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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (26 page)

BOOK: Los Días del Venado
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—¡Y bien que les pareciera maldición! —exclamó Cucub—.

Qué otra cosa se puede pensar de una muerte que llega

desde lejos, con ruido y humareda. Y el cuerpo que se cae

está herido pero no tiene flecha atravesada.

—Así es —aceptó Dulkancellin.

—¿Y las naves?

—Las tres naves estaban metiéndose en el mar. Llegamos demasiado tarde. Lo único que quedó por hacer fue verlas partir llevándose a los enemigos.

—¿Y Molitzmós?

—Actuó como un buen jefe. Lo vi imponer tranquilidad a sus hombres.

—Igual que tú lo habías hecho, un poco antes, con Atardecido.

Dulkancellin sabía que Cucub tenía la habilidad de recubrir de inocencia sus mayores malicias. Y como era evidente que aquel comentario tenía un doblez, decidió pasarlo por alto. Cucub no acostumbraba abandonar sus metas a causa de un silencio, por mucho que éste se pareciese a una desaprobación. Así que volvió a la carga.

—No te estoy preguntando lo que hizo, sino lo que Molitzmós te contó acerca de lo sucedido.

Cucub prolongaba el regreso deteniéndose para hablar y se deshacía en intentos para que el guerrero hiciera lo mismo. Lo hacía porque sabía de sobra que una vez que entraran a la Casa de las Estrellas, las ocupaciones distraerían a Dulkancellin de su relato. Afortunadamente para él, Dulkancellin se detuvo por sí mismo no bien comenzó a recordar las palabras con que Molitzmós había descripto la fuga de los sideresios.

—Molitzmós nos dijo que todo estaba en calma. O parecía en calma. Las naves permanecían en su sitio. Ningún movimiento de vida se veía en ellas, a no ser el de unas aves negras que revoloteaban a su alrededor y daban la impresión de estar acechando peces. El primer indicio de que algo estaba mal fue un viento que no venía de otro lado. El viento nació allí, según nos contó Molitzmós.

"El aire empezó a retorcerse y se elevó entre nosotros y la costa, en forma de una columna delgada y enhiesta que rápidamente comenzó a engrosarse. Enseguida, todos estuvimos envueltos en una tormenta de arena. Era casi imposible hablarnos y oírnos y ya nadie pudo enfrentar el mar con los ojos abiertos. A pesar de todo caminamos hacia la costa con el propósito de impedir el desembarco de los extranjeros en caso de que intentaran hacerlo. Avanzábamos con pesadez contra la fuerza del viento. De pronto, con un zumbido de abeja, el viento se extinguió. Y cuando dejó caer la montaña de arena que sostenía, vimos que los extranjeros habían ocupado el muelle hasta la playa.

Todavía estábamos más lejos que la flecha del mejor arquero, de modo que ordené seguir avanzando. Entonces ocurrió lo que aún no podemos entender... Hermano Dulkancellin, las armas de los extranjeros arrojan fuegos desde una gran distancia, fuegos que desgarran el cuerpo. Tres veces seguidas arrojaron esos fuegos contra nosotros y los guerreros caían como pichones ensartados en vuelo. Fuego, humo, matanza... La tercera vez no logré controlarles el miedo. Nuestros hombres comenzaron a retroceder. Unos jinetes aparecieron por el sur, que los extranjeros saludaron con gritos de guerra. Los que llegaban les respondieron de la misma manera, irguiéndose un poco sobre el lomo de sus animales. Venían corriendo por la orilla y a la altura del embarcadero se detuvieron en seco. Recién entonces pudimos ver que en uno de los animales venían dos hombres. Desmontaron los cuatro que eran y de inmediato se protegieron detrás de las armas. Los últimos fuegos nos mantuvieron lejos, mientras todos ellos regresaban a las naves. El resto lo conoces: las tres naves partieron. Y cuando ustedes llegaron, sólo encontraron aquí lamentos y miedo. Créeme, Dulkancellin, todo ocurrió tan rápido que he tardado más en contártelo."

