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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Los cuadros del anatomista (19 page)

BOOK: Los cuadros del anatomista
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—No.

—El doctor Takamine. ¿Te suena?

—Pues no.

—Lue el descubridor de la adrenalina. Bueno, fue el primero en aislarla. No me dirás que no la empleas a menudo.

—Sí, muy a menudo. Casi cada día.

—Pues la respuesta a mi pregunta es que tanto los cerezos como la adrenalina existen gracias al doctor Takamine.

Eloïse miraba a su hermano, orgullosa.

—Una historia fascinante —admitió Ken, tendiéndose en el césped cuan largo era. Eloïse lo hizo a su lado pero sin tocarse.

—Qué bien sienta un día en el campo —dijo ella.

Ken no contestó. Si por regla general lo que Eloïse había dicho era verdad, el lugar donde se hallaban distaba de ser bucólico. Su tranquilidad quedaba interrumpida por el ruido ensordecedor de los aviones que despegaban cada dos o tres minutos del aeropuerto cercano. No podía dejar de pensar en Philippe, en su carácter extraño y huraño. Pero era evidente que no era un pelagatos. La historia que acababa de oír demostraba que sabía cosas que mucha gente no conocía. En esto le recordaba a Claudio. Cerró los ojos y se durmió.

Cuando los abrió, vio a Eloïse y a Philippe a lo lejos, gesticulando como si discutieran. Se sentó. Cuando lo vieron despierto, ambos se acercaron.

—Lo estoy pasando muy bien. Gracias por invitarme —dijo Ken, queriendo ser amable.

Sin embargo, estaba claro que el humor de ambos hermanos había cambiado. Trató de suavizar la situación, crear una ambiente
décontracté
(¿no era así como se decía en francés?).

—Si no fuese por estos árboles que la tapan, desde aquí podríamos ver la cúpula de la Galería Nacional de Arte. ¿La conocéis?

—Claro que la conozco —respondió Philippe con rudeza.

—¿Has visto el nuevo cuadro de Leonardo da Vinci que hay allí?

—¿Cuál es? —intervino Eloïse.

—El retrato de Ginevra de Benci. Es un cuadro curioso, sobre una tabla de madera en el que ambas caras están pintadas. En una está el retrato de una dama, y en la otra, una rama de laurel y una palma, unidas por una cinta con una leyenda en latín que dice: «La belleza adorna la virtud». Para que se puedan ver las dos caras, los de la galería lo han montado sobre un caballete.

—Qué interesante —comentó Eloïse.

—Al parecer, en el siglo XVIII cortaron el cuadro y dejaron a la pobre mujer sin manos.

—¡Basta ya! —gritó Philippe.

—Pero ¿qué te pasa?

—¡No quiero que hables más sobre Leonardo, sus retratos y sus manos!

—No veo nada de malo —se defendió Ken.

—¡Te he dicho que basta y es basta!


Oh, tais-toi, tu m 'embêtes! —
le gritó Eloïse.

Ken calló. Aquella salida extemporánea le puso de mal humor.

—Será mejor que recojamos y nos vayamos —dijo.

—Sí, eso, vámonos —ordenó Philippe.

Depositaron los restos de comida y de carbón en una de las papeleras y subieron al coche. El viaje de regreso se hizo en completo silencio, pero de haber hablado, tanto Ken como Eloïse habrían coincidido en que el día de barbacoa había acabado siendo un desastre.

Capítulo 27

María miró a ambos lados de la avenida Georgia antes de cruzar. No venía nadie. Con precaución, levantó las ruedas delanteras del cochecito en que portaba a su hija de seis meses y bajó el bordillo apoyándose tan sólo en las traseras. A mitad de la calle escuchó un chirrido estridente. Un Pontiac Camaro rojo dobló la esquina a toda velocidad y enfiló la avenida, dirigiéndose directamente hacia madre e hija. María titubeó. Intentó retroceder pero el coche iba tan rápido que no consiguió eludirlo. El choque fue espantoso. Cochecito, madre y bebé salieron despedidos por los aires, mientras el vehículo proseguía su marcha sin detenerse. Algunos transeúntes se acercaron al amasijo de carne y ropa que había quedado extendido sobre el asfalto. Alguien llamó a la policía y a los pocos minutos Ken era requerido para que se presentase en el lugar del accidente. Llegó al poco tiempo en una ambulancia pues la policía había dicho en el hospital que había más de una persona herida. Provisto de su maletín, se acercó al cochecito, pero estaba vacío. A varios metros de allí pudo ver que el bebé tenía el cráneo destrozado. Lo inspeccionó rápidamente. No podía hacer nada por él. Seguramente había tenido una muerte instantánea. Conmocionado, se acercó a la joven, que se hallaba tendida en el suelo, cerca de la acera.

—¿Qué ha pasado con mi niña? —preguntó María ansiosamente.

Por más que llevase varios años de práctica, Ken no podía acostumbrarse a dar malas noticias.

—Está muerta —le dijo.

María emitió un grito desgarrador de dolor y comenzó a llorar desesperadamente.

