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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

Los hijos de Húrin (11 page)

BOOK: Los hijos de Húrin
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—No obstante, la empuñaré mientras pueda —dijo Beleg; y dando gracias al rey tomó la espada y partió. Con muchos peligros, buscó en vano por toda Beleriand noticias de Túrin, y ese invierno pasó, y también la primavera que lo siguió.

6
Túrin entre los proscritos

A
quí continúa la historia de Túrin. Éste, creyéndose un proscrito perseguido por el rey, no volvió con Beleg a las fronteras septentrionales de Doriath, sino que partió hacia el oeste, y abandonando en secreto el Reino Guardado, se dirigió a los bosques al sur del Teiglin. Allí, antes de la Nirnaeth, muchos Hombres habían morado en viviendas aisladas; eran en su mayoría del pueblo de Haleth, pero no tenían señor alguno y vivían de la caza y también de la agricultura, criando cerdos con bellotas y despejando terrenos en los bosques, que luego cercaban contra la flora silvestre. Pero la mayor parte había sido por entonces aniquilada o había huido a Brethil, y toda esa región vivía en el temor de los Orcos y los proscritos. Porque en ese tiempo de ruina Hombres sin casa y desesperados, despojos de batallas y derrotas en tierras devastadas, extraviaron la buena senda, y algunos eran Hombres que habían huido al descampado, perseguidos por sus malas acciones. Cazaban y recolectaban los alimentos que podían; pero en invierno, cuando los acosaba el hambre, eran tan temibles como los Lobos, y Gaurwaith, los licántropos, los llamaban aquellos que todavía defendían sus casas. Unos cincuenta de esos Hombres se habían unido en una banda, y erraban en los bosques más allá de las fronteras occidentales de Doriath; y apenas eran menos odiados que los Orcos, porque había entre ellos gente descastada, dura de corazón, que guardaban rencor contra los de su propia especie.

El más torvo entre ellos era uno llamado Andróg, que había sido perseguido en Dor-lómin por haber dado muerte a una mujer; y otros también provenían de esa tierra: el viejo Algund, el de más edad de la banda, que había huido de la Nirnaeth, y Forweg, como se llamada a sí mismo, el capitán de la banda, un hombre de cabellos rubios y ojos brillantes de mirada huidiza, corpulento y audaz, pero muy apartado de las leyes de los Edain y del pueblo de Hador. Se habían vuelto muy cautelosos y ponían exploradores o guardianes a su alrededor, avanzaran o se mantuvieran quietos en un sitio; y de ese modo no tardaron en conocer que Túrin se encontraba en aquellos parajes. Le siguieron el rastro y lo rodearon; y de pronto, al salir a un claro junto a un arroyo, Túrin se encontró dentro de un círculo de hombres con arcos tensos y espadas desenvainadas.

Entonces Túrin se detuvo, pero no mostró ningún temor.

—¿Quiénes sois? —preguntó—. Creí que sólo los Orcos asaltaban a los Hombres; pero veo que estaba equivocado.

—Quizá tengas que lamentar el error —le dijo Forweg—, porque ésta es nuestra guarida, y no permitimos que otros Hombres entren en ella. Les cobramos la vida como prenda, a no ser que lleguen a pagar un rescate.

Entonces Túrin rió.

—No obtendréis un rescate de mí —dijo—, descastado y proscrito. Podréis registrarme cuando esté muerto, pero os costará caro comprobar la verdad de mis palabras. Probablemente muchos de vosotros moriréis antes.

No obstante, su muerte parecía cercana, porque muchas flechas se apoyaban en las cuerdas a la espera de la orden del capitán; y ninguno de sus enemigos estaba al alcance de un salto con la espada esgrimida. Pero Túrin, que vio unas piedras a sus pies junto a la orilla del arroyo, se inclinó repentinamente; y en ese instante uno de los hombres, enfadado por sus palabras, le disparó un venablo. Pero éste pasó volando sobre Túrin, que irguiéndose como un resorte, arrojó una piedra con gran fuerza y puntería, y el arquero cayó con el cráneo roto.

—Vivo podría seros de mayor utilidad en lugar de ese desdichado —dijo Túrin; y volviéndose a Forweg, dijo: —Si eres el capitán, tus hombres no deberían disparar sin que se les dé la orden.

