Los gozos y las sombras (95 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Soltó la mano de Carlos y dejó caer su brazo.

—Me voy a comprar un poco de pescado. Ya me dirás si la obra del piso la hacemos por mi cuenta o por la de doña Mariana. Por lo pronto, mañana hablaré con el maestro de obras y te tendré al corriente. Dame la llave.

Carlos la buscó en el bolsillo y se la tendió.

—Hasta mañana, Carlos.

Marchó hacia la lonja, contra la luz. Carlos la contempló hasta que su figura se perdió en la sombra de una esquina. Luego, con las manos en los bolsillos, fue hacia la casa de doña Mariana.

El fuego de la chimenea empezaba a extinguirse. Carlos había abierto la ventana, y entraba el aire fresco, salobre, de la noche. Rosario, acurrucada en el sofá, le miraba ir y venir. Encima de la mesa lucía un quinqué. Carlos amortiguó la llama y lo llevó lejos. La habitación quedó en penumbra. Llegaba el rumor lejano de un motor jadeante.

—¿Quieres que cierre?

—Si el señor siente frío…

Carlos se sentó en una butaca y dejó las piernas reposar en el asiento de una silla. Ella rió.

—¿De qué te ríes?

—¿Está cansado el señor?

Saltó del sofá, cogió un mantón y tapó las piernas de Carlos.

—Así estará mejor.

Volvió a su rincón. Recogió las piernas y las tapó con la falda. Quedaban al descubierto, descalzos, los pies menudos.

—Ahora —dijo Carlos—, cuéntame cómo van tus cosas.

—¿Cuáles, señor?

—Las de tu casa.

—Como siempre —suspiró largo y entornó los ojos.

—Estoy decidido, ya te lo dije…

Rosario le interrumpió:

—¿El señor se marcha? ¿Está acordado ya?

—No iba a hablarte de eso.

—Pero yo quiero saberlo.

—El otro día te lo dije.

—Podía haber cambiado de pensamiento.

—No.

—Entonces, es que ya está cansado de una servidora.

—No es eso. Es que…

—¿Qué?

—No puedo estarme aquí eternamente. Tengo una carrera, ¿comprendes?, y he de ganarme la vida.

—Comprendo que este pueblo no es para el señor, ni yo tampoco. Eso lo supe siempre. Pero si el señor quiere llevarme consigo, yo lo dejo todo y me voy. El señor necesitará una criada.

Carlos sacudió el mantón que le embarazaba las piernas y acercó el asiento al sofá. Rosario no se movió. Carlos le acarició los pies.

—¿Sabes que no tengo dinero para mantenerme yo mismo? Va a ser muy duro.

—Si el señor vende lo que tiene, sacará para empezar. Por la Granja de Freame bien le dan los cuatro mil duros.

—Ésa es para ti.

Rosario se sobresaltó, pero frenó inmediatamente el sobresalto. Miró a Carlos con dulzura.

—No entiendo lo que quiere decir. A no ser que… Si piensa poner el arriendo a mi nombre, pudo haberlo tratado esta tarde, cuando habló con mis padres.

—Voy a regalártela.

—¿Por qué, señor? —Rosario abrió los ojos, y en las pupilas le centelleó una rápida luz alegre.

—Porque me voy, y tú vas a casarte, y quiero que seas dueña de tu casa. Es mi regalo de boda.

A Rosario se le entristeció el rostro; pero los ojos, vivos, espiaban los de Carlos.

—Al señor le ofende que me case. Pero ya le dije que, si me quiere a su lado, me voy con usted. No me importa que sea pobre. Claro que si le estorbo… En ese caso, hace bien en no llevarme. Pero tampoco es para regalarme la granja. No porque la desprecie, sino que me parece demasiado. Además, ¿qué van a decir de mí?

—¿Qué hubieran dicho si fuese Cayetano el que te la regalase?

—¡Ay, señor, no es lo mismo!

—¿Por qué?

—No sé decir el porqué, pero el señor me comprende.

Carlos se levantó y paseó en silencio, del sofá a la ventana y de la ventana al sofá. Las manos en los bolsillos, la cabeza agachada.