—San Antonio, san Antonio, ¿¡por qué!? ¿¡¡Por qué!!? —exclamó desvelando su ascendencia italiana y cubriéndose el rostro con las manos.

Ken se decidió a examinarla. La pierna derecha presentaba una posición grotesca, imposible. Ken le levantó la falda. Lo que vio le puso de nuevo a prueba. Desde Vietnam no había visto nada tan horrible. Todos los músculos, el fémur, las arterias, venas y nervios estaban seccionados a nivel del muslo. Tan sólo unos centímetros de piel mantenían la pierna unida al resto del cuerpo. Se puso unos guantes e inspeccionó el corte. El hueso roto con todos los músculos dispuestos a su alrededor, en círculo, remedaba un macabro
osobucco.
Curiosamente, no había hemorragia. La arteria femoral estaba allí, partida en dos pero sin sangrar. Ken sabía que en casos de amputación traumática como aquél, la arteria puede sufrir un espasmo y cerrarse, impidiendo el paso de la sangre. Y sin sangre arterial no hay sangre ni en los capilares ni en las venas. En cualquier caso, la amputación estaba ya prácticamente hecha. Una multitud morbosa presenciaba el espectáculo. La policía intentaba poner orden y recababa información en busca de testigos.

—Era un coche rojo —dijo alguien.

—Iba a toda velocidad —apuntó una segunda persona.

—Creo que era un Mustang —apostilló una tercera.

—No. Era un Camaro —dijo la primera.

Ken tomó conciencia de lo surrealista de la situación. Allí estaba él, en plena calle, bajo un sol radiante, sujetando una extremidad prácticamente separada del cuerpo al que pertenecía, rodeado de gente vocinglera que discutía sobre modelos de coches. Su adscripción al cuerpo de policía le obligaba a actuar en estas circunstancias, pero este tipo de lesiones le impresionaban mucho más en aquel escenario que en el más familiar entorno de Urgencias.

—Rápido, una férula —dijo al conductor de la ambulancia.

Con suma habilidad, Ken inmovilizó el miembro dañado y continuó examinando a María. No parecía que tuviese ninguna otra lesión, pero habría que descartarlo con radiografías, una vez llegasen al hospital.

Inyectó un calmante a la paciente, que no cesaba de llorar desconsolada, la colocaron en una camilla dentro de la ambulancia e iniciaron el regreso acompañados por el sonido penetrante de la sirena.

Al poco de ingresar, María fue llevada al quirófano, donde se completó la amputación. Fue imposible salvar la pierna.

Abajo, Ken se concentró en sus pensamientos y filosofó sobre lo efímero de la vida y de la felicidad humana. Una persona sale de su casa y en pocos segundos pierde a su hija y una pierna. Y todo por culpa de un conductor que, además, se da a la fuga.

—Espero que te cojan —masculló entre dientes.

Capítulo 28

EL Anatomista conducía lentamente su viejo coche por la calle Quincy. Estaba en una barriada multirracial, más bien modesta. Se iba fijando en los números de las casas. 1607, 1623, 1639, 1647. Pisó el freno. 1647 de la calle Quincy. Aquí vivía su próxima víctima, aunque no por mucho más tiempo. Le había costado encontrarle pero ya estaba a su alcance. La casa, de una sola planta, tenía un jardín delante. La presencia de un pequeño tobogán delataba la existencia de niños en la casa. Esperó unos minutos hasta ver movimiento en su interior. A través de una ventana pasaron, en distintas ocasiones, un hombre, una mujer y un niño.

—Perfecto —pensó El Anatomista.

Bajó del coche, se aproximó a la puerta y, antes de llamar, se enfundó la capucha que su cazadora llevaba incorporada. Su cara apenas era visible.

—¿Quién es? —se oyó preguntar a una voz masculina.

—Héctor, te traigo un paquete de allí abajo. Ya me entiendes.

La puerta se entreabrió y parte de la cara de Héctor se hizo visible. Al ver al individuo encapuchado, trató de cerrar la puerta, pero el pie de El Anatomista ya se lo impedía.

Éste dio un tremendo empujón a la puerta y entró en la casa, abalanzándose sobre Héctor Barboza. Sin mediar palabra, le clavó un enorme puñal en el pecho, por debajo de la clavícula derecha. La sangre comenzó a manar a borbotones por la herida de forma pulsátil, una sangre de un rojo rutilante que indicaba que había acertado a lesionar una arteria importante. Con los ojos desorbitados por la sorpresa y la rapidez del ataque, Héctor Barboza intentó responder al ataque, pero en pocos segundos se fue debilitando, hasta caer al suelo inconsciente, como el toro de lidia que acaba de recibir una estocada certera.

«Dentro de poco estará muerto», se dijo El Anatomista a sí mismo.

Depositó el cuerpo sobre el sofá y se dirigió hacia la parte posterior de la casa. Abrió la puerta del cuarto de baño. La mujer estaba bañando al niño.

—Héctor, ¿quién era? —dijo ella.

Al no obtener respuesta, se volvió. Vio al extraño con su cazadora ensangrentada y profirió un grito.

—Cállate si no quieres que te mate.

—¿Qué quiere? ¿Dónde está Héctor?