—No lo permito —dijo Forweg—; pero la reprimenda no se ha hecho esperar. Te aceptaré en su lugar si haces más caso de mis palabras.

—Lo haré —respondió Túrin— mientras seas el capitán, y en todo lo que corresponda al capitán. Pero la decisión de aceptar a un nuevo hombre en la compañía no la toma uno solo, creo. Todas las voces deben ser escuchadas. ¿Hay alguien que no me dé la bienvenida?

Entonces dos de los proscritos clamaron contra Túrin, y uno era un amigo del hombre caído. Ulrad se llamaba.

—Extraño modo de ingresar en un grupo de compañeros —dijo—, matando a uno de sus mejores hombres.

—No sin motivo —dijo Túrin—. Pero ¡venid, pues! Os haré frente a los dos juntos, con armas o la sola fuerza. Entonces veréis si soy apto para reemplazar a uno de vuestros mejores hombres. Sin embargo, si hay arcos en la prueba, también yo debo tener uno.

Entonces avanzó hacia ellos; pero Urlad se retiró y no quiso pelear. El otro arrojó su arco y miro a Túrin de arriba abajo; y este hombre era Andróg de Dor-lómin.

—No puedo rivalizar contigo —dijo por fin sacudiendo la cabeza—. No creo que haya nadie aquí que pueda. Por mi parte, puedes unirte a nosotros. Pero hay algo de extraño en tu apariencia; eres un hombre peligroso. ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Neithan el Ofendido —dijo Túrin, y Neithan lo llamaron en adelante los proscritos; pero aunque les dijo que había sufrido una injusticia (y a cualquiera que declarara lo mismo, prestaban un oído demasiado atento), no reveló nada más acerca de su vida y su patria. No obstante, ellos advirtieron que había caído de una situación elevada, y que aunque no tenía otra cosa que sus armas, éstas eran de hechura élfica. Pronto se ganó el aprecio de todos, porque era fuerte y valiente, y tenía más conocimiento que ellos de los bosques, y confiaban en él, porque no era codicioso y pensaba poco en sí mismo; pero le tenían miedo por causa de sus súbitas cóleras, que rara vez entendían.

A Doriath, Túrin no podía volver, o su orgullo no se lo permitía; nadie era admitido en Nargothrond desde la caída de Felagund. Al pueblo menor de Haleth en Brethil, no se dignaba ir; y a Dor-lómin no se atrevía, pues estaba estrechamente vigilado, y un hombre solo en aquel tiempo, pensaba, no podía atravesar los pasos de las Montañas de la Sombra. Por tanto, Túrin se quedó con los proscritos, pues la compañía de cualquier hombre hacía más soportables las asperezas de las tierras salvajes y como deseaba vivir y no podía estar luchando siempre con ellos, no se empeñó demasiado en impedirles sus malas acciones. No obstante a veces la piedad y la vergüenza despertaban en él, y estallaba entonces en una cólera peligrosa. Así vivió hasta el final de ese año y soportó las privaciones y el hambre del invierno, hasta que la animación llegó, y después una hermosa primavera.

Ahora bien, en los bosques del sur del Teiglin, como se dijo, vivían todavía algunos hombres, resistentes y cautelosos, aunque en número escaso. A pesar de que no querían a los Gaurwaith, y no sentían por ellos ninguna piedad, en el crudo invierno ponían los alimentos que les sobraban donde los Gaurwaith pudieran encontrarlos; y así esperaban evitar el ataque de la banda de hambrientos. Pero obtenían menos gratitud de los proscritos que de las bestias y las aves, y eran sobre todo los perros y las cercas los que los defendían. Porque cada vivienda tenía grandes setos alrededor de terrenos despejados, y en torno de las casas había una zanja y un vallado; y había senderos de vivienda a vivienda, y los hombres podían pedir ayuda en momentos de necesidad haciendo sonar un cuerno.