El husihuilke terminó de repetir las palabras de Moltizmós. Y Cucub, que había escuchado varias veces lo mismo, se asombró de los nuevos hábitos del guerrero. "Quién iba a pensar que aquel Dulkancellin que conocí en Los Confines iba a ser capaz de decir tanta cosa junta, y tan bien hilada". Cucub no podía determinar si el cambio era favorecedor, y como Dulkancellin no daba muestras de notarlo, el pequeño prefirió guardarse su observación. ¡Algo le decía que resultaría ingrato para Dulkancellin enterarse de que estaba adquiriendo algunas costumbres de los zitzahay!

— ¡Así que eran cuatro! —dijo entonces Cucub—.

Cuatro hombres... Estoy seguro de que, como tú dices, fue Illáncheñe el que partió con los sideresios.

—Todo hace pensarlo —respondió Dulkancellin, reanudando la marcha—. Aunque Molitzmós dijo que no pudieron reconocerlos porque los cuatro estaban embozados en sus capas.

—¡A propósito de Molitzmós! —Cucub volvió a detenerse—. Dime si no fue una gran fortuna que entre tantos fuegos que arrojaron, ninguno estuviera dirigido al jefe de los guerreros.

Dulkancellin comprendió, por fin, hacia dónde se dirigía Cucub. Y como supuso que aquellas dudas, provenientes de quien no había estado en el puerto ni conocía las armas en cuestión, no tenían más asidero que una caprichosa antipatía, decidió acabar con aquella conversación.

—Fue una gran fortuna, no hay duda. De lo contrario, hubiésemos perdido un gran jefe —Dulkancellin aceleró el andar hacia la Casa de las Estrellas.

Cucub lo miró alejarse.

—¡Oh, sí! Un gran, gran jefe... —masculló en voz baja.

En los días que siguieron a la huida de las naves, no hubo noticia de los sideresios. Ni peces, ni golondrinas, ni jaguares, ni lechuzas eran capaces de dar cuenta de ellos. Parecía que el Yentru se los hubiese tragado. Algunos, esperanzados en esa ausencia, quisieron creer que los sideresios habían huido acobardados y que a esas horas estarían remontando el mar de regreso a las Tierras Antiguas. Sin embargo, nadie que comprendiera bien los hechos, y conociera el mandato que regía a estas hordas y la inconmensurable fuerza del Poder que las enviaba, podía confiar en esa conjetura.

En efecto, antes de que la luna cambiara de forma dos veces, las primeras noticias empezaron a llegar a la Casa de las Estrellas. Malas noticias que ni siquiera se referían a un gran ejército sideresio avanzando hacia Beleram, tal como muchos hubieran deseado. "Alguien a quien combatir... Un ejército frente a nuestro ejército... ¡Una guerra!", pedía Dulkancellin en los insomnios de la medianoche.

Y es que después de trabajar sin descanso preparando la única guerra que conocía, la guerra de los hombres, aquellos ataques disimulados que su arco no podía detener volvían a Dulkancellin contra sí mismo. ¿De qué forma podía él ayudar a combatir los males que sufrían...? Tal vez Kupuka pudiera hacerlo y todos los Brujos de la Tierra. Tal vez, los Supremos Astrónomos. Pero los guerreros nada podían hacer. El husihuilke miraba lanzas y hachas recién pulidas, recostadas contra un muro de piedra y pedía una guerra. "Una guerra", pedía Dulkancellin.

Las lunas pasaron... La Casa de las Estrellas se enteraba a diario de nuevas adversidades y pérdidas: que desde La Pezuñera hasta el río Yum, al oeste de las montañas centrales, grandes extensiones de la selva estaban ardiendo; que los niños de las aldeas altas morían con la piel salpicada de manchas. Y que en el extremo opuesto, el agua del Gran Manantial producía, a quien la bebiera, terribles dolores y vómitos oscuros. A pesar de que la Magia recuperaba su luz y convocaba tormentas para deshacer los incendios, y enviaba a las aldeas medicinas y cantos sanadores que traían a los enfermos de regreso a la vida, el resultado de la contienda era doloroso.

