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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (91 page)

BOOK: Los días de gloria
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—Sí. Fue él —respondió seco Pedro J.—. Primero me dijo que se había marchado fuera de España por motivos, digamos, privados y que estaba preocupadísimo porque el comportamiento del Rey afectaba a la Monarquía. Luego me filtró la Ley que se firmó mientras el Rey se encontraba fuera de España. Incluso más: en el cumpleaños de don Juan estaba prevista la asistencia del Rey a la cena. No acudió. Sabino me dijo: «Se ha vuelto a ir. Yo estoy preocupadísimo. Cada día más. Es urgente hacer algo».

La conversación con Pedro J. espoleó mis preocupaciones. Decidí redactar un informe en el que recogí, con la mayor frialdad posible, todo lo acontecido desde que el 19 de agosto apareció en
El Mundo
el escabroso asunto. Sentí una profunda preocupación al redactarlo para ser enviado. En mi libro de notas de esa fecha escribí: «Esta información es importante y soy consciente de la responsabilidad que estoy asumiendo al transmitírsela al Rey. Pero no me queda otro remedio porque sé que el Rey está muy preocupado con este asunto y me ha pedido mi colaboración y yo, lealmente, tengo que dársela. Quizá otro hubiera evitado trasladar al Rey una información que va a inquietarle y que le va a producir una cierta inseguridad al saber que el problema se localiza dentro de su propia Casa. Pero las cosas son así».

Paco Sitges recibió el informe escrito con carácter extremadamente confidencial y se lo llevó personalmente a don Juan Carlos. En su texto figuraban unas «recomendaciones de estrategia» entre las que incluía dos sobre las que enfatizaba: ante todo, evitar que Agnelli vendiera las acciones que Rizzoli tenía del diario
El Mundo
. La segunda consistía en que me parecía ineludible una conversación personal del Rey con Pedro J. Ramírez. Sobre el papel se trataba de un encuentro muy delicado, por el momento y por el tono y forma del que se había desarrollado a raíz del artículo «Un verano en Mallorca». Pero para mí resultaba claramente decisivo que fuera el propio Pedro J., que había vivido en primera persona acontecimientos tan delicados, quien los relatara directamente, con los detalles necesarios, ante el Rey. En el propio documento le señalaba a su majestad que yo no deseaba estar presente en el encuentro, salvo que el Rey considerara que mi presencia resultaba imprescindible.

El Rey recibió el papel. No quedaba por mi parte más que esperar el próximo movimiento de su majestad. Mientras esperaba respuesta de palacio medité sobre el jefe de la Casa del Rey. Una cosa es que el comportamiento del Rey fuera objeto de crítica debida, otra, que esa crítica debía ser formulada directamente por el jefe de la Casa y otra bien diferente, dar pábulo a actuaciones de la prensa con asuntos de este porte. No creo que Sabino tuviera mala intención. Al contrario. Seguro que había actuado impulsado por el deseo de proteger a la Monarquía. Lo malo es que en ocasiones nos convencemos a nosotros mismos de nuestro papel salvífico, hercúleo y heroico ante asuntos que consideramos capitales para la convivencia. Eso es peligroso. Pero donde veía un indicio claro de mala fe residía en involucrarme a mí, a través de
Diario 16
, en una supuesta operación contra el Rey el mismo día en el que
El Mundo
publicaba la noticia alentada e impulsada por él. No se trataba solo de desviar la atención, sino de romper una relación existente entre don Juan Carlos y yo, lo que no acabo de entender bien, porque el Rey sabía que mi conducta era exactamente la contraria y por mucho que publicara
Diario 16
, las cosas eran como eran y no de otro modo. ¿Fue Sabino quien instigó la noticia de
Diario 16
? Nunca me lo reconoció José Luis Gutiérrez, su director de entonces, pero en aquellos días me llamó a nuestra casa de Mallorca y me aseguró que sus fuentes eran absolutamente directas en la Zarzuela. Pues solo quedaba la opción de Sabino o el propio Rey...

