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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (101 page)

BOOK: Los días de gloria
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Hay sujetos que respetas mientras los contemplas desde fuera, pero que se te desmoronan en demasiadas ocasiones cuando penetras dentro. ¡Qué le vamos a hacer! A seguir peleando, claro.

Hoy, cuando esto escribo, es julio de 2010. Me asomé desde el mirador de A Cerca a contemplar el paisaje. Al fondo veía Portugal, lo que fue territorio del Condado Portucalense de genética gallega. Arriba, a la izquierda, el Penedo de Os Tres Reinos... Desde aquella roca que simboliza la artificialidad de las fronteras parece resurgir de nuevo la voz de Cavaco Silva diciendo aquello de que «a mí me pagan los portugueses». ¡Qué pena!

Pero no todo eran desgracias de ese tipo. El 11 de agosto, miércoles, constituyó uno de los mejores días de mi vida en Banesto. Cerramos con éxito la ampliación de capital. Todo el importe cubierto y con exceso de dinero en el mercado solicitando acciones de nuestro banco. Algo sin precedentes en la historia financiera española. Enrique Lasarte y yo estábamos más que exultantes. Todo el Consejo de Banesto sentía lo mismo, pero nosotros habíamos seguido el proceso de manera directa, estando encima a cada minuto, como se corresponde a nuestra condición de presidente y consejero delegado y a la brutal importancia de lo que nos traíamos entre manos. Esa noche, envueltos en alegría, nos fuimos a cenar a un restaurante que se encuentra frente al conocido Lucio. Lo pasamos muy bien. No era para menos: haber concluido con éxito semejante aventura no te dejaba un resquicio para la melancolía o la tristeza.

Al día siguiente la prensa abordó el asunto de manera desigual. El
ABC
le dio un tratamiento acorde con la importancia real del acontecimiento en un momento extremadamente delicado para la economía española.
El País
, por el contrario, lo minimizó cuanto pudo. Curiosamente, esa noche cenábamos en Can Poleta, Pollensa, con los Polanco, que se encontraban de crucero por la isla. Se trataba de celebrar el cumpleaños de Mari Luz Barreiros, la segunda mujer de Polanco. Aparentemente reinaba la cordialidad entre nosotros. Una vez más no concedí suficiente importancia a la minimización de la noticia por parte de
El País
. La señal era inequívoca. Envuelto en el marasmo del éxito de la ampliación, aturdido con las voces clamorosas de felicitación, agitado por los movimientos de un mercado que parecía enfebrecido con nuestras acciones, no abrí los ojos con suficiente rotundidad a lo que verdaderamente debió reclamar mi atención.

Casualmente, esta mañana, aquí, en A Cerca, al rebuscar entre viejas fotografías que Lourdes tenía almacenadas en sus lugares privados, encontré unas cuantas de esa noche, de esa celebración. Las miré con detenimiento por si podía en ellas encontrar algún indicio de lo que sucedía por dentro de mis invitados, o de alguno de ellos. Nada. Al menos nada que yo fuera capaz de localizar.

A los pocos días de ese encuentro con Polanco me fui a navegar con el
Alejandra
por la costa mallorquina. Mi primer invitado fue Adolfo Suárez y su familia.

A pesar de los trescientos millones de pesetas invertidos por el CDS procedentes del acuerdo conmigo, el partido fracasó y Adolfo Suárez, con buen criterio, decidió retirarse de la política activa. Abandonó su partido con un portazo y desde aquella fecha el CDS no consiguió levantar cabeza. Adolfo sufrió de una manera terrible en su imagen pública las consecuencias de su fracaso político. A pesar de que, como dije, su textura personal no me evocaba una profunda admiración, decidí que al haber sido presidente del Gobierno merecía que se le recuperara o, al menos, que su imagen pública no se encontrara en una situación tan extraordinariamente deteriorada. Utilizando nuestra influencia en medios de comunicación social conseguí que poco a poco la percepción del personaje fuera mejorando entre el gran público. La cosa funcionaba y Adolfo lo notaba, hasta el extremo de que nos reunió a cenar en su casa de Madrid a Lourdes y a mí con lo mejor de su familia para agradecernos los esfuerzos que estábamos realizando con el propósito de recuperar para él y los suyos un papel digno en la historia. De esta manera y por este motivo se cimentó una relación entre nosotros que sin llegar a ser de amistad disponía de dosis de cordialidad abundantes, aunque ya se sabe que entre los políticos la cordialidad es uno más de los atributos con los que decorar el teatro de sus existencias. Adolfo asistió en primera fila al gran acontecimiento del doctorado honoris causa concedido por la Universidad Complutense y que fue presidido por su majestad el Rey.

El 15 de agosto del inolvidable 1993, Adolfo Suárez subía con su familia a bordo del
Alejandra
. En aquellas fechas, además de ayudarle a recuperar su imagen, le presté un apoyo económico de envergadura. Paco Sitges me contó que Adolfo consumía dinero de manera desordenada. No se daba cuenta de que ya no era presidente del Gobierno y, sin embargo, quería seguir utilizando la parafernalia propia del cargo que costaba millones de pesetas y pagarlos desde un bolsillo particular, sin disponer de una organización empresarial detrás, constituía una línea directa a la ruina.

