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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (77 page)

BOOK: Los días de gloria
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Y es que en ese Congreso Vaticano reuní precisamente a judíos y cristianos, y en un lugar, en una sala de ese gigantesco recinto, en el que, según me dijeron, miembros de esa raza y religión jamás habían sido autorizados a penetrar. Y no, según creo, porque se contuvieran secretos capaces de demoler cualquier construcción teológica, sino por ese razonamiento tan profundo y con el cual se han construido tantas enemistades, rencillas y hasta guerras: porque las cosas son así.

La verdad es que mover las cosas-que-son-así es muy complicado, difícil y costoso. Pero se puede hacer. A veces lo consigues y a veces te cuesta la vida o la libertad, y del patrimonio mejor no hablemos, que eso de confiscar bienes familiares era un recurso muy, pero que muy utilizado en tiempos remotos y otros muy cercanos. ¿Siento simpatía por el pueblo judío? Pues sí. Abiertamente. Dice Eduardo García Serrano que los dos únicos pueblos que han sido capaces de subsistir sin haber producido un solo tonto son los judíos y los gallegos. No tengo idea de dónde ha obtenido esa información, pero reconozco que la
performance
—como dicen ahora importando palabras del anglosajón— del pueblo de Moisés es realmente impresionante. Aunque quiero creer que los capaces de entrar calmos en el horror de perder sus vidas por una crueldad enloquecida y sin sentido, gritando Shemá Israel u otro grito de similar textura y porte, componen una ínfima porción, unas rutilantes excepciones. Son productos grandiosos en los que viven los valores que verdaderamente definen al hombre, le atribuyen su grandeza, le hacen auténticamente semejante a Dios. Conocerlos y compartir con ellos la existencia te permite creer en la esencia de la vida. Seguramente por ello son excepciones.

Ellos, los judíos, sostienen que el cristianismo arranca de una base judía. No en vano Jesús, el profeta cristiano, pertenecía a su raza. La diferencia radica en que ellos, los judíos, eran ya un pueblo antes de tener una religión. Descubrieron el monoteísmo y pactaron con Dios. El cristianismo se dedicó a universalizar el mensaje, desproveyéndolo de algunos datos esenciales de forma y manera que permitiera su deglución por el gran público. Es evidente que no fueron los judíos —insisten— quienes crucificaron a Jesús. La responsabilidad recae en los romanos y la razón deriva directamente de la proyección política contraria al Imperio que emanaba de toda la doctrina del revolucionario de Nazaret.

En cualquier caso, el distanciamiento aparente o real entre el judaísmo y el catolicismo se cimienta en raíces enormemente complejas. Precisamente por ello, aquel seminario sobre Ética y Capitalismo que organizamos en el Vaticano constituyó, al menos para mí, un punto de encuentro. Siempre he sentido el atractivo de acercar las tres religiones monoteístas, de penetrar en lo que las une, en el acervo común. Nunca dejó de llamarme la atención que un masón tan culto y formado como René Guénon en el momento de su mejor madurez intelectual y humana decidiera convertirse a la religión musulmana.

Aquel encuentro en el Vaticano, con el que inauguraba el trágico año de 1992, despertó en España un inusitado interés. Ambicioso, novedoso e interesante. Estos tres adjetivos, y muchos otros, resumían nuestro intento de reunir en el Vaticano, precisamente en el Vaticano, a personas de distintos credos e ideologías políticas, incluyendo, por supuesto, a ejemplares de la raza judía, para debatir, visto lo visto, en dónde y de qué manera se fijaban los límites éticos a la evolución del capitalismo, una vez que la experiencia había demostrado, caído el muro, que la alternativa marxista no solo no constituía ninguna opción seria y viable, sino que se había traducido en un sacrificio miserablemente inhumano de millones de personas.

¿Los límites éticos al capitalismo? ¿Pero de qué estaba hablando? Pues de algo de lo que estaba convencido: que el modelo de economía de mercado, precisamente por su capacidad de generar riqueza con mayor eficacia que repartirla, necesita de códigos de conducta mucho más estrictos. Cierto es que la experiencia evidencia que, por muchos códigos que formules, si los individuos encargados de aplicarlos se llaman a andanas, no consigues nada. Sí, así es, pero en aquellos días mi concepto del ser humano era menos ácido que el de hoy. Cuestión de experiencia, claro.

En todo caso, algo de semejante envergadura, un Congreso auspiciado por el Vaticano, no podía dejarse a la más liviana improvisación. Con la finalidad de prepararlo viajé a Roma, acompañado de Rafael Pérez Escolar, uno de los artífices del encuentro, para celebrar una reunión de trabajo con dos cardenales: uno de origen español de nombre Javierre; otro francés de apellido vasco, Etchegaray.

