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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (91 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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—¿Has hecho eso?

—Estaba desesperada. Y ahora…

Carlos, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, se sentó en el brazo del sofá.

—La Vieja está prácticamente sin sentido. Ni puedo decirle que te compre la casa ni creo en la legalidad de una venta así.

Clara se encogió de hombros.

—No venía a eso. Pero, a veces, necesita una contar sus penas a alguien.

Se levantó y se acercó a la ventana. La luz del faro le iluminaba el rostro: un destello blanco, uno rojo, uno blanco.

—Estoy fastidiada. Nunca me he visto en peor situación. Me voy a quedar sin casa y con dos mil duros por todo caudal para mi madre y para mí. ¡Y yo que pensaba poner una tiendecita…!

Tecleó con los dedos en el cristal. Carlos liaba un cigarrillo, sin mirarla. Ella regresó al asiento, miró de nuevo las llamas.

—A no ser que piense otra vez en Cayetano.

Carlos arrojó furiosa, súbitamente, el cigarro medio hecho.

—¡No seas bestia!

—Es el amo, Carlos. Hay que rendirse a la evidencia. Después de unos meses volvemos al punto de partida, aunque hayan variado mis condiciones. Puedo pedirle mi tiendecita…

Dio una patada a un leño. Se quebró la brasa, subieron las chispas por la chimenea.

—¡No me queda ni eso! Cayetano me desprecia y no daría por mí un real.

Se levantó.

—Bueno. Ya me he desahogado. Me vuelvo a mi fogón y a mi madre. Y a todo lo que es mío.

Había dejado el mantón encima de una silla. Carlos le ayudó a ponérselo. Quedaron juntos, muy cerca, frente a frente.

—Hay otra cosa que quisiera decirte, Carlos.

Él sonrió.

—Es curioso, y acabo de recordarlo no sé por qué… Es decir, sí lo sé. Desde que empezaron todos estos líos, y ando con la cabeza llena de ideas y con disgustos y con preocupaciones…

Se detuvo y bajó la cabeza.

—Bueno. Quiero decirte que
aquello
ya no pasa.

Salió de la habitación. En el pasillo, Carlos intentó contarle que el padre Eugenio esperaba ocasión de confesar a doña Mariana, y que había perdido la esperanza. Clara no parecía hacerle caso. Al bajar la escalera, le ofreció volver, si hacía falta para algo.

Dieron las once en el reloj de Santa María: las trajo el viento, que rolaba al nordés. Clara había arreglado a su madre y terminaba de fregar. Secó los platos, barrió el suelo, mató con agua las brasas vivas del fogón.

Se sentía cansada y entristecida. Colgaba de una cuerda su ropa blanca lavada: tentó si estaba seca, y no sintió deseos de ponerse a plancharla. Al día siguiente era domingo. ¿Y qué? No tenía para quién acicalarse. Recogió la ropa, hizo un montón y la dejó en el fondo de un canasto.

Encima de la mesa estaba la carta de Juan. La había releído, había intentado imaginar el encuentro con Inés, inútilmente, porque no alcanzaba a suponer las palabras que se habrían dicho. «A. mí, Juan me habría largado un bofetón, y yo le hubiera respondido: “Bueno, ¿y qué?”; pero Inés no soy yo. Inés se ha marchado de casa por motivos sublimes.» Buscó papel y un tintero, y se puso a escribir: «Querido Juan: me alegro de que estéis juntos y alegres. Mamá sigue lo mismo y yo ando a palos con la vida. Lo de la casa marcha mal. Cayetano vino a verme, dice que no permitirá que nadie la compre, y que me dará lo que quiera, de modo que los veinte mil duros se reducirán a la mitad, o poco más. Haced vuestras cuentas sobre eso y no sobre lo antes pensado. Si no estáis de acuerdo escribidme a vuelta de correo. Os quiere, Clara. P D. La Vieja está muriendo. Si Juan pensaba que ella nos compraría la casa en los veinte mil duros, que no se haga ilusiones. Recuerdos de Carlos Deza». No encontró sobre.

