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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

Los hijos de Húrin (9 page)

BOOK: Los hijos de Húrin
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Ahora bien, Thingol tenía en Menegroth inmensas armerías, repletas de una gran riqueza en armas: mallas labradas en metal como escamas de peces, y brillantes como el agua a la luz de la luna; espadas y hachas, escudos y yelmos forjados por el mismo Telchar o por su maestro Gamil Zirak el viejo, o por herreros Elfos todavía más hábiles. Porque algunas cosas las había recibido como regalos traídos de Valinor, y eran obra de Fëanor, el maestro herrero, cuyo arte nunca ha sido igualado desde que el mundo es mundo. No obstante, Thingol sostuvo el Yelmo de Hador como si sus propios tesoros fueran escasos, y habló con palabras corteses diciendo:

—Orgullosa era la cabeza que soportó este yelmo, que los mayores de Húrin soportaron.

Entonces se le ocurrió una idea, y llamó a Túrin y le dijo que Morwen le había enviado a su hijo una cosa de gran poder, la heredad de sus padres.

—Recibe ahora La Cabeza del Dragón del Norte —dijo—, y cuando llegue el día, llévala para bien.

Pero Túrin era demasiado pequeño todavía para levantar el yelmo, y no hizo caso de él por la pena que tenía en el corazón.

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Túrin en Doriath

E
n sus años de infancia pasados en Doriath, Túrin era vigilado por Melian, aunque rara vez la veía. Pero había una doncella llamada Nellas que vivía en los bosques; y a pedido de Melian, seguía los pasos de Túrin por si se extraviaba en el bosque, y a menudo lo encontraba allí como si fuera por casualidad. De Nellas, Túrin aprendió mucho sobre las costumbres y las criaturas silvestres de Doriath, y ella le enseñó a hablar la lengua Sindarin según la manera del viejo reino, más antigua, más cortés y más rica en hermosas palabras.
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Así, por un breve tiempo, se le aligeró el ánimo, hasta que la sombra lo oprimió otra vez, y esa amistad se desvaneció como una mañana de primavera. Porque Nellas no iba a Menegroth, y no estaba nunca dispuesta a andar bajo techos de piedra; de modo que cuando la niñez de Túrin quedó atrás, y dedicó sus pensamientos a los asuntos de los hombres, la vio cada vez con menor frecuencia, y por último dejó de buscarla. Pero ella lo vigilaba todavía, aunque ahora se mantenía oculta.
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Nueve años vivió Túrin en las estancia de Menegroth. Tenía el corazón y los pensamientos puestos siempre en los suyos, y de vez en cuando le traían alguna noticia, que lo consolaba. Porque Thingol enviaba mensajeros a Morwen con tanta frecuencia como le era posible, y ella enviaba palabras para su hijo; así supo Túrin que su hermana Niënor crecía en Belleza, una flor en el gris del Norte, y la pesadumbre de Morwen se aliviaba. Y Túrin creció en estatura hasta que fue alto entre los Hombres, y su fuerza y temeridad alcanzaron renombre en el reino de Thingol. En esos años aprendió mucha ciencia, y escuchaba con ansia las historias de los días antiguos; y se volvió pensativo y parco en palabras. A menudo Beleg Arco Firme iba a Menegroth en su busca, y lo conducía lejos por el campo enseñándole los caminos del bosque y el manejo del arco y (lo que a él más le gustaba) la esgrima de la espada; pero en las artesanías de la fabricación no era tan hábil, pues no medía bien sus propias fuerzas, y con frecuencia estropeaba lo que hacía con algún golpe súbito. En otros asuntos tampoco la fortuna le era propicia, de modo que lo que se proponía a menudo no llegaba a buen término, y no obtenía lo que deseaba; tampoco se hacía de amigos fácilmente, pues no era alegre y rara vez reía, y una sombra envolvía su juventud. No obstante, era amado y estimado por quienes lo conocían bien, y recibía todos los honores de hijo adoptivo del Rey.

Sin embargo, había uno que le envidiaba este honor, cada vez más a medida que Túrin se hacía hombre: Saeros, hijo de Ithilbor, lo llamaban. Era uno de los Noldor que se habían refugiado en Doriath después de la caída del señor Denethor en Amon Ereb, en la primera batalla de Beleriand. Estos Elfos vivían casi todos en Arthórien, entre Aros y Celon, en el este de Doriath, errando a veces más allá del Celon por las tierras desiertas; y no eran amigos de los Edain desde que éstos atravesaron Ossiriand y se establecieron en Estolad. Pero Saeros moraba sobre todo en Menegroth, y se ganó la estima del rey; y era orgulloso, y trataba con altivez a los que consideraba de menor condición y valor que él. Se hizo amigo de Dieron el trovador,
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porque también él era hábil para el canto; y no sentía amor alguno por los Hombres, y menos todavía por cualquiera que fuese pariente de Beren Erchamion.

