—Lesbianas medievales, maravilloso —dijo el comandante—, tal vez la lea.
—Vayamos directamente al grano —dijo SA.
—A eso he venido —dijo el comandante Hannibal.
—Leí su teoría sobre la decapitación, la que colgó en Internet —dijo SA—, y me quedé muy impresionado. Sus reflexiones sobre la decapitación son extraordinarias. Usted avanza que el hombre del futuro será un hombre decapitado y yo en mis sueños ya he visto a ese hombre. La cabeza conectada por redes inalámbricas al cuerpo, una maravilla. La bilocación al fin al alcance de los seres humanos. La bilocación como pérdida de la unidad del ser. Dos seres en donde sólo hubo un ser. En mis sueños he visto a esos decapitados, son seres felices y radiantes.
—Gracias, sí, estoy muy orgulloso de mi teoría de la bilocación. Quiero desarrollar esta teoría para fines bélicos, para poder usarla con el Equipo A. Tenga en cuenta que en el Equipo A sólo somos cuatro mercenarios, con la bilocación nos convertiríamos en ocho. La cabeza luchando en China y el cuerpo en México, y conectados por un sistema inalámbrico. Fastuoso.
—Será un arma muy imaginativa.
El comandante pidió una botella de whisky al camarero. El comandante bebió con ansiedad. Se bebió tres whiskies casi de golpe.
—Soy un alcohólico profundo —dijo el Comandante—, un alcohólico realista. Mi alcoholismo es uno de los mejores alcoholismos que puedan imaginarse. Hay una monografía médica y psicológica sobre mi alcoholismo. Los hombres del futuro serán todos alcohólicos. El alcoholismo acaba de nacer, está en pañales. El alcohol es una sustancia sobrenatural. Todo eso se desarrolla con pormenor en la monografía que le he dicho, donde también se demuestra que los hombres del futuro, que serán inmortales, estarán todo el día bebiendo. Creo que Jesús de Nazaret fue el primer alcohólico profundo. Su idea de que nos teníamos que amar los unos a los otros es una idea de borracho iluminado. La Última Cena fue una cena de bebedores profesionales, de grandes alcohólicos en conexión con el Gran Alcohólico Definitivo, o sea, con Dios.
—Sí, he visto citada esa monografía en Internet, pero creía que era una obra de ficción.
—No, es una obra científica.
—Pues parece una obra de ficción.
—Pues no, ya le he dicho que no, es una obra de ciencia, todo está debidamente demostrado. No me gusta la literatura, prefiero la ciencia.
—¿Le importa que Jerry tome nota en el portátil de todo cuanto vamos diciendo? —preguntó SA.
—Me parece lo adecuado, en estos tiempos en que estamos, sin duda lo adecuado, pues todo tiende a perderse, a desaparecer como lágrimas en la lluvia —dijo el comandante.
Jerry sacó el ordenador portátil y comenzó a tomar nota. El comandante quedó muy impresionado por el portátil de Jerry, que era un ordenador que reproducía los colores del arcoíris. Jerry acababa de tunear el ordenador con adornos muy coloristas.
—¿Sabe, querido comandante Hannibal, la razón de nuestra cita? —preguntó SA.
—La imagino.
Los tres hombres se levantaron de la mesa. Estaban en los jardines del Nacional. Hacía un día espléndido. Caminaron por los jardines en silencio. Jerry iba con el ordenador abierto. Los tres llevaban gafas de sol. De repente, advirtieron que los tres llevaban el mismo modelo de gafas de sol, las Ray-Ban clásicas, con varilla de oro y cristales verdes. SA comentó que las Ray-Ban eran las gafas perfectas para superhombres como ellos. El comandante Hannibal llevaba una petaca en donde había vertido el resto de la botella de whisky que no se había bebido mientras estaban sentados. Se acercaron a los límites de los jardines del Nacional, justo hasta la entrada del mausoleo de Fidel Castro, en donde había una cola larguísima de turistas haciéndose fotos. Se podía ver la tumba también desde unas pantallas colocadas a la entrada. Para entrar en el mausoleo había que pedir cita previa. Sin embargo, los huéspedes del Nacional, que en estos momentos era un hotel de lujo de un propietario norteamericano llamado Carl Sagan, tenían el privilegio de visitar la tumba de Castro en cualquier momento del día. La transición a la democracia en Cuba propició la llegada de capital norteamericano. Carl Sagan hizo una oferta espléndida al gobierno cubano por la compra del hotel Nacional, pero sólo puso una condición: que Fidel Castro descansara eternamente en esos divinos jardines. Cuba también estaba siendo zarandeada por el virus de la islamización, pero su verdadero pasado comunista la mantenía al margen del fanatismo o la superstición. Aunque ya se podían ver muchos burkas en La Habana, y ya se oía hablar en árabe. El propio Carl Sagan había empezado a deshacerse de sus propiedades en la isla. A SA le gustaron las bermudas del comandante. El comandante dijo que a veces pensaba que toda la humanidad no había existido nunca. O que aunque existiese, daba igual. En ese momento, vieron a unos jóvenes negros con una pancarta en la que aparecía la celebérrima foto del Che Guevara, en donde se había sustituido su gorra comunista por un turbante.
