nunca a base de inyecciones se conseguirían Sábados de Gloria… ni se resucitaría a nadie. ¿Qué dirían David y Olga? David y Olga estarían contentos porque ya se había terminado aquella Semana de sombras negras.

Ignacio recorrió la ciudad, durante la mañana del sábado, como ebrio. Emborrachándose de colores, de muchachas hermosas. ¡Incluso las de la Academia Cervantes, que vio en grupo en la Plaza de la Independencia, tenía algo de belleza resucitada! Y es que además de todo aquello estaban en el corazón de la primavera. Los árboles de la Rambla en la procesión le habían parecido maderos para crucificar. Pero ahora se los veía verdes y ufanos, riéndose con los niños, ¡y con el primer vendedor de mantecados! Iba a costar mucho esfuerzo volver a la realidad. Porque las campanas continuaban tocando. La que con más frenesí tañía, con más júbilo, era la de las monjas Veladoras, la más lejana, la del minúsculo
din-din
. Carmen Elgazu creía que las monjas Veladoras eran las personas que mejor sabían que nunca, jamás nadie podría resucitarse a sí mismo, si no era Dios.

Capítulo XIV

La teoría de David y Olga era que si se hubieran levantado todas las capuchas de la procesión y contado los obreros que había debajo de ellas, la cifra hubiera dado mucho que pensar al señor obispo y a los redactores de
El Tradicionalista
, que consideraban el acto como una demostración inequívoca del fervor religioso de la ciudad.
El Demócrata
insistía en el tono supersticioso de todo aquello. Víctor, siempre medio artista y aficionado a la fotografía, había sacado unos clisés, prodigiosamente detallados a pesar de la nocturnidad. Víctor, en la barbería comunista donde continuaba reuniéndose el Partido, guardaba en una carpeta todos aquellos documentos. En uno de los clisés se veía, encorvado, el viejo Ernesto recogiendo excrementos, y al comandante Martínez de Soria contemplándole desde lo alto de su caballo.

En cuanto a Ignacio, consiguió volver a la realidad, lo cual le fue más fácil de lo que imaginaba; lo consiguió con sólo entrar en el Banco el martes por la mañana y encontrarse con un montón de Impagados. Según los empleados, la multitud acudió a contemplar la procesión por mimetismo, porque un espectáculo es siempre un espectáculo. Pero después todos querían justificarse. La Torre de Babel decía: «Yo salí un momento porque quería ver al director del Orfeón dirigiendo el coro de monaguillos». En cuanto a Padrosa, aseguró que pronto se cansó del desfile y que se fue a su casa a estudiar el trombón.

A Ignacio le ocurría algo singular: también sentía cierto despecho. Se veía obligado a disimular, para no ser piedra de escándalo y porque el subdirector se expansionaba con él como con la única persona capaz de admirar el pendón de la Adoración nocturna que había llevado todo el rato. Pero le penetró cierto despecho. Y cuando Cosme Vila sacó uno de sus bocadillos del escritorio y le preguntó: «¿Qué tal, qué tal la capucha? ¿Ya tienes el cielo asegurado, no?», contestó con violencia porque entendió que era su deber; pero, en el fondo, al evocar su imagen se sentía un poco absurdo.

Por fortuna, a Ignacio le había entrado el sarampión de las experiencias. Todo cuanto le ocurría lo convertía en su interior en una experiencia. Sólo su innato sentido del ridículo le impedía declararse a sí mismo: «¿Qué más da? Lo importante es que estoy viviendo intensamente».

Un hecho quedaba claro: la ciudad se iba dividiendo en dos bandos.
El Tradicionalista
, mosén Alberto, las Cofradías, don Santiago Estrada con su pendón —pendón del Instituto de San Isidro, instituto que defendía los intereses de los propietarios de la provincia—, el propio don Pedro Oriol y, en general, los vencedores en las elecciones habían desencadenado aquella ofensiva de antorchas;
El Demócrata
, David y Olga, Izquierda Republicana, el barbero de Ignacio, la UGT, los del Banco, los anarquistas, Víctor y el viejo Ernesto se decían ahora, cuarenta y ocho horas después del Sábado de Gloria, «que si no reaccionaban se los iban a merendar».