El asunto tomó un giro de mayor preocupación cuando Felipe González, presidente del Gobierno, aludió a la existencia de «intereses extranjeros» en la movilización de la noticia, lo que, obviamente, apuntaba a procurar una desestabilización del capital de
El Mundo
. En ese instante y en las palabras del presidente se veía claro un objetivo, el diario
El Mundo
, y un instrumento al servicio de ese objetivo, que no era otro que la publicación de la noticia sobre la vida privada del Monarca. Preocupante, desde luego.

Miércoles 9 de septiembre de 1992. Nuevamente en el escenario de la casa de Paco Sitges en La Moraleja. Una primera reunión entre Pedro J., Paco Sitges y yo se convirtió en el aperitivo de lo que nos situaba a todos en aquel lugar: la conversación entre el director de
El Mundo
y su majestad el Rey que solicité en mi informe y que fue aceptada por don Juan Carlos.

Mientras permanecimos los tres noté a Pedro bastante inquieto. Agnelli había tomado la decisión de vender sus acciones de
El Mundo
y todos los mentideros madrileños replicaban la noticia, que aumentaba de tamaño cada instante, hasta el extremo de que
Cambio 16
no solo se hizo eco de la misma, sino que la dio como un hecho consumado que tardaría muy poco tiempo en tener reflejo en los libros de accionistas de la sociedad editora del diario de Pedro J.

Llegó el Rey. Saludó a Pedro con su habitual simpatía. Se sentó solo en el sofá más próximo a la puerta. A su derecha, Pedro J. A la derecha de este, algo alejado, yo, y frente a nosotros, en un lugar apartado pero presente en la conversación, Paco Sitges. Se percibía cierta molestia en Pedro al verse obligado a relatar, con todo lujo de detalles, no solo hechos, sino, además, autores de los hechos y sus correspondientes fuentes de información, lo que para un periodista roza la artificialidad de lo sagrado, pero no le quedaba más remedio que caminar por tal sendero porque, como decía, la venta de las acciones de
El Mundo
por Agnelli podría consumarse en cualquier momento y quizá la única persona capaz de paralizar esa operación era don Juan Carlos, rey de España.

El Rey escuchaba con atención y de vez en cuando aportaba su grano de arena transmitiendo los comentarios que Sabino le hacía llegar a él. En ese instante Pedro comenzó a crisparse porque se percató de que las informaciones que recibía de Zarzuela no eran coincidentes con las que en ese momento se ponían encima de la mesa. Por ello, comenzó a hablar algo fuera de control, con el fin de que se supiera todo lo hecho por Sabino. Llegó incluso a relatar una conversación que Sabino había mantenido con la periodista Carmen Rigalt, especializada en cotilleos sociales, a la cual el jefe de la Casa del Rey informó de toda una serie de intimidades de su majestad referidas a aspectos incluso sórdidos de su vida íntima.

—Yo creo, señor, que Sabino en algunos momentos daba muestras de algún desequilibrio —apuntó Pedro J.

—¿Por qué dices eso? —preguntó el Rey con mucha suavidad.

—Pues fíjese que un día me dice: «Pedro, nunca te fíes de los Borbones porque son todos unos desagradecidos».

El Rey ni siquiera se inmutó al oír la frase. Quizá una ligerísima mueca de inicio de una suave sonrisa.

—Cuando yo le pregunté a Sabino por qué decía eso, nos relató una historia absurda de perros y jardines sucedida en la Zarzuela.

