—Y en Polonia también —continuó Claudio.
—¿En Polonia? Allí no permiten ni siquiera una palabra de protesta contra el sistema.
—Por eso fueron disueltos contundentemente. De ahí nació el chiste sobre cuál es la policía más educada del mundo.
—¿Y cuál es?
—La polaca, porque va mucho a la universidad. En cambio en Checoslovaquia hay unos signos de apertura realmente chocantes para un país comunista.
—¿Como qué?
—Se representan obras de teatro largamente prohibidas, hay una cierta libertad de prensa, se venden periódicos extranjeros y se cuestiona a los políticos abiertamente. Un tal Dubcek, presidente del Partido Comunista, ha iniciado una serie de cambios encaminados a crear lo que él llama un nuevo modelo de democracia socialista.
—Durará poco —vaticinó Ken.
—¿Por qué lo dices?
—Los rusos no tolerarán una apertura en uno de sus países satélites. Si lo hacen, los demás les seguirán y será el final del comunismo.
—Esta teoría del dominó ya la habéis aplicado en Vietnam y todavía está por demostrar que dos países vecinos con regímenes distintos no puedan convivir.
—En esto estoy de acuerdo, pero no hay que olvidar la historia. Ya pasó en Hungría en 1956 y los tanques rusos acabaron con las ansias de libertad de miles de húngaros.
—Esta vez es diferente. El mundo ha cambiado mucho en doce años. Ya entonces el mundo se alzó airado contra esta muestra brutal de sometimiento.
—Pues a los rusos no pareció afectarles mucho. Cinco años después levantaron el muro de Berlín.
—Pues mira, ahora que lo mencionas, es allí donde comenzaron las revueltas estudiantiles. El año pasado, el alcalde de Berlín recibió al sha de Persia y mientras estaban viendo una representación de
La flauta mágica
la policía cargó contra los estudiantes que se encontraban en el exterior del teatro manifestándose. Uno murió de un balazo. En pocos meses, el movimiento estudiantil alemán se organizó y el pasado febrero organizaron una reunión de líderes y activistas estudiantiles de todo el mundo para protestar contra la guerra de Vietnam. Los lideraba un tal Rudi Dutsche, apodado Rudy
el Rojo.
Lástima que el mes pasado le pegaron tres tiros.
—¿Y murió?
—No. Sobrevivió al atentado, pero eso te demuestra lo peligroso que es ser un líder comprometido con una causa.
—Y esto de París ¿tiene el mismo origen que todas las protestas estudiantiles de este año?
Jules intervino.
—Básicamente sí, pero todo comenzó por un asunto de origen sexual.
—¿Qué me dices? —dijo Claudio sorprendido—. A ver, cuenta, cuenta.
—La culpa es del ministro de Juventudes, quien visitó la Universidad de Nanterre, en las afueras de París, el pasado enero. Un estudiante llamado Daniel Cohn-Bendit se le acercó y le dijo:
«Monsieur le ministre.
He leído su informe sobre la juventud y en trescientas páginas no hay ni una sola palabra sobre relaciones sexuales entre los jóvenes».
—¿Y qué le dijo el ministro?
—Muy sorprendido, le dijo que estaba allí para hablar de deportes. Pero el estudiante insistió hasta que el ministro, visiblemente enojado, le contestó: «No me extraña que tengas esta clase de problemas con una cara como la tuya. ¿Por qué no te das un chapuzón en la piscina?».
—¿Y qué dijo el estudiante?
—Le respondió con contundencia que la respuesta era digna de un ministro de las Juventudes Hitlerianas. —Claudio y Ken se miraron y conminaron a Jules a seguir—. El suceso corrió de boca en boca y pronto el estudiante se hizo famoso con el sobrenombre de Dany
el Rojo.
Los estudiantes de Nanterre continuaron con sus protestas reivindicando dormitorios mixtos. La universidad, inaugurada hace cuatro años, es un campus con construcciones de hormigón con muy pocos lugares de esparcimiento. En los dormitorios no se puede cambiar el mobiliario ni cocinar ni hablar de política. En los femeninos, no dejan entrar a estudiantes varones.
—¡Qué retrógrados! —comentó Ken.
—Cuando explicaron a De Gaulle que los estudiantes querían dormitorios mixtos su comentario fue: «¿Por qué no se reúnen simplemente en los cafés?». —Claudio rió—. No te rías, no tiene gracia. En Nanterre no hay suficientes cafés para los once mil estudiantes que estudian allí.
—¿Once mil? —preguntó Ken, incrédulo.
—Sí. Once mil. Y quieren el mismo trato que los de la Sorbona.
—¿En qué sentido?
—Los que estudiamos en la Sorbona vivimos en París, donde hay una gran oferta de alojamientos, restaurantes, cafés y manifestaciones culturales que ellos no tienen. Así que los estudiantes afines a las ideas de Dany Cohn-Bendit se han agrupado y van provocando altercados, interrumpiendo conferencias en nombre del Che Guevara, y manifestándose en contra de la autoridad establecida. Hace pocos días, los rectores de la universidad decidieron castigar al líder.