—¿No es extraño —decía— que esta tierra acoja a otro miembro de esa desdichada raza? ¿No hizo el otro ya bastante daño a Doriath? —Por tanto, miraba de través a Túrin, criticando lo que hacía cada vez que se presentaba la ocasión. Si se encontraba con Túrin a solas, le hablaba con altivez y le mostraba claramente su desprecio; y Túrin estaba cansándose de él, aunque por mucho tiempo contestó con el silencio a sus torcidas palabras, porque Saeros era grande entre los del pueblo de Doriath y consejero del Rey. Pero el silencio de Túrin displacía a Saeros tanto como lo que decía.

En el año que Túrin cumplió los diecisiete años, se le reavivó la pena; porque en ese tiempo dejó de recibir noticias de su hogar. Año a año había crecido el poder de Morgoth, y toda Hithlum estaba ahora bajo su sombra. Sin duda sabía mucho de lo que hacía la parentela de Húrin, y no los molestó por un tiempo, a la espera de la consumación de sus designios; pero ahora, había apostado una estrecha vigilancia en todos los pasos de las Montañas Sombrías, para que nadie pudiera salir de Hithlum ni entrar en ella, salvo con gran peligro, y los Orcos pululaban alrededor de las fuentes del Narog y del Teiglin, y por el curso superior de las aguas del Sirion. Así, llegó un momento en que los mensajeros de Thingol ya no volvieron, y él no estuvo dispuesto a enviar a ningún otro. Siempre le había disgustado que alguien se alejara más allá de las fronteras protegidas, y en nada había demostrado mejor voluntad a Húrin y a su parentela que en el hecho de haber enviado a gentes de su pueblo por los peligrosos caminos que conducían a Morwen en Dor-lómin.

Pues bien, el corazón de Túrin se llenó de pesadumbre al no saber qué nuevo mal acechaba, y temiendo que un hado desdichado se cerniera sobre Morwen y Niënor; y por muchos días permaneció sentado en silencio, pensando en la caída de la Casa de Hador y de los Hombres del Norte. Luego se puso en pie y fue al encuentro de Thingol; y lo encontró sentado junto con Melian bajo Hírilorn, la gran haya de Menegroth.

Thingol miró a Túrin asombrado, al ver de pronto frente a él, en lugar de a su hijo adoptivo, a un hombre silencioso y extraño, alto, de cabellos oscuros, que lo miraba con ojos profundos en un rostro blanco, severo y orgulloso.

—¿Qué deseas, hijo adoptivo? —preguntó Thingol, y adivinó que no quería pedirle algo pequeño.

—Cota de malla, espada y escudo de mi tamaño, señor —respondió Túrin—. Además, con vuestro permiso, reclamaré ahora el Yelmo-Dragón de mis antepasados.

—Tendrás lo que pides —le concedió Thingol—. Mas ¿para qué necesitas esas armas?

—Las necesita un hombre —respondió Túrin—; y un hijo que tiene parientes que recordar. Y también necesitará compañeros de armas valientes.

—Te asignaré un lugar entre mis caballeros de la espada, porque la espada será siempre tu arma —dijo Thingol—. Con ellos puedes aprender a guerrear en las fronteras, si tal es tu deseo.

Pero Túrin dijo:

—Mi corazón me insta a ir mas allá de las fronteras de Doriath; antes prefiero atacar las fuerzas del Enemigo, que defender los confines de la tierra.

—Entonces has de partir solo —dijo Thingol—. El papel que desempeñe mi pueblo en la guerra con Angband, lo dicto según mi mejor parecer, Túrin, hijo de Húrin. No he de enviar ahora fuerzas de armas de Doriath; ni en tiempo alguno que pueda prever todavía.

—Pero eres libre de ir donde te plazca, hijo de Morwen —dijo Melian—. El Cinturón de Melian no estorba la partida de los que entraron en él con nuestro permiso.

—A no ser que un buen consejo te retenga —Le dijo Thingol.

—¿Cuál es vuestro consejo, señor? —preguntó Túrin.

—En estatura pareces un Hombre —respondió Thingol—, pero sin embargo no has alcanzado todavía la plenitud de la edad. Cuando ese momento llegue, entonces quizá puedas recordar a los tuyos; pero hay poca esperanza de que un Hombre solo pueda hacer más contra el Señor Oscuro que ayudar a la defensa de los señores Elfos, en tanto ella pueda durar.

Entonces Túrin dijo:

—Beren, mi pariente, hizo más.

—Beren y Lúthien —dijo Melian—. Pero eres en exceso audaz al hablarle así al padre de Lúthien. No es tan alto tu destino, según creo, Túrin, hijo de Morwen, aunque tu hado esté entretejido con el del pueblo de los Elfos, para bien o para mal. Ten cuidado de que no sea para mal. Luego, al cabo de un silencio, habló otra vez diciendo:

—Vete ahora, hijo adoptivo; y escucha el consejo del rey. No obstante, no creo que permanezcas mucho con nosotros en Doriath después de que seas un verdadero hombre. En días por venir, recuerda las palabras de Melian, será para tu bien: teme a la vez el calor y la frialdad de tu corazón.