Sus problemas económicos le afectaban sobremanera. Antonio Navalón me presionó lo indecible para que la Fundación Banesto alquilara a Adolfo unos locales que tenía libres por la zona del Retiro madrileño. Lo hicimos así con el propósito evidente de ayudarle. Poco después, relatándome las dificultades económicas que tenía para hacer frente a los gastos médicos de su hija Marian, aquejada de un cáncer, y hoy tristemente fallecida, le concedí una hipoteca sobre su casa de Ávila en la que fui particularmente generoso. De todos estos movimientos informaba puntualmente al Rey, entre otras cosas porque en las conversaciones que mantenía con Adolfo siempre percibí un poso de amargura para con su majestad. A pesar de haberle hecho duque y de las ayudas que le prestó, incluso en el terreno económico, el fondo de Adolfo hacia don Juan Carlos era complejo.

Aquel día, el
Alejandra
fondeaba en la bahía de Andraitx, en el norte de la isla. No me cansaba de contemplar la silueta de aquel maravilloso velero armado en Ketch. Una joya. Creo que es el barco a vela más bonito que jamás haya sido construido en un astillero español ostentando la bandera de España en su popa. Me considero un privilegiado por haber aportado al mundo de la vela semejante maravilla. No lo pude navegar demasiado, pero aun así. Lo botamos en un frío día de invierno de ese año en Avilés. Estaba previsto que don Juan asistiría a la travesía inaugural que se cerraría entre Avilés y Baiona, en Galicia. No pudo ser. Carecía de fuerzas para moverse. De hecho, la muerte le esperaba ya en la antesala de la habitación del hospital de Pamplona. Le llamé antes de zarpar para que Rocío Ussía le diera el mensaje. Esa noche sopló fuerte, sobre todo cuando dejábamos Finisterre por babor. Llegamos incluso a romper el timón. Pero el barco navegó maravillosamente. Llevar aquella gigantesca rueda de timón envuelto en mar, viento y olas es una de esas experiencias que no olvidas. En el fondo, tanto en la navegación marítima como en la industrial, política y financiera, me encontré siempre con viento, mar y olas. Cosas del destino, supongo.

Llegaron Adolfo, su mujer, su hija Marian y su hijo Javier. Me cae muy bien Javier. Me parece una excelente persona. Asistió a la boda de Alejandra en 2004. Subieron por la escalerilla del costado de babor, construida primorosamente con madera de teca en las carpinterías asturianas. Día de sol, escaso viento, fondeo en La Mola, cicatera navegación y abundante conversación que inevitablemente se centró en torno al difícil momento político que nos tocaba vivir. En el almuerzo, sentados en torno a la mesa de comedor del barco y ajustados los cuerpos a unas magníficas sillas de madera maciza, Adolfo tomó la palabra para, delante de su familia, en tono solemne y procurando aparentar la máxima sinceridad de la que era capaz, decir:

—Quiero agradecerte lo mucho que has hecho por mí, por mi imagen, y gracias a ti puedo disfrutar ahora de un aprecio público más lógico con lo que he hecho y con la dignidad de haber sido presidente del Gobierno de España.

Su mujer, también tristemente fallecida a día de hoy, su hija Marian —activa entre las activas políticas— y su hijo Javier asentían encantados a la declaración de gratitud que escuchaban de labios de su padre. Sintieron el descrédito y el abandono, tan característico de las orfandades políticas. Ahora percibían los efectos de cuanto yo estaba haciendo por ellos.

Años más tarde de esas muestras de agradecimiento, Adolfo Suárez se sentaba en el juicio Banesto. Tenía que declarar como testigo acerca de los trescientos millones de pesetas. Ningún riesgo para él. Me dolió su testimonio. Lo de menos es que me condenaran finalmente a seis años de prisión por los trescientos millones de pesetas. Lo doloroso, lo verdaderamente amargo para el espíritu, fue su declaración.

Al día siguiente, 16 de agosto, dejamos Puerto Portals a las nueve de la mañana y ante la ausencia de viento navegamos a motor con rumbo a Conejera. Cuando alcanzamos la isla y como suele ser habitual en los calurosos días del verano mallorquín, el embat, un viento del sureste, soplaba con cierta envergadura, unos quince nudos. Magníficos, desde luego, para izar trapo, pero algo incómodos para fondear al ancla y almorzar con tranquilidad, por lo que bordeamos la isla y fondeamos en una pequeña cala al abrigo del viento dominante situada en la cara suroeste del promontorio.

