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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (100 page)

BOOK: Los días de gloria
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¿Y nosotros? Pues con independencia de este hombre y de sus fluctuaciones de carácter, vivíamos en la paranoia legal y política. Y digo esto porque, aunque cueste creerlo, ser dueños del Totta y Azores nos penalizaba ante el Banco de España porque no podíamos decir la verdad. Un objetivo loable, una estrategia acertada se traducía, por mor de las complejidades contables en España y de las adherencias nacionalistas en Portugal, en una especie de círculo diabólico en cuyo centro nos situábamos nosotros. Si queríamos comprar el banco teníamos que usar testaferros hasta que el Gobierno portugués entendiera lo inevitable. Pero con testaferros tampoco podíamos justificar la verdad ante el Banco de España, así que nos daban por los cuatro costados. Y, encima, como mis relaciones con el Gobierno no eran excelentes, pues ni siquiera podía pedir apoyo político. Vamos, un galimatías de esos capaces de acabar con los mejores deseos empresariales de cualquiera.

Pero, como ya he contado, a partir de un determinado momento, seguramente alimentado por la sensación de debilidad política en el presidente del Gobierno de entonces, mis relaciones con González mejoraron y ya dispuse de la oportunidad de contarle mi tesis, mi sueño de la Europa del Sur.

A Felipe González le gustan esos discursos grandilocuentes. Confieso que a mí también, pero solo cuando gozan de verdadera sustancia.

—Mira, presidente, yo veo que la llamada Europa Unida se traducirá en un nuevo eje de poder en el centro físico del continente, de modo que el papel de los países del Sur, más atrasados tecnológicamente y en acumulación de capital, podría sufrir las consecuencias de ese nuevo modelo en el que la colonización interna del Norte sobre los países ribereños del Mediterráneo más tarde o más temprano podría convertirse en una realidad imparable.

Desde 1989 había expresado mis reticencias al modelo de Unión Monetaria. La razón era muy clara: los países que van a constituir la Unión tienen economías asimétricas. Dicho en román paladino: que no son iguales y unos tienen mejor competitividad que otros. Y como el mero hecho de tener una moneda única no provoca mejora en eso de la competitividad, pues tendremos problemas, porque la única manera de evitarlos es llamar a las cosas por su nombre. Y si yo soy peor que tú, mi moneda no puede valer lo mismo que la tuya. Así que cuando entre dos países se producen esas diferencias, lo que hay que hacer es devaluar la moneda de los peores. Eso es llamar a las cosas por su verdadero nombre.

Pero, claro, si haces una unión monetaria y hay café monetario para todos y no puedes devaluar, entonces solo te queda una salida: reducir valor de bienes y los salarios que pagas a los empleados por cuenta ajena. Y eso es muy complicado. Sería mejor —decía a todos los que querían oírme— que primero ajustáramos los estados de las diferentes economías y después nos fuéramos a la moneda única.

Pues nada. No querían oír hablar de semejante cosa. A quienes opinábamos así, que éramos dos o tres, por cierto, se nos tildaba de antieuropeos. Como si Europa, la vieja Europa, fuera algo que dependiera de una creación financiera como es la moneda única. No se trataba simplemente de incultura. Se aproximaba más a la estupidez. Pero, como digo, nadie quería escuchar. El profesor Calaza, matemático, profesor de Economía en París, gallego, de erudición enciclopédica, expresaba sus argumentos con lucidez. No nos escuchaban. Y hoy, en 2010, lo sufrimos.

—¿Qué quieres decir con eso del eje de poder? ¿En qué afecta financieramente?

—Pues muy claro, presidente. Ya te he dicho lo de las economías asimétricas.

—Sí, siempre andas con esa cantinela.

—No es una cantinela, pero en fin. Sabes que en Europa es posible que una economía se encuentre en fase expansiva y otra, por el contrario, en recesiva.

—Sí, ¿ y...?

