Pero, en el fondo, en ninguna de aquellas casas ocurrió nada de particular. El notario no tenía hijos, los dos de don Santiago Estrada ya habían regresado al internado —
«pobrecita, era bonita y al año y medio se murió»
— y a los siete de don Jorge —cuatro varones y tres hembras— les era imposible rechistar, pues el árbol genealógico de la pared habría agitado sus ramas lanzando sus frutos contra sus cabezas; ahora bien, en casa de los Alvear…
En casa de los Alvear todo ocurrió de otro modo porque en ella había un exaltado: Ignacio. Ignacio, quien continuaba mirando a mosén Alberto como si éste llevara eternamente capucha negra.
El sacerdote subió a su casa el miércoles, después de comer. Recibió los plácemes, disolvió el azúcar en el café y luego leyó la carta.
—¡Lea, lea! —le había rogado Carmen Elgazu—. Nos gustará mucho.
Y, en efecto, les gustó. Porque la carta era ejemplar. En ella el ex vicario describía brevemente la vida de la leprosería de Fontilles. No se detenía en detalles de horario ni arquitectónicos, ni hablaba para nada de las personas que servían a los enfermos; hablaba exclusivamente de éstos, situándolos, como siempre, en primer término.
En resumen decía que en Fontilles ocurría como en todas partes: había enfermos de todas clases. Leprosos que vivían poco resignados, contemplándose sin cesar las manos, el pecho, la cara o donde les mordiera la dolencia. Por más que les prohibieran tener espejos, siempre hallaban donde contemplarse: en un vaso de agua —sosteniéndolo largo rato, increíblemente inmóvil—, en cualquier charco, o en los cristales de la ventana. De repente, muchos de ellos se echaban a llorar. Otros andaban siempre apartados de los demás, como buscando por los rincones su identidad perdida. En otros, la enfermedad avanzaba lentamente y querían marcharse, marcharse al mundo y vivir; no hacían más que mirar afuera y acercarse a las rejas o palpar las puertas. Otros estaban resignados y alegres; éstos eran, según mosén Luis, los elegidos de la gracia. ¡Con qué entusiasmo y fe hablaban de la Resurrección de la Carne!; éste era el misterio que más impresión producía en los leprosos. Había uno de ellos, el más alegre de todos, un vasco, que pintaba. Era viejo y siempre pintaba cuerpos magníficos, en lo alto de una colina, que despedían rayos de oro. Decía: «¡Hermanos, así seremos un día todos nosotros!»
Carmen Elgazu tenía los ojos húmedos. Resistió hasta el momento en que el pintor vasco se había subido a la colina; pero entonces ya no pudo más y se había llevado el pañuelo a la nariz.
A Matías, le había desagradado una cosa: que una carta así hubiera sido leída delante de Pilar. En cuanto a Ignacio, se pasó la mano por el cabello negro y encrespado. Se había impresionado ¡cómo no! Y había pensado sin cesar en las teorías de Julio sobre las inyecciones. Incluso dijo: «Desde luego, vivir allí debe de ser…» y no halló nada suficientemente admirativo con que terminar la frase.
Pero entonces ocurrió lo inesperado. Mosén Alberto explicó, con muy buen sentido, que sin negar que había personas no religiosas que practicaban obras de misericordia, el porcentaje de grandes sacrificados era abrumadoramente mayoritario en el haber de la Iglesia Católica. Dirigiéndose a Matías añadió: «Usted mismo, aunque se ría de lo de los sellos a los negritos, admite que las misiones…»
Todo el mundo lo admitía. ¿A qué insistir? Mosén Alberto insistía porque había algo que al parecer no le cabía en la cabeza: que siendo todo aquello así, no sólo
El Demócrata
hiciera la campaña que estaba haciendo, sino que hubiera exaltado que se atrevieran a tirar un petardo en el Palacio Episcopal.
Eso dijo, en un tono que le salió inesperadamente duro, como a veces le ocurría sin darse cuenta, y cambiándose el manteo de brazo. Ignacio, entonces, le miró. No supo por qué, pero el malestar que comúnmente sentía en presencia del sacerdote aumentó en su interior en proporciones y rapidez desconcertantes. Le vio tomarse el café de un sorbo, sacarse el pañuelo, secarse con él los labios, los labios que acababan de decir: que se atrevieran a tirar un petardo al Palacio Episcopal. ¿Por qué aquel hombre estaba tan asombrosamente seguro de sí mismo?
