—Fue un compromiso.
—¡Si no te lo reprocho! No tienes obligación de andar conmigo, pero tampoco la tenías para ofrecérmelo cuando yo no te lo pedí. No me hubieras hecho esperarte.
—¿Lo hiciste?
—Todos los días. Algunos bajé a comprar pescado sin necesidad, sólo por si se te ocurría venir.
Carlos inició una explicación falsa. Clara la cortó apenas iniciada.
—No tienes por qué justificarte, y menos con mentiras. Dejemos solamente las cosas claras: nos veremos cuando caiga, sin ninguna obligación.
—Hoy venía a proponerte que fuésemos al baile juntos.
—¿Al Casino?
—Creo que se celebra allí.
Clara caminó en silencio unos instantes.
—Eres poco listo, Carlos. Deberías haber adivinado que yo no iré al Casino nunca.
—¿Por qué? Ahora tienes un lindo traje.
Ella se encogió de hombros.
—¿Y qué? Puede importarme tenerlo para ti; puede incluso gustarme que la gente me vea con él, pero nunca los del Casino. ¿No lo comprendes? Los del Casino son gentuza. Y más de una señora fingiría escandalizarse al verme.
—Yendo conmigo, puedes estar segura de que eso no sucedería.
—¿Y qué? Aunque viniese la junta en pleno a pedírmelo, no iría jamás a ese baile. Hay cosas por las que no paso.
Pasaban cerca de la taberna donde habían estado otras veces. Carlos la invitó a entrar.
—Bueno. Un ratito.
Un grupo de marineros jugaba a la brisca en una mesa cerca del mostrador. Se sentaron lo más lejos posible. Clara no quiso tomar nada.
—¿Qué cosas son ésas por las que no pasas?
—Que los santos no quieran nada conmigo me parece natural; pero que esa colección de zorras que va al Casino aparte la cabeza cuando paso, no lo tolero. Y, sin embargo…
Quedó en silencio y sonrió.
—Ya ves —continuó—. En eso, la Vieja y yo estamos en la misma situación. Si fuésemos como ellas, ni lo de la Vieja ni lo mío tendría importancia; otras han hecho cosas peores, como deshacer un niño, que yo sé quién lo hizo, y mucha más gente lo sabe, y por ahí anda ella, como si nada. Pero lo nuestro… —miró a Carlos e intercalo—: también lo tuyo…, se mide por otro rasero. Es algo de lo que tienen que acordarse siempre, como si olvidarlo fuese a causar un mal.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es así. Llevo años observándolo. Ni los disparates de mi padre, ni el hijo de doña Mariana, ni lo de Juan, ni lo mío, dejan de recordarse por esa gente, incluso de recordárnoslo, y si no se atreven a hacerlo francamente, lo hacen por alusiones. Parece como si les fuese necesario.
Jugaba con una miga de pan olvidada por alguien en la mesa. Disparó contra ella un dedo y la lanzó fuera.
—Si todos en el pueblo hiciesen lo mismo, no me importaría. Pero son sólo los que van al Casino. Con los de abajo me entiendo bien. Damos por supuesto que todos tenemos los mismos pecados, y a otra cosa.
Le resplandeció de pronto el rostro, y dio un golpe en la mesa.
—¡Ya está! Llévame al baile del «Paraíso».
—¿Qué es eso?
—El lugar adonde van los marineros y toda ésa gente.
Carlos se sintió cogido. Su mano recorrió las rodilleras del pantalón, sus ojos buscaron el borde rozado de la manga.
—¿Tú crees que para ir a ese baile estará bien este traje?
Clara abrió los ojos.
—¿No pensabas —ir con él al Casino?
—Es distinto. Allí puedo ir vestido de cualquier modo. Si se sienten despreciados, allá ellos; pero a los marineros no puedo despreciarlos. Ir peor vestido que ellos es, desde luego, ofenderlos.
Clara le miró largamente; le miró el tiempo necesario para obligar a Carlos a apartar de ella su mirada.
—Yo te explicaré de otra manera, Carlos. Si vas conmigo al «Paraíso», lo más seguro es que mañana le vayan con el cuento a la
Galana
. Si no la encontramos allí…
Rió.
—Tendría gracia, ¿verdad? Y mucho más si ella iba también con otro.
—Estás diciendo bobadas, Clara. ¿Por qué hablas de la
Galana
?
—¿Por qué hablan los demás? Nadie te ha visto con ella, ni rondar su casa. Sin embargo, me dejaría cortar la cabeza a que es tu querida, y cualquiera de ésos lo mismo que yo. ¡No intentes negarlo, porque no soy nadie para meterme en eso, y allá tú y ella! Además, si necesitas dar a Cayetano en las narices y no encontraste mejor medio que quitarle la amiga, hiciste bien. Pero si es así, ¿por qué no prescindes de mí?
—Quieres decir por qué vine a buscarte.
—Sí. Quizá quiera decir eso y algo más.
—Dilo.
Clara bajó la cabeza. Los reflejos claros del cabello le brillaban y temblaron un momento.