Había pasado media hora. Sonó, otra vez, el reloj y le pareció que las campanadas la empujaban a su cuarto. Dejó las cartas en la mesa y un tazón encima para que no las llevase el viento. En el cajón había cabos de velas: escogió uno, mediano, y lo encajó en la palmatoria: tuvo que envolverlo en un papel para que no bailase.

—Mañana puedo vender en la feria el traje de seda que me dio Carlos. Bien vale cinco duros.

El traje de seda estaba colgado en la pared de su cuarto, cubierto con una sábana vieja. Lo destapó y lo acarició. Sus dedos ásperos casi arañaban la seda: un roce que daba dentera. Pero lo acarició un rato.

—Total, ya no me sirve de nada. También es mala suerte.

Con cinco duros, bien administrados, podían comer, ella y su madre, más de una semana, y, en este tiempo, vendería la casa o tomaría una determinación.

—Pedir más dinero a Carlos no debo hacerlo.

Se sentó en el borde de la cama y empezó a desvestirse. Primero, las medias, zurcidas por la punta. Las dobló y las dejó sobre una silla. En cuanto llegase el buen tiempo podía andar sin ellas y era un ahorro. Aunque, sin medias, las piernas no estaban tan bonitas.

Desnuda, se puso el camisón y se metió en la cama. El frío de las sábanas la hizo chillar, encogerse. Poco a poco fue ganando terreno al frío, hasta quedar estirada, quieta. Recordó, entonces, lo que había dicho a Carlos sobre
aquello
. Lo recordó tranquilamente, sin turbación, sin deseo: «Pues sí que son extrañas estas cosas. ¡Quién había de decírmelo, no hace más de quince días…!». No se había esforzado ni desesperado como otras veces. No había peleado contra sí misma, hasta quedar vencida, estremecida de placer y repugnancia. Las cosas habían sucedido como si alguien le hubiese ayudado; como si de pronto alguien hubiese soplado en su imaginación y la hubiese dejado desierta; como si, además, se hubieran roto los puentes entre la imaginación y el cuerpo. ¡Qué tranquilidad en el cuerpo y en el alma!

Alargó el brazo, acercó la vela y la apagó. Dobló las rodillas y cruzó los brazos bajo el pecho. En una esquina del techo una polilla hacía un ruidito. Llegaban crujidos lejanos de la madera, alguna voz remota, la caricia del viento en los árboles. Se sintió sosegada. «Yo debía rezar algo.» Pensó que si alguien le había ayudado tenía que sentirse agradecida y decírselo. Murmuró: «Gracias». Cerró los ojos, y repitió: «Gracias». Los pies empezaban a calentarse, le subía el calor por las pantorrillas. Aquello estaba bien y era agradable. Lo que pasaba por su alma empezó a ser confuso.

Una mala postura, quizá una pesadilla o un sueño ingrato, despertó a Carlos bruscamente. Pensó que había dormido mucho y que la
Rucha
se habría dormido también en su turno de vela. Saltó de la cama, se puso encima la bata y fue a la alcoba de doña Mariana. La
Rucha
cabeceaba. Le rogó que esperase unos minutos más, que él la sustituiría. Buscó espabilarse bajo el agua de la ducha, se afeitó y se vistió de prisa. Cuando salió del cuarto de baño clareaba.

—Tráeme las cosas del desayuno en una bandeja. Yo me lo prepararé.

Luego, acuéstate.

—Sí, señor.

A tu madre, cuando se levante, que venga a hablar conmigo.

—Sí, señor.

—Y pon un servicio más. El padre desayunará también.

—El padre salió hace un rato, dijo que iba a decir misa a Santa María, y que vendrá en cuanto termine.