—Pues que en ese caso la clave son los tipos de interés, porque a la recesión le corresponden bajos y a la expansión más altos. Y si, por ejemplo, hay conflicto en este punto entre Alemania y España, ¿no crees que el Banco Central hará más caso a los alemanes que a nosotros?

Frente a argumentos de este tipo, que no consumen teorías, sino hechos, que se alimentan de comportamientos humanos más que de especulaciones de corte pseudometafísico, Felipe González abandona la escena de debate. Su silencio te obliga a continuar. Y eso hice.

—Por eso la idea de organizar una Europa del Sur me parece una exigencia incuestionable. Comencemos por nuestro entorno más próximo: Portugal. Si nosotros no tenemos capacidad de subsistir solos en el nuevo contexto, Portugal lo tiene todavía peor. Así que caerá en manos inglesas —ya lo está en gran medida— o en manos españolas. Mi misión es esa: conseguir acercar los dos países, destruir los nacionalismos mal entendidos y organizar en el prosaico mundo de las finanzas una entidad aceptada por todos que demuestra que eso del mercado único no se limita a dos palabras para los discursos políticos con ocasión de alguna celebración o encuentro, sino de una realidad tangible, mensurable y experimentable. A los políticos os toca crear el marco. A nosotros ponerlo en marcha. Vosotros diseñáis las normas. Nosotros extraemos las consecuencias que de ella se derivan en términos de vida real.

Yo era consciente de que este asunto le provocaría a Felipe emociones contradictorias. Por un lado, le gustaba la idea, le convencía. Por otro, podría sentir celos de un éxito personal mío, como sucedió, según me relató Polanco, con mi visita al Vaticano y la repercusión mediática. La verdad es que un hombre de su potencia, de su carisma, de su papel en la historia, que tuviera celos o algo parecido le empequeñecía. Felipe no quería compartir con nadie, al menos con nadie potente, la gloria de «modernizar» España. A su lado, en el mundo de las finanzas y de la política existían personajes obedientes, disciplinados, que vivían en el proyecto de González, lo que le permitía triunfar sin participar en la gloria. Pero compartir proyectos con alguien con presencia sólida en la sociedad española era otra cosa. A pesar de ello, formalmente decidió ayudarme. Le envié una nota con las características de lo que constituía nuestra idea básica y se comprometió a discutirla con Cavaco Silva, el presidente portugués.

Precisamente la llamada en la mañana del 7 de junio de 1993, después de su triunfo electoral, se centraba en este asunto.

—Mándame, por favor, una nota sobre el Totta y Azores porque voy a Suecia y quiero hablar con Cavaco de este tema.

—Ya tienes una, presidente.

—Sí, pero dime lo más relevante que haya sucedido desde que me enviaste esa, que la tengo en mi poder.

—Con mucho gusto y muchas gracias por ocuparte de esto en un día como hoy. Te reitero mi enhorabuena por volver a ganar las elecciones.

Pero nada avanzaba. No sé si de grado o de fuerza, pero el estancamiento era la norma. Con Felipe y sin él. Y, sin embargo, la fuerza de los acontecimientos empujaba imparable.

—Mario, no podemos ocultar este tema —decía Roberto Mendoza—. Vamos a hacer una exposición internacional del banco para la ampliación de capital, así que tenemos que decir la verdad, entre otras cosas porque eso es muy importante para el futuro de Banesto.

Tenía razón. No podíamos seguir ocultando un activo de semejante envergadura. Así que tiré por la calle de en medio y anuncié que, de una u otra manera, Banesto era el dueño del 50 por ciento del banco portugués. El ruido que provocaron las vestiduras portuguesas al rasgarse debido a la noticia todavía deben resonar con estrépito en mi despacho de Banesto, o lo que quede de él. Se armó la gris. Aljubarrota de nuevo en primera línea de fuego. Roquette asustado, el gobernador del Banco de Portugal aterrorizado. Cavaco Silva cabreado como una mona. De nuevo escenario de guerra. Era acojonante: terminada, en apariencia al menos, la guerra en España, comenzaba una nueva en Portugal...