Pero en las Tierras Fértiles, el continente que pocas lunas atrás había sido un territorio rebosante y aromado, sucedía algo peor que los incendios, la enfermedad, el agua envenenada y las crías paridas a destiempo. Ciertas voces llegaban a la Casa de las Estrellas murmurando deslealtades. Decían las voces que muchos estaban abandonando sus casas y aldeas para ir en busca de los sideresios. "Ellos son poderosos... Ellos han sido enviados por un Ser ilimitado y bendecirán a quienes se pongan a su servicio", se oyó decir a los que se marchaban. La Magia sabía que distinguir el bien del mal podía ser tan arduo como diferenciar dos granos de arena. Se esperaban extravíos y confusiones. Y hubo orden de muerte para quienes se doblegaran ante Misáianes.

En esos días, algunos de los centinelas que guardaban los límites aseguraron haber visto a los sideresios. Ninguno de ellos fue capaz de hablar con certeza. Si se los interrogaba, terminaban mencionando sombras en la espesura o movimientos furtivos en caminos sin nombre.

El primer aviso seguro sobre la posición de los enemigos llegó a la Casa de las Estrellas una madrugada ventosa. Un reducido grupo de sideresios había sido visto pernoctando selva adentro, en un bajo del río Rojo con los Pies Separados.

—¡Por fin...! —dijo el husihuilke.

La reunión después de esa noticia se llevó a cabo en el observatorio. Zabralkán y Bor ocupaban ambos extremos de la piedra. A su alrededor, y en desorden, los Astrónomos menores y los representantes del concilio colmaban el lugar. Desde la sesión inaugural hasta aquella otra, el número de los representantes extranjeros había ido decreciendo. Antes que nadie, faltó el lulu que se quedó a medio camino... Ahora faltaba Illáncheñe, el que nunca sería perdonado; y faltaba, también, Nakín de los Búhos.

La joven había recibido la difícil tarea de memorizar los códices pliego por pliego, palabra por palabra. Para conseguirlo necesitaba empeñar toda la fuerza de su espíritu, sin jamás distraerlo. A la par de ella los escribientes los replicaban con sumo cuidado en trozos de cuero blando que, apenas terminados, salían de la Casa de las Estrellas. Las copias de los códices eran trasladadas a lugares inaccesibles y distantes entre sí con la esperanza de que, si todo se perdía, algunos que vivieran en otras Edades pudieran rescatarlos.

Los códices guardaban remotas explicaciones sobre 1o creado y lo sucedido. En los tiempos de la guerra contra Misáianes la Magia debió protegerlos de todas las maneras posibles. No importaba cuántos guerreros pusieran a custodiarlos, hasta el último de ellos podía caer. Todo muro podía ser derribado, todo cofre acabaría cediendo. Por eso los códices sagrados se desparramaron por el continente, y se ocultaron donde nadie pensaría buscar. Por ejemplo en la memoria de una frágil mujer.

Nakín de los Búhos pasaba sus días y parte de sus noches encerrada en la habitación secreta, leyendo a la luz de lámparas de aceite. Salía de allí en contadas ocasiones, y sólo por un momento. Eso ocurría cuando los ojos y el cuerpo, cansados de reclamarle, se dejaban abatir. Entonces Nakín no prestaba atención a lo que hacían o decían a su alrededor. Siempre, sin cesar, seguía repitiendo para sí aquello que jamás debía olvidar.

—Ahora nos toca a nosotros el turno de ser invisibles —dijo Dulkancellin que estaba sentado junto a Molitzmós.

—Imagino a lo que te refieres —dijo Elek.