—No le parecerá mal lo que le dije —susurró Rosario.

Él tardó un rato en responderle.

—Mañana iré a La Coruña; tengo que arreglar asuntos de doña Mariana, y lo aprovecharé para hacerte la cesión de la granja ante notario. Y si vas a casarte, arregla los papeles para pronto, porque quiero ser tu padrino.

—¡Ay, señor!

Rosario saltó del sofá, corrió descalza hasta él y se colgó de su cuello. Buscó la boca esquiva de Carlos y la besó hasta borrarle el ceño y hacerle sonreír.

Cayetano hizo sonar el timbre. Acudió un ordenanza.

—Dígale al señor Martínez Couto que venga.

Esperó unos minutos. Martínez Couto entró y quedó junto a la puerta abierta, sonriendo.

—Mande.

—Váyase al coche de línea, y si viene en él don Carlos Deza, dígale de mi parte que a las siete pasaré a verle. Telefonéeme con la respuesta…

—Sí, señor. ¿Manda algo más?

Cayetano no respondió. Martínez Couto mantuvo unos instantes la sonrisa y luego se retiró y cerró la puerta silenciosamente.

Sobre la mesa de Cayetano había unos pliegos de papel, escritos con letra menuda, igual, de leguleyo. Los cogió y se puso a leerlos. De vez en cuando anotaba algo y volvía a la lectura. Se levantó un par de veces, consultó un grueso libro que guardaba en la caja de caudales. Parecía contento y silbaba por lo bajo. A alguien que le telefoneó con alguna consulta, respondió: «Que lo arregle mañana el capataz». Se sirvió un vaso de
whisky
.

La última luz de la tarde se iba debilitando. Oscurecía la madera de las paredes, y el oro de los cuadros perdía brillo. Sin dejar de leer, Cayetano encendió la lámpara de sobremesa. Dejó de silbar, rió. Sonó otra vez el teléfono; respondió secamente: «Está bien»; y luego: «Sí, puede quedarse». Entonces guardó los papeles en un cajón, salió del despacho y cerró la puerta con llave.

Doña Angustias esperaba en el cuarto de estar. Se había adormilado. La merienda estaba en la camilla. Al entrar Cayetano, abrió los ojos, sobresaltada; sonrió y le preguntó por qué se había retrasado aquella tarde.

—Ya hace rato que salieron los obreros.

—Unos papeles importantes. Tuve que leerlos.

Cayetano sirvió el café.

—¿Estás de buen humor, mamá?

—¿Por qué lo dices?

—Ando buscando la ocasión, desde hace días, de decirte algo.

—¿Algo malo? —doña Angustias se
estremeció y le miró
acongojada—. Si
es
algo malo, no me lo digas, hijo mío. Bastantes disgustos me dan los demás.

Cayetano abandonó la silla en que se había sentado y se dejó caer al lado de su madre, en el sofá. Abrió las faldas de la camilla, introdujo las piernas y las retiró en seguida.

—No pases cuidado. No es nada malo, ni siquiera nuevo.

Ella suspiró aliviada.

—Me habías dado un susto.

—¿Sabes que el hijo de doña Mariana… no es mi hermano?

—¿Qué dices?

Cayetano fe cogió una mano y se la acarició.

—Estoy convencido…, casi tengo las pruebas. Más aún: papá me lo aseguró y no mentía.

Doña Angustias le devolvió la caricia sin mirarle. Se le llenaban los ojos de lágrimas y volvió la cabeza.

—Pero ¿por qué le has hablado de eso? Y él, ¿qué va a decir?

—Muerta la Vieja, es algo que había que aclarar. Hay por medio mucho dinero, ¿comprendes?

—A mí eso del dinero no me importa.

Mojaba, con la mano libre, un pedazo de bollo en el café. La mano temblorosa no atinaba. Naufragó la sopa, y ella buscó la cucharilla para recogerla. Cayetano se adelantó. Acercó a la boca de su madre la cucharilla cargada de masa chorreante. Entonces le vio los ojos húmedos. Doña Angustias empezó a llorar.