Tenía que enfrentarme por mí mismo a los acontecimientos, tomar el toro por los cuernos y, con cierto susto en el cuerpo, me fui a Lisboa.

El martes 20 de julio me reunía con el primer ministro portugués, Cavaco Silva. Mientras esperaba en la antesala de aquel magnífico edificio en el que se albergaba la Presidencia del país vecino, no podía alejar de mi mente un hecho: en mi familia carnal directa teníamos más gallegos nacionalizados portugueses que españoles que conservaran esa nacionalidad. Porque mi madre fueron cuatro hermanos y mi padre hijo único, porque mi abuelo Remigio Conde murió de tuberculosis en Huelva cuando contaba poco más de treinta años de edad. Curioso eso de las enfermedades infamantes. En aquellos días morir de tuberculosis es casi como hoy en día de sida. Quizá no tanto, pero parecido. Vamos, que se ocultaba todo lo posible.

En 2008, antes de encaminarme a mi primera estancia en el monasterio cisterciense de Sobrado, me hice un estudio médico. Todo bien, pero me alertó que el doctor, al anunciarme el resultado de las radiografías de pulmón, me dijera que quería que volviera al día siguiente para hacerme un TAC de esa parte de mi cuerpo.

Extraño. Bueno, extraño no, más bien claro de toda claridad. Así que le dije:

—¿Qué pasa, que crees que pueden existir indicios de tumor pulmonar?

Confieso que el médico reaccionó bien, sereno, sin altisonancias que se convierten en sospechas de mentiras piadosas.

—No exactamente. He visto algo. Creo que son calcificaciones. Casi al cien por cien, pero quiero estar totalmente seguro y eso reclama un TAC.

—Bien, pues aquí estaré.

La razón para ese aparente exceso de prudencia consistía en que en aquellos días se decía por Madrid que mi estado físico, mi salud se encontraba en fase terminal. Incluso recibí cartas y correos lastimeros en ese sentido. Seguramente el médico recibió alguno de esos rumores y no quiso asumir responsabilidad alguna. Más sencillo el TAC. Un coste emocional indudable residía en tener que informar de ello a mis hijos. Sufrieron esa noche.

A la mañana siguiente me tumbé en la máquina. Mientras ese aparato raro recorría mi cuerpo desde una distancia de menos de cincuenta centímetros, pensé cuál sería mi reacción si me anunciaba un tumor de ese tipo. Me sorprendió la serenidad con la que me encontré conmigo mismo al vivenciar esa hipótesis.

Nada. Calcificaciones de tuberculosis. Por lo visto, este tipo de calcificaciones pulmonares era algo común entre los españoles de mi generación. Los de generaciones anteriores morían de tuberculosis. A nosotros nos queda una calcificación y cierto susto ante alarmas interesadas o cautelosas.

Abuelos y enfermedades infamantes aparte, ahora tenía que enfrentarme a ese sujeto. Me recibió frío acompañado de otro personaje que no consigo recordar, pero creo que no era nadie vinculado a las finanzas públicas, ni ministro de Economía, ni gobernador del Banco de Portugal. Tengo esa sensación, pero insisto en que el papel de ese invitado no lo recuerdo.

¿Mi impresión? Pues muy clara: altivo, orgulloso, distante, soberbio.

—Mire usted. El banco Totta y Azores es una joya de Portugal, una pieza clave del sistema financiero portugués. No vamos a dejar que se vaya. No lo privatizamos para que acabe en manos españolas.

Pues vaya comienzo, pensé. Este hombre no se andaba por las ramas. Cuando inicias una conversación con semejante introito las posibilidades de salir ileso financieramente hablando son nulas de toda nulidad. No obstante, algo tenía que decir.