En ese momento el Rey, quizá percibiendo que necesitaba un descanso, pidió salir al pasillo y me dijo que le acompañara. Salimos y juntos nos dirigimos al despacho que Paco Sitges tiene en el fondo norte de su corredor. Penetramos en él. Lo sentí asido a mi cuerpo por unos minutos. No quería hablar. Su gesto se convirtió en el discurso más elocuente que jamás le escuché. Sentía profundamente el daño que la conversación de Pedro J. le había causado. Yo sabía que obligarle a tragar ese cáliz resultaría en extremo cruel, pero, al mismo tiempo, imprescindible. Una decisión sobre un hombre como Sabino no podía tomarse más que con la absoluta certeza de lo ocurrido. Seguramente nadie dudaba de la buena fe de Sabino, pero no era ese el asunto, sino el que Pedro J. apuntó: nadie tiene el derecho a convertirse en salvador de una Monarquía que considera propia, por decirlo de alguna manera.

Se soltó de mi brazo y algo más tranquilo, con voz y gesto cansados, me confesó que se sentía preocupado por lo que había oído. Las palabras del Rey sonaron profundas, secas, reales. Fue entonces cuando el Rey llegó a la conclusión de que era necesario encontrar una persona para la Casa del Rey, y en ese momento solo me tenía a mano a mí para encargarme la búsqueda. A continuación decidió que volviéramos a la reunión.

El Rey y yo entramos de nuevo en el salón. La mirada de Pedro J. revelaba un punto de ansiedad. El Rey atendió con sonrisas y frases amables, quizá algo exageradas por la tensión del instante. Era el momento de plantear delante de Pedro J. el tema de las acciones de
El Mundo
.

—Señor, no sé si ha leído que existen rumores serios sobre la venta de las acciones de
El Mundo
que tiene Rizzoli y que controla Agnelli. Sería conveniente, si le parece bien, que le explicara a Agnelli lo que ya sabemos sobre esta historia. Vender esas acciones no es conveniente ahora, al menos en mi opinión.

El Rey acogió el discurso y dijo que intentaría hablar con Agnelli en cuanto pudiera y que pensaba que no debía preocuparse demasiado por eso.

—Muchas gracias, señor —fue la escueta respuesta de Pedro.

Con ello concluyó la reunión y cada uno nos fuimos a nuestras ocupaciones. Me sentía preocupado, muy preocupado por los acontecimientos que me tocaba vivir. Desde que conocí a Sabino en casa de José Antonio Martín jamás sospeché que podría llevar las cosas al extremo que escuchábamos aturdidos los asistentes al encuentro. ¿Qué papel había jugado el Gobierno y, en concreto, su presidente en esta historia? No albergaba dudas de que si Sabino había sido capaz de contarle semejantes anécdotas a Carmen Rigalt y a Pedro J., no sería locura pensar que podría mantener a Felipe González informado de todo ello. En todo caso, yo vivía en un mundo peligroso, altamente peligroso, y, como le dije a Lourdes, no descartaba que todo esto algún día pudiera volverse contra mí.

Pocos días después me volvió a llamar el Rey a mi despacho. Había hablado con Manolo Prado Colón de Carvajal, su amigo de siempre, y este le había corroborado punto por punto todas y cada una de las informaciones que Pedro J. vertió sobre Sabino. La necesidad de buscar una persona apremiaba y la responsabilidad recaía directamente sobre mí, con la colaboración de Paco Sitges y de Manolo Prado.

Pero con independencia del nombre y apellidos de la persona para ese delicado puesto en ese instante políticamente quebradizo, había que concentrarse en diseñar el modelo. Pensaba que quizá debería abandonarse por un tiempo el esquema del militar de alta graduación para probar con personas de la llamada vida civil. ¿Qué tipo de personas? Bueno, la jefatura de la Casa del Rey es una secretaría de su majestad con implicaciones diplomáticas y de protocolo. Por tanto, pensar en un diplomático de carrera parecía sensato. Así que lo primero que hice fue transmitir al Rey que mi idea residía en un diplomático de edad no excesivamente avanzada y que, además, no se encontrara comprometido políticamente.

