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Authors: Liliana Bodoc

Los Días del Venado (27 page)

BOOK: Los Días del Venado
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—Las Tierras Fértiles los envían... No se cuenten unos a otros, pensando que ése es el número de lanzas. No son treinta guerreros, son el Venado y la fuerza de la Creación va con ustedes. Sabemos que los sideresios traen consigo armas desconocidas. Pero la Magia les dice que esas armas matan a algunos por fuego, y a muchos por miedo. ¡Que eso no nos suceda! El Venado va a pelear por el Venado. ¡Que traiga la primera victoria!

Cuando Zabralkán terminó su arenga las mujeres gritaron promesas para los guerreros que volvieran: licor de malvas, comidas sabrosas, sandalias de piel, y amor en las hamacas bajo la sombra fresca de la selva.

Dulkancellin buscó a Cucub con la mirada para asegurarse de su promesa, pero Cucub no estaba donde lo había dejado. Ni ahí, ni en ningún otro sitio visible. "Él no la olvidará", se dijo el husihuilke.

El plan era atacar a los sideresios en la oscuridad y en el mismo bajo, si seguían pernoctando allí, o donde quiera que lo hiciesen las siguientes noches. Las Criaturas que los habían descubierto y que estaban vigilándolos de cerca, avisarían de cualquier movimiento. Y como el bajo del río Rojo con los Pies Separados quedaba a cinco soles de marcha, sin contar conque los sideresios podían alejarse aún más en el curso del día, fue necesario apurar la salida.

El grupo de guerreros saludó a los Supremos Astrónomos. Los treinta que eran, acompañados por un canto de honor, descendieron la gran escalinata.

Asomado a una ventana, en lo alto de la Casa de las Estrellas, un hombre de gesto torvo los miró marcharse hasta que desaparecieron.

Cinco noches más allá, las Tierras Fértiles tuvieron su;primera victoria. Los sideresios que ocupaban el bajo del;río Rojo fueron sorprendidos por un ataque que llegó con;pies de aire, saltó sobre ellos y los demolió. Desde aquella primera batalla los guerreros de Dulkancellin empezaron a hablar de su bravura. Ellos, y muchos después de;ellos, aseguraron jamás haber visto pelear alguien de ese modo.

"Dulkancellin va a la batalla como si la muerte no existiera",;decían algunos. "Como si ya estuviese muerto", decían;otros.

Muy pronto, los propios sideresios hablaron de un guerrero feroz de rostro pintado y cabello largo... Y cuando consiguieron arrancar un trozo de su ropa para cebar con su olor a la jauría negra, comenzaron a llamarlo "la presa".

Pero en el ataque del río Rojo, el husihuilke y sus veintinueve guerreros salieron sin daño. En cambio, ninguno de los sideresios conservó la vida. Los que intentaron escapar hacia el interior de la selva fueron perseguidos por el Venado que volvió a blandir el hacha. Porque el Venado sabía que al final de la guerra contra el Odio Eterno habría vivos y muertos. Ni prisioneros, ni pactos, ni clemencias. Un poco después del combate, el sol que todo lo veía encontró en las Tierras Fértiles los primeros muertos de Misáianes.

Apenas hubieron reparado el hambre y el cansancio Dulkancellin envió cuatro hombres a la Casa de las Estrellas. Los hombres partieron con las buenas noticias y los pocos animales con cabellera que los sideresios tenían consigo y que Dulkancellin no retuvo por considerarlos inservibles en aquel modo de ataque. Las únicas armas que hallaron fueron unas hojas largas y cortantes con las que los sideresios habían intentado defenderse. Elek de la Estirpe solicitó permiso para quedarse con una de ellas. En cuanto los demás vieron cómo sujetaba el arma, supieron que tanta soltura no podía venirle sino de lejanos abuelos que las habrían usado en las Tierras Antiguas.