—Bueno, no te pongas así. Si lo sé, no te lo digo.

Entre hipos, doña Angustias tragó el pedazo de bollo.

—Ahora tendré que perdonar a tu padre.

—¡Eso no, mamá! —se apartó bruscamente y derribó con el brazo la taza de café. Doña Angustias acudió con la servilleta a limpiarle los pantalones—. ¡Aunque no sea el padre de ese sujeto, eso no quita que te haya tenido humillada por la Vieja!

Abandonó el sofá, pero su madre le agarró y le atrajo hacia sí. Cayetano volvió a sentarse.

—Compréndelo, mamá. Ni yo puedo perdonarle nunca, ni tú tampoco. Fueron muchos los días que te vi llorar, un año y otro… ¿O es que ya no te acuerdas?

Doña Angustias suspiró y se limpió una lágrima.

—¿Cómo voy a olvidarlo?

—Entonces, no volvamos a hablar de perdón. No te lo dije para eso, sino para que estuvieras tranquila. Desde que enfermó la Vieja me he atormentado temiendo que el hijo de mi padre llegase a compartir con nosotros la propiedad del negocio. Ahora me he sacado la espina. El hijo de quién sea me importa menos.

Dio a su madre un cachete en la mejilla y se levantó.

—Además, van a cambiar las cosas. Pronto no habrá en la empresa más dinero que el nuestro.

Añadió que vendría a cenar y que, si se retrasaba un poco, lo esperasen. Doña Angustias le vio marchar enternecida. Luego se echó a llorar. El llanto le duró unos minutos. Secas las lágrimas, se levantó y fue al teléfono. Pidió que le pusieran con el capellán de Santa María.

Ahora mismo le mando el coche. Necesito confesarme y no me encuentro en estado de salir.

El cura le preguntó si estaba enferma, pero ella le respondió que sólo preocupada.

La
Rucha
, hija, de traje y delantal negros y cofia planchada, le abrió la puerta.

—Pase, don Cayetano. Por aquí.

Le condujo hasta el salón y añadió que don Carlos vendría en seguida. Cayetano no se sentó. Estaban encendidas todas las velas de los candelabros y las de la araña central. Había fuego en la chimenea, un fuego reciente, que aún no calentaba. Cayetano dio una vuelta alrededor del salón y se detuvo ante el retrato de doña Mariana. Oyó abrirse la puerta, oyó los pasos apagados de Carlos, que se acercaban, pero no se movió. Cuando Carlos estuvo a su lado, dijo sin volverse:

—Buen retrato, ¿eh? Y no estaba nada mal la Vieja en sus años verdes.

¡Cualquiera lo diría!

—¿Quieres sentarte?

Señaló el sofá. Cayetano sonrió.

—Me da reparo sentarme ahí. ¿No mancharé el tapizado?

—Puedes quedar de pie, si te acomoda.

Cayetano se sentó cuidadosamente. Arregló los pantalones.

—Estos muebles tan bonitos piden señores de frac, no un trabajador como yo en ropas de faena. ¿Y estas velas? ¿Las has encendido en mi honor?

—Sí.

—Si me lo hubieras advertido…

Carlos acercó una silla y se sentó también.

—Bueno. ¿De qué se trata hoy?

—El pésame. Vengo a darte el pésame por la muerte de mi enemiga. No eres su pariente, pero sí su gran amigo. Mentiría si te dijera que lo siento, pero comprendo que lo sientas tú.

—Gracias.

—Ya sé que el entierro fue una importante manifestación de duelo democrático. Todos los pescadores como un solo hombre. ¡Los últimos siervos de Pueblanueva se despiden llorando de la señora feudal! Y ahora, ¿qué?

Carlos se removió, inquieto, en el asiento.

—¿Qué de qué?

—¿Qué van a hacer ellos? Y tú, ¿qué vas a hacer? Me han dicho que te marchas.

—En cuanto pueda. Unas semanas, todo lo más.

—Me dejas el campo libre. Perfecto. Pero ¿y esos pobres pescadores? ¿Vas a permitir que caigan bajo mi tiranía?