Ignacio no supo lo que le ocurrió. Días después lo atribuyó a que no había ido a confesarse. Otras veces pensó que fue simplemente una demostración de la violencia de su carácter, algo comparable a lo que debió de ocurrirle al Responsable cuando de pronto le agarró de la solapa gritando: «Los niños a beber leche ¿oyes…? ¡Leche!» El caso es que al oír aquellas palabras del sacerdote, todo desapareció de su entendimiento excepto una fulgurante sucesión de imágenes: la del Grandullón robando gallinas cuando era niño; la del Cojo diciéndole a su madre: «Hasta luego, madre, me voy a la Audiencia» y la del Responsable, diminuto, un crío aún, yendo, de la mano de su padre, por ferias y mercados para vender pomadas. La infancia. La infancia de los seres. ¿Qué sabían en Palacio —qué sabía mosén Alberto— de la infancia de aquel hombre pobre que había tirado el petardo en el Palacio Episcopal?
No supo lo que le ocurrió. Empezó hablando de eso, sin dejar de mirar a los labios de mosén Alberto. Y al ver la expresión súbitamente dolorosa y un tanto sarcástica del sacerdote, el muchacho se cegó. Y continuó hablando, nervioso como siempre que oía demasiado su propia voz. Y ante la estupefacción de Carmen Elgazu y el miedo de Pilar, le dijo a Mosén Alberto que era preciso distinguir, y que no se podía condenar de aquella manera… Él, Ignacio, rendía homenaje a mosén Luis y le besaba la mano… Entendía que era admirable hacerse misionero y convencer con sellos a los negritos para que se dejaran bautizar. Aceptaba el porcentaje de obras de misericordia en el haber de la Iglesia Católica; pero de eso a lo dicho, a condenar a los descontentos, a los hombres solitarios… Se equivocaba mosén Alberto al extrañarse de que hubiera hombres así. En realidad, había muchos. En realidad, en la procesión sumaron más de la cuenta las «Voces de Alerta». ¿Cuántos obreros hubo bajo las capuchas? Desgraciadamente muy pocos… ¿Y todo por qué? Era lamentable decirlo, pero… por un César o un mosén Luis que hubiera, había muchos sacerdotes asombrosamente seguros de sí mismos, que en la práctica vivían totalmente desconectados de los hombres humildes. ¿No sabía mesen Alberto lo que le había ocurrido a César en la calle de la Barca? En muchas casas le dijeron: «¡Cura! ¿Qué quieres? ¿Comprar nuestros votos?» Claro está, no estaban acostumbrados a que un seminarista o un cura fueran a afeitarlos. Los sacerdotes eran impopulares: ésta era la verdad. En el Seminario lo vio, ¿por qué ocultar aquello? Al fin y al cabo, estaban allí para hablar, para exponer opiniones y decir verdades. El señor obispo no se preocupaba de ninguno de los problemas de aquellos hombres que lanzaban petardos. ¡Doloroso decirlo, pero lo que hacía falta era… quién sabe! Tal vez menos pendones con letras doradas y más mezclarse con los necesitados, convivir con ellos. Precisamente le habían contado que en otros países había sacerdotes que incluso trabajaban en talleres, llevando mono azul… Claro que, lo primero que hacía falta para eso era conocer a los obreros, a esos, hombres necesitados. Convivir con ellos. La verdad era que ahora, por el momento, no los conocían. Ni sabían por qué eran así y no de otra manera. Se limitaban a eso, a censurar su conducta y a profetizarles grandes males. En cuanto los oían blasfemar o los veían salir de un local con la cara enrojecida, ¡bueno! les consideraban pecadores, poco menos que casos perdidos. A veces desde el púlpito… les decían cosas peores. ¿Por qué todo aquello? ¡Era muy fácil no pensar en petardos teniendo cuenta corriente en el Banco Arús! Pero al Cojo y al Grandullón y a los parados del Cataluña, ¿qué se les reservaba? ¿Cómo hablar de procesiones y catecismo a aquellos parados, o a las mujeres que cobraban tres pesetas en la fábrica Soler o en Industrias Químicas, si sus propios hijos los miraban irónicamente? Tal vez la Iglesia debiera dirigirse directamente… al pueblo. Hacer lo que algunos sacerdotes del campo, que prácticamente eran los hermanos de todo el pueblo, los padres. Y nada de soberbia jerárquica, de envanecerse o abusar de la gracia de estado que la ordenación les ha conferido. Amistad: los curas debían ser amigos de la gente e invitarla a fumar y jugar a las cartas con ellos. ¡Y menos hablar del infierno y más de las ventajas de la fidelidad y el amor! ¡Y no emplear sino muy raras veces la palabra resignación, porque entonces los que sufren creen que la religión está de acuerdo con los poderosos para que los obreros continúen dejándose explotar! Un cambio radical, absoluto, se imponía. Los sacerdotes… siervos de la gente. Y no mezclarse en asuntos políticos ni arreglar bodas ni aconsejar financieramente a las viejas… Tabaco, repartir mucho tabaco y constituirse en una fuerza terrible contra los potentados y los orgullosos, contra la ignorancia y determinados artículos de