—La misma táctica errónea que siguieron en Columbia —comentó Ken.
—Exacto. Esto no hizo sino empeorar las cosas —prosiguió Jules—. Más de mil estudiantes acompañaron a Dany en su comparecencia disciplinaria. Al entrar en la Sorbona, el rector llamó a la policía y cerró la universidad, por primera vez en setecientos años.
—¡Dios mío! Parece un calco de lo de Columbia.
—No. Ha sido peor, porque los estudiantes contraatacaron, y eso que eran fuerzas especiales antidisturbios, reunidas en París con motivo del inicio de las conversaciones de paz.
—¿Quieres decir que los estudiantes se enfrentaron con la policía? ¿Y con qué armas? —dijo Claudio.
—La policía lanzaba gases lacrimógenos y los estudiantes les arrojaban adoquines.
—¿Adoquines?
—Sí, adoquines. Casi todas las calles del Barrio Latino están adoquinadas. Y no es la primera vez que se usan como armas arrojadizas en una revuelta. Al final del día se contabilizaron 600 manifestantes y 345 policías heridos. Y como hay miles de periodistas de todo el mundo en París por lo de las conversaciones de paz, la revuelta ha tenido una difusión increíble. —Claudio asintió. Jules prosiguió su relato—. Por primera vez, gracias a la televisión en directo, el mundo se desayuna con escenas de enfrentamientos de policías con estudiantes entre barricadas humeantes y gases lacrimógenos. Los enfrentamientos han continuado durante varios días, hasta bien entrada la madrugada. Las fuerzas antidisturbios han empleado cada vez más violencia, pero los estudiantes les han respondido con la misma moneda. Los agentes no están acostumbrados a que se les oponga resistencia y menos a recibir un golpe de adoquín en la cabeza. La única decisión acertada del gobierno entre su cúmulo de despropósitos ha sido la orden de no disparar a los manifestantes.
—De Gaulle no necesita mártires, sino salir del atolladero cuanto antes —advirtió Claudio con perspicacia.
—Sí, pero ahora la cosa se le complica.
—¿Por qué?
—Poco antes de venir yo aquí, los sindicatos convocaron una huelga general, y los trabajadores se unieron a los estudiantes en sus manifestaciones.
—¿Quieres decir que apoyaron a los estudiantes?
—Indirectamente. No lo hicieron por afinidad ideológica sino en demanda de mejores condiciones de trabajo y salarios más altos, a diferencia de los estudiantes que se manifestaban por un cambio de vida radical. Pero es indudable que aprovecharon la revuelta estudiantil para sus reivindicaciones. Paralelamente a la lucha urbana, ha nacido una corriente de simpatía hacia los estudiantes. Los vecinos les llevan comida y mantas a las barricadas y, por primera vez, catedráticos y profesores han intercambiado palabras, incluso ideas, con los estudiantes.
—Cuéntale a Ken lo de las pintadas —dijo Claudio aJules.
—En su afán por cambiar el mundo, los estudiantes han pintado una serie de eslóganes muy divertidos.
—¿Como qué? —inquirió Ken.
—Algunos de tipo filosófico como «La imaginación al poder» o «La exageración es el principio de la imaginación»; otros poéticos, «Una barricada cierra la calle pero abre una senda», «Decreto un estado permanente de felicidad»; otros conteniendo un oxímoron, «Prohibido prohibir», «Sé realista, pide lo imposible», «No me gusta escribir en las paredes» y otros con referencias sexuales como «Cuanto más hago el amor, más quiero hacer la revolución. Cuanto más hago la revolución, más quiero hacer el amor».
—¿Y cómo crees que acabará todo? —preguntó Ken a Jules.
—La huelga general ha paralizado Francia. Ha sido un caos. Diez millones de trabajadores la han secundado. Se ha llegado a agotar la gasolina y la basura se acumula. De Gaulle se ha tenido que plegar a las exigencias económicas de los trabajadores, ha disuelto la Asamblea y ha convocado elecciones legislativas para el mes que viene. Daniel Cohn-Bendit ha sido deportado a Alemania.
—¿Cómo puede ser?
—Porque era hijo de judíos alemanes que se habían establecido en Francia antes de la llegada de Hitler al poder y todavía conservaba la nacionalidad alemana.
—En menudo lío se metió el rector de Nanterre —dijo Ken—. Más le hubiera valido permitir que hubiese dormitorios mixtos... Pero en el fondo, ¿por qué crees que ha ocurrido todo esto? —preguntó decidido a ir al fondo de la cuestión.
—Un editorial del periódico
Le Monde
lo resumía el otro día muy bien —respondió Jules—: «Francia se aburre».
—¿Y es verdad? —inquirió Claudio.
—Pues sí. Ahora se van a celebrar las conversaciones de paz en Vietnam y De Gaulle está muy orgulloso. Puede volver a ejercer su papel de salvador.
—¿Cómo veis en Francia la guerra de Vietnam? —se aventuró a preguntar Ken.