Doña Mariana dormía. Le tomó el pulso y la temperatura. Ella abrió un momento los ojos, sonrió y siguió durmiendo. Estaba agitada, respiraba con angustia, gemía o decía palabras oscuras, inconexas. Carlos bebió el café y abrió un poco la ventana. El aire venía fresco y húmedo; el cielo estaba gris plateado y lloviznaba. Había calmado el viento. Se oían los primeros rumores matinales: un grito lejano, un carretón que pasaba, voces en una casa vecina, el golpe de las olas.

Había soñado insistentemente con Clara. Se había despertado y había vuelto a soñar. Ahora le preocupaba lo soñado.

«Si doy por cierto que el sueño me revela una realidad que he querido ocultarme, desde que conozco a Clara no he hecho más que huirle. Rosario y doña Mariana han favorecido mi huida. Y ahora, al perder a doña Mariana, al comprender que Rosario sola no me basta, decido marcharme para siempre. Sin embargo, no estoy enamorado de Clara. Ni siquiera llegó a obsesionarme sexualmente, ni a atraerme más allá de lo natural.»

Unos niños descalzos se acercaron a una buceta, varada al cobijo del pretil, e intentaron botarla. Alguien que Carlos no veía les gritó. Los chiquillos salieron corriendo. Carlos cerró la ventana y volvió a la alcoba.

Doña Mariana había sacado los brazos fuera del embozo y golpeaba la sábana con los puños cerrados. La tapó.

«Puedo llegar a la conclusión, poco halagadora para mí, de que la temo por ser más mujer que las otras, por exigir de mí una conducta viril, una decisión a la que no me siento dispuesto. Pero no estoy seguro de que sea ésta la causa, y no otra. No estoy seguro de nada. Hoy pienso en Clara; ayer, en Mariana; la otra noche, en Rosario. Sucesivamente he creído huir de las tres. ¿Sé, en verdad, de qué huyo? Decididamente tendré que psicoanalizarme si quiero andar por el mundo sin tropezar en todas las esquinas y tomar el rábano por las hojas.»

Llamaron a la puerta y entró el padre Eugenio.

Ahí tiene su café —dijo Carlos—. Espero que no se le habrá enfriado.

—¿Cómo está ella?

—Temperatura, la normal a estas horas en quien ha llegado ayer a los cuarenta. El pulso, más débil.

—¿Cree usted que recobrará la lucidez?

—No lo sé.

Fray Eugenio se sirvió el café y preparó una rebanada de pan.

—Estuve hablando con el cura. Le dije la verdad: que yo me había instalado aquí, y que administraría los Sacramentos si había lugar.

Señaló una cajita que había dejado encima de la consola.

—He traído los Santos óleos y una Forma consagrada. El cura insistió en que lo hiciera.

Levantó hacia Carlos los ojos muy abiertos.

—No le daré la comunión a no ser que… En fin, que ella la pida.

—Usted sabrá.

—Don Carlos, creo en la realidad de los Santos Sacramentos.

No puedo, a sabiendas, permitir que se cometa un sacrilegio.

Carlos le sonrió y le golpeó la espalda.

—Ande, desayune tranquilo.

Pareció que doña Mariana hablaba. Carlos corrió a la alcoba. Doña Mariana tenía abiertos los ojos. Carlos se acercó.

—¿Cómo se encuentra?

—Fastidiada. ¿Con quién hablabas?

—Está ahí el padre Eugenio. Se enteró de que estaba usted enferma.

—¡Ah, sí! El padre Eugenio…

—No hable. Voy a darle un poco de café.

—No te vayas de mi lado.

Carlos encargó el café. Hizo seña al padre Eugenio de que esperase. Los dedos de doña Mariana tentaban en el aire, buscando algo. Carlos le cogió la mano y ella cerró los ojos.

—No te vayas.

Al traer el café preguntó si podrían echarle un poco de coñac.

—Carlos, quiero que me entierren en mi iglesia.

