—No quiero inmiscuirme, pero no creo...
—Usted no vive aquí, no sabe nada. El bebería cicuta de las manos de ella, hasta el más grande de los hombres pierde la cabeza por las arteras tretas de una fémina, y él no es de los más grandes, se lo aseguro. —¿No les resulta familiar este discurso, como pronunciado por nuestro doctor indio?—. Hágame caso, señor Torres, sé que está casado y eso cegará su intelecto, pero le aseguro que todas son iguales. Incluso la más digna de... Todas son viles criaturas envueltas en seda, hermosas, dañinas. Mire si no, ella, liberada de un despojo humano se lanza en brazos de un manantial de ambiciones. Al menos el otro no era un ladrón...
—Si piensa así, ¿por qué se va? Si no permanece por lealtad a su padre al menos debiera proteger su heredad. Perdóneme que sea tan directo, veo que es hombre que no se anda con ambages.
—No hay problema en eso. Cuando muera, yo soy su único y legítimo heredero, el décimo primer lord Dembow, y esta pareja de cucos saldrán del nido, se lo juro.
—¿Y piensa marchar...?
—Pronto, en cuanto termine ciertos asuntos que me retienen en Londres.
La aparición de De Blaise interrumpió la conversación.
—Todo dispuesto, amigo Torres.
Junto a él estaba la cocinera de la casa, muy apurada por encontrarse fuera de su reino de pucheros y espetones y entre tanto caballero encopetado. La señorita Trent insistía en presentar sus respetos al invitado español.
—¿Se acuerda de mí, señor Torres?
—Por supuesto, señorita. —La mujer estaba algo ajada, la edad no se había portado bien con ella, se le notaba incluso teniendo en cuenta que la parquedad con la que se arreglaba afeaba su aspecto, agradable de natural. Recordó con tristeza lo hermosa que le pareció, para su edad, hace diez años, en cambio ahora, caminaba bajo el peso de los achaques y la misma tristeza que cuando la vio por última vez, llorando, sentada a la puerta de la casa—. Me alegro de verla, y de haber probado sus manjares. Le aseguro que su cocina ha cambiado mi opinión sobre la gastronomía de este país...
—Vaya—dijo De Blaise—, ya echaba de menos sus comentarios gastronómicos, Torres. Salgamos ya...
—Es que quería decirle... —dijo la señorita Trent—, si puedo molestar un minuto al señor, un amigo suyo...
—En otro momento, el coche espera...
De Blaise se llevó del brazo a Torres, dejando a la buena mujer con la palabra en la boca. Fuera ya estaba dispuesto el coche del Premier frente a la entrada, en la plazoleta de grava donde empezaban a situarse los del resto de los invitados. Lord Salisbury ya subía al suyo tras despedirse de los anfitriones, rodeado de lacayos y hombres serios vestidos de oscuro, guardias personales dispuestos por el ministerio dadas las turbulencias políticas. Para evitar retrasos en alguien con agenda tan apretada como el primer ministro, él era el primero en salir, pero ya se aproximaba el coche de De Blaise por el camino en segundo lugar.
Apenas se había detenido el tiro, sonaron dos detonaciones, rotundos truenos en un día despejado. Aparecieron tantas armas como en un regimiento, voces de alarma, nervios. El cochero de lord Dembow, que charlaba a pie con el del primer ministro, azuzó los caballos de este para que corrieran a escape. El coche de Salisbury salió al galope, tratando de alejarse de la puerta, circundando la casa seguido por hombres armados a la carrera. Había humo blanco lejos, en dirección a la entrada, en la verja que rodeaba la propiedad, allí habían sido las explosiones.
Les dispararon. La bala fue a incrustarse en el señorial dintel de la puerta, pasando en su trayectoria entre las cabezas de Torres y De Blaise, a pocos centímetros de la oreja del último. El español reaccionó rápido y con decisión: empujó al señor De Blaise al interior del coche y se agachó. Tomkins tampoco estuvo torpe.
—¡Albert! —azuzó al cochero que ya subía todo lo rápido que era capaz—. ¡Fuera! —Y sacó de su levita un revólver. No, si me preguntan si es común entre los mayordomos británicos el ir armados, la respuesta es no.
Albert estuvo a la altura de la situación, y condujo al tronco de nobles en dirección contraria hacia la que iba el coche del primer ministro, quién era el presumible objetivo principal.
En cuanto al tirador, fuera quien fuese, estaba entre lo espeso del jardín y no se veía rastro de él. Debió huir, o eso entendió mi amigo al alzar la cabeza y ver al mayordomo en medio del jardín, junto a sus hombres y a la escolta de lord Salisbury, pistolas en mano, buscando de un lado a otro.