A la una de la mañana divisamos la silueta del
Xargo VII
de Paco Sitges y una media hora más tarde la inconfundible traza del
Fortuna
real se aproximaba a nosotros con sus inmensos bigotes de espuma nacidos de los treinta nudos a los que el Rey somete a su embarcación. El Rey, acompañado de Fernando Almansa y de Paco Sitges, subió a bordo del
Alejandra
. Le presenté a la tripulación ante el entusiasmo de Steve McLaren, el capitán, y juntos recorrimos el barco, su cubierta y sus interiores. El Rey se emocionó cuando vio la foto de don Juan, la última de su vida, que nos dedicó a Lourdes y a mí cuando no le quedó más remedio que aceptar la imposibilidad de navegar conmigo en mitad del Atlántico porque las evidencias de su cita con la muerte se mostraban con fiera elocuencia.

Por cierto que aquella foto, que como digo fue firmada por don Juan poco antes de morir, se sujetó al panel situado en el costado de estribor del salón del
Alejandra
. Como sabemos de la fuerza de los pantocazos en el mar, la anclamos a la pared de manera que no pudiera desprenderse. De tal guisa atravesó el Atlántico, sufriendo y asimilando los movimientos, en ocasiones brutales, a los que el mar somete a los barcos por grandes y bien estructurados y diseñados que sean. La fotografía de don Juan permaneció en su sitio. Como un centinela disciplinado. Hasta que una mañana, fondeados plácidamente en la preciosa bahía de Antigua, la cocinera escuchó un ruido poco frecuente, como de cristales rotos. Atravesó la puerta de entrada al salón, buscó con tesón hasta que encontró la fotografía de don Juan en el suelo, con el cristal que cubría el marco hecho añicos. Nada ocurrió aquella mañana. La placidez reinaba por toda la isla. El viento descansaba. El mar le imitaba. Sin embargo, la foto, por alguna razón desconocida, se desprendió de la pared y se estrelló contra el suelo. Era el 28 de diciembre de 1993 y acababa de comunicar a Steve McLaren que no podía ir al barco porque habían decidido intervenir Banesto y mi viaje necesitaba cancelarse.

Después de un breve recorrido epidérmico por la política nacional situados en la bañera de popa, bajamos a almorzar al comedor. El Rey se encontraba feliz. No paraba de solicitar a un francés que le acompañaba que nos hiciera fotografías a los dos juntos. A los postres llegaron el príncipe Felipe y las infantas. Levamos anclas y pusimos rumbo a Portals. El viento entablado nos permitió izar el magnífico spinaker. Un verdadero espectáculo comprobar al
Alejandra
navegando sin inmutarse a trece nudos de velocidad sobre aguas de Mallorca. Ya cerca de Cabo Blanco cayó el viento y la familia real se pasó al
Fortuna
. Un inolvidable día. Las fotografías de ese día, en particular una mía con el Rey, me acompañan siempre. Ya digo que uno que no es monárquico siente un afecto sincero y de hondo calado por don Juan Carlos. En particular hay una fotografía en la que estamos los tres, el Rey, Lourdes y yo, y don Juan Carlos tiene para con Lourdes un gesto de afecto sincero muy poco usual, al menos para ser fotografiado. Fue la Casa del Rey quien me envió esa fotografía.

En los primeros días de septiembre de aquel año, con el éxito de la ampliación de capital anclado en mi vida, acompañado de la serenidad que proporcionaba la presencia de J. P. Morgan en nuestro Consejo y accionariado, con ese dulce sabor del deber cumplido que sentimos los que en él nos educaron, acepté la insistencia de Fernando Garro de acudir con él y su familia a consumir unos días en Tanzania, ocupados en un safari organizado a lo grande en la reserva de Seloux, al sur del país africano. Catorce días que comenzaron con una galvana considerable en los que, poco a poco, día tras día, contemplando los atardeceres y viviendo los amaneceres, sentí que África penetraba dentro de mí, me envolvía con alguna dulzura especial, la nacida de unos territorios en los que habita la vida y la muerte, sin solución de continuidad, sin lógica distinta al mero hecho de subsistir.

Allí permanecí aislado del mundo exterior por espacio de unos inolvidables quince días, y en las tierras africanas celebré mi cuadragésimo quinto cumpleaños, después de afeitarme la barba que durante mi aventura de cazador africano cubría buena parte de mi rostro. Tenía que volver a Madrid y en el avión atravesé el desierto, llegué al Mediterráneo, lo crucé desde las alturas y descendimos al aeropuerto madrileño.

Mi primer contacto con el mundo que había abandonado quince días atrás me trajo una sensación de locura. La crisis interna del partido socialista estalló ante la atónita opinión pública. Alfonso Guerra declaraba contra el Gobierno de González. Solchaga, inexplicable portavoz parlamentario del PSOE, se enzarzaba con Alfonso Guerra en un rifirrafe público en el que se decían lindezas del tenor de «si Guerra se va del partido, no pasa absolutamente nada». La crisis económica agudizaba hasta extremos lacerantes en medio de un país que parecía convertirse en una jaula de grillos, con un González de espectador noqueado y un Aznar que parecía incapacitado para moverse por ignorar la dirección en la que debería caminar.

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