El odio tenía hecho su trabajo sobre el hombre rubio. En el escaso tiempo transcurrido Elek había enflaquecido hasta parecer enfermo. Nada quedaba de su corpulencia ni de su dulzura. Y su mirada de mar ceniciento únicamente resplandecía si Elek hablaba de matar.

—Creo que todos imaginamos lo que Dulkancellin trata de decirnos —intervino Molitzmós—. Y si hay acuerdo, como lo supongo, debemos ponernos en movimiento sin demora.

En el observatorio de los Astrónomos se habló de acecho y sorpresa. Se habló de atacar a los sideresios donde hicieran un alto. Pocos guerreros en cada asalto: veloces, silenciosos, amparados en la selva que conocían. Caer sobre los sideresios sin darles el tiempo de tomar sus armas:

demoler, hender el hacha, cercenar los dedos extendidos de Misáianes. Adueñarse de las armas y los animales. Y desaparecer.

Todos los presentes, a excepción de Molitzmós, quisieron que Dulkancellin fuera al frente de aquel primer ataque.

—Hubiera querido hacerlo —dijo Molitzmós—. Tengo una honra que resarcir después de lo que me ocurrió en el puerto.

—Permítenos decirte —exclamó Zabralkán—cuál será el modo de resarcir tu honra. Tendrás tu honra recuperada, Molitzmós del Sol, cuando te alegres de que al frente de cada tarea esté el mejor dotado.

—Así sea —respondió el orgulloso con los dientes apretados.

La tarde recién empezaba a suceder, y ya todo estaba dispuesto. Dulkancellin había elegido veintinueve hombres para que lo acompañaran. Elek de la Estirpe era uno de ellos.

Por los pasillos de la Casa de las Estrellas corrió el rumor de la partida. Un numeroso grupo de personas se reunió en la explanada para despedir a los guerreros. En especial, las mujeres y los niños que se asilaban allí.

Dulkancellin miró a una pequeñita asomada tras la cadera de su madre, y pensó en Wilkilén. Una anciana sentada a la antigua usanza le recordó a Vieja Kush. Kuy-Kuyen se parecía a esa joven de trenzas.

Las mujeres se acercaron a los hombres y una a una, pasaron frente a ellos acariciándoles el rostro. Era costumbre hacerlo siempre que los hombres se marchaban de la aldea. Significaba: "Recuerden que tienen algo por qué volver".

Dulkancellin divisó a Nakín, muy al fondo, apartada de la multitud, y levantó su brazo como saludo. Del lado de la mujer mortecina llegó una tenue sonrisa. ¿Qué profecías repetiría ahora su memoria...?

Pero Dulkancellin buscaba a otra persona. Y buscándola se alejó de sus hombres y se internó entre la gente que, sin él pedirlo, le abría paso. ¿Por qué Cucub no se encuentra nunca donde debe?, pensaba Dulkancellin.

—¿Me buscabas? —preguntó Cucub, tocándole la espalda.—Te buscaba —admitió el guerrero.

;Tomó a Cucub del brazo, y lo guió adonde no pudieran oírlos.

—Tú dirás.

—Yo pediré —dijo Dulkancellin—. Pediré tu palabra empeñada. Cucub se quedó esperando.

—Eres mi hermano en esta tierra que me es extraña —comenzó diciendo Dulkancellin—. Y en cualquier otro sitio, eres mi hermano. Quiero saber desde ahora y hasta el final que, si me toca morir sin poder regresar a Los Confines, tú lo harás por mí. Volverás a mi aldea y a mi casa. Y dejarás un poco de mi sangre en la tierra que amo.

Cucub tuvo que tragarse un golpe de lágrimas.

—Tienes la palabra de Cucub. Muerto tendré que estar, y muerto dos veces, para faltarte.

Los Supremos Astrónomos descendían hacia la explanada. Dulkancellin se apartó de Cucub y retomó su puesto. Zabralkán había abandonado el observatorio con el propósito de hablarles antes de que partieran. El anciano lo hizo lentamente, y en voz tan baja, que el silencio tuvo que apretarse:

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