El Tradicionalista
. Nada de consejos tímidos a los ricos, sino denunciarlos, denunciarlos desde el púlpito con escándalo. Poner en la puerta de la iglesia carteles que dijeran: «¡Prohibida la entrada a los que no consideren hermanos a los demás hombres!» ¡Llegar a ser, si se podía… —iba a decir una barbaridad— consiliarios de la CNT! ¿Qué? Parecía un disparate ¿no es eso? Pues no lo era. Él, Ignacio, vio que era incapaz de hacer esto y colgó los hábitos,. Un ¡viva!, un ¡hurra! para muchos curas de pueblo que eran el sostén moral de muchas familias en caso de apuro; pero para otros sacerdotes… nada, absolutamente nada. ¡Qué se le iba a hacer! Ya en el Seminario se había dado cuenta de que se les hablaba de todo menos de que los desahuciados eran los elegidos del Señor. «Id y predicad el Evangelio por el mundo.» No habló para nada de poner cartelitos en latín a los retablos… Tampoco los apóstoles le seguían a Cristo llevando cojines rojos o morados. ¡Era muy bonito predicar! Pero cuando uno trabajaba ocho horas diarias entre quince hombres y empezaba a leer en su interior, se daba cuenta de que muchas palabras pasaban sin rozarlos, que no se les satisfacía su sed. Mosén Alberto debía comprender todo eso antes de sorprenderse y de condenar.
Carmen Elgazu estaba completamente horrorizada. Su estupefacción era absoluta y su dolor tan intenso que no había acertado a levantarse a interrumpir el discurso de su hijo. Había permanecido sentada bajo el calendario de corcho del comedor, mirándole y llorando. Las lágrimas le habían ido cayendo y le parecía imposible que aquel ser de dieciocho años que tenía delante, alto, inteligente y con los ojos fuera de las órbitas, hubiera salido de sus entrañas. Le pareció revivir los dolores del parto y recordaba con ironía las palabras de las vecinas de Málaga, que porque había nacido en treinta y uno de diciembre profetizaron que sería obispo. ¡Que Dios la perdonara, pero ella, que era la madre de aquel ser, hubiera preferido haberle perdido, después de bautizado!
Matías no decía nada. Fumaba. Sentía un respeto inmenso por su hijo. Ignacio veía claro, tenía razón y era un valiente. Su mujer lloraba porque era ignorante. El sacerdocio, entendido como decía Ignacio, sería algo perfecto. ¡Si su hijo fuera diputado votaría por él! Él, Matías, era creyente. Tenía fe. Siempre tendría fe. La religión era indispensable. Y era cierto que existía Dios. Él lo había comprendido gracias a Carmen Elgazu. Antes de casarse había tenido muchos amigos en Madrid, por todas partes, que se lo tomaban a chacota. Él los había imitado. Y se había encontrado en mitad de la vida como un imbécil, sin saber por qué estaba en Madrid y no en otro lugar y por qué las personas se enviaban tantos telegramas unas a otras. Pero después de casarse había comprendido que alguien existía superior a los hombres.
Alguien total y único, que se llamaba Dios. Si no, no se explicaba el mundo, ni que uniéndose él y Carmen hubieran nacido Ignacio, César y Pilar. Ni que Pilar fuera tan hermosa y tuviera aquellas mejillas sonrosadas. Sin religión la gente no sabía qué hacer, sobre todo cuando las cosas marchaban medianamente. Hacían lo que Julio, que de un tiempo a esta parte parecía tener varias caras; y otros acababan como los padres de David y Olga. Pero de eso a defender a mosén Alberto… había una diferencia. ¿A qué iba cada semana a su casa? ¡Su mujer ya estaba convencida, y César también, y él ya tenía tabaco! Mejor lo que decía Ignacio: que fuera por el barrio de la Barca. ¡Consiliario de la CNT! Tenía gracia. Ignacio era un tío. El Director de la Tabacalera se reiría mucho con aquello.
Pilar estaba desconcertada y una vez más buscaba en vano sus trenzas para tirar de ellas. ¡Nuri, María y Asunción no darían crédito a lo que acababa de suceder! En cuanto a mosén Alberto, había enrojecido. Sentía que le tocaba defenderse so pena de hacer un papel lamentable.
—Muy bien, Ignacio, muy bien —le dijo, al cabo de un rato, tabaleando en la mesa—. Has aprovechado muy bien las lecciones de los maestros que te has escogido. Te parece muy fácil, todo muy fácil. ¡Lástima que no seas Papa! ¿Qué quieres que te conteste? Ya de pequeño eras así.
—¡No, no, antes no era así! —interrumpió Carmen Elgazu, sollozando.