La primera vez que visité el Vaticano fue en una excursión que hicimos a Roma al terminar el bachillerato con los maristas. Tendría entonces quince o dieciséis años. Después algún viaje más, y ciertamente consumí visitas, pero más bien de porte, calidad y contenido turístico, de las que son accesibles a los visitantes ordinarios. Ahora, sin embargo, iba a penetrar en la Curia, y no en una planta cualquiera, sino en el domicilio privado de uno de los cardenales más influyentes del momento. ¿Acaso alguien se sorprende de que me sintiera emocionado por visitar ese domicilio, compartir ese almuerzo, vivir esa experiencia, saber cómo es un cardenal romano por dentro? No me refiero, claro, a su orografía física, que me interesa más bien poco, sino su geografía existencial, ambiental, antropológica.

Pues al margen de creencias religiosas, puedo decir que es de las experiencias más emocionantes que he tenido en mi vida. Nos recibieron de manera elegante al tiempo que discreta. Nos condujeron por un mundo laberíntico. Por fin penetramos en lo que fue calificado como residencia de cardenales. Al poco de penetrar en el recinto nuevamente recorrimos un largo pasillo, especialmente largo para quienes llevábamos ya un trozo considerable de tiempo recorriendo calles urbanas, por llamarlas de alguna manera. Mi mente iba tan concentrada en cómo se desarrollaría nuestro encuentro, cómo sería el domicilio de un cardenal, cómo se ejecutaría la ceremonia del almuerzo que los detalles urbanísticos del viaje me parecieron de menor interés.

Por fin llegamos. Alguien vestido de seminarista abrió la puerta. Penetramos los dos cardenales, primero Etchegaray, después Javierre y a continuación Rafael Pérez Escolar y yo. Casualmente, además, Rafael era amigo del hermano del cardenal Javierre, gran experto en san Juan de la Cruz, quien tuvo la amabilidad de enviarme un voluminoso libro sobre el gran místico español. Ya estábamos en ese domicilio que ansiaba conocer.

Diría que el silencio era el gran invitado en el hall de aquella vivienda. Un hall no excesivamente grande, nada suntuoso, con decoración sobria. Antes de comenzar el almuerzo, se abrió una pequeña puerta situada en la parte derecha del vestíbulo del domicilio del cardenal francés, que daba acceso a una especie de oratorio de dimensiones reducidas, de esos que suelen existir en las casas de campo, sin que eso signifique que sus habitantes, todos los que allí moran, lo usen precisamente para rezar, y en el caso de que consuman oraciones, eso tampoco implica que sus conductas, finalizado el rezo, se ajusten a los parámetros rigurosos del comportamiento católico. Pero ahora estaba en presencia de cardenales, así que esperaba, como es natural, una conducta diferente.

Primero Etchegaray y a continuación Javierre se arrodillaron ante el oratorio. Miré a Rafael pero el abogado no estaba atento a mi mirada ni a mis gestos, sino a la escena que vivía, lo que comprendo perfectamente. Siguió los impulsos del momento y decidió arrodillarse detrás de Etchegaray. Así, con todos en semejante postura, quedaba llamativa mi estampa en pie vestido de traje azul, camisa blanca y corbata oscura, mientras dos príncipes de la Iglesia, elegantemente ataviados, y un consejero de Banesto, de gris oscuro con tendencia clara al negro, se arrodillaban para implorar algo al Dios católico en pleno corazón de la Casa de Dios, que se supone es la Iglesia católica, apostólica y romana. Hice lo propio y me arrodillé, justo detrás del cardenal Javierre.

Pensé en el motivo de su plegaria. No tengo la menor idea de por qué pedirían, qué estarían rogando a Dios. Sucede que mi concepto del rezo consiste en no pedir, en permanecer silente, en sentir la presencia de lo Superior. Pero quizá no todos participaran de mi idea. Por otro lado, confieso que la tensión emocional del momento me impedía concentrarme como es habitual en mí. Además el rezo de los cardenales debió de ser intenso porque no alcanzó los dos minutos de duración, o eso fue lo que me pareció, claro, que no era cosa de ponerse a cronometrar un rezo cardenalicio. Así que entre mis dudas, mi decisión de arrodillarme, mi ejecución de la ceremonia y la conclusión del rezo todo me pasó en breves segundos. Breves, pero duraderos para el almacén de la memoria.

Con gestos muy lentos, recogiendo las faldas negras para facilitar el trance, ejecutando la ceremonia casi al compás, con movimientos coordinados, ambos se pusieron en pie frente al oratorio. Concluyeron su rezo con una despedida silente acompañada de una inclinación de medio cuerpo hacia adelante. Todos imitamos su gesto. De nuevo en camino, pero ahora no de un lugar en el que se iba a rezar, sino a ejecutar algo más prosaico: comer.

Avanzaron delante de nosotros y les seguimos por un largo pasillo en el que, no sé por qué, respiraba un olor especial que me sentía incapaz de definir. ¿Incienso? ¿Algún otro producto de ese tipo? No sé. Dios no me ha dotado de un gran paladar, aunque de olfato no ando del todo mal, pero no lo pude reconocer. Dicen los budistas que todo sucede en la mente, que es donde se crea y recrea la realidad. Pues seguramente mi mente estaría trabajando a tal velocidad, a tan elevadas revoluciones, que tendría escaso espacio para ser particularmente sutil en materia de olores, en el campo reservado a la pituitaria.