—No está en mis manos evitarlo.

—¿Estás seguro?

Carlos le miró largamente; Cayetano aguantó la mirada sin dejar de sonreír. Carlos dijo:

—Siempre hemos jugado con cartas a la vista, pero esta vez sospecho que ocultas algún as. ¿Es de triunfo?

—Según.

Cayetano sacó la petaca calmosamente, la abrió, ofreció a Carlos un cigarrillo.

—Hoy hablaremos largo, y no me encuentro cómodo en este sitio. Es demasiado elegante, y, además, me siento atraído por el retrato de la Vieja. Me mira, y esto me molesta, porque no me gusta que me miren los muertos. Allá, en tu torre, me encontraba mejor.

Carlos se levantó.

—Ven.

Le llevó al cuarto de estar, encendió los quinqués y señaló a Cayetano una butaca. Puso una botella y vasos encima de la camilla y sirvió vino.

—La Vieja vivía como una duquesa, ¿eh? ¿Es este sillón el que ocupaba ella?

—No. Este otro.

—Como una duquesa, con su vinillo y todo —probó un sorbo—. Del bueno. ¡Ya lo creo! Un excelente rioja.

Apuró el vaso y lo dejó sobre la mesa. Carlos se sentó.

—¿Y ese as?

—¿Conoces el testamento de la Vieja? —Carlos movió la cabeza, negando—. Yo, sí. Lo he leído, lo he estudiado esta tarde. Es el testamento de una loca.

—¿Vas a decirme que también tienes al notario a sueldo?

Cayetano rió.

—Nunca serías un buen político, Carlos. Al juez, al notario, al cura, no se les debe comprar, habiendo chupatintas, secretarios y sacristanes. Un oficial de la notaría me manda copia de los documentos que necesito. En este caso, la del testamento de la Vieja. Por cierto que incompleto, porque hay un codicilo en sobre lacrado que mi… colaborador no ha podido abrir. Pero, de momento, no tiene importancia.

Se repantigó en la butaca; echó una bocanada lenta, larga, de humo. Miraba de frente, con la cabeza levantada, con una sonrisa que se acentuaba o menguaba, pero sin desaparecer. Y el tono de su voz era un poco insolente.

—Ése es mi as.

—Me has ganado sólo por unos días. El notario vendrá la semana próxima a Pueblanueva.

—Y tú, naturalmente, no te marcharás hasta que el notario haya venido. Pero yo puedo anunciarte que, a lo mejor, no te vas. De modo que, si de verdad quieres irte, no esperes al notario.

—Me iría aunque la Vieja me hubiera constituido en su heredero universal. Pero ella no ha hecho eso, estoy seguro.

—No, no lo ha hecho. Dejártelo todo a ti seria, en cierto modo, razonable, porque fuiste su único amigo en el mundo, y ya te dije que es el testamento de una loca. No te deja nada. Es decir, te lega su retrato y te autoriza a escoger lo que quieras entre sus alhajas y objetos de uso. Lo que se dice un recuerdo sentimental, como cumple a personas desinteresadas que se han amado mucho.

Le dio la risa repentinamente. Carlos le preguntó de qué reía.

—El testamento de una loca. Doña Mariana no tenía ni idea de lo que es un capital, a pesar de ser el suyo tan grande y de haberlo sabido conservar y acrecentar. Porque un capital, amigo mío, es algo que no debe dividirse, caiga quien caiga. Vuestras familias se arruinaron desde que tuvieron que repartir los bienes entre todos los hijos. Y si la de doña Mariana no se arruinó, fue porque ella era hija única de hijo único. Pues ya ves: ahora cornete el error de repartir su fortuna; de repartirla, además, de una manera absurda. Deja esta casa, y todas las fincas rústicas y urbanas, a su sobrina; en cuanto a las acciones del astillero, que son un buen pico —¡si lo sabré yo!—, manda que se vendan —¿entiendes?, ¡que se vendan!— y que se divida el dinero, a partes iguales, entre la sobrina y mi hermano.

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