Se tragó un sollozo. Carlos le aseguró que bailaría con ella.
Evidentemente había algo de gata en la cara de Jean Harlow, algo de gata encelada; pero Lucía no lo consideraba como razón suficiente para que Carlos mantuviese la vista clavada en la pantalla. Otra cosa era su marido, al que un palo con faldas bastaba para encandilar. Un palo con faldas. Bueno, no. Ella podía considerarse como un palo con faldas y ya no encandilaba a su marido. No pasaba de un decir. A su marido le gustaban las mujeres llenitas; le gustaba, desde luego, Jean Harlow. No había más que mirarlo de refilón: tenía los ojos saltones y alargaba hacia delante el labio superior, mientras clavaba los dedos en el brazo de la butaca. También eran ganas de engañarse: el brazo de la butaca es duro, y no puede de ninguna manera sustituir a las piernas, o a lo que sea, de Jean Harlow. Pero los hombres son así de ilusos. Van al cine dispuestos a creer que lo que ven es cierto…
Jean Harlow estaba casada y se llevaba mal con su marido. Quería divorciarse. ¡La muy pécora! Era de esas que piensan que lo acabado, acabado, y ahí queda eso, como si no hubiera moral; y, luego, vuelta a empezar. Se puso inmediatamente de parte del marido, y le duró la parcialidad unos minutos: hasta que Jean Harlow entró en un salón de té muy recatado y se sentó junto a un hombre guapo y viril, que la trataba con respeto y amor. Doña Lucía, contra su voluntad, comenzó a explicarse que a Jean Harlow le apeteciese cambiar de hombre. No estaba bien, pero había sus razones… El sujeto era guapo, tenía un mirar romántico, y trataba a Jean Harlow con ternura. Doña Lucía se conmovió. «¡Ternura! ¡Eso lo desconocen los hombres españoles! ¡No piensan más que en la carne, y una agradece el cariño mucho más que el placer!» La pareja salió del salón de té y entró en un automóvil. Era de noche, y las calles de Nueva York rutilaban. Sobrevino un atasco, el coche se detuvo y, ¡zas!, el hombre cogió a Jean Harlow por la cintura y la besó en la boca. ¡Dios mío con qué delicadeza! Jean Harlow estaba desprevenida; doña Lucía, también. El beso le sacudió los nervios hasta la punta de los pies y, de repente, se sintió invadida y arrebatada, sintió como si el cuerpo de Jean Harlow, todavía abrazada, todavía estremecida, se saliese de la pantalla y envolviese el suyo, lo asumiese y lo llevase consigo, incorporado al beso, al abrazo y a la ternura del galán. A partir de este momento, doña Lucía vivió dentro del cuerpo de Jean Harlow y, poco a poco, fue sintiéndolo suyo, gozosamente ensanchada, como si el cuerpo nuevo fuese un molde que hubiese de llenar, hasta que las caderas, los pechos, los brazos y las piernas coincidiesen, hasta que los dos cuerpos, rotas las exclusas misteriosas de su ser, fuesen regados por la misma sangre y los animase la misma salud. Se recogió en sí misma y asistió a su propia transformación, a su propio arrebato. No estaba allí, convoyada por su marido y por el amigo de su marido, sino hecha luz en la pantalla. Sus ojos abiertos sorbían las imágenes que, en su interior, se trasmudaban en vida propia y la hacían reír, llorar, gemir o desvanecerse de dicha. Se olvidó de sí misma.
*****
—¡Vamos, que ha terminado! —dijo don Baldomero, y la cogió del brazo.
—¡No me toques!
Se levantó con brusquedad y apartó la mano de su marido. La apartó como un niño hubiera apartado el alfiler que amenaza la superficie tersa del globo colorado. Se sentía metida en un cuerpo lleno y transido, y temía que algo la despojase, que la dejasen con su antiguo ser enteco y esmirriado.
Dejó que saliese antes para no ser estrujada en el pasillo y en las escaleras. En la calle echó a correr hacia su casa.