Penetramos casi en fila india en un comedor de proporciones algo desajustadas a los parámetros del clasicismo: excesivamente largo, demasiado estrecho, algo extrema la altura del techo. La decoración me resultó bastante primaria y de tibio gusto. La sobriedad es elegante, pero no siempre. Aquello más que sobrio era, como digo, de un gusto más bien debatible. Pero a partir de ese momento todo comenzó a funcionar como en un palacio romano de siglos atrás.

Pocas veces en mi vida disfruté de algo semejante. Más de tres diferentes vinos franceses se depositaron en nuestras sucesivas copas del mejor cristal, mientras el foie francés y los quesos de la misma nacionalidad servían de entrante y postre, respectivamente, para unos agradecidos estómagos que convivían con los ojos aturdidos por el espectáculo que contemplaban. Digo aturdidos porque no me esperaba semejante recibimiento gastronómico, quizá porque la comida no sea mi fuerte.

En los postres se esbozó la idea del encuentro que, por supuesto, los cardenales conocían y sobre la que consumieron horas de meditación previamente a nuestra entrevista. Obviamente, de no ser así, el almuerzo jamás habría existido. Me refiero a los pormenores del encuentro vaticano que iba a ser calificado de una manera muy rimbombante: «After 1991: Capitalism and Ethics. A Colloquium in the Vatican 1992». La organización material del encuentro corría a cargo de las revistas
Europa-Archiv
, de nacionalidad alemana, y
Política Exterior
, de nacionalidad española y dirigida por el calmo, sereno, culto e inteligente Darío Valcárcel.

Me llamó mucho la atención que penetraran tan escasamente en los pormenores, en los detalles del encuentro. Pensándolo bien, no era necesario porque disponían de todos los datos que quisieran por escrito. Con el Vaticano no puedes andarte con bromas y todo hay que dejarlo por escrito, y bien escrito. No hay lugar a la improvisación.

Sentí que su misión no era entrar en detalles ni pormenorizar ceremonias de recepción y despedida, sino analizarme. Perdón por ponerme antes de Rafael pero creo que yo era el verdadero blanco de sus análisis. Se trataba de enfocar a gestos, miradas, comportamientos, esto es, todo ese mundo de lenguaje corporal que no habita en los papeles escritos, por pulcra que sea la escritura y elegante el estilo. Su objetivo eran las personas. Formarse un juicio sobre aquellos que iban a protagonizar el encuentro auspiciado por el Vaticano.

Cuando volvía de nuevo a Madrid, a enfrentarme con las prosaicas tareas bancario-industriales, pensaba en el Vaticano y me confesaba sumido en una admiración profunda por lo que representa. No me refiero al terreno de la religión católica, sino a la Iglesia en cuanto tal. Frente a ella el poder político adolece de una vacuidad insufrible, de una banalidad insoportable. La Iglesia ha protagonizado eventos de destrozos humanos brutales. Por ejemplo, el genocidio cátaro del siglo XIII. No me refiero a eso, sino a su modelo organizativo, capaz de violar sus propias reglas de modo asombroso y al tiempo perdurar. Por cierto que en aquella comida en un momento dado el cardenal Etchegaray, refiriéndose a algo que no consigo recordar, dijo que había transcurrido desde aquel evento poco tiempo. Yo tomé la palabra y dije respetuosamente:

—Cardenal, son más de doscientos años...

—Pues eso, poco tiempo en los modos de medir de la Iglesia.

Me quedé clavado y seguí comiendo. La Iglesia ha perdurado durante siglos y presumiblemente seguirá por algunos más. En el fondo de una organización tan jerarquizada, tan sistemáticamente disciplinada, llena de aparente dulzura en el trato, de exquisitez en las formas, late el dominio, con pretensiones de monopolio en la certeza, de algo tan profundo como la vida ulterior, el «adónde vamos» de cada persona, de cada individuo que se pregunta por su lugar encima de la tierra.

Fascinante. Al menos para mí. Mientras degustaba el foie y bebía el vino francés me preguntaba si aquellos hombres vestidos de manera tan singular como elegante creían sinceramente en Dios o formaban parte de un conglomerado imprescindible para distribuir la droga religiosa como medio de evitar que el fin del mundo se acelere excesivamente. ¿Afectaría la madurez a la profundidad de sus creencias? ¿Conocerían el discurso político que se escondía desde Constantino en el famoso «engendrado pero no creado» que se repetía maquinalmente en el Padrenuestro? ¿De dónde nace la vocación espiritual? ¿Acaso el ascenso en la jerarquía eclesiástica no participa de la misma naturaleza que el de la política? ¿No es en el fondo la Iglesia una organización política de trazo superior?

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