Dulkancellin decidió que los demás permanecieran en la selva, en espera de que algún enlace llegara al bajo del ríobuscando a los sideresios. No podía imaginar, todavía, que había muchas batallas cercanas.

Después del ataque del río Rojo, las noticias sobre el paradero de los sideresios se acrecentaron. Se trataba siempre de grupos poco numerosos que avanzaban por las espesuras. Pero por cerrado que fuera el camino que seguían, las Criaturas los veían, los oían, los olfateaban; y reptaban, volaban, corrían para hacerlo saber. Los guerreros de Dulkancellin anduvieron sin respiro a través de la selva, dirigiéndose allá donde les señalaban a los sideresios. Y siempre que pudieron enfrentarlos, los vencieron.

Desde Beleram, llegaron más hombres para cubrir un territorio de pelea que se volvía ancho y difícil. Los hombres se organizaron en partidas poco numerosas que en aquellos tiempos y lugares se conocieron con el nombre de Aguijones. El Venado salió a defender su incierta posibilidad de seguir vivo con un valor tan inmenso que se desmadró del aire. Por esos días alguien inventó una canción para el coraje de Dulkancellin, y la canción corrió de boca en boca.

Sin embargo, con el correr de los días y a pesar del coraje, las victorias llegaron con menor frecuencia y mayor dolor.

Los sideresios se rehicieron y empezaron a devolver los golpes. El Venado ya no contaba con la sorpresa en el ataque. En su contra, las armas que mataban por fuego estaban listas, y los perros hambrientos se babeaban las fauces.

El Venado sabía que la guerra recién comenzaba, que los sideresios no eran más que el filo de las uñas de lo dedos extendidos de Misáianes. El amo de los sideresios quería enseñorearse, allí en las Tierras Fértiles, del último dominio de la Creación. Y aunque las Tierras Fértiles se defendieran con cada resquicio de su fuerza, ¿habría esperanzas contra el Feroz?

Las Tierras Fértiles tenían de su lado a la magia del sur, la que recorría las montañas con aspecto de anciano. Y a la magia del Aire Libre, la que se entendía con el cielo. Misáianes tenía de su lado una legión de antiguos magos que se habían vuelto crueles en la soledad de sus recintos. Las palabras de ambos se parecían mucho. La guerra recién comenzaba.

En todo momento los Aguijones se mantuvieron comunicados entre sí, y con Beleram. Unos sabían de los otros, todos recibían asistencia de la Casa de las Estrellas. Ése era el modo de socorrer las pérdidas y compartir las victorias.

Las primeras armas y animales tomados como botín se fueron a Beleram. Pronto, sin embargo, el Venado comprendió la necesidad de mantener posiciones fijas en la selva. Eligió los sitios adecuados y hacia ellos envió todo lo que se obtenía en las batallas. Uno de esos emplazamientos se asentó en el bajo del río Rojo, muy cerca de donde había tenido lugar el ataque inicial. Mientras que el otro quedó oculto tras las elevaciones boscosas que un poco más al este, en el centro del territorio, se transformaban en los altos montes que llamaban Dientes de Jaguar. Ambos emplazamientos eran de gran provecho para el almacenamiento de provisiones, el cuidado de los heridos, el recambio de hombres y de armas. Allí convergían las informaciones, y se decidía cómo continuar.

Con el curso de los días, los encuentros con los sideresios se distanciaron hasta casi desaparecer. Las últimas informaciones que llegaron a los emplazamientos eran erradas o viejas; y al fin, sólo sirvieron para agotar a los guerreros en maniobras inútiles.

—En algún lugar de las Tierras Fértiles habrán levantado su fortaleza —decía Dulkancellin, en rueda con sus hombres—. Allí deben guarecerse los que mandan sobre el resto y conocen los designios de Misáianes... ¿Y dónde protegen el polvo con que alimentan sus armas? Además, el grueso de su ejército no puede ser este puñado que hallamos. Algún lugar debe haber donde se concentre su poder, y no puede estar muy lejos.