—Esto es el fin, tenemos que actuar pronto —dijo SA.
Los tres hombres siguieron paseando por los jardines. Se sentaron en un banco de madera tropical. Llamaron a un camarero. Era una camarera. El comandante Hannibal le dijo a la camarera que le trajera whisky. SA se pidió un daiquiri y Jerry una piña colada.
—Bien, vayamos a lo que nos ocupa. Es evidente que la islamización de toda América Latina es casi imparable. Sólo Cuba está a salvo y por poco tiempo, ya ha visto a esos tarados con la foto del Che con turbante. El presidente Hugo Chávez está islamizando toda Venezuela y hay un contagio generalizado. Hay que hacer algo.
—¿Tiene algún plan?
—Sí, queremos imprimir cincuenta millones de octavillas como ésta:
Añadiremos un lema, algo así como «Los Reyes Católicos y el Equipo A no os abandonan, mantened la fe en Cristo».
—Muy impactante.
—La idea es arrojar las octavillas por todas las ciudades de América Latina, comenzando por Caracas, y detener así la islamización. El rostro de los Reyes Católicos difundido por todas las ciudades impedirá la propagación del islam.
—¿Y qué quieren exactamente de nosotros?
—Bueno, queremos que sea el Equipo A quien arroje las octavillas por toda Latinoamérica. Que en Perú, en Chile, en Venezuela, en Argentina, en Colombia, la gente sepa que el Equipo A no les abandona. Ustedes, el Equipo A, son caballeros de prestigio. Toda América Latina les conoce. Aman el bien, son buena gente. Son los superhéroes de los humildes. Está en juego la civilización occidental, que inventó el cristianismo y el comunismo y el amor heterosexual y el amor homosexual. Es una misión humilde, una mezcla de publicidad y fervor histórico, y de espíritu religioso. Tal vez parezca un acto surrealista. Da lo mismo. Tal vez sea un recordatorio absurdo de la existencia de un vínculo amoroso entre España y América.
—Ese vínculo existe, Saavedra. Claro que existe. Ahora mismo le nombro comandante de este nuevo ejército de liberación internacional. Cuenten con nosotros. El Equipo A no les fallará. Es verdad, hay religión y publicidad en esta misión que nos encargan ustedes. Es una misión humilde, por tanto, digna del Equipo A. El Equipo A es la última esperanza planetaria. La humildad es nuestro lema. Hay que devolver el cristianismo y el comunismo a América Latina. En el Equipo A somos hombres valientes, ya lo saben. Hay que devolver a los pueblos latinoamericanos la verdadera fotografía del Che Guevara, sin turbante, con su gorra, y con la estrella roja del comunista inmortal y verdadero que fue.
—Entonces ¡viva España! —gritó el comandante Saavedra.
—¡Viva el Equipo A! —contestó el comandante Hannibal.
—¡Viva el comandante Guevara! —gritó Jerry.
SA se dio cuenta de que otra vez estaba solo. Miró a un lado y no estaba Jerry, miró al otro lado y no estaba el comandante. Se había quedado profundamente dormido en la terraza. Ya estaba oscureciendo. Encima de la mesa había una edición de la novela
Fortunata y Jacinta
de Benito Pérez Galdós. Al contemplar el volumen encima de la mesa, SA sintió un inmenso terror. Vio a lo lejos la sombra de un español llamado Benito Pérez Galdós, una sombra triste y absurda.