Entonces Túrin hizo una reverencia y se despidió. Y poco después se puso el Yelmo del Dragón, y se armó, y se dirigió a las fronteras septentrionales a unirse con los guerreros Elfos, trenzados en guerra incesante con los Orcos y todos los sirvientes y las criaturas de Morgoth. Así, aún apenas salido de la niñez, su fuerza y su coraje fueron puestos a prueba; y recordando los males sufridos por los suyos, era siempre el primero en hechos de atrevimiento, y recibió muchas heridas de lanza y de flecha y de las retorcidas espadas de los Orcos.

Pero su hado lo libró de la muerte; y la nueva corrió entre los bosques y se oyó más allá de Doriath: el Yelmo del Dragón de Dor-lómin había vuelto a verse. Entonces muchos se asombraron diciendo:

—¿Es posible que el espíritu de Hador o de Galdor el de Alta Talla haya vuelto de entre los muertos? ¿O en verdad Húrin de Hithlum ha escapado de los fosos de Angband?

En ese tiempo sólo uno era más poderoso que Túrin entre los guardianes de la frontera de Thingol, y ése era Beleg Cúthalion; y Beleg y Túrin eran compañeros en todos los peligros; y juntos se alejaban internándose a lo largo y a lo ancho de los vastos bosques.

Así transcurrieron tres años, y en ese tiempo Túrin iba rara vez a las estancias de Thingol; y ya no cuidaba la apariencia ni las vestiduras, y llevaba los cabellos desgreñados, y la cota de malla cubierta de una capa gris y desgastada por la intemperie. Pero sucedió en el tercer verano, cuando Túrin tenía veinte años, que deseando descansar y necesitado de ciertos trabajos de herrería para la reparación de sus armas, llegó inesperadamente a Menegroth al caer la tarde; y entró en la sala. Thingol no se encontraba allí, porque había salido a la floresta en compañía de Melian, como le gustaba hacerlo a veces en pleno verano. Túrin se dirigió a un asiento inadvertidamente, porque estaba fatigado por el viaje y ensimismado en sus pensamientos; y por mala suerte se acercó a una mesa entre los mayores del reino y se sentó precisamente en el sitio que acostumbraba ocupar Saeros. Saeros, que llegó tarde, se enfadó creyendo que Túrin lo había hecho por orgullo y con intención de ofenderlo; y no disminuyó su enfado el hecho de que los que había allí sentados no rechazaran a Túrin, sino que le dieran la bienvenida.

Por un rato Saeros fingió un igual talante y ocupó otro asiento a la mesa frente al de Túrin.

—Rara vez el guardián de la frontera nos favorece con su compañía —dijo—, y de buen grado le cedo mi asiento de costumbre, por la oportunidad de conversar con él.

Pero Túrin, que estaba hablando con Mablung, el Cazador, no se levantó, y se limitó a decirle un breve «Gracias».

Entonces Saeros lo asedió a preguntas acerca de las nuevas de las fronteras y de sus hazañas en las tierras salvajes; pero aunque sus palabras parecían amables, el tono de burla era evidente. Entonces Túrin dejó de responder, y miró alrededor, y probó la amargura del exilio; y a pesar de la luz y las risas de las moradas élficas, su pensamiento se volvió a Beleg y su vida en los bosques, y, más lejos todavía, a Morwen, en Dor-lómin, la casa de su padre; y frunció el entrecejo, tan negros eran entonces sus pensamientos. Saeros, creyendo que el mal gesto le iba dirigido, ya no reprimió su enfado; tomó un peine dorado y lo arrojó sobre la mesa, delante de Túrin, gritando:

—Sin duda, Hombre de Hithlum, viniste de prisa a esta mesa y es posible disculpar el mal estado de tu capa; pero no es necesario que dejes tus cabellos desatendidos como un matorral de malezas. Y quizá, si tuvieras los oídos destapados, oirías mejor lo que se te dice.

Túrin no dijo nada, pero volvió los ojos a Saeros y había una chispa en su negrura. Pero Saeros no hizo caso de la advertencia y devolvió la mirada con desprecio, diciendo de modo que todos pudieran oírlo:

—Si los Hombres de Hithlum son tan salvajes y fieros, ¿cómo serán las mujeres de esa tierra? ¿Corren como los ciervos vestidas sólo con sus cabellos?

Entonces Túrin alzó una copa y la arrojó a la cara de Saeros, que cayó hacia atrás con gran daño; y Túrin desenvainó la espada y lo habría atacado si Mablung el Cazador, que estaba junto a él, no lo hubiese retenido. Entonces Saeros, poniéndose en pie, escupió sangre sobre la mesa, y habló desde una boca quebrada:

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