—Me había hecho ilusiones, eso es todo. Aquí mismo, en esta mesa, aquel domingo. Creí que te gustaba y que habías venido para algo a Pueblanueva. Para algo que valiera la pena, no para liarte con la querida de Cayetano.
Carlos respondió con un matiz de ironía.
—Para algo que te valiera la pena, a ti, ante todo.
—Naturalmente. Reconozco, sin embargo, que me hice ilusiones sin que me dieras pie. Seguramente el deseo de dejar de estar sola me hizo creer que tú habías venido para acompañarme.
Cogió el capacho de la compra e hizo ademán de levantarse.
—Bueno. Es igual.
Carlos alargó el brazo y la retuvo.
—Espera.
—¿Para qué?
—Siento algo así como necesidad de que también me escuches.
—No. Me convencerías de cualquier cosa, de que he sido una estúpida, y no quiero que tú me convenzas.
Se levantó.
—Además, no me dirías la verdad. Y, sobre todo, me ocultarías algo de lo que estoy convencida. De que en algún momento te gusté.
Se colgó el capacho al brazo. Carlos quiso levantarse, pero ella le indicó que permaneciese sentado.
—No vengas. Puedes creerme que siento no haber aprovechado ese momento. Y, sin embargo, quizá sea la primera cosa buena que hice en mi vida.
Salió con paso tranquilo y, desde la puerta, se volvió y sonrió. Había en su rostro una gran nobleza resignada.
Rosario vio la sombra de un hombre junto a la cancela del corral; un hombre vestido de oscuro, como una mancha alargada que se destacaba sobre el pilar encalado del hórreo.
Se detuvo apenas un instante y continuó tranquila. Agarró, sin embargo, por el asa, el canastillo que llevaba; lo agarró con fuerza para golpear con él si fuese necesario.
El hombre llevó la mano al borde de la boina.
—Rosario.
—¿Quién eres?
—Ramón. ¿No te acuerdas?
Rosario titubeó.
—Estuviste en mi casa. Fuiste a ver a mi madre.
—Sí.
—Yo soy Ramón.
—Ya.
Se miraron en la oscuridad. Los ojos de Ramón relampagueaban.
—Pasaba… —dijo.
—¿Y qué?
—Pensé si querrías ir al baile.
Rosario rió.
—Sí. Al «Paraíso». Ahí al lado.
—No.
—Tengo ropa nueva, ¿sabes?
—No es por eso. Los viejos no me dejan ir.
—Podía hablarles.
—No, no. No me dejan. No te conocen.
—¿Es que no quieres?
—Es que no me dejarían.
—Ya. Otro silencio.
—¿Sabe tu madre que estás aquí? —preguntó ella.
—No.
—Tenías que habérselo dicho.
—A ella le parece bien.
—¿Ya habéis hablado?
—El otro día, cuando estuviste.
—¿Y qué? —Le parece bien.
—¿Y a ti?
—Yo puedo venir todas las noches un rato.
Rosario adelantó un paso, casi hasta rozarle. Él quedó quieto, envarado. —¿Sabes lo de Cayetano?
—Sí.
—¿No te importa?
Ramón se encogió de hombros.
—Vuelve mañana —añadió Rosario—. Hablaré a mi madre.
—¿No quieres venir al baile?
—No, no. No puedo. De veras.
Abrió la cancela y entró en el corral.
—Pero vuelve mañana.
El perro se le acercó y le hocicó las piernas.
—¡Quieto,
Carraza
!
El perro ladró a Ramón.
—¿Quién anda ahí? —preguntó desde el interior la vieja
Galana
.
—Soy yo, mi madre.
Alumbrada por la luz de la cocina, se volvió a medias y dijo adiós con la mano.
—¿Había alguien? —le preguntó su madre.
Rosario vació sobre la mesa el contenido del canastillo.
—Ramón.
—¿Quién es?
Rosario lo explicó.
—¿Qué quería?
—Me pidió la palabra.
La madre no respondió. Atizó unos leños y la miró.
—Es un buen muchacho, muy buen labrador. Ya hizo el servicio. Su madre está bien. Tienen la casa y unas tierras. No son más hermanos.
—¿Le mandaste volver?
—Sí, mañana.
La orquesta se componía, de piano, violín, saxofón, batería y fuelle. Los músicos vestían de gauchos convencionales, y en la cara exterior del bombo habían pintado el título criollo de la agrupación. El del acordeón y el de la batería cantaban cuando era menester; tangos con acento regional y fox-trots en fingido americano. Su gauchismo era sólo una apariencia: vivían en el pueblo de enfrente.
Cuando la orquesta descansaba, ponían discos en la gramola. Doña Lucía entró, con cuatro de sus ovejitas, pasadas las once y media.
Doña Lucía entró, con cuatro de sus ovejitas, pasadas las once y media. Treinta parejas bailaban un charlestón anticuado. En tres o cuatro cotarros de señoras se comentó la llegada. Al exagerar el maquillaje, doña Lucía había recordado a la Dama de las Camelias, y sabía que su entrada en el baile sería como la entrada en la ópera de Margarita Gautier. Llevaba preso en el traje un ramillete de camelias blancas, cuyo simbolismo no entendería nadie, seguramente.