—Me encuentro mal, voy a acostarme. Por favor, no me despiertes.
Estaba la cama helada y húmeda. Pidió una botella caliente, se la puso a los pies, y creó, para su cuerpo nuevo, un cálido refugio, y allí lo guardó como un tesoro. Pensaba que con aquel cuerpo le gustaría a Cayetano bailar con ella, y hasta la mirarían con envidia. Sintió entonces haber comprometido a Carlos. Si bailaba antes con Carlos, se rompería el hechizo, y entregaría a Cayetano el viejo cuerpo encanijado. No bailaría con Carlos. No bailaría. Necesitaba conservar aquella sangre prestada que ahora regaba sus venas y que parecía querer salirse de ellas. Tosió.
—Seguramente que hoy vendrá Rosario.
—¿Qué quiere? ¿Que no me acueste?
—Que dejes el portón arrimado y una luz en el zaguán.
—Hasta mañana.
Paquito salió, pero volvió en seguida.
—¿Sucede algo?
—Un pitillo. Ando mal de tabaco.
Carlos le ofreció el paquete, y Paquito cogió uno.
—Coge más.
—No, gracias. Tengo que acostumbrarme. Estos días estoy ahorrativo, y ya me he quitado de comprar tabaco. Ya sabe para qué. Se acerca la primavera.
Sonrió y salió otra vez. Pisó fuerte por el pasillo. Batió con ruido la puerta de la escalera. Un poco más tarde se le oyó arrimar la del zaguán.
A Carlos se le había ocurrido que aquella noche Rosario tenía que venir. No sabía por qué, ni si era un presentimiento. Había preparado una bandeja con café y galletas y había encendido la chimenea de su dormitorio. Cuando supuso que Paquito ya no subiría, salió de la torre y fue a ver si los leños se habían encendido, si la habitación se calentaba. Llevaba en la mano el quinqué encendido. Tuvo que hacer fuego otra vez, y atizarlo, porque la leña estaba húmeda. Pasó algún tiempo antes de que la llama fuese satisfactoria y segura. Le dolían las rodillas y la espalda. Se incorporó y echó un vistazo. Realmente, la habitación estaba destartalada, había desconchados por todas partes y agujeros en el piso, por los que entraba el aire. Añadió una manta a la cama. Al hallar frías las sábanas, pensó que debiera haber traído unas botellas de agua para calentarlas, porque Rosario llegaría mojada y tiritando.
Era inexplicable lo de Rosario. Él era pobre, no había más que ver la casa en que vivía. Rosario se engancharía a su pobreza para siempre. Algún día tendría que regalarle algo, un traje, un mantón, unos zapatos, y eso costaba dinero, más de lo que él tenía. En cosas de oro no había ni que pensar. (Rosario, delicadamente, se había despojado de todos los regalos de Cayetano.) Las mujeres no son fácilmente comprensibles.
Salió del dormitorio y volvió a la torre. Pasaba de las diez. Vendría, seguramente, en seguida. Apagó la luz y abrió las maderas de la ventana. La rama del tejo golpeaba los vidrios —como siempre—. Había que cortar aquella rama, tan monótona. Apenas se veía Pueblanueva, pero se oía llover. La casa de Cayetano estaba al fondo, donde la sombra se iluminaba un poco con el resplandor difuso de unos focos eléctricos.
¡Qué poca cosa era, bien pensado, Cayetano! Porque le habían birlado una mujer, cosa que puede sucederle a cualquiera, había armado aquel bochinche del café. Y ahora, seguramente, se pavoneaba con su triunfo, y, cuando levantaba una mano, mostraba el brazo que había disparado setenta y cinco botellas contra otras setenta y cinco, sin fallar una. Si ahora estuviera allí, como había estado unas noches antes, le analizaría el hecho, con todos sus detalles, lo desentrañaría hasta demostrar a Cayetano que, por haberlo hecho, era realmente inferior, y que no era aquél el camino para curarse.