En eso quedó todo, que no es poca cosa. No tardó en llegar la policía y comenzar las pesquisas pertinentes, un atentado contra lord Salisbury, en Forlornhope, no era algo que se dejara correr alegremente. Los artefactos explosivos parecían caseros y efectivos, habían sacado de sus goznes a la pesada puerta de entrada. Nadie había visto bien al tirador, desde luego no sus víctimas. Los testigos, jardineros, guardias, servicio, hablaron de un hombre grande corriendo por el bosque, arma en mano. Las descripciones no fueron en nada precisas. Llegó la pregunta clave, de boca del detective a cargo:
—¿Saben de alguien que quiera hacerles daño? —Obviamente cualquier anarquista enloquecido gustaría de asesinar al primer ministro o alguna de las restantes personalidades. En el aire flotaba la posibilidad de que se tratara de un atentado de radicales irlandeses dirigido hacia Salisbury u otro miembro del gabinete, el Clan na Gael no dejaba de estar activo, y esa era la posibilidad a la que seguro más atención ponían los policías. Por tanto la pregunta iba dirigida a los hombres más «grises» de la reunión solo porque habían sido blanco aparente de la agresión. El único disparo no había tenido como objetivo al primer ministro—. Es de suponer que les tomaron por él, no parecen muy organizados... con todo, no podemos ignorar ninguna posibilidad.
Torres no contaba con enemigos, y desde luego no podía pensar que Tumblety le quisiera hacer ningún mal. No creía que sus confidencias al inspector Abberline hubieran salido de la discreción policial, y de ser así, el matarlo a él no podía traer bien alguno al americano. Si tuviera que inclinarse por una causa, se quedaría con que una de mis trapacerías había desencadenado ese incidente.
En cuanto a De Blaise manifestó a la policía no tener sospecha alguna. Algo muy distinto dijo a Torres cuando repitió su ofrecimiento de acompañarlo a la pensión Arias, una vez despedido a los agentes, asegurado la marcha tranquila de Salisbury, tranquilizado a su mujer y a lord Dembow, y dado instrucciones a Tomkins para mantener vigilancia en la casa.
—¡Ese bastardo de Percy!
—Señor —exclamó Torres sorprendido—. No puede pensar que él...
—¿Quién si no? Es un loco, enfermo de celos y podrido de odio. Es muy capaz de esto y mucho más.
Torres no desveló las últimas manifestaciones que le hiciera el señor Abbercromby, por no añadir hierro a las terribles suposiciones del inglés. Aquel hombre que hace diez años dijera del unigénito del lord Dembow que era: «un caballero intachable, salvo por su mal carácter y detestables modales», lo tildaba ahora de «loco y enfermo de celos».
Y lo cierto es que Torres no consideró tales juicios como del todo descabellados, y muy comprensibles viniendo de quien venían.
Su curiosidad lo empujó a conducir la conversación hacia los orígenes de los celos del primogénito del lord, esto es: la muerte de Henry Hamilton-Smythe y la posterior boda de John De Blaise. Trató este de expresar la inmensa dicha que le suponía su actual estado, pero no era la interpretación un arte que dominara, se traslucía una amargura profunda tras los halagos que hacía a su esposa. Lo que en principio supondría una obligación moral para otro, el desposarse con la prometida de su camarada de armas caído en combate, fue un placer para él, su sueño, en principio inalcanzable, por fin cumplido. Esa obligación habría traído una noble resignación en cualquiera, cualquiera que no anhelara la recompensa del amor por su abnegado esfuerzo. La realidad acabó con todas sus esperanzas.
Contó enseguida no solo las circunstancias de la muerte del teniente Hamilton-Smythe, sino todos los avatares de su vida desde que Torres lo viera por última vez, diez años atrás, en un andén de la estación Victoria. La primera pregunta que seguro hizo, o insinuó, el español debió ser: ¿cómo es que no se casó la joven pareja de enamorados en todo este tiempo?
Aquí es cuando esta historia se transforma, de nuevo. Esta vez en una crónica de hazañas bélicas en el más inhóspito de los lugares, de modo que prepárense a soportar calor y sufrimiento, miedo y dolor, y todas las penurias que han acompañado siempre al hombre, desde que empuñó la primera arma. Antes, tendremos que irnos mucho tiempo atrás, de nuevo al setenta y siete.
Dispuestos estaban por ambas partes al desposorio, pero una semana escasa tras la partida de Torres y durante el siguiente año, la desgracia económica se cebó sobre los bienes e intereses de lord Dembow. Una serie de catástrofes, incendios, robos y ataques vándalos contra las propiedades del lord, especialmente contra su patrimonio naviero, muelles, almacenes, astilleros y hasta algún buque, amenazaron con quebrar seriamente la economía de la familia. Un patrimonio tan dañado en lo moral por los hados desde los infortunios del
Great Eastener
, se veía de nuevo perjudicado. Los acreedores se lanzaron voraces y muchos seguros no pudieron llevarse a efecto con la rapidez necesaria, pues pronto se mostró de forma innegable que la mayoría de los accidentes no eran tales, sino provocados por la mano del hombre. Aunque lord Dembow y sus abogados se esforzaron en encontrar la sombra de algunos enemigos tras los incidentes, nada se logró. Por si fuera poco, ciertos desastres financieros, proyectos ambiciosos y fallidos del pasado, como el propio Leviatán náutico, habían dejado las arcas del lord en precario, y su fama como «empresario algo aventurado y de poca fortuna» alejaba a muchos avalistas; la inyección de capital de los seguros o de aportaciones filantrópicas de particulares que bien pudieron paliar las desgracias, no llegó. Peligró hasta la misma Forlornhope.