Era otra vez de noche, sin que ninguna novedad se hubiese presentado. Repartidos en los emplazamientos, los guerreros de las Tierras Fértiles dormían intranquilos. No era buena para ellos esa quietud plagada de sospechas; antes preferían la guerra.

Dulkancellin se acercó a uno de los centinelas buscando la compañía de otro hombre despierto. Sentado en el mismo árbol caído, y en silencio, lo ayudó a vigilar la noche. "En cuanto amanezca, hablaré con los demás —pensaba el husihuilke—. No podemos demorarnos aquí si lo sideresios ya se han marchado. ¿Quién sabe? Tal vez estemos en el sitio justo donde quieren tenernos".

Sus pensamientos tuvieron respuesta un poco antes de que la noche terminara. Los Supremos Astrónomos enviaron un llamado que Dulkancellin fue el primero en escuchar. El mandadero, que había andado muy rápido la distancia entre la Casa de las Estrellas y el emplazamiento del bajo, se lo repitió con el aire entrecortado por la fatiga:

—Los Supremos Astrónomos envían a decir... Dicen que todos regresen de inmediato a la Casa de las Estrellas. Todos, menos los designados para quedarse a defender los emplazamientos. Dicen los Astrónomos que se den prisa, mucha prisa. Y eso es todo.

Aquella orden no hizo otra cosa que confirmar lo que todos pensaban que debía hacerse, y fue cumplida con entusiasmo. Se eligió a los hombres que permanecerían en la selva, se designaron jefes y enlaces. Y los demás volvieron al camino.

Cuatro largos días para regresar. Y cuando el quinto día estaba amaneciendo, Elek y Dulkancellin entraron al observatorio. El humor de Zabralkán era reconfortante; el de Bor, menos sombrío que de costumbre. Molitzmós, que también estaba allí, se levantó a saludarlos apenas cruzaron la puerta.

—¡Salud, hermano guerrero! —dijo, abrazando a Dulkancellin—. Muchos quisieron hablarnos de tu valor, y no hallaron las palabras que dieran su medida. Sabemos que tú solo derribaste tantos enemigos como los que diez de nuestros mejores guerreros no hubiesen podido derribar.

Dulkancellin no sabía recibir halagos sin sentir enojo. Y a esa condición suya le atribuyó el malestar que le produjo el recibimiento del Señor del Sol.

—Luchamos con buenos resultados, mientras pudimos hacerlo —dijo, con el interés de que Molitzmós no continuara.

—Pronto volverán a pelear —intervino Zabralkán—. Y en esta ocasión, será en una gran batalla.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Elek.

—Quiero decir que en las Colinas del Límite los sideresios tiene su principal reducto. Y que es allí donde ordenan las fuerzas que, en pocos soles, estarán marchando hacia nosotros.

La noticia que el Supremo Astrónomo estaba dándoles no servía de explicación a su optimismo. Era necesario esperar a que concluyera para terminar de entender.

—Explícanos el resto, hermano Bor —pidió Zabralkán.

Bor agradeció que se le concediera la posibilidad de relatar la parte del júbilo:

—Sabemos, con toda veracidad, que dos ejércitos vienen en nuestra ayuda. Por el sur, y ya muy cerca, vienen los husihuilkes. Conducidos por uno que, creemos, debe ser aquel Kupuka que Dulkancellin tantas veces ha mencionado. Y todavía hay mejor fortuna. No hay duda de que nuestros emisarios llegaron al país de los Señores del Sol porque desde allí, ¡alégrate Molitzmós!, viene avanzando una división poderosa.

Elek comprendió que Molitzmós acababa de enterarse de la noticia. Y no tanto por la alusión de Bor, como por la viva reacción que desfiguró la compostura del Señor del Sol. Dulkancellin, en cambio, ya estaba dentro de su propio corazón, y no alcanzó a notarlo.