—No nos gusta —dijo Jules, aunque evitó comentar que en Francia no desagradaba el correctivo que Estados Unidos estaba recibiendo en Vietnam. Cuando cientos de marines murieron durante el asedio de Khe Sanh, la prensa francesa se regodeó comparándolo con el de Dien Bien Phu, donde Francia libró su última batalla contra los vietnamitas antes de perder la Indochina francesa, en 1954.
—En cualquier caso —concluyó Jules—, existe la idea en Francia de que, a partir de este mayo de 1968, las cosas ya no volverán a ser iguales en el mundo.
La discusión política entre Ken, Claudio y Jules tocó a su fin cuando miss Mullins entró en la habitación.
—Doctor Philbin, el teniente Lyons al teléfono.
Ken pensó que, últimamente, su colaboración con la policía iba en aumento.
—Diga, teniente —contestó.
—Ken, ha habido una agresión. Hay un tipo muy malherido de una puñalada en el pecho. Será mejor que vengas.
A los pocos minutos, un coche de policía recogía a Ken en la puerta de Urgencias.
—¿Dónde vamos? —le preguntó al conductor.
—Al 1647 de la calle Quincy, no muy lejos de aquí.
Cuando llegaron a la dirección indicada, había dos coches de policía delante de la casa. Una ambulancia aguardaba un poco más lejos. El teniente Lyons apareció por la puerta.
—Date prisa, Ken. No sé siquiera si el hombre está vivo.
Al entrar en la casa Ken vio a un hombre echado en un sofá, con el torso desnudo. Presentaba una herida por debajo de la clavícula derecha. Le llamó la atención su palidez. A su vera, una mujer sentada en un sillón le cogía la mano mientras un niño de unos tres años se apoyaba en el regazode la mujer. El hombre respiraba muy tenuemente. Ken inspeccionó la herida. No sangraba en aquel momento pero la palidez del hombre le indicó que había perdido una considerable cantidad de sangre. Sacó un fonendoscopio de su maletín y lo auscultó. Oyó cómo el aire entraba y salía de los pulmones. Le tomó el pulso. Era muy débil. El teniente Lyons le miraba inquisitivamente.
—Está en
shock
—dijo Ken—. Sin embargo, no parece que el arma haya lesionado el pulmón. Hay que llevarlo al hospital y operarlo cuanto antes. Puede tener una hemorragia interna. ¿Sabe con qué le han agredido?
—Su mujer dice que un individuo llamó a la puerta y él le abrió. Parece ser que le asestó una puñalada sin más. La amenazó con matarla si llamaba a la policía antes de treinta minutos, pero ha sido valiente y nos ha llamado enseguida.
—¿Tiene idea de quién ha sido y por qué lo ha hecho?
—De eso nos ocupamos nosotros. Tú llévatelo al hospital y sálvalo.
La mujer comenzó a llorar. El niño, despreocupado, cogió un bate de béisbol que estaba junto al sofá, se puso un casco y comenzó a dar golpes a una pelota imaginaria.
—¡Estate quieto! —le chilló su madre.
Ken canuló una vena con rapidez y le conectó un gotero de suero que llevaba en el maletín.
—Ponedlo en la ambulancia y vámonos corriendo —les dijo a los dos sanitarios que entraban en aquel momento con una camilla.
Mientras volaban hacia el hospital con la sirena ululando, el teniente Lyons comenzaba a interrogar a la mujer y sus hombres examinaban la casa.
Ken saltó de la ambulancia en cuanto llegaron. Se dirigió hacia Claudio y le dio instrucciones de que llamase a la supervisora de quirófanos para decirle que subían a un apuñalado. Él mismo se cuidó de hacer el traslado. Las puertas automáticas del área quirúrgica se abrieron y Ken penetró como una exhalación empujando la camilla.
—Vaya, doctor Philbin. Buenos días. Cuánto tiempo sin verle por aquí —le saludó la supervisora.
—Buenos días, Susan. ¿Está todo preparado? Este hombre se está desangrando.
—Sí. Quirófano seis. El anestesista está esperándole.
—Lleve al paciente allí mientras me cambio.
Ken se dirigió al vestuario, se puso un pijama verde y se colocó el gorro, la mascarilla y las polainas preceptivos para entrar en un quirófano.
Cuando corría hacia el quirófano seis, Susan le detuvo.
—Doctor Philbin, tiene una llamada.
—Maldita sea. Ahora no puedo ponerme al teléfono.
—Es el doctor Simone, desde Urgencias.
¿Qué querría Claudio? Aceptó contestar a la llamada.
—¿Qué pasa, Claudio?
—Me gustaría subir a ayudarte.
—Pero tú te tienes que quedar ahí abajo, en Urgencias. Además, está ese amigo tuyo, Jules.
—Ken, esto está muy tranquilo y no tengo nada que hacer. Jules se ha ido a hacer turismo por la ciudad. Estoy seguro de que puedo serte de ayuda.
Ken sopesó pros y contras. Necesitaba alguien experto y Claudio lo era, mucho más que aquel residente filipino que estaba de guardia y que, en teoría, era el encargado de ayudarle.