En una situación tal, Henry Hamilton-Smythe se comportó con la nobleza y gallardía que su carácter ya dejó ver a Torres. No podía casarse en esas condiciones, aseguró, no sin antes hacer todo lo posible por arreglar la situación de lord Dembow, su amigo y benefactor, y por ende la de Cynthia. Ya he dicho que el teniente era hombre que no necesitaba del patrimonio de los Abbercromby, por lo que solo el maledicente Percy podía tildarle de cazadotes. Resultó disponer de más bienes de los supuestos. Era un hombre rico, que no dudó un segundo en poner en juego su fortuna para salvar la de lord Dembow. Abandonó el ejército y puso manos a la obra en sacar a su futura familia de la inminente ruina. Consiguió suculentos empréstitos de bancos poniendo sus propiedades como garantías, tomó las riendas de la situación allí donde la torpeza y brutalidad de Perceval Abbercromby habían fracasado. Utilizó sus influencias, que las tenía por ser hijo de quien era, y estas junto a las propias de lord Dembow, que, aunque el cambio de década había traído una situación política en nada favorable para él (no disfrutaba de tanta amistad con el señor Gladstone como con el señor Disraeli), aún tenía contactos en White Hall, surtieron los efectos deseados.
En los primeros ochenta el saneamiento de la economía de lord Dembow ya era un hecho. Cierto que nunca volverían a disfrutar de una posición tan holgada como en el pasado, pero entraron en una situación de relativa bonanza por el buen hacer de Hamilton-Smythe. Esta circunstancia no debió ser muy del agrado de Percy, para el que el estado de gracia en que se encontraba Hamilton frente a la familia era llover sobre mojado. Esto es una deducción mía, claro está, que el heredero Abbercromby no hizo jamás confidencias al respecto.
En cuanto la responsabilidad de esos «accidentes», si es que hubo un único responsable o varios, o si se trató de una sucesión sorprendente y desafortunada de desgracias, nada pudo averiguar Hamilton-Smythe, ni nadie. Bien es cierto que lord Dembow se había granjeado un buen número de enemistades a lo largo de su vida, incluyendo algunos parientes lejanos. Muchos se alegraron de las penurias del lord y a ninguno de ellos pudo imputárseles nada.
Los incidentes aciagos cesaron bruscamente en noviembre del setenta y nueve, tras el aparatoso incendio de gran parte de las propiedades familiares en Kent, durante una estancia allí del lord, estancia fuera del hábito del noble que solía preferir visitar sus posesiones rústicas fuera de la temporada londinense. Tras ese incendio sin víctimas que lamentar, los enemigos, si es que era cierto que todo fue provocado, abandonaron sus esfuerzos. Dispuestos estaban entonces a iniciar de nuevo los planes de casorio, al que Hamilton-Smythe se había opuesto con firmeza mientras el resto de problemas familiares no se resolvieran, cuando llegó otra desgracia: su padre falleció de una pulmonía.
Se pospuso una vez más la ya muy esperada boda, y no fue por última vez. En noviembre de mil ochocientos ochenta y dos Hamilton, terminado ya un tal vez excesivo duelo por su padre, cayó en las garras de una grave enfermedad, que le tuvo postrado seis meses, durante los que apenas pudo ver a su prometida y al resto de la familia. La causa de este mal, según se dijo, era la muerte de su padre, que le había sumido en un malestar, afligiéndole con alguna enfermedad de tipo nervioso que acabó debilitándolo y haciéndole coger unas malignas fiebres, sumamente contagiosas. La realidad era muy distinta, según confesara De Blaise a mi amigo:
—«La viruela francesa», la enfermedad del amor, como usted quiera llamarlo. ¿Le sorprende, Torres? No me extraña, el compendio de virtudes que fue mi amigo solo se vio enlodado por una pequeña debilidad hacia los mandatos de Afrodita, cosa que yo veo de lo más normal en alguien de su edad y vigor, ¿no cree? Lamentablemente esta pasión le atormentaba, y procuraba satisfacerla en la clandestinidad, excesiva para mi gusto, lo que le condujo a enfermar. Así me lo confesó, y me hizo saber que no podía llegar al matrimonio en ese estado. En honor a nuestra amistad me convirtió en su cómplice, y yo lo ayude a seguir la farsa de su misteriosa fiebre, hasta que los chancros curaron.
Este alejamiento lo fue no solo de Cynthia, sino del propio lord y de la guía de los negocios y asuntos que de manera tan inesperada y provechosa se había hecho, lo que agradó a Percy, quién volvió a ocupar lugar de preferencia y olvidó en cierta medida su encono hacia Hamilton.