Pero cuando llegaba la primavera, era peligroso para los Gaurwaith demorarse cerca de las casas de los Hombres del Bosque, que solían reunirse para perseguirlos; y por tanto a Túrin le extrañaba que Forweg no diera orden de alejarse. Había más caza y alimento y menos peligro en el Sur, donde ya no quedaban Hombres. Entonces un día Túrin echó en falta a Forweg y también a Andróg, su amigo; y preguntó dónde estaban, pero sus compañeros se rieron.

—Se ocupan de sus propios asuntos, supongo —dijo Ulrad—. Volverán pronto, y entonces nos pondremos en marcha. De prisa, quizá; porque seremos afortunados si no traen tras ellos las abejas de las colmenas.

El sol brillaba y las jóvenes hojas verdeaban; y Túrin se cansó del sórdido campamento de los proscritos, y se alejó a solas por el bosque. A pesar de sí mismo recordaba el Reino Escondido, y le parecía oír el nombre de las flores de Doriath como ecos de una vieja lengua casi olvidada. Pero de pronto oyó gritos, y de una espesura de avellanos salió corriendo una joven; tenía la ropa desgarrada por los espinos, y estaba muy asustada, y tropezó y cayó al suelo jadeando. Entonces Túrin saltó hacia la espesura con la espada desenvainada, y derribó a un hombre que salía de ella a la carrera; y sólo en el momento mismo de asestar el golpe, vio que era Forweg.

Pero mientras miraba asombrado la sangre sobre la hierba, apareció Andróg y se detuvo también, atónito.

—¡Una mala obra, Neithan! —exclamó y desenvainó la espada.

Pero el ánimo de Túrin se había enfriado, y dijo a Andróg:

—¿Dónde están pues los Orcos? ¿Los habéis dejado atrás para socorrerla?

—¿Orcos? —le dijo Andróg—. ¡Necio! Y te llamas un proscrito. Los proscritos no conocen otra ley que la de la necesidad. Cuídate de las tuyas, Neithan, y deja que nosotros cuidemos de las nuestras.

—Así lo haré —dijo Túrin—. Pero hoy nuestros caminos se han cruzado. Me dejarás a mí esta mujer, o te unirás a Forweg.

Andróg rió.

—Si así está la cosa, haz como quieras —dijo—. No pretendo medirme a solas contigo, pero puede que nuestros compañeros tomen a mal esta muerte.

Entonces la mujer se puso en pie y puso una mano sobre el brazo de Túrin. Miró la sangre y miró a Túrin, y había alegría en sus ojos.

—¡Matadlo, señor! ¡Matadlo también a él! Y luego venid conmigo. Si traéis sus cabezas, Larnach, mi padre, no se sentirá disgustado. Por dos «cabezas de lobo» ha recompensado bien a los hombres.

Pero Túrin le preguntó a Andróg:

—¿Queda lejos su casa?

—A un par de kilómetros más o menos —respondió—, en una casa cercada en aquella dirección. Ella se estaba paseando fuera.

—Vuelve, pues, de prisa —dijo Túrin volviéndose a la mujer—. Dile a tu padre que te guarde mejor. Pero no cortaré las cabezas de mis compañeros para comprar su favor ni el de nadie. Entonces envainó la espada.

—¡Ven! —le dijo a Andróg—. Volveremos. Pero si quieres dar sepultura a tu capitán, tendrás que hacerlo solo. Date prisa, pues puede cundir la alarma. ¡Trae sus armas!

La mujer se fue por los bosques, y miró atrás muchas veces antes de que los árboles la ocultaran. Entonces Túrin siguió su camino sin decir ya nada más, y Andróg lo miró partir, y frunció el entrecejo como quien trata de resolver un acertijo.

Cuando Túrin volvió al campamento de los proscritos, los encontró inquietos e incómodos; porque habían permanecido ya mucho tiempo en un mismo sitio, cerca de casas bien guardadas, y murmuraban en contra de Forweg.

—Corre riesgos a nuestras expensas —decían—; y otros pueden tener que pagar por sus placeres.

—Entonces escoged un nuevo capitán —dijo Túrin irguiéndose delante de ellos—. Forweg ya no puede conduciros porque está muerto.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ulrad—. ¿Buscaste miel en la misma colmena? ¿Lo picaron las abejas?

—No —dijo Túrin—. Una picadura bastó. Yo lo maté. Pero perdoné a Andróg y pronto volverá.

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