—Lo agradezco —fue lo único que se oyó decir al husihuilke. Y nadie supo a quién se dirigía.

El emplumado

Las argollas de oro alargaban un poco las orejas de Molitzmós. La capa de plumas que se arrastraba por el suelo lo hacía parecer enorme. O al menos, así lo veían los niños zitzahay: como una enorme ave de colores parada a la orilla del estanque.

Molitzmós tenía los ojos entornados para poder soportar de frente el resplandor del sol. La luz de aquel atardecer era un lugar sobre el estanque. Un lugar que, de pronto, se llenó de gente a la que Molitzmós podía reconocer, de palabras que ya habían sido dichas, y de sucesos lejanos.

La sangre que el Señor del Sol veía chorrear por los costados de la luz provenía de antiguas heridas. Su padre y doce de sus hermanos habían muerto por conseguir la potestad de su Casa en todo el imperio. Él era muy pequeño en ese entonces. Pero recordaba con claridad el que había sido el peor enfrentamiento entre las dos Casas que desde siempre se atribuyeron el legítimo derecho al trono.

El día en que su abuelo iba a morir, exigió la presencia de Molitzmós; y cuando lo tuvo cerca le repitió sus deberes por última vez. Molitzmós recordaba cómo había comenzado: "Te hemos educado con el propósito del mando". Había quedado como el único varón apto de la progenie, entre hermanos y hermanas demasiado jóvenes, algunos enfermos, un idiota, y una acechanza de primos desleales. Le habían enseñado el arte de las alianzas y de las traiciones. Ahora debía conseguir que su Casa tomara el sitial que le correspondía, al mando del grandioso territorio de los Señores del Sol. El abuelo tenía el olor de la muerte. Y Molitzmós le hizo un juramento que jamás olvidó. Después le llegó el tiempo de terminar de crecer mientras aprendía que había una sola manera de tomar el trono: la sangre de los otros.

El sol del atardecer enrojeció el aire sobre el estanque. Lo vieron los niños, escondidos tras un bloque de roca esculpida, y pensaron que muy pronto la noche les impediría seguir espiando. Molitzmós, en cambio, sabía que no se trataba del atardecer sino de la sangre necesaria para una victoria.

"Se lo juré al padre de mi padre. Y en verdad, todavía no he logrado cumplir el juramento de poner a nuestra Casa en el lugar más alto". Molitzmós se vio a sí mismo diciéndole esas palabras al hombre de las Tierras Antiguas. Pensó que el tiempo transcurrido desde entonces era difícil de precisar. Ni largo, ni corto. Despeñado.

A partir de aquella conversación, los sucesos se habían atropellado como las aguas en el salto de un río. Y Molitzmós, que supo estar seguro de conocerles el origen y el destino, ya no lo estaba. El hombre de las Tierras Antiguas le habló de Misáianes. En su nombre le ofreció un pacto entre poderosos. "Para que la Casa de Molitzmós reine siempre sobre los Señores del Sol. Y los Señores del Sol sobre las Tierras Fértiles". Molitzmós lo aceptó, creyendo que así tomaba el camino de su juramento. El pacto de Misáianes le llegó cuando casi había perdido las esperanzas de cumplir su promesa, y todavía le dejó entre las manos el modo de acrecentarla. "Los Señores del Sol sobre las Tierras Fértiles", eso era más de lo que su abuelo le había pedido. La conveniencia de aquel pacto le había resultado tan clara que Molitzmós no comprendía por qué se presentaba ahora como una mancha de bruma en el centro de la luz que cubría el estanque.

Él estaba cumpliendo con su parte. Y de no ser por el pequeño zitzahay, que estuvo donde no debió estar, los resultados serían aún mejores. En nada, ni siquiera en lo que era intangible, había fallado. Gracias a su trabajo de soplar y soplar sobre el fuego de la soberbia, Bor soñaba un pasado de recintos que lo alejaba de Zabralkán y del resto de las Criaturas.

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