—Sí.

—Tendré que confesarme. Si no…

—Como usted quiera.

—El padre Eugenio…

—Sí, sí. No hable más de lo necesario.

—Dame algo que me espabile.

Tomó el café dificultosamente. Empezó a sudar.

—Arréglame las almohadas, Carlos. Dile a ése…

Carlos llamó al padre Eugenio.

—Las cosas marchan.

—¿Lo ha pedido ella? —los ojos del padre Eugenio brillaron de júbilo.

—Sí, pero no se haga ilusiones. No ha dicho que crea en Dios, sino que quiere confesarse.

Empujó al padre Eugenio hacia la alcoba. Doña Mariana había vuelto a cerrar los ojos y su mano insistía en buscar otra mano.

—Aquí está el padre Eugenio.

La mano de doña Mariana halló la de Carlos y la agarró fuertemente.

—No quiero que te vayas.

—El padre Eugenio viene a confesarla.

—Que se siente.

—Yo no puedo estar aquí mientras la confiesa.

Doña Mariana abrió los ojos, asustados.

—¿No? —miró a un lado y a otro—. ¿Dónde estás, Eugenio? —empezó a sonreír—. Ya. Estás ahí. Tan feo…

Soltó la mano de Carlos.

—No te alejes mucho. Ven en seguida.

Fray Eugenio esperó a que Carlos saliese. Besó las cruces de una estola, se la puso, se santiguó.

—Eugenio, estoy muy cansada.

—¿Quiere usted que coja su mano y le vaya diciendo los mandamientos? Bastará que me apriete cada vez que…

—Eugenio, acúsame de mis pecados. Yo diré que sí.

—Señora, yo…

Doña Mariana volvió a abrir los ojos. Sacó de alguna parte donde morían un destello de burla y energía. Ordenó:

—Sé valiente.

Fray Eugenio se levantó, hizo un esfuerzo, alzó los brazos.

—Mariana Sarmiento, sierva del Señor, te acuso de soberbia.

Ella sonrió y dijo un « sí» como un suspiro.

—Vas a morir a esta vida. Pronto nacerás a la vida eterna. Allí, tú misma serás tu juez. Tu propio movimiento te llevará a los pies del Señor, que padeció por rescatarte del pecado y de la muerte, o te alejará de Él para siempre. Si estás arrepentida, por amor o por temor…

Dejó caer el brazo izquierdo y alzó el derecho todavía más.


Ego te absoluo ab peccatis tuis

El brazo descendió y trazó en el aire la cruz.

—…
in Nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén.

—Gracias, Eugenio. Que venga Carlos.

El fraile recogió bruscamente la mano que acababa de dar la bendición y quedó quieto, asombrado, con un punto de espanto en el mirar. Doña Mariana había vuelto la cabeza hacia la pared y repetía:

—Que venga Carlos.

Salió el fraile. Carlos esperaba en el pasillo. Fumaba y paseaba.

—¿Ya?

—Don Carlos, ¿cree usted en el diablo?

El padre Eugenio, al hacerle la pregunta, le agarró por los hombros y le miró con ojos empavorecidos.

—Creo, al menos, en el mío. Alguna vez le hablé de él, ¿no lo recuerda?

—El corazón de doña Mariana tiene un demonio enroscado, un demonio que la ata a la tierra. Nosotros también lo tenemos. Usted, yo, todos, todos. ¿Por qué? ¿Sabe usted por qué?

—Antes creía saber algo del mío. Ahora, ni eso.

Se acercó a la puerta de doña Mariana.

—¿Qué hace?

—Le llama.

Carlos abrió la puerta.

Aunque el demonio la posea…, perdóneme. Tengo que atenderla. ¿Se va usted?

—No. Esperaré. No he perdido la esperanza.

Entró con Carlos y añadió en voz baja:

—La mía no es la oración de un santo, pero es también una oración.

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