—Bueno… quizá fuera mejor no decir nada, pero voy a contestarte. ¡Prohibida la entrada! Ya sabrás que en la Iglesia no puede prohibirse la entrada a nadie, y tú mismo dices que nadie debe condenar… Y por lo demás, estás hecho un mar de contradicciones. Todo tu discurso está lleno de contradicciones. Primero dices que no nos metamos en asuntos de familia y luego pides que seamos como hermanos, como padres. Que fumemos con la gente, que juguemos a las cartas. Si me ves jugando a las cartas, dirás que pierdo el tiempo y que lo que quiero es divertirme, como en el café. Impopulares… ¡Naturalmente que somos impopulares! Predicamos que el hombre debe dominar sus pasiones, sus vicios. Vamos contra sus apetitos. ¿Cómo vamos a ser populares? Si dijéramos: ¡Ale, que cada uno haga lo que quiera, todo es válido: la gula, la avaricia, la lujuria; cuanto más comáis y robéis, más gloria tendréis en el cielo, tendríamos a todo el mundo con nosotros! ¡Ricos y pobres! En cuanto a lo del terror, ¡qué quieres! Si hablamos del infierno es porque el infierno existe y hay que advertir de ello a la gente y no porque nos guste. Pero si alguien va contra los ricos, es decir, contra la riqueza mal adquirida o mal administrada, es precisamente la Iglesia la que les recuerda constantemente lo difícil que será para ellos salvarse. Ahora bien, todos nosotros tenemos que pedir ayuda a la gente que tiene dinero; y si te refieres a las reservas de los obispados ten en cuenta que son para el culto y en previsión de persecuciones, que por desgracia no faltan, como ahora en Alemania. ¡Pero te desafío a que en toda España me cites a cincuenta sacerdotes que no lleven una vida personal de acuerdo con sus votos! Si los semanarios como
La Traca
te han convencido de que comemos pollo todos los días y nos emborrachamos y tenemos secretos en casa, te compadezco de veras, porque no es cierto. Tú mismo en el Seminario te lamentabas de la excesiva austeridad. Si alguno de nosotros heredó algún dinero, lo cual es muy raro, pues actualmente los seminaristas salen casi todos de familias muy pobres —y sobre ello también te invito a reflexionar—, examina su caso y verás que no disfruta de él personalmente, para sus gustos. A veces se encuentra atado por cláusulas de testamento, otras lo va distribuyendo conforme a su manera de pensar y en la mayoría de los casos con acierto. Pero la verdad es que la mayoría no poseemos sino una sotana nueva y otra estropeada. Que somos hombres y tenemos flaquezas… ¡quién lo niega! ¡Cómo vas a exigir que la tonsura nos convierta automáticamente en santos! Pero conseguimos conservar la fe en el alma de muchos españoles. La mayoría de gente se bautiza, se casa como Dios manda y muy pocos son los que mueren sin arrepentirse, confesarse y recibir la bendición. ¡En otras naciones se ha ensayado, es cierto, tu sistema de que los sacerdotes salgan de las iglesias! Mira los resultados. No sólo muchos sacerdotes, trasplantados aquí ante temperamentos como el tuyo, serían piedra de escándalo, sino que allí la degeneración es completa. En los países escandinavos no se da importancia a nada; en Alemania, ya lo sabes; en Francia han entronizado el placer, en Inglaterra lo adoran a la chita callando. En el fondo, tus ideas son protestantes y lo que ha traído el protestantismo es que cada cual campe por su gusto. Si existe una reserva espiritual en el mundo es en Italia, gracias al aroma del Vaticano, y en España, porque la Iglesia vela sin cesar y porque aquí no faltan nunca monaguillos que canten el Miserere. El odio que muchos sienten hacia nosotros no se debe sino al extremismo de los corazones. Y la prueba está en que, en caso de revolución, lo mismo se mata a sacerdotes como el vicario que cuida leprosos, que a sacerdotes como yo, que, según tu opinión no hacemos nada que valga la pena. En cuanto a la soberbia, también hay mucho que hablar. Somos más humildes de lo que crees, lo cual no significa que nos dejemos pisotear sin ton ni son. Podría citar docenas de ejemplos de humildad, y de esfuerzos íntimos para no reaccionar ante gente que nos es antipática como reaccionaríamos si fuésemos seglares. De estos sacrificios nadie se entera, y sólo se comenta si la liturgia nos ordena ponernos un casquete con ribetes dorados. Pero yo estoy dispuesto a demostrarte que también soy capaz de hacerlos. Ya ves. Me has dicho cosas muy desagradables; pues estoy dispuesto a humillarme delante de ti, delante de tus padres y de tu hermana. Estoy dispuesto a pedirte incluso excusas por todo cuanto haya hecho o dicho que haya podido ofenderte.