—Porque, en el fondo, eres un neurótico. Esto no hay quien lo mueva.
Se sentía, en cierto modo, poderoso. Comprender a Cayetano era como dominarlo, quizá como poseer su libertad. De proponérselo, podría adivinar sus acciones, prevenirse si fuera necesario. En todo caso, podría imaginarlas con un margen escaso para lo imprevisible. Le parecía incluso que las abarcaba ya de una sola mirada, sin proponérselo, como se abarca la propiedad desde la ventana a que uno se asoma para tomar el aire; y lo que veía no le daba temor.
Las diez y media. Atravesó la casa corriendo. Huyeron, espantados, los ratones. En el salón hacía un frío tremendo. Abrió las maderas y espió las veredas del jardín, buscó entre los ruidos el de la verja metálica al chirriar. En el jardín se movían los árboles en la sombra, y el ruido de la lluvia era un poco más fuerte.
Quizá los padres de Rosario se hubieran acostado tarde, o los hermanos, y ella estuviese esperando todavía el silencio para saltar la ventana y echarse a los sembrados, como un fantasma. Tenía que agradecerle el sacrificio de venir sola, y de mojarse. Hubiera sido más cómodo para ella dejarle la ventana abierta y que entrase, como Cayetano. Aunque quizá a ella le gustase más así, por alguna razón ignorada.
Golpeaba el suelo con los pies helados, soplaba sobre las puntas de los dedos. El jardín era una masa negra y rumorosa, y en su rumor nada metálico surgía. Dieron las once en uno de los relojes arreglados por Paquito, y otros relojes repitieron la hora, cerca o lejos. Empezó a convencerse de que Rosario no vendría, de que algo le habría sucedido, y de que bien pudiera valerse de Paquito para traer y llevar recados y convenir las horas puntuales, aunque sus relaciones con Paquito no se habían planteado en el terreno del celestineo contratado y voluntario, sino, todo lo más, en el del inevitable y gracioso, y no podían cambiarse las cosas sin correr el riesgo de aceptar, ante la conciencia del loco, el papel de sustituto de Cayetano. Marchó del salón, apagó las luces del cuarto de la torre, entró en su dormitorio, y aún se demoró un poco ante la chimenea, que ahora resplandecía y calentaba el aire a su alrededor. Desde la cama siguió mirando el baile de las llamas, desvelado, y con una molestia que no quería confesarse.
Llegó Rosario, sin embargo, ya dadas las doce; sintió sus pisadas leves por el pasillo, unos golpes en la puerta. Rosario entró. Dejó el mantón sobre una silla y se sentó en el borde de la cama.
—Me pegaron —dijo.
Desabrochó la blusa y mostró un cardenal cerca del hombro.
—Mire. Y dicen que van a echarme de casa.
Carlos la atrajo y la besó.
—¿Quieres quedar conmigo?
—Eso es lo que quieren, que me vaya.
—Bueno. Estarás mejor.
—Y ellos se reirán de mí. Y usted pasará por tener en su cama un plato de segunda mesa.
—¿Qué quieres entonces?
—Nada, señor. Ahora, estar con usted. Usted me quiere.
Se abrazó a Carlos con fuerza, sollozando. Carlos la abrazó también, y ella gimió:
—Aparte la mano. También ahí me duele.
Tenía sólo dos trajes, los dos deteriorados. No podía presentarse dignamente en el baile. Se vistió, sin embargo, el mejor, y bajó al pueblo. Don Baldomero no estaba en la botica. Mandó recado a doña Lucía, y recibió respuesta de que subiese.
Doña Lucía, en bata y con bigudíes en el pelo, estaba pálida y un poco ausente. Dio la mano a Carlos sin levantarse. Le preguntó si quería café.
—Lo que quiero es que me mire usted bien. ¿Le parece que estoy vestido como para ir a un baile?
Doña Lucía le contempló con un alegre resplandor en la mirada.