Menos mal que los Juegos Florales estaban cerca —el fallo se iba a hacer público de un momento a otro— y que el buen tiempo iba a permitir bailar sardanas sin respiro. Menos mal que las derechas no podían presentar junto a las procesiones un balance de realizaciones prácticas referentes a los mil problemas sociales planteados. Por el contrario, cuarenta y ocho horas después del repique de campanas, el número de obreros en paro frente al Bar Cataluña señalaba un cincuenta por ciento de aumento con relación a la primavera anterior.

Ignacio vio a estos obreros al salir del Banco, camino de su casa. Ahora le impresionaría mucho el Cataluña. En primer lugar, ya no vería en él, nunca más a su amigo Oriol; en segundo lugar, ahí estaba Blasco todo el día. En cuanto éste le viera entrar le diría: «¡Cuidado con hacer de soplón, mamarracho!» Tal vez le preguntara por la mandíbula.

Por cierto, ¿en qué había parado el proyecto de la imprenta?

Matías era el más ecuánime. «Digan lo que digan, el espectáculo en Gerona es de aupa.» En el Neutral no escatimó elogios. «De aúpa, ésa es la verdad.» Don Emilio Santos no podía opinar, porque anduvo oculto todo el rato bajo el paso. Julio García comentó: «No se puede negar que la Iglesia Católica sabe organizar estas cosas». Matías prefería la austeridad de aquella procesión a lo que ocurría en la de Sevilla, donde, según él, debido a la excesiva duración y al temperamento la gente tenía que salir de la fila a comer y beber. Y algunos terminaban completamente borrachos.

Y, sin embargo, acaso las dos personas que más habían gozado —más, incluso, que Carmen Elgazu— fueron las dos sirvientas de mosén Alberto. Cuando vieron a éste en medio de la Procesión, con aquella especie de báculo de plata dirigiéndolo todo, dando órdenes aquí y allá, impecable toda su indumentaria, con los zapatos que le relucían a la luz de los cirios, no cupieron en sí de satisfacción. Para ellas, sin darse cuenta, mejor que manifestación de luto, la ceremonia significó el triunfo de mosén Alberto.

Y en cuanto a éste en persona, su presentación como maestro de ceremonias le valió toda suerte de plácemes. Desde sus criadas hasta el señor obispo, todo el mundo le felicitó. En las visitas a sus amistades, visitas que inició el martes: el notario Noguer y esposa, don Santiago Estrada, don Jorge y los Alvear, no recibió sino parabienes. Él iba diciendo: «No crean, no crean. Todavía pudo ir mejor. Se rompió un momento cuando la Cofradía de la Purísima Sangre llegó al Puente de Piedra».

Un detalle le impedía saborear a sus anchas el triunfo: había recibido carta del vicario de San Félix que se había ido a Fontilles… Y aquello le había devuelto a la realidad de sus vanidades humanas. Gracias a la carta confesó que la procesión se había roto un momento al llegar al Puente de Piedra.

Le impresionó tanto, que la fue leyendo a todo el mundo. El notario Noguer le dijo: «Vea usted, a mí no me importa ver lo que sea, y muchas veces he ido al Hospital; pero eso de la lepra…» Don Santiago Estrada, hombre alto, eternamente vestido de gris, dijo: «Sí, creo que Gil Robles ha concedido una subvención importante a esa leprosería». Don Jorge alineó en el comedor a toda su familia, incluida la esposa, y les obligó a escuchar la lectura de la carta del vicario. Sus siete hijos —cuatro varones y tres hembras— y las dos criadas, sentadas en dos taburetes a la puerta de la cocina, no levantaron la vista hasta mucho después que mosén Alberto hubo leído, al final de la hoja que tenía en las manos: «Un abrazo en Cristo de su reverendo Luis, ex vicario de San Félix».

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