Esperó junto a la puerta el silencio de la orquesta. Atravesó entonces el salón, seguida de sus ovejas, las cuales, sin embargo, no llegaron al rincón al que se dirigían, solicitadas en el camino por algunos mozalbetes. Doña Lucía se sentó y, con ojos entornados, examinó la gente de los grupos. No estaba Cayetano. Tampoco estaba su marido. Pero, tras los cristales de un mamparo, resplandecía la luz verde del tresillo. Cayetano estaría allí.
Llamó al botones.
—Ven, guapo. ¿Está por ahí dentro mi marido?
El chico le respondió que sí.
—Dile de mi parte que he llegado.
Se alejó el botones hacia el reservado de los jugadores. Vio doña Lucía, por la puerta abierta, sombras quietas, difícilmente identificables. Salió en seguida el botones y se acercó a ella.
—Dice que bueno.
—Oye, guapo… ¿Y está…?
—¿Quién?
—Nadie, nadie. Gracias. Tráeme un refresco.
Se abstrajo del baile, y acomodó el asiento de modo que viese la salida del reservado sin torcer la cabeza. Cada vez que una sombra se movía o que alguien salía, le saltaba el corazón.
—No ha venido. Se ha burlado de mí.
Sin embargo, el día anterior, por la mañana, le había dicho claramente que bailaría con ella. Se lo había dicho al despedirse, secretamente, mientras las ovejitas descendían del coche; y, antes, había arrimado la pierna hasta la suya y la había dejado quieta. Y cuando ella le había dicho, muy por lo bajo: «¡Es usted el diablo, Cayetano!», él había sonreído.
—Bueno. Después de todo…
En el acordeón empezaron a sonar unas escalas muy altas y muy lánguidas, perseguidas de cerca por el piano. Entró en seguida el violín, y sólo al final del preludio esbozó la caja un repique suave, como un trueno lejano y prolongado. La voz del tenor empezó a cantar:
Se arrasaran los compases compadrones
de un tango que se encoge
y que se estira.
Su música doliente parecida
sentir que una nostalgia se aproxima.
El bandoneón se encogía y estiraba como un tango; pero doña Lucía había cerrado los ojos, sellados por la palabra nostalgia, inmediatamente aislada de las otras, inmediatamente robada y apropiada. Llenó con ella el corazón, y decidió en seguida que era una nostálgica, y que en su imaginación se guardaban, como recuerdos, imágenes de algo que sólo en sueños había vivido y que ahora añoraba.
—¡Dios mío! Recuerdos de ensueños, sólo eso.
De ensueños y de esperanzas, que era lo mismo, porque la mayor parte de sus esperanzas las había hecho de la materia de los ensueños, tan imposibles como ellos.
—¡Para qué habré pensado que vendría!
Una voz de barítono se sumó el cantante, en contraste con la entrada simultánea del saxofón.
Te invito a penetrar en este templo
donde todo el amor lo purifica…
¡Si fuera cierto! ¡Si el amor lo purificase todo, si no fuera pecado! Pero sin el pecado, ¿sería de verdad amor? Ella desconocía el amor virtuoso. No había podido, al menos, experimentarlo. Porque con su marido, ¿había sido feliz? ¿Lo había amado verdaderamente?
Una mano se posó en su hombro. Abrió los ojos sobresaltada, como si aquella mano la hubiera lastimado.
—¿Qué haces, Lucía?
Era la señora de Cubeiro, embutido en seda prieta su cuerpo grande y fofo. Seda rosa, con adornos de terciopelo azul y un collar grande de perlas falsas.
—¿Dormías? ¡O es que te encuentras mal!
—Sí. Me encuentro mal. No debía venir al baile.
—¿Para qué vienes?
—Mis ovejitas. Es necesario que me cuide de ellas.
La señora de Cubeiro guiñó un ojo y se sentó a la derecha de doña Lucía.
—Pues no te duermas, porque una al menos de tus ovejitas se está dando un verde morrocotudo con mi sobrino.
—¡Dios mío!
En un rincón, al otro lado, el cuerpo de un muchacho casi tapaba el de Julita Mariño. Estaban de pie. El muchacho manoteaba.
—Es un escándalo. La juventud de ahora carece de vergüenza.
Doña Lucía, sin embargo, sonrió.
—Si es tu sobrino, no importa. A los muchachos no hay que temerlos. Todo se les va en palabras.
—Pues que se descuiden los padres de Julita y verán si mi sobrino…
La señora de Cubeiro hablaba con voz picada y gesto de convicción; pero, de repente, doña Lucía había dejado de hacerle caso.
—El peligroso es ése. El gavilán.
Cayetano, con la gabardina al brazo, miraba al salón, y poco a poco, todas las que bailaban y las que en los asientos esperaban ser sacadas a bailar, y las madres de todas, le fueron mirando. Vestía un traje oscuro, que, por contraste, recordó a doña Lucía el raído, el arrugado de Carlos.