—Lo entiendo. Para nosotros es también una joya, y por eso lo hemos comprado. Sabemos que es portugués, pero se trata de que el Mercado Único...

Me cortó. Y además con un planteamiento de agresividad cuando menos idéntico al anterior.

—Mire, una cosa es hablar del Mercado Único, otra es vivir la política de cada día. A mí me pagan los portugueses y yo voy a hacer lo que sea bueno para Portugal.

—Pero ustedes hablan de eliminar fronteras, de mercados únicos.

—Le insisto, las palabras son una cosa, los hechos, otra.

Aguanté el temporal como pude, exponiendo con voz suave y terminología de compromiso unas ideas duras: no les entiendo a ustedes; por un lado se les llena la boca con el Mercado Único y, por otro, en cuanto alguien trata de actuar dentro del marco que ustedes definen, resulta que aparecen los vestigios históricos de un nacionalismo sin sentido. Pero a Cavaco eso le daba exactamente igual. Me despidió con igual frialdad con la que me había recibido.

Nuevamente en mi vida me encontraba frente a un político que obstaculizaba un proyecto empresarial. En India la razón residía en la necesidad de alcanzar una tasa de mortalidad mínima. En Argentina, conseguir un acuerdo con los amigos del presidente Alfonsín. Ahora, en Portugal, muchos años después, el fondo seguía siendo el mismo: los intereses políticos subterráneos se imponen sobre cualquier lógica empresarial. Si viene de un español, todavía más. Si además se llama Mario Conde, por mucho cuento que relate de sus antecesores que vivieron en Portugal, no hay tregua. No descarto ahora que entonces Felipe y Cavaco estuvieran de acuerdo para evitar el éxito personal que el proyecto en marcha habría significado. Pero a fuer de sinceridad no deja de ser una conjetura.

Algo nervioso con el asunto y sin ganas de dar mi brazo a torcer, diseñé una estrategia basada en el enfrentamiento entre Cavaco y Mario Soares, el político socialista veterano, una institución en Portugal. Vamos a ver si forzando un poco por ese costado conseguimos que el señor Cavaco se apee de ese burro. Lo dudaba, pero...

Como Soares mantenía, según me dijeron, una muy buena relación con el Rey, decidí que el Monarca podía canalizar estos deseos de una institución financiera hispano-lusa. Así que, dejando de lado un triunfo de Induráin en el Tour de Francia, tomé mis maletas y me fui a mi tierra, concretamente a Santiago de Compostela, en donde Fraga, ya presidente de la Xunta, había organizado una celebración faraónica para conmemorar el Jacobeo 93. Mi intención no era otra que entrevistarme con el Rey y seguir trabajando en los planes de dominio del Totta y Azores buscando que la enemistad de Soares con Cavaco pudiera ayudar a implantar la racionalidad. En ocasiones —seguramente demasiadas— los sentimientos menores constituyen los mejores aliados para construir realidades que merezcan la pena. Así es el ser humano.

No tengo detalles de lo que hizo Soares con la información que le transmitió el Rey. Pero lo cierto es que Cavaco reaccionó de modo violento: contra todo pronóstico se anticipó y publicó un decreto ley que me ponía las cosas bastante difíciles. La guerra continuaba. Mi convencimiento del fariseísmo de los políticos aumentaba exponencialmente. No se puede ir por la vida predicando con palabras y manteniendo conductas totalmente contrarias a los discursos verbales. Se atrevían a llamar antieuropeos a quienes discutíamos la conveniencia en ese modo y manera de la moneda única. Pero los verdaderos antieuropeos eran ellos, los que hablaban de Europa llenándoseles la boca y luego, ante proyectos sólidos, reales, que encajaban con el devenir de los tiempos y con sus propios discursos, decían algo tan absurdo en ese contexto como «a mí me pagan los portugueses».

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