—Coge al niño, vístelo y ven al salón.

La mujer observó que gran parte de la superficie del suelo estaba manchada de sangre. Al ver a su marido inconsciente, se arrojó sobre su cuerpo.

—Héctor, Héctor, amor mío.

—No te oye. Está moribundo.

—Hay que llamar a una ambulancia. Se está muriendo.

—No vas a llamar a nadie.

—¿Quién es usted? ¿Por qué le ha hecho esto? —preguntó la mujer sollozando.

Mi niño, uniendo su llanto al de su madre, contemplaba la escena desde la puerta del salón.

—Digamos que tenía una cuenta pendiente con Héctor y la he saldado —contestó El Anatomista. Ahora quiero que te sientes aquí, a su lado, cojas al niño y no llames a nadie en media hora. Si veo que viene alguien en los próximos treinta minutos, volveré para matarte. ¿Lo has entendido?

La mujer movió la cabeza, asintiendo. El Anatomista extrajo un papel de su bolsillo y lo depositó a los pies de Barboza.

—Es la firma de mi obra —dijo a modo de explicación. Miró por la ventana y, al ver la calle desierta, salió de la casa.

La mujer observó el cuerpo de su marido y vio que aún respiraba muy superficialmente. Con resolución, decidió desafiar al intruso. Dirigiéndose al teléfono, marcó: 9-1-1.

Capítulo 29

Aquella mañana, mientras se dirigía al hospital, Ken se encontraba exultante. Su candidato favorito, Robert Kennedy, había ganado las primarias en Indiana y, si volvía a hacerlo en California en junio, tendría prácticamente ganada la nominación para ser el candidato demócrata a la presidencia. Y, Ken estaba seguro, acabaría con la guerra de Vietnam. Apenas había entrado por la puerta de Urgencias cuando Claudio le recibió con típicas señales de excitación. A Ken le hacían gracia estos recibimientos, que le informaban de las novedades que estaban ocurriendo en el hospital, como el día que llegaron Sandra y Eloïse.

—Ken, París arde —dijo Claudio.

—¿Qué estás diciendo? —le respondió, recordando un libro con título parecido que había leído meses atrás.

—Que París está ardiendo. Hay barricadas y enfrentamientos de estudiantes con la policía.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho Jules.

—¿Y quién es Jules?

Claudio señaló a un joven con traje de calle que se encontraba sentado en una silla.

—Es Jules Pudet, un estudiante de medicina francés que ha venido a visitarme. Está preparando el «Foreign» porque quiere venir también a los Estados Unidos a especializarse. Ven, te lo presentaré.

Ambos se dirigieron hacia el joven.

—Jules, te presento al doctor Philbin. Ken, éste es Jules.

—¿Cómo está usted, doctor Philbin? Encantado de conocerle. Claudio me estuvo ayer noche hablando de usted —dijo el estudiante francés en un inglés perfecto.

Ken le tendió la mano, sorprendido que un extranjero hablase tan bien el idioma. Si quería venir a los Estados Unidos a trabajar, ya tenía mucho ganado.

—Tu inglés es excelente.

—Llevo muchos años estudiándolo. Además, he estado dos veranos en Londres —replicó Jules.

—¿Y por qué se pelean los estudiantes con la policía?

Claudio intervino con vehemencia.

—¿A ti qué te parece? Pues por lo de siempre. Unos quieren cambios, el gobierno no está dispuesto a hacerlos, hay manifestaciones de protesta y el gobierno manda a las fuerzas de represión a darles porrazos, pero esta vez parece que los estudiantes han ganado.

—¿Ah, sí?

—Sí. El otro día la policía se tuvo que replegar tres veces.

—¿Qué me dices? Esto es nuevo —dijo Ken, recordando las palizas que se habían llevado los estudiantes de Columbia—. Parece que el ejemplo de Columbia se va extendiendo.

—¡Alto, alto
, yanqui!
Las manifestaciones estudiantiles ya hace meses que duran en Europa. Me sorprende y me irrita el desconocimiento que tenéis cu este país de lo que pasa fuera de él, y sobre todo en Europa. Antes de Columbia, varias universidades ya se han cerrado este año.

—No lo sabía —declaró humildemente Ken.

—En enero se cerraron las facultades de Filosofía y Letras, Económicas y Ciencias Políticas de la Universidad de Madrid por las protestas estudiantiles. Y el mes pasado se reavivaron al consentir el gobierno que se celebrase una misa por Adolf Hitler.

—¡Qué fascistas!

—Y en marzo también cerraron la Universidad de Roma. Los estudiantes se manifestaron portando pancartas con tres emes.

—¿Tres emes?

—Sí. Por Marx, Mao y Marcuse.

—¿Marcuse? Pero si este viejo está en San Diego.

—Sí, pero es un gurú universal. El Partido Comunista trató de hacerse con el control del movimiento estudiantil pero no lo consiguió.

Ken estaba atónito. Miles de estadounidenses morían en Vietnam luchando contra comunistas y en Italia tenían su propio partido político. ¡Cuánto tenían que aprender los americanos de la Vieja Europa!

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