El Rey se mostró inmediatamente de acuerdo, pero algo parecía turbarle sobremanera. Convencido como estaba de que resultaba imprescindible cambiar a Sabino, por la razón que fuera sentía alta preocupación por ello. ¿Por qué? No tengo la menor idea. Tal vez el Rey, que es largo, muy largo, reflexionara en su soledad sobre todo lo sucedido y se preguntara a sí mismo, hasta el agotamiento, cómo había sido posible semejante comportamiento.

Se acercaba la Navidad y con ella el momento del discurso del Rey, el que tradicionalmente pronuncia en la noche del día 24 de diciembre. Es quizá la única ocasión solemne en la que su majestad se dirige a los españoles. Sinceramente, dudo mucho de su eficacia, porque posiblemente el día no sea el más adecuado, pero manda la tradición y pensé que sería una buena oportunidad para que se percibiera que algo había cambiado en la Zarzuela. Sugerí algunas ideas al Rey.

El Rey decidió que fuera Manolo Prado el encargado de la misión de anunciar a Sabino que era el momento de su jubilación. Sabino, desde un tiempo atrás, decía a quien quisiera escucharle que se encontraba cansado, que deseaba su relevo, pero que el Rey no atendía la petición. Ciertamente, tal postura contrastaba con la información que trasladaba Pedro J. de que Sabino quería provocar los cambios necesarios en la Monarquía mientras él se encontrara al frente de la Casa del Rey, pero la verdad es que son muchos los cargos, públicos y privados, que se empecinan en transmitir la idea de un deseado abandono que en realidad no existe, sino que no pasa de ser algo parecido a un último intento de que se les reconozca su atributo de imprescindible.

Manolo Prado recibió la encomienda real de decirle a Sabino que, de acuerdo con sus deseos, debía ir a ver al Rey y exponerle que estaba cansado y que había llegado la hora de su relevo. Así sucedió y Sabino, seguramente pensando que cuando se lo dijera al Rey la respuesta del Monarca sería la de negar la mayor y pedirle que siguiera en el cargo, pidió audiencia, se la concedieron, expresó su deseo de retirarse y el Rey se la aceptó.

Ahora quedaba una segunda parte: el nombre del sustituto. En una cena que organizó Antonio Sáez de Montagut en su finca de Toledo y a la que asistían los consejeros del banco, pedí a Antonio que invitara a Fernando Almansa. Así lo hizo y en un aparte del jardín le dije a Fernando que me diera, en el más absoluto secreto, nombres adecuados para la sucesión en la jefatura de la Casa del Rey, que se presentaba no solo como inevitable, sino, además, inmediata. En aquellos momentos comencé a dibujar la idea de que Fernando podría ser un candidato adecuado. Tiempo atrás, cansado de su carrera diplomática y a la vista de nuestro éxito en Banesto, me había pedido entrar a trabajar en el grupo bancario-industrial. Mi respuesta había sido negativa, no solo porque no veía fácil el encaje de Fernando, sino porque pensaba que su vocación era el mundo de lo público y no la empresa privada.

Me decidí y le hablé al Rey de Fernando Almansa. Cuando pronuncié su nombre el Monarca no tenía la menor idea de a quién me refería, ni siquiera era capaz de relacionarlo con el mundo de la diplomacia. Le relaté al Rey mi conocimiento de Fernando Almansa desde nuestra época en la universidad y de que en mi opinión reunía las condiciones adecuadas para ese puesto, además de que, al ser amigo mío, mi relación con el Rey se facilitaba mucho. A pesar del calor que puse en la presentación del nombre, don Juan Carlos reaccionó con mucha frialdad y es que a los reyes, amantes de la tradición, no les excitan demasiado las novedades, sobre todo cuando se trata de personas con las que necesariamente tienen que compartir trozos muy importantes de sus vidas. A la vista de ello, dejé el asunto del nombre del sustituto y me concentré en el trabajo de elaborar una ideas fuerza para el Rey sobre el discurso de Nochebuena.

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