—A ver, dé la vuelta.
Carlos, riendo, la obedeció, e interrogó luego con un movimiento de las manos.
—¡Don Carlos, por Dios! ¿No tiene usted otro traje?
—Es el mejor.
—Usted es un caballero, Carlos. Usted debe vestirse como quien es.
—Por esta vez me he descuidado. Pienso, además, que el hábito no hace al monje. De modo que si usted no le pone muchos defectos…
—¡No, Carlos, por favor! No vaya usted así al baile. Le tendrían compasión.
—¿Usted cree?
—¡No los conoce bien! Usted puede andar a diario como quiera, pero un día señalado… Todo el mundo se pone lo mejor que tiene.
—Eso es lo que yo hice.
—No debe usted ir así, don Carlos.
Él afectó disgusto.
—Lo siento.
—¡Oh! No crea que vaya a divertirse mucho. Ya sabe usted cómo son las diversiones del pueblo, vulgares y monótonas. ¡Con lo que usted habrá visto por el mundo en materia de bailes! También yo lo lamento. Había pensado en un vals… Usted, que estuvo en Viena, lo bailará muy bien.
Carlos negó con la cabeza.
—Carlos, si usted hubiera tenido un traje oscuro, aunque no fuese muy nuevo, me hubiera hecho feliz. Yo misma se lo hubiera planchado. Esperaba el vals con usted, un vals que he soñado bailar toda mi vida y que ya no bailaré jamás.
—¡Quizá Cayetano…!
—¡Por favor, no lo nombre! Un hombre así, tan tosco, sólo puede bailar el fox-trot.
—Irá muy bien vestido.
—Por eso no quiero que usted vaya con ese traje. Las comparaciones, ¿comprende?, y las risas. Usted no debe humillarse. Si no va al baile, será como si los despreciase.
—Usted bien sabe que iba solamente por usted.
—¡Gracias! Sabe que se lo agradezco, y cómo lo deploro. Tendré que resignarme a lo que suceda.
Hizo una pausa y bajó la mirada.
—Quizá le diga a Cayetano que no. Estoy enferma.
Tendió la mano a Carlos, se la tendió alta y con el dorso hacia arriba, como había visto hacer en algunas películas; pero Carlos se limitó a estrecharla.
Le sonrió, oyó sus pasos alejarse y el ruido de la puerta. Entonces, involuntariamente, se palpó el cuerpo y comprobó que su envoltura irreal permanecía intacta. Cerró los ojos y vio su cuerpo levantarse, moverse al compás de una música que venía del corazón, y danzar solitario, en un salón enorme, de suelo muy encerado, un vals cortesano. Por una puerta inmensa y lejana entraba un hombre vestido de uniforme y se acercaba hacia ella, le pedía que bailase. Era, naturalmente, Cayetano.
A aquella hora, Clara bajaba a la lonja a comprar el pescado. Carlos la esperó paseando entre las vendedoras y su tumulto. Tenía que moverse con cuidado si no quería tropezar, resbalar y dar de bruces sobre una cesta reluciente de pescado fresco. No pudo, sin embargo, evitar que alguien le aconsejase, a gritos, la conveniencia de no estorbar e irse a pasear bajo la lluvia.
Halló a Clara inclinada sobre una cesta, escogiendo la mercancía. Traía recogido el cabello dentro de un pañuelo oscuro, y la cara húmeda.
Ella le dijo «Hola» y «Espera un poco». Luego discutió el precio y tardó en ponerse de acuerdo. Después metió el pescado en un capacho.
—Si quieres, acompáñame. Tengo que comprar otras cosas.
Fue con ella hasta una tienda y esperó a la puerta.
—Bueno, ya estoy libre. ¿Qué milagro?
Le miraba resuelta, sin alegría y sin pena.
—No me has hecho caso durante todos estos días.
—Tuve que hacer.
—Cortejar a la Vieja, desde luego, y acompañar al cine a doña Lucía.