¿Quién es este tal Jerry, este hombre que me acompaña por el mundo? Lo miro y no dejo de asombrarme. Mide 1,83. Tendrá unos cuarenta y cinco años. Anota lo que nos pasa en su ordenador portátil, que fue mío. Intenta entender todo cuanto le digo.
No he trabajado nunca. Jamás he madrugado. He hecho siempre lo que me daba la gana. He sido rico cuando quise y pobre cuando quise también. He estado en todas partes.
He fornicado, y eso es nada si tengo que morir.
He sido famoso, y eso es nada si tengo que morir.
He sido poderoso. He usurpado lo que me ha dado la gana. No me ha alcanzado ninguna ordenación de la realidad. No he sido real. No soy real. Si no eres real, no pagas impuestos. Eso es lo que no sabe Jerry. Si la realidad no te alcanza, no está claro que estés más allá de la realidad, en un imperio de supuesta libertad.
La sabiduría acumulada por un inmortal puede convertirlo en un millón de seres. Y en un ser sanguinario. Sé que hay y ha habido inmortales que buscan denodadamente la destrucción de todo. Yo no soy tan radical, aunque entiendo esa violencia. Sin duda, fuimos la inspiración de Federico Nietzsche. Una de las maravillosas explicaciones de todo cuanto existe estriba en seguir la doctrina de los Miserables Festivos.
Los Miserables fue una congregación de negros, judíos y comunistas que se juntaban en los muelles de Nueva York a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Eran estrafalarios y radicales.
Se llamaban los Miserables Festivos porque se emborrachaban y hablaban de un universo en el que todo está muerto desde siempre. Es decir, nada de lo que vemos está vivo ni es.
Todo está completamente muerto, o simplemente no es. No acabaron de precisar este extremo, de si todo está muerto o todo no es.
Hacían magia negra, que enseñaban los negros que venían del sur de los Estados Unidos.
A mí me mataba de risa ver a un negro hacer magia negra. Había negros, en aquella época, con un sentido del humor devastador.
Anduve un tiempo con los Miserables Festivos. Hacíamos el mal porque nos aburríamos.
Invocábamos a los huracanes e hipnotizábamos a distancia a los capitanes y a la tripulación para que se hundieran sus barcos en mitad del Atlántico, y del Pacífico, y del Mediterráneo.
De hecho, el
Titanic
lo hundimos nosotros. Cómo gritaba aquella gente que se hundía en medio del océano.
Y Abraham, así se llamaba el negro festivo, el que hundió el
Titanic,
se aparecía a cada náufrago del
Titanic
en forma de pez y le decía: «No es real el Universo y tú ya estabas muerto desde siempre, así que deja de llorar, imbécil, y disfruta del baño, disfruta de estas inmensas y nauseabundas aguas oceánicas, vas a dormir con tus hermanos los peces esta noche».
Abraham nos dijo que a cada náufrago del
Titanic
se le apareció en una forma de pez distinta, que había tantas especies de peces que no tuvo que repetirse en toda la noche que duró el hundimiento del
Titanic
. Que, en realidad, todo el naufragio del
Titanic
era un homenaje a los peces. Abraham estaba enamorado de los peces. Parece increíble, pero la gente se enamora de lo que puede. A Abraham le exaltaba la idea de que existiesen tantas clases de peces. No sabía qué hacían los peces allí, debajo del agua. Sí, le fascinaban los peces, la misteriosa vida de los peces, su vida tan religiosa.
Murieron 1.517 personas y Abraham adoptó la forma de 1.517 especies marinas distintas, sin repetirse ni una vez.
Yo vi a Abraham aquella noche del 14 de abril de 1912.
Estaba tan alterado, tan eufórico.
Estábamos en un pequeño bar del extrarradio del puerto. Éramos una docena de personas, una docena de Miserables Festivos. Me acuerdo de Marc, el dueño del bar, un Miserable Festivo de origen alemán. Siempre estaba enseñándoles el sexo a las mujeres que pasaban por delante de su cantina. Era un indecente. Y gritaba: «Fiesta y Miseria».
Abraham se convirtió en una columna de luz roja que desprendía calor.
Fue una noche perfecta.
En la madrugada del 15 de abril ya estaban todos ahogados.